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Moneta por chibiichigo

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Notas del fanfic:

Disclaimer: Naruto es propiedad intelectual de Masashi Kishimoto, la voz fabulosa que estoy escuchando por televisión le pertenece a un sujeto llamado Óscar y mis historias, ésas ya no son mías, son de ustedes...

 

Notas del capitulo:

Pues, como más de alguno se habrá dado cuenta... Esto es no es un SasuGaa, no es un SasuNaru y no, no he dejado mi Prozac. Lo que ocurre, estimados lectores, es que esta es una historia que comenzó a nacer hace mucho tiempo, en enero, y que tenía que ser entregada como regalo para el cumpleaños de Eruka Frog. Evidentemente, me retrasé un poco y sólo ahora pude terminarla. Espero que le guste. 

Agradezco a Neko_Chan_XD_2 por aventarse el round de revisármelo y checar que estuviera más o menos coherente. 

 

Moneta

Por: chibiichigo              

 

Paseó la mirada de un lado de la galería al otro, buscando entre la multitud alguna distracción, algo que le evitara escuchar los elogios vacuos y las tediosas interpretaciones de los críticos. Estaba tan aburrido que, de haber podido, se habría marchado. Pero en vista de que era la inauguración de su nueva colección, debía quedarse en ese sitio y entablar—sin ánimos— conversaciones estériles con  sus colegas y atender las dudas de los autodenominados especialistas en arte contemporáneo que pretendían entender de lleno sus cuadros.

Bostezó, hastiado de ver la galería repleta.

“¿Por qué les gustará tanto— se preguntó—fingir que les gustan las cosas que no pueden entender?”

Existía solamente una respuesta obvia: Eran humanos dedicados al arte, ¡estaban diseñados para ser ridículos!  Justo como él, como sus cuadros, como el mundo entero. No eran más que parte de esa elaborada pintura del universo que hacía las veces de chiste ácido… Así que, entre tanto, se dedicaban a jugar a saber cosas; a interpretar un mundo lleno de matices. 

Miró a los críticos, que caminaban por la galería, hablando sobre boberías incomprensibles como la intensión y el juego entre colores cálidos y fríos—mientras actuaban como si de verdad fuera un tema interesante—. Ése era su mundo, su vacío y poco inspirador micro-universo.

Continuó mirando a los hombres que pretendían darle un sentido a sus insensatas creaciones, contando mentalmente los minutos que faltaban para poderse marchar. No tenía ganas de seguir inmerso en ese baile de dimes y diretes, donde los críticos jugaban a adivinar los motivos que había tenido para pintar.

—“No tienen idea de nada” —pensó, mientras paseaba la vista por la sala.

 No, no podían tenerla: Cada persona veía el mundo a través del cristal de sus propias vivencias, apreciaban su arte de maneras que él no llegaba a comprender. Nadie podía ser tan pretencioso como para querer entender de verdad que todo su trabajo era para él, su única obsesión, la fuente silenciosa de su inspiración: su Moneta.

Su atención se fijó en el centro de la galería, donde yacía su obra maestra: El cuadro que había hecho como una ofrenda a la musa, el único que parecía gritar su secreto a cualquiera que lo mirara. 

Y ahí, parado frente a su creación, lo vio. 

Sintió la sangre congelándose en sus venas, mientras el corazón empezaba a bombear desesperadamente, sin éxito. El mundo se detuvo por un instante, el resto de la habitación se disolvió. No podía creer que él estuviera ahí, impertérrito frente a su obra maestra, sin saber que la había creado en un intento desesperado por olvidarlo. ¿No era ésa la ironía más grande que pudiese existir?

El sólo pensarlo lo hizo sudar frío y sonreír con nerviosismo.

Él, la fuente de su inspiración, estaba ahí. Contemplaba el cuadro con atracción más allá de lo normal, lo miraba con calma y analizaba los matices como si su sola composición pudiese contarle los secretos más profundos del alma de su creador.  ¿Sería posible que él—nadie más que él— pudiese ver, a través de esa pintura, los verdaderos sentimientos del corazón del artista?

