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Gladiatrix por Morgana Jacques

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Notas del fanfic:

En esta ocasión me he decidido a escribir un original Yuri, porque en general suelo escribir más Yuri que Yaoi. Se ambienta en la época antigua, concretamente en Halicarnaso, una ciudad costera que en el siglo II d.C. estaba bajo el dominio de Roma.

El tema del fic es el de las gladiatrix o gladiadoras. Más allá del mito, muchos historiadores afirman que hay evidencias de que el equivalente femenino de los gladiadores existiese. Quizá no con el mismo papel en los juegos que los hombres, o importancia, pero no parece una idea descabellada. Aparte de algunos escritores, se ha encontrado una relieve con la figura de dos gladiadoras y sus nombres, Amazona y Aquilia. Me he apropiado de ellos para los personajes del relato, pero, por supuesto, no es una reconstrucción de sus vidas, de las que no sabemos nada.

Hay algunos términos que pueden ser algo complicados para quien no conozca el ambiente de la Roma antigua (no más de dos o tres por capi, seguro), así que los explicaré en notas finales.

Y no me enrollo más. Si estás leyendo esto, muchas gracias por hacerlo y mi más sincera invitación a leer también el relato. Críticas, tomatazos, comentarios,… eso siempre será bien recibido^^

Los atardeceres de Halicarnaso eran considerados más hermosos en agosto, cuando el sol se demoraba en el cielo, antes de verse arrastrado por la oscuridad y la noche. Un espectáculo lento, que cualquiera gustaría de ver en las cercanías del puerto, frente al amplio mar que se extendía hacia el horizonte. Muchos poetas alabaron la belleza de la luz sobre el agua, y los juegos de color entre el cielo y la tierra, como si intentase reproducir un instante de vida en el antiguo Caos. Sin embargo, aún pese a que la luminosidad rosada se derramaba por igual frente a los ojos de los hombres de letras como ante los de las gentes sencillas, existía un lugar en Halicarnaso donde el sol no recibía ese nombre y la luz clara del atardecer se mezclaba con el polvo y la arena hasta confundirse.

El anfiteatro era un invento romano. La clase de edificio a medias creación propia, a medias triste mutilación a base de mitades del teatro griego. Antes de la llegada de los conquistadores del otro lado del Egeo, nadie en Halicarnaso se había planteado la construcción de semejante lugar. Y ahora, sin embargo, sus gentes lo llenaban, sumergidas en la barbarie sorda de mil culturas que se desgarran y se entremezclan. El devenir de la historia y el valor del hombre podrían encontrar su síntesis clara en el furor del combate: metal contra metal, la furia ciega del ser humano y la invención del fuego. Eso bastaba para encender los ánimos de cientos de personas que olvidaban sus miserias diarias entre gritos, sangre y vítores al vencedor, como en un grotesco rito de muerte.

Y, en efecto, lo que se escuchaba con límpida claridad desde las galerías inferiores del anfiteatro eran esos gritos desaforados de la multitud. Parecían traspasar cada centímetro de la piedra, acariciándola y prometiendo ocupar un lugar en ésta, pero huyendo luego e inundando las salas inferiores. En medio de la oscuridad reinante, entre una que otra lámpara de sebo y la luz que penetraba a través de algunas rendijas, el atardecer era sólo una ilusión efímera, un canto que quienes se encontraban abajo no podrían acoger en sus pechos. Para ellos tan sólo tenía un significado, que llevaba su nombre claramente escrito. Se llamaba fin.

Había transcurrido mucho tiempo desde la última vez en la que la suciedad y la oscuridad de las galerías inferiores había generado algo parecido a la molestia en Amazona. Los dos esclavos que se ocupaban de que todo estuviese en su lugar cerca de una de las entradas a la arena se apartaron casi como si algo les hubiese quemado al verla pasar. El suyo había sido el último combate de aquel día de sangre, que terminaba con los últimos vítores de la multitud y el agradecimiento de ésta al buen pretor romano que había pagado la organización de los juegos. Uno de los sirvientes se adelantó para tomar el arma de sus manos y ella dudó un poco antes de entregársela, pero finalmente lo hizo. El enfrentamiento había terminado y no tenía sentido aferrarse a ella.

Con un gruñido suave se dirigió hacia uno de los pequeños bancos apoyados contra la pared, donde varias de sus compañeras aguardaban el desenlace de esta jornada de juegos. Amazona sabía muy bien que la habían estado observando durante su combate desde las rejas cercanas, que unas pocas habrían deseado verla muerta en la arena, pero que la mayor parte había rezado por su salvación. Ese día se había enfrentado a una mujer de otra escuela gladiatoria, perteneciente a una ciudad vecina. Quizá por eso casi todas sus compañeras se habían posicionado a su favor. En el ludus, la fraternidad alcanzaba extremos insospechados, aunque los odios, cuando surgían, eran igualmente terribles. Ella lo había comprobado a lo largo de esos años.

