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Réquiem por Hisue

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Notas del fanfic:

Hmmm, ya sé que piensan, dije que me iba, pero... mi inspiración muere, mi ego se ha perdido y hoy recordé que escribí esto hace semaaaanas, lo busqué, lo encontré y decidí publicarlo. Hasta tengo una excusa. Es el regalo por adivinar mi gag XD. Para que después no digas que falto a mi palabra. Aunque como regalo... bueno, ya se verá.

Cuando lo escribí quería que fuera parte de Calle esperanza s/n (en el ff.net, por lo hetero), pero es demasiado largo. Y bueno, dejo de dar lata. El nombre lo puse de volada, como siempre. Ya en serio, debería tomarme el trabajo de pensar en buenos títulos.

 

 

Notas del capitulo:

KHR no me pertenece.

Se repiten frases en el fic. Es a propósito. Y hay diálogos en medio del texto, sin cursiva, es también a propósito.

Recuerdo en que había momentos en que te quería, le diría a la tumba, si él llegaba a morir primero. Si él llegaba a morir primero, se sentaría, debajo de un árbol o quién sabe, en un espacio solitario y escucharía al viento. Miraría los capullos en flor y las hojas rosas de los cerezos y pensaría en él, aunque los cerezos, delicados y etéreos, no fueran una buena analogía.


Si él llegaba a morir primero. Tal  vez se sentaría en su despacho y se bebería una de esas botellas que tienen más de cincuenta años y que no recuerda desde cuando están ahí. Fumaría y dejaría el tiempo pasar, dejaría que corriera y se convencería que al día siguiente todo estaría bien, porque es bueno en eso de mentirse. Se miraría en el espejo, una, dos semanas después y esbozaría una sonrisa. Tal vez. O quizás no.


Quizás se quede una temporada en Japón, rodeado de ruido y de rostros familiares, de vida pululando en los pasillos y se permita ir a su tumba de vez en cuando. Entonces le diría que había momentos en que le quería. Por ejemplo, cuando despertaba y le descubría mirándole. Esos momentos, en los que te quería, le diría a la losa fría y gris y ella no le respondería nada. Le regresaría una mirada oscura y vacía. Tal vez lo recordaría en los días de lluvia, porque todo el mundo piensa cosas tristes cuando llueve. Y él recordaría la vez en que los sorprendió un torrencial aguacero lejos de cualquier lugar en donde refugiarse. Recordaría que acabaron bajo un árbol, sentados codo con codo y que de repente, terminaron hablando. Recordaría que la lluvia no fue tan helada y que era agradable escucharla caer en las hojas de los árboles y ver que se deslizaba en su cabello y en su rostro. Pasarían, quizás, los meses y dejaría Japón y volvería a Italia y descubriría, de nuevo, las voces de muertos que hablan en las paredes. Pensaría en el abuelo del cuadro del salón y lo imaginaria joven, recorriendo los mismos pasillos que él recorría, sentado en la misma mesa, comiendo a las mismas horas y tal vez durmiendo en la misma cama. Pensaría que tal vez llevó allí a una mujer antes de la abuela y que sería ese tipo de amores que nunca crecen y por eso, nunca se olvidan. Y sonreiría, porque ahora era un nostálgico y se sentiría un poco viejo. Un poco cansado. Un poco más parte de las paredes y de los pisos enmoquetados y de las alfombras descoloridas y de los estantes de la biblioteca. Se sentiría un poco como el pasado. Un poco alejado de las cosas que transcurrían fuera, en el ahora, pero desecharía el pensamiento, porque le parecería que aún es pronto para ser parte de los miles de recuerdos enzarzados en las paredes de la mansión.


