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Doce campanadas por Nisa Arce

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Notas del fanfic:

Esta novela fue publicada por una editorial en 2010. Lo que voy a subir aquí son los capítulos correspondientes al fragmento gratuito que me han permitido difundir por Internet.

Espero que les guste ;-)

1

 

 

 

—Venga, hombre, ¿no me digas que vas a irte ya?

 

Doramas trató de dibujar la mejor de sus sonrisas cuando escuchó el reclamo de su redactor jefe; los ojos enrojecidos de éste hacían de complemento perfecto para su voz, tomada por los efectos de unas tres o cuatro copas de más.

 

Al hacer una panorámica visual por la discoteca, comprobó que debía ser uno de los pocos que quedaban sobrios, quizá el único.

 

—Lo siento, pero debo marcharme. Tengo que coger un vuelo a primera hora.

 

Sus compañeros se percataron de la excusa e intervinieron con la esperanza de retenerle.

 

—¡La noche es joven! —exclamó Cristina, la de maquetación, colocándole alrededor del cuello un collar de plástico.

 

—Y me prometiste que bailarías un rato conmigo —añadió Laura, agarrándole del brazo mientras mantenía el equilibro sobre los tacones.

 

Dado que sabía que estaba en apuros, el responsable de distribución del diario donde trabajan le devolvió el favor que días antes le había hecho, abriéndole un hueco por el que escapar.

 

—Dejad en paz al canarión. Seguro que se muere de ganas por irse al sur.

 

—¡Con lo bien que se debe estar allí, sin este frío de perros! —corroboraron a un lado de la sala.

 

Él no tuvo otro remedio que asentir. Las cenas de empresa le dejaban agotado. Aguantar fuera de la oficina a las personas con la que se pasaba cerca de diez horas diarias, ignorando roces pasados por el mero pretexto de la Navidad, le seguía resultando chocante. Aunque siempre pensaba a última hora en fingir alguna gripe falsa con la que escabullirse, fuera por el motivo que fuera, todos los años acababa picando.

 

Así que se despidió de los demás y se abrochó su chaquetón perfumado de humo de tabaco, a la espera de que algún alma caritativa le transportara en taxi hasta su apartamento.

 

Cuando hubo conseguido uno, apoyó la cabeza en el respaldo del asiento trasero y se relajó tras dar la dirección. Daba igual que fueran las tres de la madrugada: Madrid se resistía a dormirse. La gente iba de local en local mientras él optaba por ponerle final.

 

El piso seguía como lo había dejado. La maleta aguardaba hecha, a falta de meter el neceser tras darle un último uso. Pasó por la ducha antes de enfundarse en una camiseta cómoda, sopesando si realmente merecía la pena acostarse para volver a ponerse en pie en tan breve espacio de tiempo.

 

Dos horas después, volvió al exterior buscando otro taxi, sólo que con una dirección completamente distinta. La T4 de Barajas, según acababa de escuchar por la radio, estaba sumida en un caos absoluto.

 

—Tiene moral para viajar precisamente hoy —comentó el conductor sin ánimo de ofender.

 

—Soy previsor, compré el billete hace más de un mes.

 

Tras cincuenta minutos haciendo cola para acceder al mostrador de la compañía aérea, lamentó haber pecado de tanta convicción. Un grupo de paisanos, congregados en torno a la portavoz, exigía explicaciones a lo que acababan de anunciar por medio de la megafonía.

 

—Les ruego que mantengan la calma —decía la mujer, armándose de paciencia—. El avión sufrió una avería y no ha salido hacia aquí. Tan pronto como tengamos nueva información se lo haremos saber.

 

—¿Y por qué no nos reparten en otros vuelos? —gritó un afectado.

 

—Están completos, caballero, al igual que el orden de ocupación de las pistas.

 

Doramas, apenas hubo escuchado aquello, dedujo que iba a quedarse en tierra a no ser que ocurriese un milagro.

 

—¿Y qué hay de los que contábamos con estar en el destino por estas fechas? ¿De qué sirve comprar con antelación el pasaje? —increpó.

 

—Lamentamos lo ocurrido, pero se debe a una causa externa a la compañía. Si lo desea, puede esperar, aunque está en su derecho de reclamar la devolución del importe.

