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La hora ciega por Gothic Kitty

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Notas del fanfic:

Relato super soft, pero espero haber podido expresar lo que quería con él.

Notas del capitulo:

Hace miles de años que no me paso por esta sección y tuve miedo de no volver a hacerlo. Así que esta semana me conminé a escribir algo de mi pareja favorita: Kakashi e Iruka. Los tengo muy abandonados a ellos y a todas las personas que aman esta pareja como yo. Por eso, esta historia también es una manera de pedir perdón por estar tanto tiempo desaparecida. Algunos se habrán dado cuenta que AY me borró "Descubriendo la Primavera", gracias al cielo, pude salvar los reviews. Trataré de darles información de la historia pronto.

Como dije antes, dedicado a Nittah (e indirectamente a todas las fans KxI). No es lo mejor, pero espero que sepas que lo escribí con todo el amor y la sinceridad que tengo. Miles de perdones por ser una persona tan despelotada y no poder contestar ni un p++o mensaje D:

Sin más, los invito a leer, ¡muchas gracias! ¡Y hasta pronto --esperemos...--!

 

La hora ciega

 

Cuando Kakashi salió de su casa y cerró la puerta con llave, todo estaba en silencio. El ruido metálico inundó el ambiente, carente de todo sonido, pero no le dio mucha importancia. Era el momento preciso de la noche, en la que las cigarras ya se habían cansado de cantar, y los pájaros aún dormían en sus nidos preparando sus trinos para recibir la mañana. Era la hora en la que los espíritus salen a las calles a jugar como niños. Y la hora en la  que  Kakashi visitaba a Iruka.

 

Una vez sus pies se posaron sobre el tejado de su hogar, el jounin afiló sus sentidos y se convirtió en un felino más, de los que recorrían las calles nocturnas en busca de una presa —y no es que Iruka fuera una presa, ni mucho menos—. Cada noche que podía, aprovechaba esa hora, punto ciego del día, para vigilar los sueños del chûnin, e Iruka, como si presintiera su cercanía, esperaba su llegada entre pesadillas. Esperaba la mano no invitada que lo sacaba de ellas y lo devolvía al sueño tranquilo.

 

Iruka nunca se despertaba cuando él estaba allí y Kakashi lo prefería así. Era incierto lo que podía suceder si algún día el joven maestro reparaba en su presencia, despierto, y el jounin necesitaba de ese momento de paz para afrontar el nuevo día. Iruka no sabía, y él así lo prefería.

 

Esto había comenzado hace tantos años, que la primera vez que cruzó la ventana de Iruka, todavía llevaba traje de ANBU. Era misterio puro el porqué había decidido vagar por los techos de Konoha, pero tal vez se debiera a la sangre que manchaba sus manos. No la podía ver bajo la luz de la luna, y tampoco la vería si fuera luz solar la que chocara contra sus guantes, pero Kakashi la percibía, recubriendo sus dedos, inmiscuyéndose en el hueco entre las falanges. La sensación le carcomía hasta los huesos. ¿Qué clase de shinobi podía odiar tanto la sangre? El shinobi nacía de la sangre de sus padres, crecía entre sangre y moría en sangre. Sin embargo, la comezón que se juntaba en puntos imaginarios de su piel, estaba allí, y no le abandonaba. Y era más intensa, una vez volvía de una misión.

Fue esa, también, la primera vez que descubrió la hora ciega de la noche. Nunca le había prestado atención a los ruidos de Konoha, a menos que estos ruidos pudieran significar la entrada de alguien indeseado a la aldea. Supo entonces, del momento más calmo del día, donde día y noche perdían nombre, donde el limbo caía en las calles y todo se mantenía en perfecto silencio.

 

El aire se conservaba fresco mientras chocaba contra sus mejillas, acariciándolo con la fuerza de una cachetada. Entre salto y salto, cerraba los ojos y aspiraba el aroma dulce del rocío tratando de calmar sus nervios. La misión de esa noche había sido cruenta pero perfecta: ninguna víctima que lamentar en Konoha y vaya a saber cuántas familias llorando en las otras aldeas. Eran enemigos y Kakashi entendía aquello a la perfección. Pero la falta de su padre, de su madre y de tantos seres queridos, no hacía sino que pensara en aquellos que quedaban vivos, después de que sus propias manos acabaran con la vida de todos y cada uno de ellos. Su piel y sus ojos no podían olvidar, como nunca olvidaría a todos los suyos que se habían ido.

