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Memorias de los Hombres Justos por Jocasta_de_Tebas

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Notas del fanfic:

Los personajes Telémaco e Ino son propiedad de Jocasta de Tebas. Los personajes Milo de Escorpio, Camus de Acuario y Aioria de Leo, son propiedad de Masami Kurumada.

Trabajo publicado sin ánimo de lucro.

Corrección y estilos: Heiko.

La noche había caído y con ella, una suave brisa procedente del mar llenó el ambiente de olor a sal. Ese aroma transportó a Milo a su niñez, y al cerrar los ojos recordó los rostros de sus hermanos Calíope y Niklas, así como el de Anterón. No era su auténtica familia, ya que él había sido adoptado a la edad de seis años, pero los sentía como una parte más de su ser. Habría asesinado por ambos. Calíope había sido su primer amor y Niklas era la inocencia personificada. Como todo lo bueno, fueron días felices que duraron poco.

Recordarlos había terminado por agriarle la velada. Sin pensarlo dos veces, se levantó del sillón y con un movimiento brusco cerró el libro que trataba de leer. Una infinidad de motas de polvo danzaron frente a él, acusadoras del tiempo que el volumen llevaba abandonado a su suerte en la biblioteca. Había pensado que La Odisea sería una buena elección para entretenerse, pero tras dos horas intentando avanzar en la trama, no consiguió pasar de la página diez. Hastiado, se asomó al pasillo y, como siempre, se encontró con que Ino se dedicaba a mantener las antorchas encendidas, como si se tratara de una vestal.

—Atenea nos proteja en esta noche, mi señor —le saludó.

—Puedes retirarte, muchacha. Ya es tarde.

La joven se giró y lo miró a través de su máscara.

—Si usted aún está en vela yo no debo abandonar mi puesto.

Milo suspiró tras encender un cigarro.

—Cuando alcances la dicha de vestir una armadura dorada —el griego no se acostumbraba a tener que explicar sus decisiones— entonces hablaremos sobre trasnochar o no. Hasta ese momento, obedecerás. Ve a dormir.

—Como ordene mi señor —contestó ella—. Que descanséis.

La observó mientras se marchaba pasillo adelante hasta desaparecer escalera abajo. Ino poseía un cuerpo proporcionado, era alta y espigada y sus caderas tenían el tamaño adecuado para navegar sobre ellas. Pero tras la batalla, Milo no tenía ánimo para planteárselo siquiera, puesto que su libido había desaparecido. Como si Camus se la hubiera llevado con él.

Cerró las puertas de sus aposentos privados y terminó el cigarro con lentitud. Hacía varias semanas que dormía en el sillón ya que cuando se metía en la cama, se despertaba sobresaltado y sudoroso. Soñaba con Hyoga, con Camus y con la batalla. Con las lágrimas del caballero de Acuario al cruzar Escorpio. Con la vehemencia de Hyoga al pelear contra él, y su estúpida idea de cortarle la hemorragia aplicándole Antares. Y sobre todo, soñaba con el cuerpo de Camus tirado en el suelo de su templo, y la diosa resucitando a su asesino. El asesino que él no supo detener.

Al comprender que se enfrentaba a una nueva noche de insomnio, fue cuando lo decidió. Ya no podía posponerlo más. Había llegado la hora de pasar página y de mirar hacia delante con dignidad.

Había llegado la hora de la despedida.

Dejó la colilla en el cenicero y se dirigió a su cuarto. Se arrodilló frente al arcón que tenía a los pies de su cama y buscó la llave para abrirlo. El chirrido de las bisagras fue el único sonido que se escuchó en el interior del templo. Fuera, las lechuzas ulularon un instante; luego volvió la calma.

