Amor se llama el juego en el que un par de ciegos juegan a hacerse daño.
Joaquín Sabina (1949-?)
Capítulo VI: Regreso
“¿Han visto las fotos de Gaara-chan? Las nuevas, se entiende. Para los listillos que estén visitando esta página tributo a la quintaesencia del erotismo y no sepan de lo que hablo, mejor es que den clic aquí y se enteren. Para el resto, seguro que mi pasmo no les resulta exagerado o acelerado, sino normal y mesurado.
¡Hay una mano tocándole el culo a nuestra diosa!
Y si hay una mano, tiene que haber una persona, y si hay una persona aparte de Gaara en esas fotos, significa que hay una persona tocando, en vivo y a todo color, a Gaara-chan. ¿Quién es el cabrón afortunado? Claro, la opción más evidente es que es su fotógrafo y asunto acabado, sí, es lógico y todo eso, pero me gustaría citarles un comentario que hizo a la revista ERoges en enero del año pasado:
“[…] no, en realidad nadie me toma las fotos. Supongo que salen bien porque tengo una buena cámara… pero yo tomo mis propias fotografías […]”
Ese comentario nos dio a entender que a su preciosa persona nadie más que ella la había visto en vivo posando de esas formas, lo que la hacía tan cojonudamente inalcanzable que a todos nos hervía la sangre, pero ahora resulta que hay una jodida mano (masculina, para más inri) tocándola. A todo esto, sus veneradores no paramos de preguntarnos ¿quién se ha sacado la lotería? Definitivamente, ahora Gaa-chan se ha convertido en una diosa compasiva que con su halo baja a la tierra de los mortales.
¡Yo quiero!”
Posteado a las 03:26 del 05 de Junio de 2011
Terminó de leer lo que ponía en una de las páginas que más tributo le rendían. Apenas lo habían posteado en la madrugada del sábado, así que torció una sonrisa al darse cuenta de que realmente era un éxito subir las fotografías de su nueva sesión de fotos los viernes. La verdad es que había tenido la duda, porque el día que más clientes en línea tenía era el jueves y los sábados, pero al parecer había más visitas a su página los viernes. Hacía casi dos semanas que tenía listas las fotografías, pero las había puesto en venta hasta hacía dos días porque todavía no estaba seguro de una de ellas en particular, que como supuso, había causado revuelo. En medio de la tontería de las fotos, su fotógrafo y ahora director creativo (según él) se había empeñado en que sería mucho más erótico si en la escena que mostraba a la colegiala siendo molestado por su vecino de banca, se veía una mano real acariciándole el trasero. Sai se apuntó para el papel de inmediato, y como creyó que era buena idea y daba más realismo, pues había terminado por acceder.
La polémica foto se había vendido tanto ya que le jodía no haberlas subido antes.
En realidad, le timaban bastante con las fotografías, pero era un riesgo digno de correrse. Es decir, que él ponía una vista previa que duraba lo más cinco segundos y que eran únicas, es decir, que sólo hacía una exactamente igual. Claro, la escena podía repetirse hasta en cinco o más fotografías, pero todas variaban de forma considerable, con lo que el cliente no conseguiría la misma fotografía en ningún otro sitio que en el suyo. Comprándola, se entiende. La fotografía no podía ser copiada de ninguna forma sin pagar, con lo que se aseguraba que en ese sentido no le robaran. Claro, muchas personas podían comprar la misma fotografía y eso era perfectamente válido, pero era algo que rara vez pasaba, puesto que la mayoría de los fanáticos ponían las fotografías compradas en sus sitios de internet y con eso no podía hacer nada sin meterse en líos legales que lo llevarían a descubrirse, así que ahí tenía la mitad de la ganancia perdida. Sólo podía publicar más y más fotografías, con la esperanza de que todas se vendieran al menos dos veces a precios exorbitantes.
Precios que cubrían la escenografía, su trabajo y a su fotógrafo.
Pero que le dejaban una ganancia que si bien era considerable, no le parecía justa después de todo lo que tenía que pasar.