Asintió al recibir un par de felicitaciones y una palmada llena de camaradería sobre uno de sus hombros. No se sentía particularmente orgullosa de aquel combate, pero tampoco era cuestión de entristecerse. Llevaba mucho tiempo en aquel negocio y, aún pese a que al principio había sido una muchacha vendida como esclava al dueño de una escuela de gladiadores, pronto se había adaptado a una nueva vida. No la repudiaba. Podría haberse manchado las manos mil veces de sangre, podría formar parte de uno de los escalafones más bajos de la sociedad, pero poseía un nombre y una espada. Con eso era más que suficiente.

-¿Todo bien?

La voz de una de las mujeres la sobresaltó un poco. Se había sumido en un pequeño letargo, esos silencios que la asaltaban tras cada uno de esos combates. Aún así, se obligó a prestar atención a aquella pregunta, que sabía amable. Igualmente, estaba segura de que la otra gladiadora no se tomaría a mal su silencio, que podría extenderse a lo largo de unos minutos antes de que la respuesta surgiese. Todas en la escuela se habían acostumbrado a sus largos ratos sin pronunciar palabra, claro contraste con otros instantes en los que sabía ser toda frivolidad y alegría… alegría que muchas, quienes la habían conocido alguna vez, dirían pintada de tristeza.

-Sí, todo bien -respondió, algo lacónica-. Gran combate, Lais.

-¿El mío? -La mujer se rió de manera grave-. Nada comparado que el tuyo. Todas se quedaron impresionadas.

Amazona negó con la cabeza, agradecida de que uno de los guardias del dueño de la escuela las llamase desde la puerta, anunciando que los carros estaban preparados. Eso significaba un regreso a la escuela de gladiadores y el ansiado descanso que pronto llegaría. Aunque no era una persona débil, pues el entrenamiento diario y el esfuerzo la habían curtido, el agotamiento físico y psicológico de un día de juegos vencía a cualquiera. Además, estaba segura de que el médico que las atendía insistiría en hacer algo con la herida superficial de su brazo, que aún así podría infectarse.

La marcha hacia los carros fue un perfecto pretexto para no continuar aquella conversación apenas empezaba. Amazona creía sentir todavía sobre sus dedos la sangre de su enemiga y necesitaba ese silencio ritual después de la muerte. Ella, a diferencia de otras, disfrutaba el fin de quien había sido vencida y condenada por el público, y lo paladeaba con lentitud que muchos juzgarían insana. Era un placer extraño, cargado de rencor y de venganza, como si con cada golpe descargado contra otro cuerpo se liberara a sí misma. Antes no había sido así. No. Años atrás, ella misma se había compadecido de las luchadoras que perdían la vida bajo su espada y había rezado por ellas.

Ya acomodada en el carro, apretada entre una alta gladiadora germana que sostenía un pedazo de tela contra uno de sus ojos y una fuerte tracia que había llegado hacía poco tiempo y miraba a todas con un raro desafío, Amazona hizo un primer intento por escapar de ese mundo de sombras que la arrastraba siempre tras una victoria. Aún así, no fue del todo capaz. La charla de las mujeres le parecía completamente vacía, y tan sólo acertó a permitir que su mirada se perdiese en las calles que recorrían, distinguiendo a los últimos ciudadanos que regresaban a sus casas, a esclavos cargando algunas mercancías y a algún que otro hombre de baja reputación. Años atrás, le dolía plantearse la idea de una vida normal, de lo que podría haber sido y ya nunca sería, pero ahora no importaba.

Existían pocos recuerdos realmente significativos en su mente. Todos habían quedado levemente eclipsados por su última pérdida, acontecida ocho meses atrás. Aquilia. Era también una gladiadora, más fuerte que ella; de origen galo, exactamente igual que Amazona. Se habían conocido en la escuela y habían disputado como dos corzas salvajes más de una vez. La luchadora todavía recordaba con una sonrisa amarga aquella ocasión en la que se habrían matado incluso si uno de los entrenadores no las hubiera separado. Y, sin embargo, de las discusiones y las peleas, de los enfrentamientos en la cantina, había surgido una atracción que había tomado el nombre del amor poco tiempo después. Se habían buscado en la noche una y otra vez, sus dos cuerpos juntos para esconder su desgarro y su miedo, sus labios prometiendo lo que ambas sabían que ninguna de las dos podría cumplir. Y el fin había llegado. Un año y medio después, Aquilia había muerto. No había sido un final digno de una heroína, sino uno semejante al de muchas otras: su vida frágil, perdida en la arena.

Amazona la había llorado en secreto todos esos meses. Frente al resto de las mujeres, necesitaba mantener su coraza de fuerte luchadora que controla perfectamente lo que siente, pero todas sabían que no estaba hecha de piedra y habían entendido que debían respetar su dolor. Y éste, que primero se había clavado como aguzadas esquirlas de hielo en su carne, ahora era más leve, semejante al agua clara que resbala sobre la piel. Aunque Aquilia permanecía en su memoria y todavía acudía al lugar donde había sido incinerado su cadáver para derramar tierra y murmurar palabras rituales, la había dejado atrás. Sin embargo, en momentos como esos, tras sentir la sangre caliente de otra mujer sobre sus manos o ver el terror en los ojos de su contrincante instantes antes de que estos se velasen, algo latía dentro de ella y su cuerpo se convertía en el instrumento de la venganza de Aquilia contra la gladiadora -las gladiadoras, todas las gladiadoras- que había acabado con su vida.