“Calma, Milo. Calma”

Las manos le temblaron unos segundos. Se obligó a relajarse pero no lo consiguió. Sabía que cuando entrara en Acuario y violara el sacro silencio del templo donde Camus había caído, su coraza se partiría en millones de pedazos. Pero era algo que debía hacer: contemplar las piedras milenarias que se habían convertido en el último lecho de su amado. Necesitaba tocarlas, sentir el frío penetrar por sus dedos y tratar de comprender por qué un hombre con rango dorado había sucumbido ante un caballero de bronce que, a la postre, había sido alumno suyo. Pero, ¿qué podía hacer? ¿Sería capaz de mirar a otro lado, sonreír y fingir que todo estaba bien, que nada había sucedido? ¿Olvidaría el juramento firmado con semen sobre el cuerpo de Camus de que protegería a Hyoga pasara lo que pasara? Meneó la cabeza y se dirigió a la ducha. Abrió los grifos y se colocó bajo el chorro. El agua salió templada.

“No sé si seré capaz de soportarlo”.

Era curioso que un hombre como Milo, que dominaba técnicas de interrogatorio que harían palidecer a cualquier agencia gubernamental, pudiera sentir miedo ante una situación concreta, pero el hecho de imaginarse en el Templo de "la Urna le producía una fuerte ansiedad. Se frotó como una virgen el día de su himeneo y se aclaró el cabello, mientras trataba de dejar su mente en blanco. A duras penas lo consiguió, y si bien no estaba del todo relajado, tampoco sentía tanta angustia como había imaginado.

“No voy a cantar victoria aún. Lo peor está por llegar”.

Oyó que golpeaban la puerta, por lo que salió del agua y se cubrió con una toalla para averiguar quién osaba molestarlo a aquellas horas de la noche. La abrió de mala gana y se encontró con la máscara de Ino, que parecía mirarle a los ojos, a través de sus cuencas vacías.

—Siento molestarle, mi señor.

El caballero de Escorpio lanzó un bufido. La toalla resbaló y terminó en el suelo, pero Milo no se molestó en cubrirse.

—Te dije que podías irte, muchacha. ¿Por qué ignoras todo lo que te digo?

—Le pido disculpas, mi señor —se apresuró a contestar ella—. Sólo vengo a avisarle de la llegada del caballero de Leo. El señor Aioria me ha pedido que le diga que ya está en su templo, por si necesita hablar con él —su voz temblaba.

Milo se apoyó en el quicio de la puerta y asintió.

—Me doy por enterado. Y, por favor, retírate. Ahora —puntualizó.

—A la orden, señor.

La chica se marchó con el pulso acelerado y el rostro salpicado de rubor bajo su máscara blanca. No es que a Milo le gustara exhibirse con la intención de abrumar a su doncella, pero no conocía mejor manera para que le dejara en paz. Además, no entendía la mojigatería de la muchacha. Sólo por el tiempo que llevaba a su servicio, Ino debería estar acostumbrada a ver desnudos masculinos. No era la primera vez que se encontraba con los amantes de su señor al despuntar el alba, momento en que abandonaban el templo. Estaba seguro que ella se imaginaba que, cuando Milo llevaba a alguien a su cuarto, no era para jugar al ajedrez.

Cerró la puerta con la certeza de que no volvería a ser interrumpido. Decidido, abrió una botella de vino que guardaba para una ocasión especial: el momento lo merecía. Llenó una copa y lo probó. Luego, lanzó unas gotas al aire, a modo de libación. Nadie podría acusarlo de impiedad.

—Por ti. Por tu casa y por todos tus putos antecesores.

Apuró el contenido hasta el final y rellenó la copa. Sabía que emborracharse estaba fuera de sus posibilidades. Los cristales de veneno que viajaban por su torrente sanguíneo neutralizarían las toxinas del alcohol antes de que llegaran a su hígado, así que cuando Milo salía a embriagarse, lo único que sufría era su bolsillo.

Retiró con los dedos varias gotas que se escaparon por la comisura de sus labios. Al verse reflejado en el espejo, su mente se trasladó al pasado, unos quince años atrás; un Milo más joven realizaba ese mismo movimiento, pero en aquella ocasión no se trataba de vino, sino de sangre.

“¿Quién eres tú y qué cojones estás haciendo aquí?”