Tal vez, no sería nada como eso. Tal vez regresaría a Italia, incapaz de afrontar la realidad, huyendo de su cuerpo inerte y de la tierra que iba a cubrirlo para siempre. Se emborracharía y se metería en peleas, una peor cada vez y amanecería tirado en callejones sucios, rodeado de botellas de whisky barato, una sombra de lo que fue alguna vez, con la ropa gastada y sucia y pensaría que no hay nada bueno bajo los amaneceres, nunca más. Romario lo encontraría un día. Se acercaría a él y le diría como está, jefe y el contestaría, de perlas, tú qué crees y se bebería los gotas pegadas en el fondo de la botella. Romario le miraría como un padre, comprensivo y reprobador y él se sentiría como un niño y se le atoraría la saliva en la garganta, agria de llanto y reproches nunca dichos. Romario le abrazaría y él lloraría. Se quejaría y maldeciría a todos y culparía a todos y a él mismo más que a nadie. Romario lo llevaría a la mansión, que sería grande y aterradora, al principio. Pasarían meses y empezaría a recuperarse. Un día, volvería a llevar el látigo en el cinturón y el anillo en un dedo y quedarían olvidados los meses en los que fue una piltrafa humana.


Iría a Japón pocas veces, pero siempre se quedaría mirando el pasillo que daba a la base del guardián de la nube. Un día, lo recorrería y entraría. Y encontraría todo en su lugar, tal y como lo recuerda, cubierta por una pátina de polvo. Habrían transcurrido un par de años y al volver, le parecería que no. Le parecería que las sábanas aún están tibias por el calor de su cuerpo, escucharía el silbido del hervidor y volvería la cabeza, esperando verlo ahí, cabello revuelto y en pantalones, sin camisa, con una taza de café, negro y sin azúcar, pero no habría nadie. Saldría de allí antes de fijarse en la foto vuelta abajo en la mesa, pero regresaría y se la llevaría. No es de ellos dos. Es de todos, de la familia. Y la quemaría un día en que no se sentiría capaz de verlo reproducido en papel y saber que no lo verá, carne y hueso, agua y sangre, de nuevo. Quemaría todas sus fotos y guardaría una sola, en un cajón junto a la de sus padres.


Tal vez, le llevaría flores a su tumba. Una vez por mes, una especie diferente, porque nunca le dijo cuáles eran sus favoritas, se ausentaría un año y un cinco de mayo en que llevaría rosas blancas, encontraría un árbol de cerezos plantado y a Kusakabe allí y pensaría que quizás esas eran sus flores favoritas, porque le vencieron una vez y él siempre tenía fijación por las cosas que no podía vencer. Tal vez, le gustaban sólo por ser hermosas. Pero dejaría caer las rosas sobre la tumba y no se sentiría capaz de volver.


Un día, encontrarían un nuevo guardián de la nube. Sería un niño, comparado con ellos, un niño más joven incluso que Lambo que miraría a todos con una mezcla de fastidio y superioridad mientras jugaba distraído con el anillo entre sus dedos y él lo miraría y esbozaría una casi imperceptible sonrisa, llena de indulgencia y pensaría que no es lo suficientemente bueno para tener ese anillo en sus manos y en sus dedos flacuchos.


Un día, se levantaría y pensaría que tenía que hacer algo para domar a la bestia adolescente, hasta que se acaricie el pelo y lo descubra corto y mire la fecha y se dé cuenta que han pasado muchos años.


Habría días en que abriría el cajón y miraría la foto y esos días, las sombras de la mansión se harían grandes, lo engullirían. Pensaría en él como si fuera un ruido de estática en lo más profundo de su cabeza, unas veces más cercanas a la superficie que otras, unas veces más altas que otras. Una vez, pensaría en las cosas que ha perdido, brindando en silencio con el abuelo Cavallone y le preguntaría a la foto solitaria y muda si perdió muchas cosas también. Se imaginaría que sí y recordaría una imagen que le molestaba de niño. Recordaría a su madre, de rodillas en el piso, llorando y ahora, mayor, entendería porque. Porque su madre tenía entre manos una foto de una mujer, guapa y joven y de su padre. El niño de entonces le preguntó por qué lloraba. El adulto de ahora le pregunta al fantasma por qué no lo dejaba. Y pensaría que, en realidad, no hay personas buenas. Pensaría que él, mucho menos. Y alzaría la copa y brindaría a la salud de los muertos y la foto guardada en el cajón le pesaría, invisible, en los dedos.