 

Era tal el silencio, que hubiera sido imposible no notar ese pequeño ruido que viajaba por la noche, desde una de las ventanas bajo sus pies. Raspaba el aire, en un crujido suave y lastimero como cuando se rompe el hueso de un pequeño animal. Las imágenes bombardearon su cerebro y llamó a la curiosidad para evitar pensar en las cosas que desearía poder olvidar. Se colgó de la saliente del techo y bajó su cabeza hasta alcanzar la ventana de la que había provenido el ruido. La luz que entraba por allí, y mismo la sombra que proyectaba su cuerpo en la ventana, dificultaban su visión del cuarto, pero sus oídos seguían funcionando a la perfección. Alguien estaba llorando.

 

Kakashi había levantado la cabeza con rapidez, pero como recordaría aún después de mucho tiempo —esa primera noche de tantas que vendrían—, nadie había saltado fuera a ver quién se había inmiscuido en su habitación. Lo único que se le ocurrió pensar, es que quien fuera que estuviera allí dentro, debía seguir dormido. No plácidamente, eso no. Las pesadillas que a él lo atormentaban despierto, debían carcomer a quien estaba allí dentro en el mundo que nacía de entre las sábanas una vez la conciencia te abandona.

No se marchó; algo lo detuvo de hacerlo. Kakashi esperó un par de segundos más, antes de volver a colgarse de las tejas del techo y saltar, esta vez, dentro del pequeño cuarto a oscuras. La luna tras las nubes pasajeras, no proporcionaba la luz suficiente para descubrir a la persona dentro de la cama, pero el tono agudo de sus lamentos, le indicaba en cierta manera, que no debía ser un adulto. Coordinando sus pasos, Kakashi se acercó más hacia el origen de los ruidos, cuidando de no levantar mucho los pies del suelo, para evitar tropezar o pisar algo que pudiera delatarlo.

Cada movimiento le costaba incontables segundos. Paso a paso, minuto a minuto, la tensión se apoderaba de sus músculos. Sólo pudo tranquilizarse, cuando al fin llegó hasta la cabecera de esa cama, en la que un niño con el pelo largo y la piel morena como la noche nublada, se acoplaba a las sábanas. Tuvo que forzar la vista para separar el rostro de entre las sombras. El pequeño —aunque no debía de ser mucho más joven que él— llevaba el ceño fruncido y algo brillante colgaba de sus pestañas, como gotas de lluvia enredadas en una telaraña. Sobre una pequeña y chata nariz, una línea oscura dividía su rostro en dos, aunque la boca se encontraba tan tirante como su cien. Cada tanto, sus labios se separaban, al tiempo que giraba la cabeza, de un lado a otro, pegándosele el pelo al rostro en sus mejillas y ojos. Esa noche no hacía calor, pero el cuerpo en la cama, transpiraba como si el mismo infierno se le estuviera siendo mostrado tras sus párpados. Seguramente era así.

 

Permaneció quieto allí, haciendo sombra en el pecho agitado del muchacho, mirando los cambios exageradamente rápidos que se sucedían en la faz oscura. Delineó una y otra vez las huellas del terror que inundaban su gesto contraído, incapaz de apartar la mirada. Sintió que era como verse en un espejo; un espejo del alma, uno que mostraba todo aquello que Kakashi no lloró y que bullía dentro de él sin escape alguno. El pequeño miembro del ANBU descubrió esa noche, un compañero de tormentos aunque el que todavía seguía durmiendo no hubiera reparado en ello.

 

Sentado en el techo de Iruka, el Kakashi adulto rememoraba esas primeras visitas que había hecho a la casa de ese joven, totalmente desconocido para él. Mientras una nube ocultaba la luna, cerró los ojos y siguió recordando.