Milo debía rondar los dieciséis cuando vio a Camus por vez primera. En el Santuario se rumoreaba que los representantes de la Casa de Acuario llegarían desde Hisarlik para tomar posesión del Templo de la Vasija, y que el discípulo de Aristeo era uno de los jóvenes con mayor potencial cósmico de toda la Orden. Pero no se conocieron en el Salón de Recepciones, sino en el propio templo de Escorpio. Camus se había colado en el cuarto de Milo y lo observaba todo de forma metódica y precisa: los libros, el terrario vacío, la espada.

La espada.

"¿Es auténtica?”

El espartano se habíaescondido para poder espiar los movimientos del francés. Camus la descolgó de la cabecera de la cama y la tomó entre sus manos. Para sorpresa del joven, que esperaba ver a un muchacho jugando con una espada, aprendiz de Acuario realizó una serie de movimientos que lo hacían parecer un efebo ateniense: comprobó el peso y la longitud del arma para saber si estaba calibrada; la balanceó con un giro de muñeca y lanzó una estocada a un enemigo invisible. Por último, la retrajo para envainarla. Milo salió entonces de su escondite y lo encaró, pero Camus no mostró ni un ápice de sorpresa. Se limitó a mirarlo a los ojos y a hacerle la confesión más asombrosa de toda su vida.

“Quise conocerte desde que supe que eras espartano”

Recordó la ira y la excitación. El ansia por romper el espacio entre ambos y tenerlo pegado a su cuerpo. El deseo por hacerlo suyo.

“Hablas muy bien el idioma de los hombres libres. Pero eres un bárbaro. Un extranjero”

Se miró la mano abierta. El paso del tiempo y la acción curativa del veneno casi habían borrado la cicatriz, pero la sintió arder, igual que aquel día. El rostro del francés mostró una gran repugnancia cuando Milo le recordó su ascendencia, así que sin dudar, se hizo un tajo en la palma. Milo no se esperaba esa reacción, y mucho menos que lo agarrara de la muñeca para hacerle otro corte en la suya. La piel estaba fría, más bien congelada, y al unir ambas heridas, la mezcla de hielo y veneno los hizo gemir de dolor.

Sin dejar de mirarlo a los ojos, Milo lamió su herida. Camus sonrió.

“Ahora, tú también tienes sangre bárbara en tus venas”.

Se llenó una tercera copa y la vació de dos tragos. Se sentía más animado, y aprovechó para desenredarse la melena con un peine de púas anchas que había extraído anteriormente del arcón. Para presentar los respetos a un amante había que ataviarse con las mejores galas, y él se estaba preparando para ello. Se perfumó con aceite, desde los pies hasta el cabello, y luego se cortó un mechón que dejó sobre el lavabo. Era su forma de mostrar luto, porque aunque Milo no ponía en práctica todas las costumbres arcaicas que conocía, sí que solía respetar algunas. Además, no era la primera vez que perdía a alguien querido. La muerte de Niklas le había dolido hasta el desfallecimiento, pero la desaparición de Camus…

No tenía palabras para describirlo.

Cerró los ojos, tomó aire y lo expulsó por la nariz lentamente. Su pecho ardió de pena y estuvo a punto de echarse a llorar, pero consiguió controlarse. Le quedaba toda una vida para hacerlo por su amado, por sí mismo y por su historia inacabada, pero tendría que dejarlo para otro momento. Su determinación volvió tan rauda como se había ido, y Milo aprovechó para sacar un tubo de gel de uno de los cajones situados bajo el lavabo. Lo vació en su palma y esparció el producto sobre la melena, aún húmeda, para trenzar los mechones a la antigua usanza de los espartanos. De ellos se decía que cuando marchaban, iban preparados para morir. Y una parte de él estaba dispuesta a morir en Acuario.

“No lo he matado. Tuve mis razones para dejarlo vivir”.

Se apoyó en el lavabo y jadeó. Las ganas de estrellar la cabeza contra el espejo fueron casi incontrolables. Si lo hiciera, quizás dejaría de recordar las palabras de Camus cuando cruzó Escorpio, antes de que los niños de bronce llegaran; su rostro congestionado contrastaba con la dureza de su voz, mientras le relataba que había detenido a Hyoga en la casa de Libra y que era imposible que éste saliera del féretro de hielo sin otra ayuda que no fuera la espada del Armero.