 

Resignado, se dijo que aunque recuperar los cien euros invertidos no era un consuelo, quedarse allí entre malhumorados tampoco era buena idea. Tomó su maleta por el asa y dio media vuelta, empezando a caminar hacia el tren interno.

 

Dentro de lo malo de la situación, lo peor era comunicar la noticia.

 

—Hola, mamá —dijo, una vez obtuvo línea en el móvil.

 

—¿Cómo es que aún no has embarcado?

 

Trató de dar una explicación lo más coherente posible, acabando por renunciar a los días libres que había conseguido a base de cambiar turnos. Mantuvieron la conversación unos minutos, durante los cuales se centró en mitigar el cabreo monumental que le invadía. «Menuda manera de empezar el año», pensó.

 

Sus amigos estaban pasando las fiestas en las afueras; a los del trabajo, mejor ni tocarlos y tampoco le convenía meter en compromisos al resto de personalidades con los que de vez en cuando coincidía en salidas nocturnas, puesto que no albergaba confianza suficiente.

 

Sin planes, sin ganas de salir, sin comida en la nevera. La perspectiva de pasar la Nochevieja ante el televisor se apoderó poco a poco de su mente. Aunque, si lo pensaba mejor, tampoco quería someterse a un ritual que, de tan colectivo, había perdido parte de su encanto. ¿Acaso tenía que celebrarse por norma el cambio de año a lo grande, con despilfarro y consecuente vaciado del bolsillo?

 

La falta de descanso empezó a hacerle mella. Las calles estaban semidesiertas cuando regresó al apartamento y se dejó caer al sofá. La maleta parecía burlarse de él, rogando a gritos ser deshecha.

 

Mientras devolvía a los cajones sus prendas, fue haciendo balance de lo que los últimos trescientos sesenta y cinco días habían supuesto. Lo cierto era que, tras haber ascendido rangos y afianzarse en la empresa, el piso en pleno centro hacía que el alquiler mereciese la pena y disponía de bastante más libertad que el resto de la gente de la que se rodeaba. «¡Ni se te ocurra abandonar el club de la soltería!» le decían entre risas, insistiendo en lo bien que se vivía sin tantas responsabilidades ni quebraderos de cabeza.

 

Era evidente que carecer de pareja estable tenía sus ventajas, pero ese treinta y uno de diciembre, mientras contemplaba Madrid renaciendo a la luz, se cuestionó por qué si tan estupendo resultaba, él era el único que se había quedado atrás en la carrera del amor.

 

No siempre la Navidad había sido así. Hubo una época, antes de que tuviera que pelearse con medio departamento para poder escaparse a casa, en que, efectivamente, no contaba con ese tipo de compañía, pero la Nochevieja implicaba una cuenta atrás adicional que englobaba la llegada de los exámenes de febrero, el agobio y las trasnochadas, al igual que la promesa de volver a estar juntos, aunque fuese en la sala de estudio de la Facultad.

 

Tomar conciencia de lo rápido que había transcurrido el tiempo le pesó como una losa. Murmuró la cifra, empañando de vaho el cristal de la ventana.

 

—Cinco años…

 

Dirigió la mirada hacia la estantería donde, bajo una generosa capa de polvo, estaba escondido un CD. Al mancharse las yemas de los dedos tras abrir la caja, supo que si tan apartado lo había tenido era porque contenía la canción con la que seguía manteniendo una relación un tanto peculiar.

 

Las primeras notas escaparon del encierro a través de los altavoces del equipo y le bastó con cerrar los ojos para conseguir una fiel regresión a los momentos en los que esa melodía había hecho de banda sonora. Tras el primer estribillo, no lo soportó más. Detuvo la reproducción, apagó el aparato sin guardar el disco en su rincón mugriento y tomó la chaqueta con la intención de buscar en el aire libre un espacio que mitigase el cerco de sus cuatro paredes.

 

Avanzó hasta la boca de metro, permitiendo que el retroceso pasara de la cabeza a los pies, moviéndose éstos por inercia. Desde que se trasladara al centro, apenas tomaba esa dirección de la línea; observó a la gente que atestaba los vagones, ausentes, desapercibidos. Los hormigueros urbanos suponían la punta del iceberg de una sociedad distinta a la que conocía, donde pese a la monumental escala de edificios y trazados, uno difícilmente podía hacerse con un espacio propio. Era el alma de la metrópolis, un monstruo despiadado que seducía, permitiendo que los que superaban la dureza de su prueba pudieran explorarla hasta caer perdidamente rendidos a sus encantos.

