Tómame ahora
Por: chibiichigo
Apareció desnudo en su puerta, sin motivos ni razones; sin ninguna intención de mediar palabras que terminarían con la lujuriosa tensión del encuentro. Un encuentro, por otra parte, inesperado y radical.
Lo miró de la cabeza a los pies, intentando encontrar en vano alguna prenda, por minúscula que fuese, algo que dejara por lo menos las partes más privadas a la imaginación. No las encontró. El hombre estaba en cueros. Desnudo. Despojado de tolo lo que pudiese considerarse una prenda. Total y completamente desabrigado, sin más cubierta que la piel sobre sus huesos y el críptico silencio que lo envolvía como un velo.
Pensó en preguntar, sin embargo supuso que no conseguiría respuesta alguna. Nunca las había, salvo cuando él se ofrecía de manera categórica a contestar, si no, lo único que conseguía era sepultarse a sí mismo en su propia incomodidad, sumergirse en las arenas movedizas de la falta de sonido. No valía la pena aventurarse, era demasiado tedioso siquiera pensarlo, y dudaba severamente de su propia capacidad para el autocontrol que requería la pregunta.
Sacudió la cabeza y miró los oscuros ónixs que lo saludaban impertérritos. Para aquel ser no existía nada más que su mero, morboso y amoral placer, ésa era la respuesta a todo. Tan vil. Tan sencilla. Tan complicada. Tan inexplicable. Tan privada y pública. Tan contradictoria que hallaba su propia causa en la consecuencia. Quería el placer, a costa de lo que fuese, y no tendría reparos en ello. Era adicto, hedonista, abandonado de sí mismo por una causa que distaba del narcisismo… Por el contrario, sabía que el sujeto frente a él buscaba encontrarse, dejar de caminar por el desierto de su ser, sentir el gozo de la vida mediante el ímpetu sexual.
Eso era clásico de él, por mucho que no se diese cuenta. Quería romper las barreras que nunca habían sido suyas, extralimitarse cuando no conocía de fronteras, retar a la vida con la esperanza de que ella aceptara el desafío. Añoraba hacer arte, cuando él mismo comprendía la obra más inusitada e impredecible… Y siempre tenía ese extraño efecto sobre el bruno. Lo tensaba, pese a que no llegaba a escandalizarse por unas acciones que clasificaba. Lo hacía sentir acorralado, incluso cuando el otro sólo intentaba decirle que era más libre de lo que nadie jamás se había atrevido a ser. Lo hacía verse como alguien ajeno a sí, pero eso era demasiado problemático como para explorarlo a fondo.
—¿Se puede saber qué diablos estás haciendo aquí?—logró formular tras interminables segundos. Se dio cuenta que tenía la boca abierta, y que el color blancuzco de sus nudillos contra el pomo de la puerta contrastaban, lo más probable, con el sonrojo discreto que se estaba pintando en su rostro.
—Tómame ahora, Shikamaru— sonrió Sai, con la misma falsedad que dejaba al descubierto su irremediable sinceridad.
El castaño enarcó la ceja.
El cetrino era siempre tan directo y falto de tapujos que no entrañaba ningún misterio. No obstante, en materia de hacer justo lo que menos se esperaba, tentando a ciegas por alguna posibilidad que parecía nunca existir—ni dejar de existir tampoco—, Sai siempre lograba sus objetivos. Lo apantallaba con su veracidad descubierta, cínica y desagradable. Lo hacía sentirse en una vorágine de problemas, de cuestionamientos irresolutos que jamás se había atrevido a formular. Lo hacía languidecer con sólo mirar sus principios machacados y pulverizados.
Desde que había encontrado a ese hombre, o, mejor dicho, desde que Sai lo había encontrado a él, había necesitado entregarse a sus impulsos animales. A los más carnales. A lo irresistible. A lo oscuro. A lo pasional. A lo siniestro que existía en su propio ser… Y, tal vez, sólo tal vez, obligaban a sentirse vivo lejos de todo lo convencional.