Milo no le preguntó por qué había luchado en Libra, sin esperar a que los traidores llegaran al Undécimo Templo. ¿Fue idea suya o del regente de la casa de la Balanza? Además, el hecho de que fuera Hyoga y no otro el que saliera despedido desde Géminis hasta la Séptima Casa también era sospechoso. ¿Es que le había ofrecido al custodio de los Gemelos alguna compensación a cambio de poder medirse con su alumno en un lugar vacío?

Apretó los puños y se sintió utilizado. Si Camus había pactado con Saga —el maldito Saga—, iría a buscarlo al Averno para matarlo otra vez.

“Le he dejado en un féretro de Hielo, en Libra. Allí se quedará para toda la eternidad”

No tenía sentido, y así se lo hizo saber. ¿Por qué dejarlo expuesto a vista de todos? Además, el féretro era casi irrompible, pero el caballero del Dragón era el discípulo de Dohko de Libra. ¿Acaso Camus sabía que Shiryu liberaría a Hyoga de ese castigo?

Y la pregunta que no podía sacarse de la cabeza: ¿Por qué le pidió que no lo matara? ¿Por qué?

Ya era tarde para averiguarlo.

Se bebió otra copa de vino y terminó de trenzar sus mechones, que caían por su espalda asemejándolo a cualquier contemporáneo de Leónidas. Se dirigió entonces al dormitorio y abrió uno de los cajones de su escritorio. Rebuscó hasta encontrar una caja labrada. Al abrirla, la fíbula en forma de escorpión que Saga le había regalado como su erasta brilló bajo la luz tenue del templo. El precio por dicho presente fue muy alto, ya que Milo, a cambio, le había entregado al ático su inocencia en un festival de sexo y de sangre. La dejó sobre la cama sin pensar más en ello, se dirigió al armario y sacó una túnica de hilo blanco. Se la metió por la cabeza y la dejó resbalar por su cuerpo. Tras ajustarse el cinturón, la ahuecó para repartir los pliegues alrededor de sus caderas. Se miró al espejo y asintió, le gustaba cómo le quedaban aquellas prendas, por muy anacrónicas que fueran. Por último, tomó el manto, aquel que sus antepasados utilizaban como único abrigo, y lo acarició. No era de tela basta, sino de una fibra ligera, de caída elegante y casi vaporosa, a pesar de la consistencia del tejido. Utilizó la fíbula para afianzársela sobre el hombro y suspiró.

Se sentó en la cama y se ajustó las cintas de las sandalias a los tobillos. Luego, tras echarse un último vistazo y beber dos copas más, buscó en el arcón un ánfora de cerámica blanca y la tomó entre las manos. Era un lekytos, aunque no guardaba aceites en su interior, sino agua salada, procedente del Egeo. Agua salada necesaria para purificar el templo.

—Es la hora, Milo. Terminemos con esto de una puta vez.

Se enrolló en el manto y salió de su cuarto, cerrando la puerta con suavidad. Apagó los candiles y dejó un par de entorchas encendidas. Ino llegaría en unas pocas horas y lo que menos le apetecía era encontrársela, así que no había tiempo que perder.

Aferró la botella de vino y el lekytos contra su cuerpo y subió las escaleras rumbo a la casa vecina. Sagitario estaba tan silenciosa como solía ser habitual desde la muerte de Aiolos. En ese pasillo, Milo había perdido la virginidad hacía más de quince años, aunque si cerraba los ojos, podía rememorar los suspiros de Aioria, su toque cálido, su pasión desmedida, y el dolor. Su eterno compañero.

“Si Aioria me viera, no me permitiría hacerlo”

No se detuvo, pero tampoco aligeró el paso. La casa de Capricornio, con Atenea Victoriosa otorgando la espada dela Verdad a su caballero más devoto, era tan ajena a Milo como el caballero que la custodiaba. La franqueó sin demora, sabedor de que tanto ese templo como el del Arquero sólo tenían actividad durante el día, cuando el grupo de mantenimiento asignado a ambas casas realizaba las labores de limpieza y conservación, de cara a futuros moradores.