La vida nos hace trizas, le diría a la tumba un día nublado y gris. Nos hace trizas a todos, continuaría y añadiría, tal vez tuviste suerte de irte primero; porque sería una mala época, una en donde hay más muertos que vivos que contar y ellos, soldados, mafiosos, guardianes de algo que no saben bien que es, se atrincherarían en las creencias de su Líder y lucharían por ellas. Él, por deferencia, abandonaría su vida de mafioso, de asesino, para luchar como uno de los buenos.


La vida nos está haciendo trizas, le diría y sentiría los pasos de Tsuna detrás y lo vería niño de nuevo y se preguntaría por qué no los dejaron vivir sus vidas. Pero sería Tsuna quien apoye la mano en su hombre y diga te entiendo, sin palabras y él le diría a la tumba, en silencio, que la vida los hacía trizas, pero hay algunos que, a pesar de eso, sobreviven. Sobreviven incluso muertos. No se referiría a él, ni tampoco a Kyoya, porque ellos son la clase de personas que desaparecen cuando mueren. Tal vez te gustaría esta época, añadiría e imaginaría la sonrisa y cerraría los ojos.


Pasarían años, tal vez. Tal vez, las cosas fueran bien. Y él encontraría una chica, una mujer que podría soportarlo todo en su vida y capear el temporal. Tal vez, sería castaña. O rubia. Nunca sería morena. Nunca tendría los ojos azules. Una hija de la mafia o de la calle, una mujer que le daría niños. Tal vez. La mansión Cavallone se llenaría de risas y él insistiría en tener tres niños, porque nunca ha superado la infancia solitaria en el castillo embrujado gigante que era la mansión.


Tendrían dos niños y una niña. Y la niña se sentaría en sus piernas y le preguntaría por el abuelo, pero él, que tampoco se ha recuperado nunca de ser el hijo de su padre, preferiría hablar del bisabuelo. Le inventaría historias de héroes que luchan por la justicia, que ganan y se recuperan de todas las heridas y cuando ella se quedara dormida en sus brazos, se permitiría sentirse culpable por mentir. Y le parecería que el abuelo sonríe en su foto y murmura que los amores que no tienen futuro son los que nunca se olvidan. Y él observaría la foto, vieja y descolorida, y se arrepentiría de no haber conservado más. Pensaría en pedirle una a Tsuna, pero iría a verlo y no lo haría. Se conformaría con pasar las hojas del álbum de fotos que Tsuna guarda como un  tesoro, testimonio de los amigos que hicieron, los que se fueron, los que perdieron. Vería a ellos, muchos años atrás, a Reborn siendo un bebé y vería el destello amarillo en una foto grupal, que indicaba que Kyoya se iba antes que la tomaran. Lo vería de traje, a él y Lancia, una vez que se medio emborracharon y recordaría que Lancia también murió. Igual que Iemitsu. Igual que tantos que no recuerda los nombres, los soldados anónimos. Encontraría una donde está solo, sólo con Hibird y Roll y cerraría el álbum, porque sus niños entrarían corriendo y le llevarían de las manos y él vería, antes de irse, el árbol de cerezo que marca la tumba solitaria.


Tal vez, todo eso pasaría. O tal vez no. En el presente, Kyoya está vivo y tendido en la cama. Se estira y se despereza y los músculos se le tensan bajo la piel. En el presente, Kyoya dice oye y él cierra el álbum de su familia, el álbum de caras desconocidas y familiares y todas muertas. Se pregunta qué sería de él si Kyoya muere primero, mientras se tiende a su lado y Kyoya le besa en la altura del corazón, finge una mordida en su piel y él piensa que, tal vez, nada de eso pasaría. Tal vez, tendría suerte y se irían juntos.

Notas finales:

Pues... hagan labor social y ayúdenme con el ego (?). Vale, eso no. Ya escribí muchas notas, sólo queda decir que lean, comenten y si en algún momento se les estruja el pecho es que cumple el objetivo. Si no, estoy perdiendo mi toque XD. 


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