 

Desde allí en más, cada vez que podía, Kakashi esperaba a la hora ciega para ir a verlo. Se inmiscuía en ese cuarto cada vez más familiar, y curioseaba por allí, observando las fotos sobre el escritorio, la ropa tirada en el suelo, los kunai ordenados prolijamente sobre la mesita de luz. Sus noches, no terminaban sin un sobresalto, cuando el primer sollozo se apoderaba del aire. A veces, un pequeño escalofrío recorría la espada de Kakashi. No entendía cómo él, miembro selecto del ANBU, podía temblar por eso. Pero lo hacía. Y cuando la pesadilla se volvía más fuerte, Kakashi se acercaba a la cama, y observaba, ese espejo traído del limbo de la noche. Kakashi vivía la pesadilla. Y el otro la soñaba.

 

La tentación de calmarlo latía en sus manos. De a momentos, el sueño que envolvía a Iruka, parecía tan oscuro y doloroso, que Kakashi quería pasar sus dedos por entre el pelo húmedo y oscuro a ver si aquello lograba sacarlo del tormento de sus sueños. Pero luego pensaba en la sangre que manchaba sus manos, y en su inocencia —ésa que todavía existía en su cuerpo infantil— hasta pensaba que si lo tocaba con sus dedos sucios, solo traería más terror al mundo tras los párpados volcados.  Y hubieran seguido pasando las noches así, sin que Kakashi hiciera nada, sino fuera por la voz rota de Iruka, que escapando de los sueños, susurró algo le que trajo más recuerdos de los necesarios.

 

«Touchan…!»[1] había dicho Iruka, y era la primera vez que hablaba y que Kakashi oía su voz, de otra manera que no fueran gemidos y sollozos.

 

El pequeño ANBU recordó a su padre, su familia más cercana, y la manera en que lo perdió. El odio que sintió al principio y cómo Obito pudo cambiar su pensamiento, sólo con su muerte. Fue algo involuntario, pero sus dedos, esta vez sin guantes, arremetieron contra la cabellera oscura y rozaron con timidez primero, la cabeza del muchacho. Si hubiera querido decirle algo, en ese momento, su garganta no hubiera servido de nada, cerrada como se cerró. La caricia, sin embargo, pareció suficiente para transmitirle algo de paz, y poco a poco, entre algún sollozo y respiraciones profundas, el pequeño Iruka se calmó. Aunque él no sabría hasta mucho tiempo después, como se llamaba ese niño al que visitaba.

 

Kakashi volvió a abrir los ojos, y decidió que era momento de entrar, antes de que la hora ciega pasara y su oportunidad de ver al maestro se esfumara con los primeros trinos.

Había sido una sorpresa para él cuando Naruto lo presentó como su maestro. Ver el rostro sonrojado por la timidez, con una sonrisa tan distinta al ceño fruncido de la noche. Su nombre ya lo conocía y no era la primera vez que hablaba con él. A veces, cuando volvía de las misiones, eran sus manos las que recibían el reporte y era su voz —ahora grave, pero no menos dulce— la que le agradecía por su arduo trabajo. A Kakashi le gustaba pensar, que sus palabras escondían un mensaje secreto e inconciente, sobre todas las noches que sus manos, acariciando su pelo, lo habían robado de las fauces de la tristeza y el terror. Y parecía mentira, que una persona tan agradable y energética como Iruka, tuviera esas pesadillas a la noche, pesadillas que aún ahora, a pesar de los años, seguían corriendo por su piel bajo un sudor fresco y cálido al mismo tiempo.

 

Una vez dentro, Kakashi miró sus manos y las frotó, una con otra, sintiéndolas húmedas a pesar de que hacía mucho que se había levantado. Él nunca podía recordar qué soñaba, pero sabía que no era sólo su reloj biológico lo que lo despertaba todas las noches a la misma hora. Tenía pesadillas, pero éstas se le olvidaban. En su cuerpo, solo quedaba la reminiscencia en el sudor de sus manos y cuello, y en el palpitar agitado de su corazón. En la primera caricia que le dedicaba a Iruka, sus manos temblaban por los nervios. También por el miedo. Y sus miedos trasladados a sus dedos, en forma de tibio rocío, se mezclaban con el mismo que humedecía el pelo suelto del maestro.