Parpadeó dos veces para mantener esos pensamientos a raya y aceptó de una manera más natural las felicitaciones de otra mujer. Era respetada en la escuela por ser una de las guerreras de más edad, aunque algunas de sus compañeras la hubiesen mirado con recelo tiempo atrás por sus silencios y la violencia de su comportamiento cuando la furia la poseía de verdad. Sin embargo, todas se mostraban amables dentro de su habitual reserva, pues los combates habían terminado y un cierto ambiente de regocijo reinaba entre ellas. Estaban vivas. La vida nunca era algo tan hermoso como cuando apenas dos horas antes la muerte había sido una realidad muy cercana.

Amazona acompañó a las demás mujeres hasta los baños, donde podrían quitarse el polvo y la suciedad de la arena, así como recibir masajes para sus músculos cansados. La gladiadora se desprendió de la sencilla túnica que llevaba y se sumergió en el agua fría de una de las pequeñas piscinas, para nadar durante un rato. Muchos pensarían -el médico de la escuela estaba entre ellos- que no era bueno seguir forzando su cuerpo, pero aquello relajaba lo indecible a Amazona y parecía purificarla de las nostalgias que se instalaban dentro de ella después de cada combate. Después, se irguió para dirigirse hacia la zona de aguas más calientes, que emanaba un cierto vapor. Aquel lugar no tenía el lujo de las termas destinadas a los ciudadanos, pero el dueño de la escuela era muy escrupuloso con la limpieza y el estado de sus mujeres. Una buena gladiadora valía diez o veinte veces más que una esclava normal.

 El agua caliente calmó el dolor que había empezado a crecer en los músculos de sus brazos y su abdomen, haciendo que respirase profundamente. Se mantenía un poco alejada de un grupo de tres griegas que conversaban, una de ellas sentada en el borde de la pequeña piscina, con su cuerpo brillante a la tenue luz. Amazona se rió de sí misma. Hacía mucho tiempo que ninguna mujer de la escuela le interesaba de verdad, más allá de un par de noches apasionadas o un encuentro prohibido entre los entrenamientos. El vacío de Aquilia era insustituible, aunque ahora ya no llevase el nombre de su antigua amante.

-¡Amazona!

Aquella exclamación, pronunciada en una voz relativamente baja a causa del tranquilo ambiente de los baños, hizo que una sonrisa se dibujase en los labios de la gladiadora. Se acomodó en un saliente, con su cuerpo sumergido hasta el cuello en el agua caliente, y posó su visión en la mujer que se acercaba a ella. 

-Pentesilea… Me alegro de verte.

-Lo has dicho ya tres veces hoy, Amazona. Podrías quedarte un rato conmigo y alegrarte incluso más, ¿no crees?

La gladiadora no pudo evitar reírse. Pentesilea, que llevaba el nombre de una ilustre amazona que había caído enamorada del griego Aquiles, no tenía nada que ver con la civilización de los helenos. Procedía de un lugar más al norte de las Galias, de unas lejanas fronteras germanas y, de griega, tan sólo tenía ese nombre puesto por su dueño para que sonase más fiero a oídos del público. Amazona siempre la había visto como un torbellino demasiado activo, lleno de energía y de deseos de vivir, algo impresionante tratándose de una mujer de su condición. En todo momento tenía lugar para una sonrisa y, lo que más sorprendía a la otra gladiadora, para arrancarle una a ella también.

-Vamos, lo dices como si te hubiese estado evitando…

-¡Y me has estado evitando! -Pentesilea se rió-. Estos días apenas te he visto por la escuela.

-Tenía que entrenar. La bárbara del Oeste que me habían asignado para luchar no era fácil, ¿sabes?

-Claro. Y por eso te acuestas sola.

Puesto en boca de Pentesilea, parecía hasta ridículo. Amazona se hubiese enfadado si cualquier otra de aquellas mujeres se hubiese acercado para decirle eso, pero aquella alta germana era lo más parecido a un brillante destello de luz que existía entre las personas tras la muerte de Aquilia. La gala no replicó; sabía que no tendría ningún sentido discutir con Pentesilea algo así y, aún más, una parte de ella sabía que la cercanía de la otra mujer era lo mejor para huir de sí misma.

-Ah, no sabía que te hubiesen herido…

Tan rápida como era en el combate, Amazona no había advertido la repentina cercanía de la otra gladiadora, que se había sentado a su lado. Su cuerpo pálido, bastante más voluminoso y fuerte que el de la gala, parecía el de una ninfa un poco tosca. Con frecuencia, Amazona comparaba sus dos figuras, tan diferentes. Ella era más baja que la germana, pero tenían la piel del mismo tono blanco lechoso, que como mucho se bronceaba un poco tras una larga exposición al sol. Quizá lo que más las diferenciaba era la cabellera: mientras que Pentesilea llevaba el pelo corto y rubio, tan claro que casi parecía blanco, el de Amazona era pelirrojo y largo, derramándose sobre sus hombros fortalecidos. Se había detenido a meditar sobre eso, cuando notó el tacto de los dedos de la otra mujer en su brazo herido, no exactamente en la zona lastimada, sino en una lenta caricia sobre su piel. 