Se talló los ojos en un intento por desvanecer la mezcla de vergüenza, rencor y euforia que manaba desde la boca de su estómago, al tiempo que lo que estaba viendo era imposible: Él nunca se personaría ahí, en un lugar tan vulgar y corriente ni mucho menos  vería jamás las obras que él le había pintado como una ofrenda. No era su estilo. Sin embargo, en caso de que así fuese, Moneta no podía permitirle ver el trabajo que había hecho para renegar de ella, incluso si en aquel entonces había llegado al fondo de la miseria humana.

Tragó grueso.

Era consciente de que si él desentrañaba la verdad del cuadro—y era la única persona que podría hacerlo—, se daría cuenta de que para el artista ese óleo no era más que un fallido intento de libertad que no había hecho más que recordarle sus propias cadenas. Que él ya no era Sai, había perdido toda su humanidad desde el momento en que se consagró a complacer a los dioses… Que lo había dado todo por alcanzar la perfección que veía en él.

Las manos del pintor comenzaron a sudar frío. No podía permitir que ese hombre entendiera la contundente sentencia de que sin él nada tenía sentido. No, jamás se perdonaría que él, Sabaku no Gaara atisbara el lado más retorcido de su alma…

Caminó rápidamente hasta situarse exactamente detrás de su espalda y se quedó totalmente quieto. Quería percibir el aroma que despedían sus desordenados mechones rojos y embriagarse con el regocijo culposo que sentía en aquel momento: Estaba ahí, había vuelto….

Tomó aire y le dio un toque en el hombro.

—Estás aquí…

Procuró que su voz no evidenciara las ansias que se habían gestado en su interior, que su musa no percibiera su fragilidad. ¿Sería que el destino lo había marcado así? Sentía la garganta seca, algo pastosa. Tragó grueso.

—¿Disculpe?

El alma se le fue al suelo, no era él. Era otro pelirrojo que lo envolvió con sus inexpresivos ojos avellana. No era Gaara, era sólo una especie de imitador que—y esto no pasó desapercibido para el pintor— poseía rasgos muy semejantes, su voz gruesa, la apariencia de aburrimiento permanente de su rostro, su tez paliducha y, claro, su roja y alborotada melena.

—Lo siento, es que me recordó a un antiguo amigo, pero él es mucho más guapo.

Se escondió tras su permanente sonrisa mientras decía aquello y, luego, se fue.

 

Estaba abrumado, lleno de pensamientos en su mente y rodeado de gente que se le acercaba a aprisionarlo con conversaciones. Caminó hacia un costado de la galería y se recargó pesadamente detrás de una columna. No estaba de humor para estar con nadie, estaba confundido y sentía un agujero en la boca del estómago. El encuentro con  el imitador  lo había dejado intrigado, nauseabundo e inexplicablemente excitado.

 

 

 

Lo vio por primera vez un martes nublado de finales de marzo, eso lo recordaba de maravilla.

Había salido de su estudio para aspirar el aire fresco de la tarde y poder pensar con tranquilidad. Hacía meses que no pintaba nada que le gustara realmente y que no fuese por encargo de alguno de los ricos pretensiosos de turno. Se sentía agotado de todo, hastiado de no poder encontrar la inspiración necesaria para llenar sus óleos con color.

Ya no sabía qué le había pasado, antes, cuando niño y como pintor recién egresado de la Academia de Artes Plásticas, todo fluía de subconsciente a su mano sin que su razón interviniese. Todo era tan fácil en aquel entonces…¿Por qué ya no?

Tal vez porque  ya no queda nada qué decirpensó en voz alta mientras se metía en una pequeña cafetería cerca de la estación de trenes.

Estaba enfrascado en sus pensamientos y no se dio cuenta de que, mientras veía la carta sin particular interés, el mesero se paró a un costado de la mesa.