 

Nada acusaba más los efectos de las fiestas que las zonas estudiantiles. La estación de Moncloa, normalmente un hervidero de juventud, estaba transitable, lo que le permitió regresar a la superficie con rapidez. El aire frío le golpeó la cara. Echó a andar, pero tan pronto se cuestionaba qué demonios estaba haciendo, el cosquilleo en el estómago le daba respuesta.

 

Hacía tanto que no pasaba por allí que había olvidado el color del césped, o la pequeña satisfacción que le invadía al saciar la curiosidad leyendo los anuncios que vestían las carcasas de las farolas y marquesinas de autobús. Durante su primer año de universidad, entre demandas de alquileres y venta de apuntes, había dado con el reclamo que había supuesto el verdadero punto de inflexión de su existencia.

 

Pero aquello estaba tan muerto como las hojas caídas que aún no habían sido barridas, vacío como las aulas de la Facultad de Ciencias de la Información. Se detuvo ante el centro universitario, pareciéndole un lugar horrible ahora que nada le vinculaba a sus dependencias. Las paredes de hormigón sin encalar y su arquitectura cuadriculada eran lo más parecido a una cárcel, impersonal sin el calor de los que trataban de hacerse hueco en el mundo formándose.

 

Fue curioso el hecho de constatar que la institución que antaño tanto había significado para él, se hubiese reducido a un montón de pilares en los que rebotaba el arrullo del viento. Se decidió a bajar los escalones que conducían a las puertas de entrada y repasó con las manos el relieve de una de las columnas, en concreto, la de ésa en la que se habían visto por primera vez.

 

«¿Eres tú el que quiere hacer el cambio?»

 

De pronto el corazón le dio un vuelco. Como si sus pensamientos hubiesen traspasado la barrera de lo posible, los recuerdos se transformaron en nuevos sonidos. El mismo timbre de voz, la misma entonación, el mismo escenario.

 

—¿Pero qué haces aquí?

 

Doramas miró a su alrededor, constatando que estaban los dos solos y no se trataba de ninguna broma.

 

—Mi vuelo se canceló y me han dejado en tierra. Estaba dando una vuelta.

 

—No esperaba encontrarte por Madrid.

 

Se quedaron el uno frente al otro sin saber qué hacer. Un abrazo encerraba demasiadas cosas; un apretón de manos era demasiado frío. Así que, de manera tácita, acordaron sostenerse la mirada para combatir lo surrealista de la casualidad.

 

—Creo que soy yo el que debería preguntar qué haces tú aquí.

 

—Temas de trabajo.

 

Doramas asintió. Se le agolpaban demasiadas preguntas en la cabeza como para ceder a un diálogo fluido. Exactamente, ¿por qué había acabado delante de la Facultad? ¿Qué estaba buscando? ¿Habían tenido ambos la misma ocurrencia?

 

Él parecía encontrarse en una situación similar. La sonrisa con la que le obsequió le hizo salir del trance. Lo mejor era interpretar el encuentro como uno de esos maravillosos imprevistos que, por lo general, rompían las rutinas.

 

—¿Qué tal te va?

 

—Bien, no puedo quejarme. Me hicieron fijo en Primera plana.

 

Se formó un denso silencio. Lo cierto era que aquel desplazamiento ya no tenía mucho sentido, por lo que Doramas se animó a proponer una alternativa con la que, de paso, pudieran combatir las bajas temperaturas.

 

—¿Tienes prisa?

 

—No.

 

—¿Te apetece hacer la ruta, por los viejos tiempos?

 

A él pareció agradarle la idea. Con dicho nombre habían bautizado en su día el paseo que acostumbraban dar los viernes por la tarde: llegaban a Moncloa para recalar en Argüelles y de ahí deshacían Princesa hasta Gran Vía, recibiendo el anochecer en alguna de las tantas tiendas de discos que, dispersas, invadían las calles colindantes.