-Por todos los dioses, Pentesilea -murmuró Amazona, alejándose un poco-. ¿A estas alturas pretendes que te crea inocente?

-Sólo estoy mirando la herida -la voz de Pentesilea, que a menudo rozaba los registros poco femeninos, parecía ahora la de una niña..

-Mentir va en contra del honor.

-Amazona, hay ocasiones en las que deberías hablar y ocasiones en las que deberías callarte -la germana se rio-. Y siempre las confundes.

La pelirroja no pudo hacer otra cosa que volver a reírse. Era muy extraño constatar cómo la cercanía de Pentesilea y su buen humor sabían salvarla de sus preocupaciones y ensoñaciones posteriores a cualquier victoria. La arena, los gritos del público, la sangre de la bárbara muerta, el cielo en que el sol moría sobre su cabeza… todo parecía tan lejano que difícilmente podría calificarlo de real. Cerró los ojos, sabiendo que aquello significaba una tácita rendición de la que no se arrepentía.

-Así esta mejor -la voz de la germana se arremolinó un segundo en su oído, mientras Amazona la sentía más cerca, piel contra piel en el agua cálida.

-¿Te gusta que me calle como si fuese una cría sumisa?

-Tú ya sabes lo que me gusta…

Amazona se conocía y calificaba aquella batalla de perdida antes siquiera de haber sido iniciada. Pentesilea siempre era capaz de sorprenderla y alejarla del mundo de hielo en que su espíritu quería sumirse y, de hecho, pocas veces se reía con tantas ganas como con ella. Tras un suspiro suave, fue la pelirroja quien buscó los labios de la rubia germana, en un contacto inicialmente leve, como si estuviese reconociendo un viejo territorio. Pentesilea sonrió cerca de su boca y la correspondió, haciendo que Amazona cerrase un poco más aquella necesaria cercanía. Entreabrió los labios, aventurándose más allá de los ajenos, en ese paraje tantas veces explorado. Y el beso, que primero había sido prácticamente casto, se convirtió lentamente en un contacto apasionado, oculto en la ligera oscuridad de la piscina.

-Eres malvada -murmuró Pentesilea, muy cerca de su oído-. Me ignoras y ahora intentas atraparme…

-Sshh, no querrás que las griegas te escuchen.

Amazona se rió en voz baja otra vez y su mano se deslizó por el cuerpo ajeno, buscándolo en medio del agua cálida. Estaba distraída con la suavidad de aquella piel, presente a aún pese a las ocasiones en las que se veía expuesta a los elementos. Como la suya propia. Amazona había sufrido quemaduras más de una vez a causa del sol y su cuerpo se había adaptado a sus condiciones de vida; no era una mujer frágil, desde luego y, aunque no destacaba por su corpulencia, sí poseía una fuerza considerable. Esa misma fuerza que ahora oponía a la de Pentesilea para tratar de sujetar su escurridizo cuerpo. 

-A-amazona… 

Una voz bastante aguda la trajo de nuevo a la realidad. Por un momento, creyó casi imposible la existencia de ese sonido. Aunque al fondo de los baños había un grupo de tres griegas, ellas se hallaban ocultas a la vista de las otras gracias a la tenue oscuridad. Nadie debería molestarlas y, sin embargo, la propietaria de esa voz repitió su nombre otra vez. Bastante contrariada, la gala se apartó un poco del cuerpo de la otra gladiadora y levantó el rostro hacia el suelo cercano a la piscina, encontrándose con la mirada de una de las esclavas de la escuela. Estuvo a punto de sonreír con una cierta crueldad al constatar que la pobre joven no sabía muy bien cómo reaccionar frente a la cercanía de las dos mujeres.

-¿Qué quieres? Espero que tengas una buena excusa para molestarme, muchacha -Amazona dejó que su voz adquiriese un tono un poco brusco sin arrepentimiento.

-No, no… Yo… -la esclava respondió con un cierto titubeo-. Lo siento mucho… no era mi intención incomodarte… es decir, incomodaros a… a las dos…

-¿Vas a decirme a qué has venido, o tengo que subir a preguntártelo con más claridad? -La gladiadora sonó casi amenazante, lo que le valió un pellizco de reproche por parte de Pentesilea.

-Cl-claro. El amo… El amo Druso exige verte -la chica parecía recitar algo aprendido-. Ha dicho que vayas cuanto antes a la entrada de la cantina.

-¿Y qué desea el amo Druso? -Amazona parecía a medias ausente, a medias todavía contrariada-. Espero que sea importante.

-No… No lo sé. Pero, por favor, no tardes.

Con una ligera inclinación y un par de palabras de despedida, la joven esclava emprendió lo que semejaba una huida hacia el exterior de los baños. Amazona no pronunció una palabra más y por unos segundos permaneció con la mirada perdida en el agua cálida, que ondeaba con colores imposibles bajo la luz de las lámparas de aceite. En las paredes de la estancia, podía distinguirse lo que un día habían sido bonitas pinturas, que nadie se había molestado en retocar y traer a la vida de nuevo. Tan sólo se conservaban los restos de una extraña representación de Afrodita.