¿Qué desea ordenar?

Esa voz lo sacó momentáneamente de su ensimismamiento.

Ah, unseleccionó con el dedo lo primero que leyó y volteó a ver al que le había formulado la pregunta…un capuchino.

El sujeto se retiró de la mesa, mientras la mirada del pintor lo seguía, incansable. Era decididamente bello, pero sin perder ni un ápice de masculinidad, caminaba con la agilidad propia de un neurótico y su rostro mostraba una mezcla entre hastío y aburrimiento. Se quedó prendado de él.

—Aquí está su café— regresó luego de unos minutos, sin esforzarse por mostrar una cortesía que (por lo que se podía adivinar) no sentía — ¿Algo más?

—Sí, quiero que poses para mí— esa petición, tan burda y clara, salió de la boca del artista sin reparos, mientras éste le tomaba delicadamente la mano.

—No diga idioteces o le tiraré el café en la cabeza, así pierda mi empleo.

Con esa respuesta, Sai lo supo todo. Ese chico era la persona que había estado buscando desde siempre, incluso sin saberlo. Era el catalizador de todo el arte que tenía dentro, la combinación perfecta entre el rojo y el resto del universo. Sabaku no Gaara era grosero, hosco y con poco sentido del tacto; era la persona más inspiradora que había conocido sin saber por qué.

El chico era contraste, era ira, era pasión, era mística. Era la escencia de su arte, todo lo que había buscado infructuosamente durante años.

 

Cada día, como acto religioso, se dirigía al establecimiento para ser atendido por el hombre que le había devuelto, sin saberlo ni sospecharlo, la inspiración. Y, cual rictus, le pedía que posase para alguno de sus cuadros, que se pasara por el estudio y, si tenía deseos, compartiera una taza de té negro con él.

—Preferiría extirparme un pulmón— era, siempre, la hosca respuesta.

Con lo que el mesero no contaba era con la perseverancia del pintor. Sai estaba dispuesto a llegar hasta los últimos recursos con tal de arrastrar de nuevo a su recién bautizada Moneta hasta el estudio, donde pertenecía desde siempre.

 

 

 

El pintor nunca había tenido un interés propiamente sexual en aquel mesero, aunque no ocultó jamás que su cercanía lo excitaba de una y mil formas. Era, definido por él mismo, una atracción abstracta y artística, una obsesión imaginativa que sólo lograba saciar cuando ponía sus pinceles sobre el óleo y que, cuando no lo encontraba trabajando, le producía una libido irrefrenable y asfixiante. Él, su musa, lo motivaba a crear cosas, a salir de sus propios parámetros y explorar.  Lo compenetraba en cada paso que daba, en cada color, en cada tono de la gama de rojos. En cada pasión.

Por eso no sabía cómo justificar lo que ocurrió. No lograba comprender los motivos de su huída.

—Gaara— articuló en un murmullo resentido  que no llegó a salir de sus labios antes de morir.

Crispó los puños.

Un leve carraspeo lo sacó de su ensimismamiento, lo colocó de nuevo en la galería. El chico de cabello rojo, el imitador de Gaara, acababa de pararse junto a él con dos copas de vino blanco. Le ofreció una.

—Siempre me ha llamado la atención su obra. Es, como el célebre crítico Madara Uchiha definió: “Un sentimiento explosivo que espera llegar a la posteridad”.

Sai enarcó la ceja, con el mismo desdén que había copiado de su taheño y apuró todo el contenido de su copa. En aquel momento tenía ganas de embriagarse y marcharse a su estudio, no de escuchar una recopilación de frases que la crítica le había hecho a lo largo de los años. Y menos si el que las recitaba era un aficionado al arte que se parecía a Sabaku no Gaara.

—No me interesa— comentó con desgano, exhibiendo su sonrisa como un escudo.

