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Busco Mi Reflejo por T-Max

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Se acomodó sobre aquella porción de césped, con las manos apoyadas tras la cabeza. El pecho, al descubierto, relucía salvajemente, y el cabello rojo se le azotaba contra el viento, a la par que sus holgadas vestiduras danzaban en la brisa, ardientes, pues el rey celestial brillaba en lo alto del zarco paraíso, maravillando al joven muchacho con su presencia. Su nombre era Sorik.

Desterrado de su tribu por aquellos que nunca hicieron nada por comprenderle, vaga errante por el mundo a lomos de su montura, Norua, sin detenerse ni un solo instante, queriendo hacerse con un lugar en el mundo. Pensaba, a cada segundo en que a su mente le era permitido viajar libre con el viento, que habría alguien que llegaría a entenderle.

Relinchando tan ligeramente como Eolo, Norua le acarició el brazo, cruzado por una marca delgada, en relieve, que se extendía desde su hombro hasta la muñeca, en tal zona que, cuando deslizaba las manos en sus anchos bolsillos, resultaba imposible ver aquella marca. Girando levemente su cuello, contempló a su bestia, que le miraba con ojos profundos y, a diferencia del resto de su especie, inteligentes. Sorik acarició el cabello de aquel animal con delicadeza, parsimonia, dejándose llevar por el contacto, prologándolo hasta que era posible, pues sabía que, poco a poco, la fuerza de su brazo alcanzaría el límite, descansando luego sobre la hierba.

Pasaron las horas, hombre y bestia, sumidos en armonía, tal que no vieron como el astro rey se escondía tras la línea de fuego que componía el final descendente del cielo azul, hasta que una doncella blanca, nívea, alba, elevose hacia lo más alto, pálida y sombría, cual fría muerte. Los ojos castaños de ambos, bestia y hombre, contemplaron a aquella hermosa mujer. Le sonrieron al mismo tiempo. No sin pesadez, Sorik se separó de la verde vida que cubría sus pies, y toda la inmensidad que sus ojos alcanzaban a contemplar. Sin dilación, sin miradas de arrepentimiento por continuar con el arduo camino, juntos siguieron avanzando, cabeza gacha, pies destrozados, piel al descubierto.

Y, con el avanzar de la muerte celestial por aquel reino superior, llegaron hasta una zona que, bien no era la más bella, pero si curiosa de contemplar. Hecha desde las entrañas desde la tierra misma, formada por una nocturnidad tan cerrada que dolía ante los ojos, se alzaba desafiante, enseñando sus cavernosas profundidades a todo aquel invitado, exiliado, perdido.

Agarrando con recia diestra las riendas del hermoso ejemplar de animal, se introdujo en aquellas profundidades atemorizadoras y temerosas, pues su espíritu ya había alcanzado otro nivel, y se sentía preparado para afrontar cualquier horror, contando con que su sufrimiento al ser exiliado superaba a cualquier otro objeto de temor.

Y allí, inerte cual piedra muerta, sobre la arena despiadada y fría, residía carne voluptuosa, sonriente, descendiendo brunos mechones de cabello sedoso por una frente desnuda, y por carne al descubierto, a la intemperie, deseosa de ser cubierta por otro cuerpo, igual de ardiente de deseo. Abandonóse Sorik a Norua a la entrada de la profundidad, aproximándose luego a la imagen de sus sueños idílicos, en donde por fin era aceptado.

Rindiéndose ante el placer, Sorik dio rienda suelta a sus encantos, y ella le correspondió como bien pudo, entregándole su más sagrada flor, y sus labios, vírgenes de hombres. Pero, incluso entre las pieles frotándose, y el corazón a punto de estallar, no pudo Sorik aproximarse a aquello que buscaba.

Sin germinar todavía el nuevo día, partió lejos, seguido, muy de cerca, por Norua. Y atravesó senderos, colinas, llanuras, mesetas, y pequeños riachuelos que se dibujaban en el paisaje que sus ojos miraban y sus pies pisaban. Pájaros rojos danzaban sobre sus entidades morenas, indicándoles el camino, mas ellos, por mucho que andaban, nada hallaban, teniendo que contentarse luego con el aire que emanaba desde algún lugar. Sin embargo, su pecho no sentía frío. Un ardiente calor le recorría entero.

Desesperado, buscó ayuda en una vivienda apartada, rodeada por dos árboles gemelos, que sonreían al unísono, enredando sus cabellos. Sonriendo, feliz, satisfecho, se acercó Sorik, pegada Norua a sus talones. Palpitaba aquella morada, pues la puerta abierta estaba, invitando a entrar. Así lo hicieron ambos.

Erigido en el camastro improvisado con finas gotas de cristal y diamante, hallábase la idílica visión de sus sueños más húmedos, que separaba sus dos miembros mas extensos, dotándole de aquello que sentía extraviado. No pudo sino vanagloriarse de encontrar aquello necesitado. Y allí se abandonó, placentero, expuesto a todo, sin miedo, sin censura, con toda la pasión que poseía, pues en otra carne idéntica, otra piel similar, otras manos igual de puras, otro rostro inocente, otra ideología incomprendida, había encontrado su ser mismo.

Primero encontráronse rostro, besos, labios, manos desnudas. Luego pecho, piernas, muslos, miembros extraviados, que se acariciaron con ternura, sensibles, hasta despuntar el alba, amaneciendo así, tal como la noche los dejó, abrazados, comprendidos al fin, naciendo lágrimas de aquellos ojos oscuros, llorando de emoción, de alegría, de melancolía por querer tenerlo antes y ser incapaz de poder. Apoyáronse el uno al otro en sus dolores, fuertes, punzantes, pues cada uno, era, en cierto modo, el reflejo del otro...


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