-¿Y bien? -Pentesilea le apretó la mano con una cierta decisión-. ¿No piensas ir?

- Lo haré ahora. Supongo que el viejo puede esperar un poco… -Amazona parecía desganada de nuevo.

-Vamos, no deberías jugar así con tu suerte -la germana sacudió la cabeza con preocupación-. Los dioses bendicen tu brazo, pero eso no quiere decir que debas desafiarles.

-¿Vas a decirme otra vez que recuerde mi lugar? -no había irritación en la voz de Amazona, pero sí resquicios de molestia.

-Eso mismo -Pentesilea no se arredró.

-Sé cuál es mi lugar.

Con esas simples palabras, Amazona se desasió definitivamente del abrazo de la germana. Detestaba aquellas pequeñas discusiones con la otra gladiadora, en la que frecuentemente ésta le aconsejaba abandonar su actitud algo orgullosa; muchas en la escuela se hallaban convencidas de que Amazona vivía tan sólo pensando en sí misma y que se consideraba imbatible. Lo que ella jamás explicaría a nadie, ni siquiera a Pentesilea, era que desde hacía mucho tiempo su vida había dejado de importarle. Tenía un nombre y una espada. Y con eso debía bastarle.

La pelirroja salió de la cálida piscina sabiendo que Pentesilea no haría nada por retenerla y que no diría una sola palabra al respecto de su aire molesto. Las cosas funcionaban de ese modo entre ellas y, quizá, el secreto de esa cercanía tolerada por Amazona se hallaba en que la germana no cometía un solo error a la hora de respetar las distancias necesarias. Jamás la acosaba con preguntas o se desgarraba en tristeza compartidas. Al contrario: no importaba como fuesen las cosas, Pentesilea creaba ese mundo en que todo era efímero y hermoso, donde una carcajada valía más que lo que diez mil legiones pudiesen conquistar o que todo el oro de Persia.

Amazona se secó con cuidado antes de aceptar la túnica que una esclava le tendía, ciñéndosela a la cintura antes de recoger sus cabellos con una tira de cuero. Eso otorgaba una mayor luminosidad a su rostro blanco, y hacía que sus ojos azules, profundos, destacasen de manera más clara. Muchos habían dicho que aquellos orbes se asemejaban a los de una desquiciada. La gala no se detuvo a realizar esas consideraciones, sin preocuparse siquiera por el aspecto algo descuidado que su túnica tenía. A paso bastante rápido se abrió camino hacia los pasillos interiores de la escuela.

Detestaba ser llamada por el dueño de aquel lugar, el anciano Druso. Anteriormente, le había pertenecido como esclava y, aunque se trataba de uno de los amos más justos con los que se había encontrado, tenía un único propósito en su existencia. Esta meta giraba en torno a las brillantes monedas y el metálico sonido de la riqueza. Amazona estaba segura de que Druso haría cualquier cosa por una bolsa repleta de sestercios, pues para él todo tenía un precio; tan sólo era cuestión de encontrarlo. Se trataba de algo que asqueaba de manera profunda a la gladiadora, pero no podía hacer nada por evitar esa conversación. La rebeldía era severamente castigada en la escuela.

Se cruzó con algunas compañeras que, finalizado el entrenamiento horas atrás, acudían a tomar una última comida antes de entregarse de descanso a sus agotados cuerpos. Amazona no se molestó por tener que cenar un poco más tarde, pero su rostro era cualquier cosa excepto amigable cuando divisó al viejo Druso, que contemplaba junto a un escriba la profunda grieta que se agravaba en una de las paredes cercanas. La escuela no estaba en buenas condiciones.

-¡Amazona, al fin! Tan rápida en la arena, y tan lenta aquí.

La gladiadora sintió deseos de golpearle, pero sabía que era la manera afable en la que Druso bromeaba a veces y eso, de algún modo, podía incluso llegar a halagarla. Cuando había llegado a aquel sitio, siendo apenas una muchacha, su dueño había sido extremadamente brusco con ella y la había obligado a convivir con el rigor, la disciplina y el esfuerzo de una escuela de gladiadores, sin compasión ni esperanzas. Ahora, años después, un sinnúmero de combates victoriosos y una libertad conquistada, Amazona percibía un asomo de respeto por parte de Druso.

-Salve, señor. Me han dicho que me llamabas -afirmó con sequedad, evitando el tema de la tardanza de una manera clara.

-Necesito hablar contigo, Amazona. Pero, primero, deja que te felicite por la victoria de esta tarde. Has dejado el nombre de la escuela muy alto y eso nos llena de honor.

La gala estuvo cerca de reír ante aquellas palabras de Druso. En el pasado, había creído cada una de las afirmaciones de las personas que se hallaban por encima de ella, pero el tiempo y la experiencia le habían mostrado que aquello que afirmaban los poderosos a menudo era sólo una sombra de quienes deberían ser, y no de quienes en verdad eran. Amazona no necesitaba preguntar para asegurarse de que el honor poseía un significado verdaderamente vacío para el propietario de la escuela, una de esas vacuas virtudes antiguas cuyo único fin era el de convertirse en máscaras de los hombres.