Sin embargo, pese a que su mente no parecía estar dispuesta a seguir torturándose con ese fortuito encuentro, la boca de su estómago se contraía cada vez más y su pene comenzaba a erguirse. Era tan parecido a Gaara que no podía apartarle los ojos de encima, que no lograba controlar su respiración, que se sentía enloquecer.  Le recordaba tanto a la musa que se le había negado, a la pasión que alguna vez habían poseído sus obras…

—Venga a mi estudio— pidió con una nota de desesperación en la voz.

Su corazón palpitaba rápidamente, pero no por emoción, sino por morbo. Ahí estaba la Moneta, o por lo menos el recuerdo de ella, una imitación casi perfecta del cenit de arte. Eso era todo lo que él necesitaba, todo lo que añoraba.

El pelirrojo sólo lo veía con algo de indiferencia descolocada. ¿Pensaría, acaso, que estaba loco? ¿Estaría, en verdad, perdiendo la cabeza? Estaba vendiéndose por una copia, entregándose por completo a su rencor, pero, ya había perdido antes la inspiración. No la podía dejar ir de nuevo.

Sin esperar la respuesta de su interlocutor, lo acorraló entre la columna y su cuerpo. No aceptaría un “no” por respuesta. Tenía que tomar el control de la situación, vengarse de la musa que lo había abandonado para obligarla a volver, o por lo menos para recobrar el dominio de sí mismo.

Besó los carnosos labios que se parecían a los de la Moneta, degustando la falsedad que segundo a segundo lo impregnaba. Si no podía tenerlo a él, tendría lo más parecido. Sin espacio a dudas, sin cortesías.

—¿Qué— el de mechones carmesíes lo empujó, sin éxito y comenzó a jalonearse para recuperar su libertad—…mierda hace?

—No permitiré que huyas de nuevo— la voz pastosa, carnal y algo ebria del pintor lo hicieron permanecer quieto, confundido por todo. Sai recorría la espalda del imitador con fiereza, buscaba con sus dedos el resorte del calzoncillo para encontrar las nalgas pálidas del más pequeño.

Y él, abrumado por aquel exceso, miró un segundo el cuerpo de su captor y decidió devolver sus hambrientas caricias.

 

 

 

No tardó mucho en llegar el día en que el pelirrojo aceptó la propuesta de posar para él. Por lo poco que le había contado (en asuntos serios Gaara sentía la rara necesidad de explicar un poco de sus razones), había pasado por una mala racha económica y tenía algunas deudas. Nunca le explicó cuáles, ni Sai tampoco preguntó. No le interesaba la causa, sino que pronto tendría finalmente a la musa en su espacio natural. Sintió un cosquilleo en el estómago.

Si acepto estorecalcó el meseroes simplemente porque necesito el dinero. Si por mí fuera, preferiría engraparme el escroto antes de aceptar posar para ti.

Sai hizo oídos sordos a esas imprecaciones que no significaban nada. Gaara había accedido a ser su modelo y eso valía más que sus reiteradas menciones a lo mucho que lo detestaba.

 

Gaara llegó al estudio un sábado bastante caluroso, a mitad del verano. Parecía algo enfadado y el golpeteo de las botas militares—que, incluso a 35°C traía puestas—repiqueteaba en los oídos del moreno como una melodía. En su mundo imaginario, ése era el único sonido posible que podía existir en ese cuarto predominantemente rojo. Era el complemento perfecto de todas sus pinturas.

—¿Sobre qué será la pintura?— preguntó de pronto el taheño, mostrando un fugaz interés por aquella habitación llena de lienzos cubiertos y olor a pintura fresca que se extendía frente a sus ojos.

—No lo sé, es difícil conocer el resultado final cuando las cosas se hacen en nombre del arte...

El modelo bufó, abstraído, mientras agitaba su playera negra de Children of Bodom contra su piel para refrescarse: —Con que en el nombre del arte, ¿eh? Bueno, mientras me pagues, haz lo que quieras.

