El francés, perteneciente a la marina, echo la cabeza hacia atrás, viendo como las aspas del ventilador giraban sobre sus ojos. Hacía frío, y el vaho salido desde sus labios se dibujó en una nube de vapor, breve y difusa entre el calor del verano. Parpadeó, con la luz clavada en los ojos y giró lentamente hacia un lado la cabeza, bufó fastidiado cuando parte del flequillo le entró en un ojo.
—Mierda —La voz seca, rota, le avisó de que era hora de rehogar su garganta en algo que se pudiera beber—. Puta ley seca.
En una mesa del fondo, unos hombres jugaban al póker. En aquel momento no se fijó en nada más, acordándose de que guardaba una buena botella de coñac en el petate que no había llegado a quitarse de encima. La voz de la camarera le detuvo en su camino hacia el baño.
—¿Se va a llevar la bolsa? —preguntó en un murmullo apenas audible. Una voz dulce, bonita.
—Si con ello he podido escuchar su hermosa voz, ha merecido la pena.
Se apoyó en la barra, tras la que ella se sonrojó, concentrada aún en la tarea de poner las cosas en su sitio. Aprovechó un momento en el que ella volvió a mirar al frente para sujetarle la barbilla.
—Estoy prometida… —susurró, con los ojos perdidos en cualquier parte.
—Ah, ¿pero ni siquiera una noche con un marinero venido de tierras lejanas?
—Estoy prometida, ¡desvergonzado!— ni siquiera la bofetada rompió la calma de aquel bar.
El francés suspiró, dejándose caer en una silla cualquiera y pensando que tantos meses de abstinencia le estaban pasando factura. Maldito fuera mil veces el momento en el que se unió a la marina.
La camarera salió de detrás de su reino y se acercó a la mesa donde jugaban al póker. Apenas un par de palabras después, salía por la puerta. Un hombre enorme se levantó en cuanto puso un pie fuera.
—Espera. Te acompaño.
—Gracias Aldebarán.
El tiempo siguió pasando, lento, inexorable, acunado entre la música venida desde quién sabe dónde. La joven no volvió, el marino posó de nuevo su vista en el traqueteo del ventilador, hecho a la idea de que aquella no iba a ser la persona con la que ahogar la soledad esa noche.
Tantos, tantos meses sin alguien con quien compartir la noche. Meses y meses bajo el sol abrasador, bajo las ventiscas de invierno. Sólo, anhelante de alguien con quien compartir siquiera una copa de vino.
Y el tiempo pasa, pasa, pasa despacio pero inexorable. La gente sale del bar, tiempos distintos, sin patrón. La botella hace tiempo que ha pasado a sus manos. Una copa se vacía en su garganta.
Arde.
Y no sabe si es él, el alcohol o el maldito calor de mediados de agosto.
Pero arde.
Una radio agoniza canciones en el edificio de al lado. Alguien recoge las mesas de forma metódica a su lado. Vislumbra un destello rubio y no sabe si es la caballera del otro o el coñac perdido en el fondo del vaso.
Ningún vaso roto. Ninguna mano por la espalda.
—Tengo que cerrar.
—Claro…
Se levanta. Se tambalea. Camina en un mar de alcohol que ahoga las penas. Embotado.
—¿Le acompaño? Esta usted algo borracho.
Tan solo, tan solo, tan solo.
Una mano solitaria se posa en la cintura y los labios le cosquillean la soledad entre las olas. Tantos meses de servicio, tanto tiempo acompañado de nadie, sin algún hombro en que merezca la pena llorar las penas.
Anhela una noche de compañía, una conversación hasta el alba y una locura en la que perderse durante días. Anhela el calor de otra persona en el lecho y la respiración pausada de quien toma café en la misma mesa.
Las calles están quietas ante sus ojos, pero le baila la conciencia, pérdida en un tango con su soledad infinita. Le bailan los sentidos, deseosos de sentir algo más que el traqueteo de un barco en alta mar y la nostalgia de sus iguales.
Suben juntos a la habitación ante la súplica, muda, de compañía. Soledad desesperante, una compañía que se ahoga cual gota en un océano de noches en vela.
La conversación deriva en la comodidad del colchón, en la suavidad de unas sábanas de seda inexplicables, en el delirio.
Sabe que su acompañante se llama Milo, pero no sabe en qué momento de la noche se lo susurra, se lo confiesa, se lo grita. Tampoco sabe si llega a confesar que el suyo es Camus.
La noche es borrosa en su memoria, pero la piel aún vibra con las caricias y los oídos se deleitan con los gemidos. En su conversación ya no hay palabras. Sólo miradas y gestos.
Movimientos. Jadeos. Eyaculaciones. Suspiros.
De la camarera ya no se acuerda.
La mañana es más fría de lo común, sabe que es la mañana, aunque el sol aún no se filtra entre las nubes. Quizá porque se siente menos solo. Quizá porque el alcohol ya no es el mar en el que navega. Se viste despacio y poco, apenas unos pantalones, siempre con cuidado de no despertar a su acompañante.
Abre la ventana por la que aún no se cuela el sol y disfruta el aroma a granos de café tostado que viene desde el piso de abajo. Lo único capaz de superar al coñac es una taza de buen café. Milo aún duerme el sueño largo de los que no viven alerta de las corrientes y las tormentas nocturnas.
Lo dibuja, inmortalizando en el dibujo el cuarto y la persona que le hicieron sentirse un poco menos solo. Las sensaciones ya las ha inmortalizado en la piel. Ya se le han grabado a fuego en las neuronas.
El primer rayo de sol se clava en los ojos del griego como un verdugo de su sueño. La sabana se desliza descubriendo el cuerpo aún desnudo mientras se incorpora para poder apoyar la espalada en el cabecero. El francés hace un rato que está sentado en el borde de la cama y vuelve a sentir el calor abrasador del verano cuando nota otro cuerpo pegándose a su espalda y unos labios susurrándole al oído que la soledad es algo que se cura.
El día transcurre lento, quizás por la pasión puesta en atesorar cada momento. No sabe en qué momento comienza a decirle tonterías de enamorado en francés, ni en qué momento comienza a ser respondido en griego. Los labios no se entienden. Pero se entienden las miradas. Se entienden los cuerpos. Y se entienden las palabras de un idioma que a ambos les es extranjero
Cuando tiene que marcharse, van juntos al puerto. Y cuanto más se aleja de América, más se da cuenta Camus de que se ha enamorado como un idiota. A Milo le bastó la noche para comprenderlo, sin los sentidos carcomidos por la soledad.
Dicen que los marineros tienen un amante en cada puerto.
Dicen muchas cosas.