-Bien -Amazona aceptó las felicitaciones con una inclinación suave de su cabeza-. ¿Puedo saber de que deseas conversar? -Añadió aquello último en un tono educado y casi elegante que no encajaba con su ligera sonrisa ausente y sus maneras algo más rudas.

-Deberías mostrarme un poco más de respeto, Amazona -gruñó Druso, para el que aquel tono de voz se hubiese hecho merecedor de unos azotes en el caso de cualquier otra gladiadora-. Pero en algo tienes razón, debería decirte ya el por qué de esta conversación. Verás, se trata de Marcia…

-¿Marcia? -El rostro de la pelirroja se ensombreció, mientras fruncía el entrecejo-. Creía que ese tema ya estaba terminado.

-Tú lo consideras terminado, gladiadora -la interrumpió Druso-, pero yo no. No podemos seguir así. Sabes que esta escuela no se subsiste sólo del aire y que el dinero nos vendría bien.

-Te lo he dicho muchas veces, lanista -la pelirroja parecía totalmente calmada, más fría de lo normal-. No soy una puta.

-Nadie pretende que lo seas, Amazona. Aún así, omprende que las cosas no son sencillas… El pretor ha estado contento con los juegos, pero el fuego se llevó el año pasado el almacén de armas, ¿te acuerdas?

A partir de aquellas palabras, la gladiadora dejó de escucharle. Había llegado a creer que, esta vez, Druso la llamaría por algún motivo con una cierta trascendencia, quizá para reprocharle algún comportamiento inadecuado o para felicitarla por su último combate. Habría acogido con mayor entusiasmos un castigo que esas palabras, porque verdaderamente le molestaban las frecuentes menciones del romano a Marcia. Aquella mujer parecía el tema esencial de las conversaciones que Druso sostenía con ella y Amazona estaba empezando a odiarla. Se trataba de la esposa de un griego adinerado, venida de la capital del Imperio. Según se decía, su familia había caído en desgracia casi un siglo antes, durante el gobierno de Calígula y, en esos momentos, aún pese a que el consecuente Adriano rigiese el Imperio, seguían siendo sumamente pobres. Amazona sabía que el matrimonio con el rico comerciante de Halicarnaso había salvado a aquella mujer de caer en miserable mendicidad. Y, sin embargo, Marcia no demostraba demasiado afecto a su viejo marido. Era una de esas mujeres de buena posición que, desde las gradas de los anfiteatros, fantaseaban con los recios cuerpos de los gladiadores. Ella iba mucho más allá. Ocho meses atrás, poco después de la muerte de Aquilia, había tratado de convencer a Druso de que la dejase a solas con Amazona. Aquello podría haber significado un terrible escándalo en la sociedad en que vivían, donde el hecho de que una mujer de noble estirpe se viese con un gladiador era motivo de escarnio. Si a esto se añadía el hecho de que la infractora desease a otra mujer, la bajeza moral resultaba completamente inaceptable.

-No -gruñó Amazona, repentinamente-. No importa lo que tengas que decir. La respuesta es no.

-Marcia es una buena mujer, y tú lo sabes. Su gran generosidad sostiene una parte de la escuela -argumentó Druso.

-Te lo he dicho, señor. Mi espada es mi oficio, y eso trae honor a esta escuela. Tú mismo pronunciaste esas palabras -la voz de Amazona tenía una profunda gravedad, como la de quien sentencia-. No soy una zorra esclava.

-Marcia no te quiere como tal -Druso retorció sus manos-. Ya sabes como son, Amazona. Les fascina la sangre derramada y los cuerpos fortalecidos por el entrenamiento. ¿Es tan difícil de entender?

-Dale un hombre, entonces. Tienes cincuenta gladiadores fuertes y violentos -la gala se encogió de hombros-. Yo no soy lo que una mujer como ella necesita.

-¡Por Pólux! Esa insolencia podría costarte cara, Amazona -Druso frunció sus labios en un gesto de enfado-. He sido muy compasivo contigo. En el pasado, permití que rechazases a otros sin reprocharte nada.

-¿Y qué te hace pensar que voy a aceptar a Marcia?

-Bueno, Amazona -el viejo romano dudó un momento-, es una mujer hermosa y todos aquí sabemos que tú no quieres un hombre sobre tu cuerpo… ¿Cuál es el maldito problema?

-Que yo elijo, lanista -un destello de fiereza era la única señal clara de vida en los ojos de la pelirroja.

-Sabes que puedo obligarte, gladiadora. Firmaste un contrato y, por unos años, tu vida me pertenece todavía -Druso no tenía demasiada fuerza para sostener esas palabras.

-Pero no lo vas a hacer. No me he vendido para que juegues con mi cuerpo, señor.

-Yo sabría recompensarte. Y sólo tendrías que ir con ella una noche, Amazona. Sólo una noche. Ella ha sido muy generosa. Te ha enviado presentes…

-Los acepto como obsequios tras los combates -interrumpió la mujer-, y eso es todo.