 

Sai comenzó a pintar con la misma devoción de un monje que se encierra en una capilla, ajeno a la mirada fija del pelirrojo y al agobiante calor. Se limpiaba metódicamente el sudor mientras creaba matices y pasaba con fluidez sus herramientas de trabajo sobre la tela con dedicación. Estaba en su medio, exultante de felicidad; sabía que estaba creando su obra maestra en presencia de su Moneta. Puso especial empeño en plasmar los rojos del cuadro, en un intento desmedido por rendir tributo a ese color que hacía que aquel chico no fuese como otros, por gritarle a quien viera su arte lo que ese representaba para él:  Lo inalcanzable, lo indefectible, lo divino, su versión de la Beatriz de Dante convertida en realidad.

—¿Ya acabaste? más que una pregunta, esa sentencia volvió al pintor a la realidad. Miró fijamente al chico y, en ese instante, reparó en que la camiseta negra que portaba había sido arrancada de su cuerpo. No pudo evitar sonrojarse un poco y prefirió desviar la vista.

¿Por qué se sentía tan extraño, como si un recato virginal lo hubiese invadido? La verdad fuese dicha, Gaara no tenía el mejor cuerpo del mundo, era pálido y su complexión era delgada aunque firme, uno de esos cuerpos que parecen alérgicos al músculo y no son siquiera dignos de mención. Pero lo dejó momentáneamente cautivado.

—¿Qué, tú no tienes calor?el tonillo malicioso del pelirrojo le hizo saber que había notado la mirada imprudente, pero que no lo diría abiertamente.

El artista asintió, antes de ofrecerle algo de tomar.

 

Se sentaron a beber limonada en el sofá donde el chico había estado posando. A Sai le gustaba ver a Gaara así, tan cerca, y notar los diversos matices que lo conformaban. Cuando estaba a su lado, sentía el corazón bombearle sangre con mayor intensidad que nunca. Se preguntó si eso había tenido algo que ver con su semidesnudez o con lo sacro que le parecía.

No supo con certeza cómo, pero fue deshaciéndose de la distancia que lo separaba de la Moneta y comenzó a tocar delicadamente su rostro y su cuello. El otro no hizo amago de separarse, simplemente se le quedó viendo, como incitándolo a continuar con su empresa. Él, en silencio, obedeció.

Jamás lo había tocado, pero ese contacto le resultaba fascinante y revelador. Su piel estaba algo reseca, pero se sentía suave. El olor a madera que despedía le daba la impresión de estar en un bosque de pino. En su espalda, esparcidas, había algunas manchas solares que se entremezclaban con el blanco de su carne y lo hacían parecer más vivo.

Cerró los ojos y se dejó llevar por todas las sensaciones que explotaban en su bajo vientre, quería disfrutar plenamente esa sensación de tocar a su musa, de impregnarse de su aroma y de embriagarse con su presencia. Y, de pronto, se sorprendió siendo recorrido, con vehemencia, por las yemas de ese ser que tenía frente a su rostro.

Sabía que estaba haciendo algo prohibido: Estaba profanando la inspiración, haciéndola carnal. Pero no le interesaba en absoluto. Era el momento decisivo, el todo o nada, mientras sentía su pantalón presionar su cuerpo y una necesidad animal apropiarse de él.

Secularizaría lo divino.  

 

 

 

Lo llevó por el pasillo de su estudio hasta la única habitación. Lo besaba furiosamente, mientras lo despojaba de su ropa, vehemente y desesperado. Buscó, a tientas, la pañoleta con que le había cubierto los ojos, sólo para revisar que no se le fuese a caer en ningún momento y arruinara ese acto de comunión entre él y su Moneta. No, no habría soportado que durante el acto unos desapasionados ojos castaños lo vieran y se burlaran de la fragilidad de su espíritu.

En ese momento quería tenerlo a él entre sus brazos, reclamarle por su abandono y poseerlo como nadie nunca había hecho. Se mimetizaría con esa enviada del Olimpo, así fuese por medio de un tercero que, sin comprender, había cedido a ese ritual.