“Hoy vuelve Sai”
Su agenda lo atacó con el recordatorio cuando iba a apagar su computadora portátil, dándole un vuelco en el pecho debido a lo que venía a significar. El moreno se había largado durante un mes a los distritos de Gion, Shimbashi y Pontocho para fotografías a las benditas geishas que a él no le acababan de gustar, en específico a una tal Koi, una famosilla por su página web que se dedicaba, en su opinión retorcida, a prostituir a sus zorritas con teticas. La mujer le estaba pagando para que le actualizara la jodida página.
Y como Sai era un cerdo enfermo por la belleza, había acudido.
“Hoy vuelve Sai”
Esta vez fue su teléfono, que conjuntamente a la computadora parecía dispuesto a provocarle un dolor de cabeza monumental. Ya sabía que volvía Sai. El moreno esa misma mañana le había llamado para recordárselo, acompañando sus palabras de un irónico “No olvides recogerme en el aeropuerto”. Me parto.
En los últimos ocho meses y tanto, había mantenido una especie de relación con el moreno, basada más que nada en el elemento puramente físico, condenada al fracaso y el olvido, pero tan real en esos momento que resultaba asfixiante. A la primera sesión le siguieron otras cuatro más, a partir de la tercera comenzaron a dejarse de indirectas y habían pasado al ataque más fiero; ya no necesitaban de una cámara de por medio para ceder a sus impulsos. Sai sabía lo que hacía y lo hacía tan fantásticamente que en un principio el pelirrojo se había sentido patético y la parte débil de aquella dispareja relación, pero ahora, con práctica, había una sola cosa que los separaba de estar en el mismo escalón.
Por ningún motivo, ni económico ni emocional, estaban dispuestos a follar.
No conocía los motivos de Sai, pero los suyos consistían en la humana conciencia de que en cuanto se dejara joder por el moreno, irremediablemente se vería atrapado en esa otra espiral de la que no podría salir. Ya tenía bastante con su aislamiento, su indiferencia y toda su sarta de contemplaciones como para agregar nada más. Ya se estaba arriesgando demasiado a sentir algo más que lujuria al permitir que su vecino lo visitara a diario, le regalara cosas y le susurrara cariñitos al oído. Era un riesgo que podía costarle la monotonía que tanto trabajo le había llevado instalar en su vida y en cada célula de su cuerpo. Perder no era siquiera una opción, escapar menos. No tenía nada.
-Eres muy amable, Temari-san-agradeció cuando la rubia le ordenó a su marido que le ayudara a cargar la maleta más pesada. Shikamaru, un sujeto larguirucho y con pinta de sauce dormido, les dedicó a ambos una mirada irónica mientras tomaba la maleta. Una vez se aseguraron de no olvidar nada, comenzaron a caminar por los andenes hasta llegar al estacionamiento, donde al matrimonio Nara lo esperaba un coche y un servidor de lánguido aspecto.
-Permítame, por favor-pidió a Shikamaru apenas lo vio cargar con una pesadísima maleta. Cinco minutos después se dirigían al edificio de Sai (y Gaara), a menos de veinte minutos de ahí.
-De verdad gracias por ir a recogerme-repitió cortésmente, rompiendo el soporífero silencio que reinaba en el auto.
-No pasa nada, Sai-los despreocupó la rubia, bostezando ampliamente a la par que recargaba su cabeza llena de rizos en su hombro-esto no es nada comparado con lo que tú estás haciendo por mí.
-Pero es que debes estar todavía adolorida, tener un hijo no es cosa del diario-señaló.
-Vamos, di a luz hace un mes-se burló-y todo salió perfecto, apenas puedas debes ir a casa a conocerlo-advirtió con un puchero que sólo Shikamaru, que iba en el asiento del copiloto, observó.
-Por supuesto, sino te molesta, prometo ir mañana mismo-
-Oh, me temo que mañana no puede ser-se disculpó apenada-la familia de Shikamaru nos ha invitado a visitarlos en Hokaido, estaremos ahí un pasar de días-informó, intentando por todos los medios ocultar el terrible aburrimiento que eso le provocaba.
El bruno asintió, sonriente, pues ahora tenía un par de días más para pasar junto a su pelirrojo sin ningún tipo de molestias. Un lujo nada despreciable, porque la siguiente semana haría el portafolio de una modelo pija y frívola.
Parpadeó.