Cuando llegó ante Acuario, se detuvo. El templo monópteros se erguía ante él. Desafiante, le instaba a que penetrara en su interior para violar su silencio.

Milo asintió con la cabeza como si aceptara el reto. Entornó los ojos para escudriñar la oscuridad que reinaba en el pasillo. Las antorchas estaban apagadas y todo estaba bañado por una penumbra gris.

—¿Existe cobijo para el viajero en esta morada?

La voz salió como un torrente, propia de un hombre orgulloso y seguro de sí mismo. Retumbó con fuerza contra los pilares del templo y se perdió en la oscuridad del pasillo. Era como si el frío mármol de aquella Casa representara el alma y el corazón de los caballeros custodios, aunque el Escorpión conocía de primera mano lo que escondían los guardianes de la Vasija con tanto celo.

Su pregunta, la que se había perpetuado como petición de paso o de hospitalidad en cualquiera de los edificios bajo la protección de Atenea, no recibió respuesta. Lo único que se escuchaba era el sonido del viento contra los pliegues de la ropa del espartano. Milo sabía que el recinto estaba vacío porque él mismo se había opuesto a que la dotación asignada a la Casa del Aguador durmiera en sus dependencias: él era el guardián más próximo a Atenea y no quería a nadie entre su templo y la diosa. En caso de ataque, un grupo de aprendices y doncellas asustados podría ser una distracción más que una ayuda.

Franqueó la puerta doble y caminó por el pasillo hasta llegar al lugar donde estaba situada la armadura. Dejó ambas botellas, clavó la rodilla en el suelo y asintió de forma grave. Una bruma densa comenzó a cubrirle hasta los tobillos.

—Mi señor Ganímedes, le presento mis respetos. Soy Milo Alkaios, el guerrero del Escorpión. Estoy a su servicio.

Se sobresaltó al escuchar un chirrido metálico. Instintivamente, incendió su cosmos de forma violenta, y el templo reverberó al recibir la explosión del aura del caballero de Escorpio. En ese instante, un chorro de luz lo bañó por completo. Milo escaneó el lugar en busca de enemigos, pero no halló indicios de vida —humana o divina— en las proximidades; Atenea continuaba en el recinto patriarcal. Aioria, en la Casa de Leo.

p>“Pero qué cojones…”

Alzó la vista intrigado por el origen de la luz. La boca se le abrió al encontrarse con la decoración del techo, de una belleza impresionante: nubes y rayos de sol, palomas en vuelo, auroras boreales, un espectacular arco iris repleto de colores y en el centro de la composición, una figura femenina, vestida a la antigua usanza griega y con el cántaro dorado apoyado en el hombro derecho.

Apagó su aura, avergonzado. Lo que al principio le había parecido una fantástica idea se estaba tornando en una soberana estupidez. Si alguien le descubría representando aquella pantomima le tacharía de perturbado, así que decidió dar por finalizado el espectáculo. Apoyó el lekytos en el pedestal de la armadura y extrajo el tapón de la botella de vino con los dientes; tomó un trago largo y se limpió con el dorso de la mano. La bruma continuaba ascendiendo y ahora ya le cubría hasta las rodillas.

—Debes verme como un enemigo —le dijo a la armadura —pero no lo soy. Hice un juramento, ¿lo sabías? —mostró una sonrisa amarga—. Tengo la obligación de proteger a tu heredero. Brindo por ti.

La vestidura dorada brillaba frente a él. Milo no entendía cómo era posible, puesto que las celosías del templo estaban selladas y no veía ni antorchas ni candiles encendidos. Se encogió de hombros y bebió una segunda, una tercera y una cuarta vez. Entornó los ojos al apurar el quinto trago. Cuando sacudió la botella se percató que había ingerido todo el contenido.

—Pensé en traerte una lanza pero no fuiste asesinado, así que no puedo vengarte —le dijo de forma ronca al tótem dorado—. Tú mismo decidiste comprar un billete para el Hades. Sin vuelta.

Alzó la mano y tocó el rostro indescifrable de la armadura. Sus mejillas perfectas lanzaron destellos al ser acariciadas por el caballero de Escorpio, y su sonrisa carente de sentimiento resplandeció.