—No te irás de nuevo— exclamó para sus adentros, para Gaara, para la inspiración… incluso para el imitador. Estaba decidido a volver a pintar, así fuese lo último que hiciera.

Los labios del menor, reducido, lo buscaban con ansias mientras que los sexos de ambos chocaban por debajo de la tela. El pelirrojo buscaba, con sus manos, la manera de despojarlo de los botones de su camisa, mientras que Sai le desabrochaba la bragueta con urgencia. Necesitaba comenzar, llenarse de él, de Sabaku no Gaara.

Arrancó los pantalones del que estaba tirado en su cama y bajó el resorte de sus pantaloncillos con toda la fuerza que pudo. Quería arrancarlo de toda prenda, dejarlo en su forma más desprotegida para hacerlo entregarse a él. Se lo debía, era su manera de conquistar todo lo que alguna vez había perdido.  Dejó, izado, el miembro ancho y corto, húmedo y  comenzó a lamerlo desde la base hasta la punta, con lascivia, para metérselo por completo en la boca.

 

Comenzó las estocadas despacio, dándose tiempo para recorrer el miembro del chico y de saborear de a poco todo lo que éste tenía para ofrecerle. La punta, suave y delicada, se contraía discretamente cada vez que pasaba por ahí su lengua y ocasionaba que el pelirrojo jadeara discreto. El resto del pene era duro, firme y con las medidas perfectas para caber por completo en su boca.

Recorrió rápidamente la virilidad de Gaara, metiéndola y sacándola de su boca, siempre con cuidado de no meter los dientes. El otro sólo jadeaba y le entremetía los dedos en el cabello para aumentar el ritmo, nunca para disminuirlo. Era rápido, poco delicado, brutal... Sai se aferró a sus nalgas para no perder el equilibrio, las apretó con fuerza  y jaló  las caderas delgadas del bermejo hacía él. Se quedaba suspendido, quieto durante breves segundos, pendiente de la respiración agitada y sin compás antes de volver a arremeter. Lo sentía venir, no duraría mucho más antes de correrse en su boca y entonces él podía absorber ese líquido que ahora se le antojaba delicioso y preciado.

 

La respiración entrecortada del pelirrojo, los jadeos silenciados y casi rítmicos, le indicaban que no faltaba tanto. Empezó a succionar suavemente mientras las estocadas subían de intensidad. Ya era casi violenta la manera en que su boca chocaba con el pubis blanco y, como en aquella ocasión, había tenido el impulso de detenerse. Pero el taheño no se lo permitió, lo siguió empujando con toda su fuerza mientras hacía sus caderas hacia el frente.

Un  último jadeo entrecortado. Un sonido casi animal. Lo salado, el océano.

Se lamió las comisuras de los labios y paladeó un par de veces para deshacerse del regusto del líquido blancuzco. Su acompañante respiraba hondo, tirado en la cama. Las costillas se le marcaban de lo delgado que estaba. De pronto, el chico habló y Sai escuchó su voz, la de Moneta.

 

No bajes de la cama— le pidió con la garganta seca todavía. Tosió un par de veces, para clarearla, y detuvo los muslos firmes y torneados de Gaara que le rodeaban la cabeza.

¿Por qué, no te gusta el oral?—preguntó, todavía recobraba las fuerzas perdidas en el orgasmo. Se veía tan frágil, tan perfecto dentro de la imperfección, que Sai sólo pudo guardar esa imagen en la mente para prometerse que después la pintaría. La musa agotada, vacía.

No— mintió, con una sonrisa que, a su criterio, era condescendiente. Sentía el falo a punto de estallarle, quería hacer suya a la musa de una vez por todas, tomar parte de su eternidad para poder producir por siempre. Ansiaba hacerse con ese cuerpo, con las mañas y las manías; mimetizarse con lo inalcanzable, con lo divino.