-Déjame hablar, Amazona -Druso sacudió la mano, molesto, ordenando con ese gesto a su escriba que se retirase-. Marcia ha estado en el anfiteatro esta tarde y ha enviado a su esclavo de confianza hablar conmigo. Me ha pedido que te hiciese llegar un regalo y que te transmitiese sus felicitaciones. Y ya imaginas lo que ha añadido en privado.

-¿Otro presente? -Amazona negó lentamente con la cabeza-. No quiero nada más, señor. Deberías dejar de alimentar las esperanzas de Marcia.

-No, gladiadora. No puedes rechazar el regalo, o ella montará en cólera. Te lo quedarás y lo disfrutarás. Por hoy, dejaremos este tema. Pero sólo por hoy -Druso hizo una breve pausa, para después balancear la cabeza en señal de negación-. Si te descuidas, llegará un día en que esas victorias no te protejan. Y entonces, Amazona, incluso vendrás a mí para suplicarme que riegue los oídos de Marcia con fantasías.

-Ni en las mejores ilusiones de Hipnos -gruñó la gala, aliviada al constatar que esa conversación veía cercano su fin-. ¿Cuál es ese envío de la romana que debo aceptar?

-Nada importante -Druso realizó uno de sus gestos algo afeminados para restar importancia al asunto-. Una esclava. Marcia dice que te gustará, pero apuesto a que eso sólo hará que quieras rechazarla, ¿me equivoco? 

-No te equivocas -admitió Amazona-, pero aún así aceptaré el regalo.

-Está bien. La tendrás en tu celda esta noche.

Sin aguardar una respuesta por parte de la pelirroja, el dueño de la escuela giró sobre sus talones y se perdió en los corredores, escoltado por dos guardias. Amazona se había quedado demasiado sorprendida como para decir nada de manera directa y, de hecho, todavía no había asimilado esas palabras mientras se dirigía hacia la cantina. Una muchacha le sirvió un plato con nutritivo queso, algunas olivas y torta de energético trigo. Se sentó a comer silenciosa, saludando con un gesto de la cabeza a dos germanas que acababan de cenar al fondo de la estancia.

Desde el momento en que Druso había mencionado a Marcia en aquella pequeña conversación, algo había atacado la tranquilidad de la gladiadora. Había visto a aquella mujer en dos ocasiones, y con ellas había bastado. Todo en la romana le causaba una honda repugnancia, especialmente aquello que significaba en su propia vida. Conocía a pocos seres a los que calificar de ruines en el mismo grado, por más que Druso alabase sus ficticias virtudes. Y, sin embargo, en esa ocasión no había obligado a los guardias a dejarla pasar para encontrarse con Amazona. Le había enviado un regalo, conociendo sus apetitos personales y satisfaciéndolos.

Existía algo que no encajaba. Resultaba extraño que, tras tantas negativas de Amazona a ese encuentro, Marcia la obsequiase con una esclava, un cuerpo que ocuparía ese lugar tan ansiado en su lecho o que, al menos, tendía esa misión. Tras algunos minutos de reflexión mientras consumía las insípidas tortas de trigo, Amazona llegó a la conclusión de que aquello no tenía demasiada importancia. Al fin y al cabo, una esclava era un objeto para cualquier romano, fuera cual fuese su función. Y, de esa manera, que complaciera a la gladiadora no sería ofensivo para Marcia. Seguro que la romana pensaba que estaba muy por encima de un vulgar juguete comprado en el mercado.

En esos momentos, Amazona sentía deseos de golpear las mesa con rabia y arrojar al suelo los pedazos de queso, pero su furia contadas veces se manifestaba y ella permanecía envuelta en un halo de tranquilidad. Le hubiera gustado que Pentesilea estuviese allí, para hablarle de las ofensivas palabras de Druso y dejar que adivinase el dolor que eso causaba en el recuerdo de Aquilia. Antes de que ella muriese, le había prometido no someterse jamás a nadie y consagrar su vida a la arena, haciendo de su ensangrentada espada un oficio noble. Era la realidad que ambas habían conocido y, para Amazona, no era digno utilizar su cuerpo para beneficiar a la escuela de otro modo, o venderse en aras del prestigio de Druso y los caprichos de una noble romana. El mundo entero podría conjurarse para afirmar que llevaba a sus espaldas decenas de muertes, pero ella no se culpaba. No tenía sentido hacerlo.

Se levantó de la mesa apenas hubo terminado y caminó hacia el exterior de la cantina. Había anochecido ya y ella no había visitado al médico, algo que seguramente lamentaría y que el entrenador de la escuela le reprocharía al día siguiente, en especial si la herida se le infectaba. No tenía la más mínima intención de hacerlo ahora. El combate la había dejado en un estado de cierto cansancio, que casi se había marchado gracias al baño que había deshecho la tensión de sus músculos. Tan sólo lamentaba que aquella muchacha hubiese interrumpido su cercanía con Pentesilea. Después de pequeño enfrentamiento que habían tenido, seguramente no la estaría esperando. Al fin y al cabo, lo suyo no era una relación amorosa, ni nada parecida. Amazona prefería llamarlo amistad, con algunos apasionados encuentros de por medio.