—Menuda mierda —lanzó una carcajada y la botella rodó por el suelo—. Pero es que no puedo olvidarte.

Sacó la lengua y lamió la boca metálica. Como respuesta, el templo pareció enfurecerse: una brisa helada comenzó a soplar desde el fondo del pasillo, la bruma se disipó y una fina capa de escarcha floreció en el suelo, revelando el contorno del último caballero de los Hielos que había caído en combate.

De haber sido más joven, o más inexperto, aquella imagen le habría sobrecogido, pero lo que experimentó fue una ira incontrolable. Avanzó hacia donde había emergido la silueta del hombre al que tanto había amado y la miró con desprecio. Milo se quedó de pie frente a ella, con la respiración agitada.

—Al final, conseguiste que alcanzara el Séptimo Sentido. Enhorabuena.

Alzó su cosmos y su aura lo recubrió como una capa carmesí. Los cristales de hielo en suspensión reverberaron y chisporrotearon contra el calor despedido por el cuerpo del caballero de Escorpio.

—Y no solo eso, se enfrentó al dios de los Mares y salió con vida. Con tu ayuda, por supuesto.

El sonido de la cerámica cayendo al suelo le puso alerta. Aumentó la velocidad de su cosmos hasta sobrepasar la del sonido e invocó la Aguja Escarlata. La armadura, que al inicio estaba colocada mirando hacia la puerta, se había girado y lo encaraba. El lekytos yacía en el suelo, hecho mil pedazos.

Milo sintió un nudo en el estómago y unas terribles ganas de llorar. Su mente le gritaba que debía salir de allí y dejar atrás todo aquel sentimentalismo pero algo le anclaba a Acuario. Miró la silueta de Camus y su labio inferior tembló. El viento arreciaba, su capa ondeaba y una fina lluvia de cristales de hielo caía desde el techo.

—¿Por qué te defiendes de mí? —gritó a la diosa del cántaro—. ¡Soy vuestro esclavo! —señaló a la armadura y luego al vestigio tatuado en el mármol del suelo—. ¡Sólo quiero una puta explicación!

En el exterior se desencadenó una tormenta y un relámpago iluminó el interior del templo. Milo aumentó aún más la velocidad de su cosmos, y de su cuerpo emanó una fuerte cantidad de energía.

—¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por qué no me explicaste que querías morir por él?

Le resbalaron las primeras lágrimas pero el viento se las arrebató. La casa de Acuario se protegía así de las acusaciones, y le replicaba enviando todos los elementos adversos que sus moradores eran capaces de manejar. Aún no nevaba, pero estaba a punto de hacerlo.

—¡Eres un hijo de puta! —jadeó—. ¡Decías que me amabas pero era mentira! ¡MENTIROSO!

Un fuerte chorro de agua, hielo y granizo lo cegó y al instante siguiente se encontró sentado en el suelo. Cuando se levantó, se encontró con la armadura del Aguador ensamblada frente a él. La capa flotaba tras el metal y la máscara dorada brillaba con su sonrisa enigmática y carente de todo sentimiento. La tormenta de granizo arreciaba, y Milo tuvo que cubrirse los ojos con el antebrazo. Todo indicaba que había llegado la hora de retirarse, pero el caballero de Escorpio no conocía esa palabra. Estaba en Acuario para despedirse y eso era lo que pensaba hacer.

—¡Camus! —gritó—. ¿Por qué? —Avanzó hacia la armadura—. ¿Qué tiene él que no tuviera yo? ¿Eh, cabrón? ¡Moriste por él y a mí no me dejaste nada! ¡Nada en absoluto! ¡NADA!

Golpeó las piezas y estas cayeron como un castillo de naipes. Se arrodilló ante la silueta del francés, cubierta por completo. Apartó la nieve con fuerza; temía que si no lo hacía, esta borraría toda huella de su paso por Acuario. Ya ni siquiera se molestaba en limpiarse las lágrimas, las cuales rodaban por sus mejillas de forma incontrolada hasta llegar a su mentón. Y tras ellas, los suspiros que escaparon de su boca se unieron en el dorso de su mano, para mezclarse con los restos del vino con el que había brindado por los herederos de la Casa Circular.