 

Subió a la cama y comenzó a abrirle las piernas al hombre frente a él, ansioso por meter su sexo en él. Le ofreció tres dedos al taheño y, tan pronto él abrió la boca, se los metió. Podía sentir su lengua jugueteando con él, mientras que él lo rozaba sin meterse todavía en su cavidad. Con la mano libre lo recorrió y comenzó a masajearle el pene, todavía algo flácido y retraído por la eyaculación.  

Sacó los dedos de la boca del hombre de los ojos vendados, que ya se comenzaba a remover, intuyendo lo que ocurriría a continuación. Sai se impregnaba, mientras, de su olor. Era, hasta en ese detalle, muy parecido a su musa en fuga… Aquella que conquistaría pese a sus rechazos y evasivas.  Metió con rapidez dos de sus dedos en el ano del taheño y empezó a dibujar círculos en su interior con apremio. Acto seguido, acomodó su miembro y, de una estocada, se colocó dentro.

 

Un pequeño gemido por parte del chico que estaba en su colchón, pero no puso atención. En ese momento  buscaba encontrar las puertas al Olimpo que se escondían en ese chico que lo miraba con atentos ojos turquesa.  Era su misión, su sino. Tomó las piernas de Gaara y, mientras éste buscaba con inquietud su espalda para aferrarse, se envolvió con ellas. Eso lo ayudaría a llegar más lejos, a sentir lo más profundo de ese cuerpo estrecho.

 

El bermejo movía las caderas de atrás hacia adelante, mientras el cetrino lo sujetaba con fuerza y le clavaba su estaca hecha de piel con insistencia. Las estocadas subían de ritmo y de pronto cesaban abruptamente, en un afán del escritor por encontrar cada uno de los gestos y matices de ese encuentro. Quería absorber el momento, deleitarse con la seguridad de que él era quien estaba poseyendo a la Moneta perdida.

Los movimientos cada vez se volvían más violentos, haciendo que los cabellos rojos se agitaran. Sentía las uñas del chico clavadas en su espalda, pero no le importaba. Por el contrario, lo excitaban más y más a cada momento, como si esa cuota de dolor sirviera para acallar su alma de artista atormentado.

 

Estaba por terminar, comenzó a ir más y más rápido. Quería mimetizarse con él, ver con sus propios ojos las puertas de la inspiración eterna. Quería ser absorbido por aquella fuerza creadora que desde siempre había motivado sus acciones. Quería vaciarse ahí, quedar como el títere roto que se sentía.

 

Quería liberarse de una vez por todas de esa musa maldita que lo sometía cada día. Quería adueñarse de su propia alma otra vez, arrastrar para sí mismo aquello que había perdido. Quería encontrar de nuevo la fuerza para pintar, para apresar de nuevo a la Moneta. Quería liberarse ahí, desprenderse de esa carga y quedar vacío para poder llenarse de nuevo.

 

Su respiración se agitó, estaba por llegar ese momento tan ansiado.

 

Por fin, por fin se declararía dueño y señor de su musa.

 

Quería contenerse, morderse la lengua y callar…

 

Pero no podía…

 

Y fue en ese momento que, sin darse cuenta lo aulló con un dolor animal.

 

—¡Gaara!

Jadeó con fuerza y depositó el cuerpo del taheño a su lado. No tenía más fuerzas para nada, había por fin terminado el proceso de comunión con la Moneta, incluso si había sido por medio del imitador.

Había ganado, él  no lo dejaría nunca más. Seguiría siendo el rojo, el retintín de las botas militares en el verano, el olor a madera, el sabor del café en un martes de marzo.

Por fin se coronaba, aunque fuese por esa noche, como el vencedor de esa contienda a muerte consigo mismo. Con los dioses. Con las musas. Con el mundo.

 

 

 

Cuando despertó a la mañana siguiente, tentó su cama con la yema de los dedos. Quería encontrarse de nuevo con el imperfecto cuerpo de la perfección, volver a comulgar con su propio espíritu para llegar al cenit de la inspiración. Pero él ya no estaba.