Cuando lo hizo, tardó dos segundos en darse cuenta de que lleva lo menos dos minutos y medio sin hacerlo. Miraba fijamente la puerta de su departamento, como si el perderla de vista por un instante le hiciera perder todo su esfuerzo y concentración. Sai debería haber llegado ya, debería haber dejado sus maletas abajo y para esa hora tendría que estar sí o sí llamando a su puerta, con esa cara de imbécil que se cargaba siempre y… debería haber llegado. Apretó contra su pecho el cojín color menta que desde hacía media hora torturaba, como si con ello se fueran a calmar un poco las ansias que sentía, pero nada.
Giró la vista durante dos segundos, sólo para comprobar que eran ya las seis de la tarde y el moreno seguía sin llegar. Tenía que llegar, tenía que ir a verlo de inmediato. Sai siempre decía que no soportaba pasar demasiado tiempo alejado de él, así que… ¿por qué no iba a verlo?
Nada.
Tomó a ciegas su teléfono del pantalón, todavía sin despegar la vista de la puerta. Antes nunca lo llevaba consigo, pero desde que Sai le enviaba mensajes cada cinco minutos durante toda la tarde, siempre lo traía en el bolsillo.
Ni un solo mensaje.
Todo había cambiado con Sai en su vida. Todavía no se permitiría insinuar nada como un sentimiento, tanto por orgullo como por ignorancia. Era un chico solo y perdido, quizás más huraño que la media y demasiado cobarde para enfrentarse con un mundo que jamás podría entender ni entenderlo, pero todavía era un humano. Se equivocaba, se lastimaba y era capaz de lastimar a los demás. Con el moreno era todo más fácil, más ligero y más respirable, como si la vida no se cerniera todo el tiempo sobre él.
No lo amaba, no lo amaba. No sentía por él más que deseo.
Era pasión.
Era un lobo disfrazado de oveja.
-¿Hay una cerecita en casa?-
Jamás debió fanatizarse por las bragas que llevaran cerezas, de otro modo quizás Sai no se habría aficionado a llamarlo de esa manera tan vergonzosa. Ahora no tendría las mejillas arreboladas y su corazón no estaría saliéndosele del pecho. No estaría corriendo hacia la puerta, no estaría apoyando su mejilla contra ella, esperando, esperando un llamado más. Un anhelo, un deseo más. Sólo uno más para ese chico egoísta que no podía respirar metido en su pequeña cajita de terror.
-Abre, abre… ¡hasta traigo un regalo para ti!-urgió la voz que de conocer también ahora hasta era capaz de soñar.
Su cuerpo se escurrió hasta el piso cuando perdió las fuerzas, quedando recostado en la cuidada madera clara y separado de Sai por apenas un trozo de madera. Necesitaba sentir. Sentir el miedo, la soledad, el amor y la pena. Sentir todo eso antes de abrir la puerta, alargar esos sentimientos antes de que se evaporaran en su propia amargura, en su coraza, en sus ganas de no sentir más que frío. Desear, desearlo de verdad para no dejar de hacerlo nunca.
Abandonarse a la incertidumbre antes de olvidarla.
-Vale, vale… también te daré los dulces que planeaba enviar a un par de amigos, ¿así está mejor?
-Estaba en el aseo-mintió al abrir la puerta, casi cinco minutos después. Al verlo, el mundo perdió.
-Eso creí-también Sai mentía, pero sus mentiras eran mucho más creíbles que las suyas. También, eran más nobles.
Sus lágrimas seguían dentro de su cuerpo y quizás el único rasgo de su anterior desliz se encontraba en lo roja de su mejilla, pero sabía que Sai no lo mencionaría a menos que él lo hiciera. El moreno se callaría la verdad que conocía mejor que él mismo hasta que fuera más grande que ambos. Sus miradas seguían fijas, la oscura estudiando a la clara y la clara esperando.
-Y ahora te voy a enseñar tu regalo-
Lo brusco de las palabras, la lujuria de la mirada. La obscenidad cruenta de Sai.
-Tú puedes comenzar a mostrarme lo mucho que me extrañaste-agregó con malicia, acercándose veloz a sus labios.
Devorándolo.
El amor no es otra cosa que el juego en el que dos tontos creen en los empates.