 

Paseó con los ojos cerrados, con la confianza y la habilidad del que conoce demasiado bien. Iruka se había vuelto más pulcro una vez convertido en maestro, casi como si quisiera dar ejemplo aún en la intimidad de su hogar. Kakashi nunca había estado en ninguna de las otras habitaciones, pero era suficiente para él pisar aquel suelo de madera pulida, para sentirse tranquilo. Cuando volvió a separar sus párpados, dirigió la mirada a la cama, en la que Iruka, bajo las sábanas, todavía se mantenía dormido. El pecho amplio y trabajado, por el entrenamiento al que era sometido, subía y bajaba acompasadamente. Acostumbrados sus ojos a la oscuridad, Kakashi hasta podía ver las aletas de la ancha nariz del profesor, vibrar con cada exhalación. Dormía profundamente, como si nada fuera capaz de molestarlo, como si nunca hubiera tenido una sola pesadilla. Y eso hacía que el mundo de Kakashi se descolocara.

 

Había pasado tiempo desde la última vez que había entrado a la casa del maestro, y esto no se debía a su ajustada agenda de jounin. Es cierto que a veces pasaban meses completos antes de que pudiera darse el gusto de inmiscuirse en los sueños de Iruka. Pero esta vez, su ausencia se debía a algo que debería alegrarlo. Pero que ahora, también, le atemorizaba. Al principio, no lo había notado, al estar demasiado concentrado, observando y grabando en su memoria, cada pequeña diferencia que pudiera encontrar en la disposición de los objetos dentro del cuarto del sensei. Si las pantuflas para estar dentro de casa, quedaban descuidadas a los pies de la cama —y no al costado, bien acomodadas una junto a la otra—, la pesadilla de esa noche sería fuerte. En cambio, si el aire tenía un suave aroma a jabón de sakura, podía estar tranquilo y vigilarlo dormir, casi sin sobresaltos. Pero ahora, el «casi» había desaparecido. Y de alguna manera, las últimas veces que había estado allí, sus manos se habían ido igual de húmedas y vacías, a su casa, tal cual habían llegado.

 

Iruka, ya no tenía más pesadillas.

 

Ni él mismo podía creer los pensamientos que cruzaban por su mente cada vez que miraba sus manos. La sangre de las batallas seguía allí, pero como un buen ungüento, la presencia de Iruka en su vida, había curado la comezón que las atacaba. Y ahora, solitarias, desnudas de la protección que era Iruka, enviaban extraños mensajes a Kakashi. «Si no tiene pesadillas, ya no te necesita más» parecían decirle. Y él, a pesar de todo, se negaba a escucharlas, porque todo había empezado con ese mismo cometido: aliviar a ese pequeño niño de sus horribles pesadillas. Y al parecer, lo había logrado.

 

Pero, ¿y ahora qué?

 

La hora ciega estaba llegando a su fin. Kakashi, siempre cuidadoso de escaparse de allí con bastante tiempo, para evitar llamar a la mala suerte, no daba signos de moverse de donde estaba en ningún momento muy próximo. Era peligroso, pero su mente todavía se debatía en qué debía hacer de ahora en más. El tiempo se acababa, e Iruka se mantenía igual de calmo que todas las últimas noches en las que lo había visitado. Su presencia allí ya no era más necesaria. Y al contrario de lo que había hecho en esas oportunidades, esta vez se iría sin siquiera acariciar su pelo como despedida. Porque, lo presentía, esta sería la última vez que estaría allí.

 

Con las manos firmemente aferradas al marco de la ventana, levantó la vista hacia la luna entre las sombras de las nubes y aspiró el aroma a madera y almidón de ropa. Cerró los ojos y grabó, como una costosa foto, cada partícula y cada átomo de lo que había dentro de ese cuarto al que no volvería a entrar. Nunca más. Y cuando estaba levantando su pierna para salir, sus fuerzas flaquearon y toda su resistencia se escapó en un largo suspiro. Su cuerpo retrocedió otra vez, hacia la cama y mientras su mano se encargaba de grabar a fuego el tacto de su pelo, fueron sus labios los que se quemaron contra los oscuros e inquietos del sensei.