Salió a buscarlo, convencido de que no podría volver a pintar si él no estaba ahí. La sensación de vacío y de incomodidad lo azoraba, lo bloqueaban. Fue al café donde se habían conocido, pero no estaba ahí. De hecho, según palabras del dependiente, el pelirrojo había presentado su dimisión días antes y se había marchado de la ciudad.

Sin saber qué hacer o cómo actuar, el pintor se dirigió a su estudio. Quería utilizar los vestigios de su influencia para terminar su lienzo, pero no lo consiguió. Se encontró a sí mismo como un extraño en su trabajo, como un enfermo terminal que se empecina en hacer deportes extremos… Gaara se había ido, la Moneta había escapado y, contrario a lo que él había supuesto, en el coito no le había regalado la inspiración. Se la había quitado.

Harto, tiró algo de pintura de aceite en el cuadro que estaba haciendo y comenzó a rayarlo con vehemencia. Luego fue el turno de la pintura amarilla, de la negra y de la azul. Todos los colores menos el rojo, ese maldito color que se le antojaba traicionero. Pintó sin saber qué hacer, sólo por borrar todo lo que había creado la tarde anterior, cuando él estaba ahí, en su profano estudio.

 

 

 

Despertó y tentó distraídamente con los dedos el otro extremo de su cama. Una sensación ambivalente lo sorprendió: Esperaba, en su mente, que el pelirrojo con quien se había acostado la noche anterior se hubiese ido. No quería verlo ni hablar con él para nada, simplemente era una persona con quien se había acostado porque le recordaba a alguien más. Emocionalmente, sin embargo, tenía la extraña necesidad de asegurarse que  siguiese ahí, que no se hubiese ido a la mitad de la noche, como Gaara.  Por lo menos en eso—aparte de los ojos—tenían que ser distintos.

Lo palpó con suavidad y, tras volverse para mirarlo, le dedicó una sonrisa sin intención. El otro yacía impertérrito, con la mirada clavada en él.

—¿Por qué, por qué accediste?— preguntó el de piel cetrina, a sabiendas de que no debería hacerlo. No era su asunto, ése había terminado la noche anterior en un orgasmo.

—Porque estaba aburrido. ¿Por qué gritaste Gaara?— fue la pregunta, llana y simple, que salió de la boca carnosa del imitador.

Sai se quedó quieto, sin saber qué decir. No quería confesar sus razones, pero no estaba al tanto de si, por alguna convención social, debería intentar explicarse. Ensanchó la sonrisa.

—No es que me importe, en realidad. Todos tienen sus demonios, todos le rinden culto hasta el final de sus días.

Podía sentir el gusanillo del regocijo moviéndose en su estómago mientras se encontraba con los desapasionados ojos avellana.  En algún momento su musa se había convertido en su tormento, en su demonio…

El pintor tragó grueso, mientras el pelirrojo bajaba de la cama y se vestía con la total parsimonia y sacaba una caja de cigarrillos de su bolsillo. Sin mediar palabra, el de ojos castaños salió de la pieza, dejándolo solo, con una sensación de malsano alivio.

 

No pasó mucho antes de que el pintor también se levantara de la cama, todavía cansado por la noche anterior. Tenía que ver un óleo con urgencia, necesitaba pintar lo más pronto que pudiese. Se acercó al lienzo vacío que estaba colocado en su caballete y con una brocha lo manchó de rojo. Ya no quería honrar a la musa sino vengarse del demonio que le había robado la autonomía. Planeaba capturar su alma, su esencia, la influencia que ejercía en sus obras de arte. Ansiaba tenerlo como un recuerdo constante, preso en cada lienzo, en cada tono de rojo.

Por siempre.

 

Notas finales:

Espero que les haya gustado, en especial a esa personilla ratonil. Para los despistados, el otro pelirrojo era Sasori. Si no lo evidencié en la historia fue porque a) no era importante y b) Mi señorita me habría golpeado. 

En fin, gracias por leer y, de antemano, por comentar. 

c.

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