El viento sacudía con violencia su ropa y sus cabellos. Milo apoyó las palmas en el suelo y encaró el contorno de su antiguo amante.

—¿Por qué tuviste que dejarme solo? —la voz de Milo estaba rota—. ¡Yo habría cambiado por ti, de haber sabido que tú me correspondías! Pero no —gruñó, sentándose sobre sus talones—. Tenías que conseguir que él se elevara con sus alas quebradizas, a pesar de todo, y te sobrepasara. El era tu... ¿redención? —movió las manos, confundido— ¿El que haría de ti un Acuario? Porque, según tú, habías fallado a Atenea, ¿verdad? —se irguió hasta quedarse de pie—. ¿Eso era para ti ser un caballero? ¿Morir estúpidamente a manos de un joven que no estaba preparado para combatir contra los guerreros de oro?

Cuando la armadura volvió a ensamblarse frente a él, Milo se preparó entonces para lanzarle una ráfaga de aguijonazos. Si quería guerra, la había encontrado.

—Sí —sonrió—. Esta es la lengua que entiendes. La de la sangre. ¡La del semen! —rió enloquecido—. ¡Pues bien, yo te enseñaré cuál es el camino al Infierno! —la panoplia empezó a alzar los guanteletes, a lo que Milo respondió retrayendo el brazo con el que disparaba sus saetas.

Otro relámpago iluminó el templo. La tormenta de granizo se recrudeció y el viento le arrancó el himatión y la fíbula, que rodaron por el suelo hasta perderse entre la nieve y el hielo que cubrían del templo. Milo tosió; se secó el rostro con la mano y mantuvo la posición de ataque. En cualquier momento Acuario atacaría y él estaba dispuesto a llegar al final.

—¡Pues te voy a decir algo, pedazo de cabrón! —gritó—. ¡Fracasaste como maestro, al morir por tu alumno, un débil de mente! ¡Fracasaste como caballero, al ser vencido por otro de poder inferior al tuyo, al que yo debí haber parado en Escorpio! ¡Y fracasaste como hombre, al cagarte en tu voto y follarte a un asesino! ¡Un asesino descendiente de espartanos que no debería llorar ante tu puta armadura porque eso significa maldecir a sus ancestros! Lo hace porque no quiere continuar sin ti! ¡Te odio, Camus! ¡Te odio por dejarme este dolor! ¡Los espartanos no deben llorar en público pero yo reniego de mis raíces! ¡Reniego de mi herencia! ¡No puedo vivir sin ti! ¡No quiero vivir sin ti! ¡No quiero! ¡NO QUIERO!

Las saetas carmesíes de la Aguja Escarlata impactaron en el pecho de la armadura cuando esta realizó la Ejecución de la Aurora. El ataque le alcanzó de lleno y Milo salió disparado hacia atrás; trató de mantener el equilibrio pero le fallaron las piernas y rodó por el suelo hasta chocar contra el pedestal del tótem, ahora vacío. Al tratar de levantarse, se clavó los cristales del lekytos en la palma de su mano izquierda, lo que le hizo rugir de dolor. Aún continuaba en el suelo cuando un segundo ataque le vapuleó hasta hacerle chocar contra una columna.

Aturdido, buscó a su enemigo. Lo localizó en la lejanía, al inicio del pasillo, junto a la puerta. Se incorporó con dificultad, sin dejar de sonreír. Su cara era una mueca grotesca.

—¡Por las trenzas de Artemisa! —gritó—. ¿Quién cojones te ha invitado a la fiesta?

Aunque no tenía la certeza de conocer al que le había golpeado, sí sabía que el ataque no era una kata de los hielos. En el exterior amainó la tormenta. La nieve desapareció; el ambiente enfebrecido de granizo y viento cesó y el suelo volvió a estar recubierto de su habitual bruma lechosa. Sacudió la cabeza, sin saber muy bien qué estaba sucediendo. El pecho le ardía y le escocían los ojos, pero se mantuvo en pie, a pesar de que el dolor de su mano le laceraba más allá de lo razonable. Sólo hasta que vio la posición de sus dedos comprendió que se había fracturado tres falanges.