 

Sin más preámbulos, echaron a andar por la Ciudad Universitaria mientras intercalaban breves miradas de reconocimiento. Doramas le observó de soslayo; su larga melena había sido sustituida por pelo rapado al tres y unas entradas indisimulables. Su rostro estaba prácticamente intacto, salvo por los indicios de las primeras arrugas alrededor de los ojos. Las aletas de su nariz seguían contrayéndose cada vez que rumiaba una frase antes de soltarla.

 

—Hacía bastante que no pasaba por aquí —comentó él—. A primera vista la ciudad parece no haber cambiado demasiado.

 

—¡Sí que lo ha hecho! Nos cerraron Madrid Rock.

 

—¿En serio?

 

—En serio.

 

—Ahora me dirás que La Metralleta también se fue a pique.

 

—No, ésa no.

 

—¿Y qué hay de los demás? ¿Sabes algo de ellos?

 

—Pues ahora mismo están en Toledo, vuelven para Reyes.

 

—¿Siguen juntos? —preguntó sorprendido.

 

—Y tanto. Tuvieron una niña en agosto.

 

Él dio una carcajada.

 

—Supongo que es lo que toca. Dondequiera que voy, hay gente de mi quinta con críos.

 

—Efectos secundarios de las relaciones duraderas —puntualizó Doramas con sorna.

 

Quisiese o no, las palabras le salieron con una inevitable connotación de reproche. Sintiéndose aludido, o tal vez haciendo oídos sordos, él calló. Durante los minutos que duró la travesía hasta la Plaza de España, sacaron temas ligeros de conversación, evitando escarbar en la cicatriz que había quedado expuesta.

 

Mientras observaban la cuesta de Gran Vía hacia Callao, plagada de carteles de teatros y masificada por los que ultimaban compras, se concedieron el lujo de enterrar el hacha, como si en el fondo supieran que el que se hubiesen encontrado era un hecho puntual, algo que no variaría la dinámica de sus vidas en cuanto volvieran a partir cada uno por su lado.

 

Compartieron primero un café, luego una comida y ya entrada la tarde recorrieron, muy para pesar del visitante, los locales de coleccionismo en el que tantas horas había pasado revolviendo vinilos, echando en falta un buen montón de ellos. Las calles estaban a rebosar y cada vez desembocaba más gente en las inmediaciones de Sol.

 

—Ir por aquí es una odisea. ¿Te parece si damos un rodeo?

 

—Me hacía ilusión seguir por donde siempre.

 

—Pero es que esto no va a mejorar. Ya están empezando a coger sitio para las campanadas.

 

Él pareció entrever que en esa apreciación se incluía una insinuación de despedida; era Nochevieja. Todo el mundo tenía algo que hacer en la última velada del año.

 

—¿Sales de marcha después?

 

—No creo. Ahora mismo tendría que estar en casa de mi madre, no me apetece irme de juerga.

 

Doramas esperaba que su vieja manía de hacerse de rogar hubiese desaparecido con la madurez, pero no fue así. Aunque siguió mirándole, dando a entender que quería saber en qué situación se encontraba, él no soltó prenda hasta que no se lo hubo preguntado.

 

—¿Y tú?

 

—Pues igual me paso por una fiesta. A no ser…

 

—¿A no ser qué?

 

—Puede que me propongan un plan mejor.

 

Doramas elevó una ceja. No había contado con tener compañía, aunque tampoco había ideado desde un principio pasar esa noche en Madrid. Se debatió, tratando de mantener el equilibrio entre los extremos de la balanza. Por un lado quería echarse en su cama y dormir, pero por otro…

 

—Podemos ir a mi piso. Estaremos tranquilos, aunque no sea gran cosa.

 

—Estupendo. ¿Queda lejos?

 

—Nada que no podamos recorrer a pie.

 

En medio del mar de gente que seguía atravesando las avenidas, la soledad se empeñaba en recubrirles con su velo. El distanciamiento convertía la presencia del uno para con el otro en una sensación incómoda a la par que irrechazable. La costumbre era una potente droga; desengancharse era un tormento y caer de nuevo en la adicción resultaba tan simple como dejarse tentar.

 

Al atravesar el marco de la puerta del apartamento, cargando bolsas de un veinticuatro horas, Doramas se cuestionó si no estaba cometiendo una temeridad al coquetear con el veneno.

 

—Es un sitio agradable, me gusta —le oyó decir desde la cocina.

