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RIP por IAM32

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Hace mucho tiempo pasó por el mundo una grave enfermedad. Nadie está seguro de cómo comenzó. Algunos dicen que fue el resultado de un experimento que salió mal. Otros que se trataba de la mutación de una enfermedad más vieja. Hasta unos pocos dijeron que era cuestión de tiempo. Pero al final poco interesa.


Para contagiarse bastaba que la sangre, lágrimas o saliva de un infectado entraran en un cuerpo sano. Este pobre desafortunado se veía envuelto en una fiebre tan alta que habría sido posible cocinar unos huevos fritos sobre su estómago. Lo siguiente era una terrible agitación de brazos y piernas. Si no se tenía cuidado podían perder la lengua dándose un mordisco sin querer. Después de eso el cuerpo se ponía helado como un cubo helado. Resultaba imposible retener la comida por mucho tiempo.


Los hospitales a los que iban apenas daban abasto para limpiar toda la suciedad que los enfermos dejaban. Por un tiempo creyeron que todo acababa en cuanto dejaba de moverse. Los enviaban adonde se almacenaban a los muertos en aquella época para dar lugar al próximo necesitado. Si hubieran sabido más acerca de la enfermedad entonces podrían haberse encargado mejor del asunto, dándoles a esos miserables el descanso final que sin duda merecían; pero no fue así. No sabían y esa ignorancia fue la que los condenó.


Porque los muertos no se quedaron muertos. Se levantaron y continuaron propagando el mal que se les había metido.


Para cuando las personas se dieron cuenta de que la manera apropiada para deshacerse de ellos era destruyendo sus cabezas, fue demasiado tarde. El mundo estaba en serio aprietos. Pronto el número de infectados sin remedio superaba el de las personas sanas, que debían luchar con garras y palos para mantenerse así. La esperanza parecía algo imposible.


Sin embargo, no todo estaba perdido.


Antes de que las cosas se torcieran, antes de que las madres tuvieran razones para preocuparse por sus hijos, cinco científicos se ocultaron bajo tierra para descubrir la cura de muchos males que molestaban a las personas, sin temor a que los interrumpieran. Contaban con su propia fuente de comida y suficiente comida, motivo por el cual en un principio ni siquiera se dieron cuenta de lo que sucedía sobre sus cabezas.


Un día uno de ellos descubrió que no recibían señal de los jefes que los habían contratado. Eso les pareció muy extraño, así que decidieron salir al exterior para ver la situación. Se sorprendieron grandemente con lo que vieron. En ese momento podrían haber vuelto tranquilamente atrás, olvidarse de todo y esperar lo mejor en el interior de su seguro refugio. Pero eran científicos y su curiosidad les impulsó a explorar. No había mucho por contemplar.


Viajaron y pasado un tiempo encontraron a una persona sana, un hombre, que vivía en el hablaron acerca de un lugar donde podría relajarse al fin. Estaba demasiado acostumbrado a la vida salvaje para que un ambiente así de civilizado le atrajera. Es más, los científicos, con sus batas tan pulcras y sus rostros llenos de vida sana lo ofendían, de modo tal que se ofreció a acompañarlos fuera de su territorio, sólo para poder librarse de la compañía más pronto. Pero en el camino dieron con un infectado sin remedio, el cual mordió al hombre antes de que este pudiera defenderse apropiadamente y eliminarlo. 


El hombre no ignoraba lo que le esperaba y trató de echar a los científicos del bosque para poner fin a su existencia en paz. Los nobles científicos se negaron. Dijeron que no le dejarían solo. Insistieron, incluso con mayor ahínco, de que se fuera con ellos, a ver si podían atenderlo. Mientras discutían, nadie notó a una araña negra descender de un árbol y posarse en la cabeza del hombre. Nadie se dio cuenta hasta que el hombre gritó y se llevó una mano rugosa al cuello, donde la pequeña mañosa le había clavado los colmillos. El hombre la aplastó con enfado.


-Lo que me faltaba -gruñó como un oso-. Primero me muerden, luego me pican.
Los científicos continuaron ofreciendo su ayuda, pero él no los escuchó. Creía estar perdido y abandonó a los científicos a su suerte para gozar de lo que le que quedaba.


Sin embargo, al cabo de siete días los científicos volvieron con hachas brillantes y afiladas, decididos a acabar con su miseria. Al hallarlo se llevaron una tremenda sorpresa.


El hombre estaba bien, y más que bien, pues su alegría se seguir vivo era tal que no podía evitar llenar el aire con sus silbidos y cantos. Esta vez no se opuso a seguir a los científicos, e incluso se disculpó por su horrible trato de antes. Los científicos estaban muy satisfechos de verlo sano.


Hicieron las pruebas necesarias allá en su base y descubrieron que el veneno de la araña, muy malo para una persona normal, de alguna manera había anulado los efectos de la enfermedad al punto en que casi no se notaba. Los científicos se alegraron inmensamente. Entusiasmados, se apresuraron en crear la cura, el mismo que hoy en día se conoce como la fórmula Cerebrelia.


A pesar de todo, había un problema. Pasado un mes del día en que el infectado sin remedio lo atacó, el hombre volvió a tener los mismos problemas que si hubiera sucedido el día de ayer. Su estómago se revolvió, la cabeza le hervía y regresó a sus bruscos modales. Por si no fuera suficiente, la herida que el infectado le dejó volvió a presentar un horrible aspecto. Los científicos, muy angustiados por la idea de perder a su amigo, no tuvieron otra idea mejor que darle nuevamente Cerebrelia sin muchas esperanzas de mejora.


Por segunda vez, desafiando todas sus expectativas, el hombre sobrevivió, y mejor que antes, pues volvía a ser consciente de lo mucho que les debía a sus inteligentes camaradas. Realizaron otra serie de pruebas. Acabaron averiguando que la enfermedad seguía latente dentro del hombre, enterrada como una espina que de tan profunda ya no se ve. Todavía era capaz de transmitirla. La medicina únicamente la controlaba por un tiempo. Los científicos decidieron verlo de la mejor manera posible.


-Bueno, sólo significa que deberemos hacer más para todos.


Con todo, el hombre estaba desanimado.


-Soy un enfermo y un peligro -decía, gimiente-. ¿Cómo pueden esperar que le sirva de algo al mundo si en cualquier momento puedo convertirme en un monstruo?


Los científicos hicieron todo lo posible por calmarlo y hacerle ver que nada de lo que afirmaba tenía que ser necesariamente cierto. Aún podía ser un miembro funcional de la nueva sociedad que iban a formar. Siempre y cuando continuara tomando Cerebrelia, nadie debería alarmarse. Les costó duro lograr que el hombre dejara su pena de lado para escuchar sus bien razonados argumentos. Al final no le quedó más opción que aceptar sus palabras y agradecerles una vez más sus bondades para con él.


Fue así que, con la alegre ayuda del hombre, los cinco científicos se repartieron por el mundo para llevar a todos la cura conseguida y asistir a los pocos supervivientes a formar el nuevo orden que necesitaban desesperadamente. Por desgracia, no pudieron hacer nada por aquellos cuyo corazón se había detenido tiempo atrás. Sólo podían ofrecerles un final digno, dado por la mano decidida de su bárbaro amigo, y consuelo para los muchos que los habían querido.


Del libro "Cuentos para leer en familia", del autor Merryll Prevkoff, presidente de la compañía Grimson, encargada, entre otras cosas, de distribuir Cerebrelia.

Notas finales:

Pueden seguir la historia también en el blog de la novela.


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