“Por la puta madre de Herakles y en la hora que se me ocurrió venir a verte, bastardo. ¡Mis dedos! ¡MIS ARMAS!”

Tomó aire y recolocó los dedos de un tirón seco. El dolor que sintió fue tan fuerte que creyó que se desmayaría, pero no lo exteriorizó. No se mostraba la debilidad al enemigo.

“Me duele… me duele, me duele, me duele…”

Le ardían los tendones y el brazo izquierdo estaba descartado para lanzar un ataque con él. Quizás con el guantelete puesto, sería capaz de tensar la musculatura lo suficiente como para ejecutar la kata de la Aguja Escarlata, así que llamó a su armadura sin importarle que la explosión de su cosmos resonara por todo el Santuario. Sin embargo, Escorpio no acudió. Reverberó desde la Octava Casa, Sagitario y Capricornio la acompañaron en su melodía y Acuario, que motu propio se había ensamblado en su pedestal, ronroneó como un gatito cariñoso.

—Vamos. Te sacaré de aquí.

La voz sonó tan masculina como siempre. El Aguador se movió para encarar al recién llegado y Milo ladeó la cabeza. Hizo un gran esfuerzo pero logró esbozar una sonrisa.

—Mira, la muy puta quiere meter baza en la conversación.

El guerrero >avanzó por el pasillo y se quedó a unos escasos pasos de Milo.

—¿Tan jodido estás que ni siquiera eres capaz de ponerte en pie?

El espartano ladeó la cabeza y sonrió de forma grotesca.

—Déjame en paz.

—¿Y permitir que te mates tú solo? Ni lo sueñes, espartanito cabrón.

Milo se abalanzó contra el otro, a pesar de que la sangre que manaba por su frente le impedía ver con claridad. Lanzó un puñetazo al pecho, pero su contrincante era rápido, más que él. Milo lo buscó con la mirada y lo localizó a su derecha, casi a su espalda. Si se quedaba allí conseguiría alcanzarle, pero el maldito se movía a gran velocidad. Se giró para patearle la entrepierna, pero la inercia lo desestabilizó y perdió el equilibrio. Entre insultos varios, el suelo se acercó a su cara muy deprisa. El impacto en la boca del estómago hizo todo lo demás.

El caballero de Escorpio cayó al suelo como un fardo. El veneno había eclipsado por completo su capacidad de reacción, junto a cada uno de sus sentidos. En aquel momento era un hombre normal sobrepasado por su dolor y su pena. Un hombre que había llorado tanto que sus ojos amenazaban con tornarse secos, tan inhumanos y vacíos como la armadura que ahora les contemplaba.

Aioria lo tomó en brazos con cuidado, como si se tratara de un muñeco roto. Besó la frente del joven y notó la fiebre. Al alzarse con su preciada carga, la armadura de Acuario se ensambló sobre su pedestal y toda la bruma fue desapareciendo paulatinamente. El chorro de luz que iluminaba la nave central del templo se hizo más evidente y las baldosas reflejaron las siluetas de ambos contrincantes. La de Camus se había difuminado y ya no quedaba nada de ella.

El ateniense miró al techo y se encontró con el rostro de la diosa, tranquilo y sereno. La saludó en silencio, con respeto y devoción. El amanecer ahuyentaba las últimas sombras y el pasillo empezó a llenarse de claridad. El caballero de Leo recorrió unos metros con Milo en brazos hasta que llegó frente al tótem de Acuario. Este permaneció quieto y lo contempló con sus cuencas doradas carentes de ojos.

—Volverá. Es tuyo —susurró—. Yo lo perdí hace años.

No supo si la tiara se había opacado porque la noche se había rendido al día o porque Ganímedes se había quedado sin su guardián. Un brillo —similar a una lágrima— recorrió el ovalo del casco hasta perderse en el filo de la máscara dorada. Aioria asintió con gravedad y caminó hacia la salida. Cuidaría de Milo y luego se lo devolvería.

A fin de cuentas, le pertenecía.


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