Esa noche, sin embargo, no se planteaba la idea de ir en busca de la otra gladiadora. Las palabras de Druso la habían sumido en una cierta expectación, muy a su pesar. Hasta entonces, Marcia le había enviado algunos regalos, desde ropas hasta una figurita de Atenea, pero una esclava era algo muy diferente. No existía duda alguna de que había acertado. Y, de todas formas, eso también sería un pequeño escándalo si se descubría. La sociedad en la que vivían no contemplaba con ojos benevolentes las relaciones entre mujeres, aunque estuviese más dispuesta a comprenderlas en una aguerrida gladiadora como Amazona que en una noble como Marcia. Una mujer como la romana debería repudiarlas y condenarlas. En ese sentido, un regalo como ése, del que normalmente tan sólo los hombres se beneficiaban, era hasta cierto punto sorprendente. De todos modos, no se trataba de algo nuevo en la existencia de la pelirroja. Antes de la llegada de Aquilia a su vida, había estado con algunas chicas de la servidumbre. Algunas consentían con agrado y otras se dejaban bajo amenazas, o quizá simplemente a causa de su papel de esclavas, pero era algo que Amazona no se detenía a comprobar. En eso, por poco que le gustase admitirlo, se parecía a los crueles conquistadores que habían tomado la ciudad de Halicarnaso décadas antes, ese lugar que antes había sido dominio de seres tan ilustres como los persas.

Se cruzó con algunos guardias en su camino hacia las celdas de las gladiadoras, situadas en un edificio diferente de las de los hombres. Celda era, aún así, una palabra un tanto excesiva. No era un lugar carcelario, ni nada semejante, y, de hecho, las mujeres tenían libertad para salir de esas habitaciones y caminar por la noche hasta el patio cerrado, aunque las puertas del resto de corredores estuviesen firmemente cerradas. Druso siempre había afirmado que mantener a sus guerreras atrapadas como si fuesen criminales no hacía nada más que atacar el ánimo de las mujeres, siendo además un método bastante inútil para evitar fugas. 

Amazona había dejado de sentirse en una cárcel mucho tiempo atrás. Ahora, aquel lugar era lo más semejante a su hogar y, aunque le hubiera parecido perderse a sí misma, en esa escuela poseía una identidad y una repetición, exactamente lo que ella necesitaba. Ese pensamiento la reconfortó un poco, mientras se despedía con un gesto de dos griegas que se cruzaron con ella. Un guardia la apartó de un codazo justo antes de llegar a su celda y, finalmente, llegó hasta la puerta. Druso le había dicho que la esclava estaría esperándola y Amazona sentía dentro de ella removerse la impaciencia. Por encima de los vítores y del desahogo de la sangre, aquello parecía una recompensa verdadera.

Empujó la puerta de madera, encontrándose con la oscuridad del cuarto. Esperaba descubrir a la chica aguardándola, quizá sentada en la cama, quizá cerca de la vasija de agua que reposaba en el suelo, pero tan sólo la penumbra pareció pronunciar un saludo. Su habitación no era nada espectacular: apenas suelo de tierra aplastada, con un jergón amplio y cómodo, además de un altar votivo para sus plegarias, unos recipientes con agua y algo parecido a un baúl para guardar sus pertenencias. A la escasa luz, apenas podía distinguir las siluetas de los objetos. Y, lo que era peor, no parecía existir rastro alguno de la chica prometida. La celda estaba, al menos a primera vista, vacía. Amazona se aventuró finalmente a dar un paso hacia el interior. 

Notas finales:

Como dije al principio, aquí trataré de explicar algunas de las palabritas que pueden traer problemas si no se conocen. Veamos:

Ludus: Era el nombre que recibía una escuela gladiadora.

Lanista: Así se llamaba al propietario de una escuela de gladiadores. Aunque a veces tenían bastante dinero, su reputación no era la mejor.

Salve: De forma bastante literal, 'salud'. Una manera educada de saludar.

Aparte de eso... 

Los nombres de algunos personajes van con segundas. Amazona, por ejemplo, aunque esté tomado de un relieve funeario, también hace referencia a las guerreras míticas de la cultura griega que luchaban contra los hombres. Seguro que eso alimentaba más de una fantasía. Y Pentesilea fue una amazona famosa, que participó en la guerra de Troya.

Un cosa más, y ya acabo. Siempre que hablamos de la homosexualidad en el Imperio Romano, lo hacemos de la masculina, y nos vamos al 'sí, estaba permitida'. La sexualidad romana era algo bastante codificado y relacionado con la posición que ocupaba cada uno. Y la cercanía sexual entre mujeres no estaba muy bien vista, lo que no quería decir que no existiese. Algunos autores -Marcial, Luciano de Samósata- nos han dejado fragmentos satíricos y algo críticos en los que la comentan de pasada. Sin embargo, es difícil no imaginarse la presencia de estos amores. En una escuela de gladiadoras, por ejemplo, en medio de la camaradería, de la cercanía y la suerte común que compartían, de la diferencia con otras mujeres de la época... ¿quién no se lo imagina?


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