Llegó, mordió, devoró.
Sus ojos llenos de sangre e impregnados de erotismo se reflejaron en los neptunos ojos del adinerado. Su sonrisa fue escueta, los labios hicieron mueca y a la vez no. Era un devorador de almas huecas, corruptas, de seres que se pierden en el camino y que a la vez pareciera que su pateticismo es superado por la idiotez mundial.
Pero el era diferente...
Hombre bello que se cree Dios. Hombre que con solo el golpeteo de su zapato de suela fina y el tronar de sus dedos tiene todo cuánto quiere. Le iba a borrar la sonrisa. Le iba enterrar el más putrido de sus dientes hasta hacerlo agonizar de placer intrínseco y de rabia súbita. Tenía que ver aquellos ojos apagarse con una mordida letal, con sus garras incrustarse en la piel de alabastro y sus colmillos calcinándose con la sangre del muchacho que apenas se iba a resistir.
Estaba loco.
Pero le iba a borrar la sonrisa.
Sus pasos no hicieron eco mientras caminaba hacia la víctima, el arma también le acompañaba en su mano derecha, la fuerte, la dominante. La lengua parecía salir y a la vez ocultarse tras el sol que golpeteaba fuerte sobre su negruzco cabello. Estaba demente, estaba eufórico y nadie lo notaba, solo su apático compañero que era el mismo cuerdo. Sus ganas no se vaciaban... Sus ganas de penetrar y derrocar cada vértebra de aquél muchacho.
Apagó su sonrisa. El hombre vitoreó con fuerza su nombre, y el no pudo más que quedarse quieto, aguántando el momento y observar a su contrincante. No los que estaban del otro lado, esos eran más que simples hombres. Al más alto lw interesaba escuchar los gemidos y pedidos de auxilio del hombre que alzaba los brazos y que determinado, creía que iba a ganar.
El lo iba a mutilar. Le iba a borrar la cara maldita, el rostro bello. Le iba a hacer sentir la ira de su espada y la pasión. No iba a ser despreciado por eso ojos neptúnicos y bellos.
Avanzó de nuevo. Se detuvo a tan sólo unos metros. De nuevo la lengua salía y no salía. Y los parásitos se encontraban a su alrededor, más sin embargo aquello no le perturbaba. Iba a lo que iba, haría lo que los parásitos esperaban, para luego, sin necesidad de intimar y con la sublime certeza de hacerlo... Daría el golpe bajo.
Relampagueó.
Y fue como si la brisna desapareciera de la cancha cuando la mirada del adinerado se devolvió hacia el. Los pensamientos se apagaron. La cancha estaba servida para el partido de dobles entre el equipo americano y el capitán de Hyotei y el sub capitán del Rikkai dai. Sanada recobró la compostura. Después de ganar aquél partido, jugaría uno más entretenido con Atobe.
Sanada&Atobe