 

Metió la botella de cava en la nevera y sonrió, asomando medio cuerpo.

 

—Cada metro cuadrado cuesta un riñón, pero está en buena zona.

 

Le dejó campar a sus anchas mientras improvisaba la cena. El invitado se tomó confianzas observando, analizando y buscando en cada rincón de las habitaciones algún indicio que le permitiese suprimir la pregunta más obvia de cuantas se le ocurrían.

 

Un buen rato después, cuando estaban en el sofá sin haber recogido de la mesita auxiliar los platos usados, supo que no podía seguir retrasándola. Doramas cambió de canal en el televisor para ver la retransmisión del evento que, a varias manzanas de allí, iba a ofrecerse a todo el país. Absorto en la fachada del ayuntamiento y el pacto anti edad que el presentador parecía haber hecho con el Diablo, la cuestión no le cogió tan de sorpresa.

 

—¿Sales con alguien?

 

Doramas siguió prestando atención a la pantalla, dibujando una media sonrisa sarcástica.

 

—¿A ti qué te parece?

 

—No tienes fotos en las estanterías.

 

—Tampoco las tenía cuando vivíamos juntos.

 

Él se encogió de hombros, llenando las copas.

 

—Lo interpretaré como una negativa. ¿Entonces, qué? ¿Soltero?

 

Ay, mi niño, qué pesadito eres —protestó.

 

Él rió con ganas. Cuando se hubo calmado, su expresión serena pareció emitir por un breve instante un destello, a caballo entre la tristeza y la dulzura.

 

—No sabes cuánto he echado de menos que me llames así —dijo.

 

Doramas sintió un escalofrío al ser consciente de cómo había anhelado que esa situación se produjese. La manera en la que él le miraba le hizo saber que no era el único que hacía esfuerzos por resistirse y los recuerdos siguieron aflorando a medida que perdían el pulso contra el deseo. El calor de sus manos, el tacto de su cuerpo, el sabor de sus labios. Se besaron, como si hubiesen reprimido el impulso hasta el límite y no les quedase otra alternativa que dejarlo salir.

 

Lo último que recordaba antes de llegar a trompicones a la cama era el sonido distorsionado de la televisión. Cayeron en algo semejante a un sueño profundo, donde las consecuencias carecían de sentido y la realidad no era más que un espejismo que eliminaba las barreras que habían terminado por separarles.

 

 

 

Cuando despertó nada parecía indicar que no se estaba enfrentando a una resaca de sexo vivido con un cualquiera. El alcohol le había dejado un malestar generalizado que incrementaba las pocas ganas que tenía de salir de entre las sábanas. Al hacer el esfuerzo y levantar la cabeza, comprobó que su ropa estaba esparcida por el suelo y que tenía impreso en la piel un aroma que no era el suyo.

 

No había rastro de él por ninguna parte. El reloj marcaba las siete, por lo que supuso que se habría marchado hacía un buen rato. Su camisa no estaba tirada sobre la suya. Su cartera no estaba en la cómoda, ni los restos de la cena seguían amontonados.

 

Se envolvió en la bata y se quedó en medio de la sala. El silencio en el bloque de apartamentos y la calle era sepulcral. Sus pensamientos reverberaron en un Madrid que dormía la fiesta, sin interferencias que los neutralizasen.

 

Estaba empezando a creer que había sido una alucinación cuando la vio; depositada en la encimera, tal y como la dejó el día antes, estaba la caja abierta del disco. Sintió un pinchazo en el pecho al tomar la nota que él había dejado adherida a la caja del compacto. Tan sólo tenía escrito un número de teléfono móvil y un nombre que dijo en voz alta.

 

—Jaime…

 

Se asomó a la ventana y apoyó la frente en el cristal. Se sintió solo, tanto como nunca había creído estar. Ese trozo de papel era la prueba tangible de su fracaso. Había echado por la borda un olvido construido con esfuerzo y terqueza, una terapia de auto convencimiento cuyas bases empezaban a desmoronarse.

 

Supo que la libertad con la que había disfrazado el vacío nunca había existido. La mejor prueba de ello era que no podía quitarse de la cabeza la frase con la que todo había acabado. El final del círculo, el principio de ése en el que estaban de nuevo inmersos.

 

«Oviedo no está tan lejos».

Notas finales:

(Continúa)


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