Tantas veces se había negado aquella sensación, convencido de que una vez su boca probara aquella piel, no podría separarse nunca más de él. Haciendo aquello, estaba cavando su propia tumba, su propia lenta muerte. Sólo esperaba que pudiera renacer y olvidar al maestro; encontrar alguien con quién rehacer su vida y deshacerse de una vez de sus pesadillas. Si Iruka había podido, él también podría.

 

Fue su ceño el que se frunció esa noche, mientras se separaba y rehacía el camino hasta la ventana, dispuesto a marcharse como un rayo antes de que fuera uno solar el que entrara por allí.

 

¿Ya te vas?

 

Ni sus rápidos reflejos de shinobi pudieron evitar que sus pies trastabillaran en el marco de la ventana, cuando esa voz grave, cruzó la hora ciega de la noche, hasta sus oídos y más adentro. El impulso de voltearse se dio antes de que siquiera la orden llegara de su cerebro a sus piernas, y en la cama, con la cabeza volteada hacia él, los ojos de Iruka brillaban adormecidos clavados en él. Sus brazos se encontraban relajados sobre la sábana y el cabello revuelto le tapaba uno de sus ojos mientras lo miraba, como si fuera normal que alguien entrara a la noche en su casa y le robara un beso. Kakashi comprendió aún más tarde que sus palabras sólo podían significar algo: él sabía todo.

 

—¿Desde cuándo? —preguntó Kakashi, cuando su voz volvió a dominar sus cuerdas vocales, paralizadas en su garganta.

 

—No mucho —le respondió escueto, y adivinando la otra pregunta que se repetía incesantemente en la cabeza del jounin, continuó:— No creí que fuera necesario… era tan fácil estar así…, evitar pensar en la verdad… —lentamente se fue irguiendo sobre la cama, hasta que su espalda descansó contra la pared. Ya no veía a Kakashi, pero éste seguía con la vista puesta en él—. Pero no me has dejado otra opción. No pensabas volver, ¿no? —Kakashi no contestó—. Sino era hoy… —el jounin sabía cómo continuaba la frase: nunca—. Me has…

 

Esta vez, Kakashi no lo pudo dejar continuar.

 

—Sí —respondió apresurado, no queriendo escuchar la palabra—, perdón Iruka-sensei —¿Por qué le pedía perdón exactamente?, ¿por el beso?, ¿por todas las noches que estuvo allí? Kakashi no lo sabía.

 

—Para ser un jounin, eres alguien bastante lento Kakashi. —Le escuchó reír, y aunque no lo estaba viendo, podía adivinar una sonrisa en su voz. La primera durante la noche. Era tan extraño…— ¿Te piensas que dejaría que cualquiera entrara aquí e hiciera lo que quisiera? Tengo que reconocer que tienes muchas agallas… o es que me tomas por tonto —Kakashi abrió la boca, pero la lengua se le había dormido y agachó la cabeza sin saber qué decir. La risa de Iruka volvió a sorprenderlo. El sensei estaba jugando con él—. Y no me has respondido…

 

—¿Qué cosa? —preguntó extrañado, atreviéndose al fin a mirar a Iruka, cuando lo escuchó removerse de entre las sábanas. Se estaba poniendo las pantuflas mientras lo observaba.

 

—¿Ya te vas? Me has desvelado, así que lo menos que puedes hacer por mí, es tomar una taza de café y hacerme compañía.

 

Kami-sama, si esto era un sueño, que durara para siempre. Pero lo dudaba.  La hora ciega, era sólo eso: una hora que pasaba, haciendo continuar el ciclo del día y la noche. Y el que velaba por sus sueños, ahora estaba despierto.

 

—¿Y que hay con el…? —Siguió sin poder decir esa palabra.

 

Iruka se dio vuelta y le sonrió.

 

—Ya lo veremos.

 

Kakashi por fin podía estar con él en el mismo mundo. Y quién sabe. Tal vez más.

 


[1] Touchan: forma cariñosa de decir papá.

Notas finales:

Hasta aquí llegamos. Tuve ganas de hacer un lemon, pero cuando llegaba a lo último me di cuenta que hubiera quedado mal por cómo iba avanzando la historia. Ustedes me dirán. Muchas gracias por leer y ojalá comenten, ¡saludos!


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