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Resoluciones de año nuevo por Marbius

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3.- Los doce deseos del día veintisiete.

 

—Ow, ow, ow —lo despertaron a Gustav los quejidos a la siguiente mañana. Envuelto hasta las orejas con la manta que había usado la noche anterior, cayó en cuenta de un extraño bulto debajo de sus costillas, entre éstas y la cama—. Ow, mi cabeza —volvió a hablar la voz en un tono débil—. Beber vino no fue la mejor idea del mundo después de todo…

Reconociendo el dueño de aquella voz, el baterista cerró de vuelta los ojos, tratando de alargar lo más posible el momento de caer a la cruel realidad, una donde Georg se levantaría de la cama y él tendría que hacer lo mismo. Hasta entonces, bien podría disfrutar de la calidez y la cercanía que su contacto le prodigaba sin saber hasta que punto lo afectaba.

—Mi brazo, Gus. —Crash. El final del cuento de hadas. Con desgana, el baterista se movió y así Georg pudo liberar su brazo de debajo de su cuerpo—. Augh, se siente feo. Calambres, quiero decir —se explicó el sacudir el brazo en cuestión y con torpeza le dio al baterista un golpe—. Perdón, perdón. Mi coordinación no es la mejor esta mañana.

—Nah, déjalo. Ya se rompió el encanto —masculló al apartarse las mantas de encima e ignorar el rostro de desconcierto que el bajista le daba por su comentario—. Necesito ir al baño.

Sin esperar respuesta, Gustav hizo lo suyo en el sanitario, se lavó los dientes y la cara, y mandando al cuerno su habitual rutina, se tomó cinco minutos sentado sobre la tapa del inodoro, con una toalla en el rostro cubriendo la vergüenza que sentía.

—¿Gusti? —Tocó Georg a la puerta—. ¿Todo bien? ¿Quieres un par de aspirinas? No pensé que hubieras tomado tanto anoche. ¿Te sientes tan mal?

—Estoy bien —farfulló el baterista a través de la tela, recomponiéndose poco a poco—. ¿Haces el desayuno? En un momento te alcanzo.

—Bien —dijo Georg al otro lado de la puerta y luego el ruido de sus pisadas se alejó hasta desaparecer.

Con cuidado, haciendo acopio de todo su valor, Gustav se puso en pie y se dispuso a continuar su día como si nada hubiera pasado.

 

El desayuno no tuvo nada de tradicional aquella mañana. Aprovechando que era veintisiete y al fin los comercios por la zona ya abrían con normalidad, bajaron al mercado de tres calles al norte y compraron lo que se les antojó comer. Georg una caja de cereal azucarado con premio incluido (“¡Quiero el caleidoscopio de regalo!” chillo de emoción cuando vio la promoción), mientras que Gustav se decantó por una comida más ‘madura’ en su perspectiva, eligiendo fruta fresca de temporada y granola; en el refrigerador tenía los restos de un yogurt y planeaba usarlo antes de que caducara.

—¿Compramos eso? —Señaló Georg un puesto donde vendían castañas calientes. A Gustav la boca le empezó a salivar y sólo asintió repetidas veces como un niño pequeño cuando no cree la suerte que tiene—. Espera aquí —indicó el bajista y se acercó al pequeño puesto.

El baterista no estaba nervioso de estar ahí solo. Contaba a su favor el que fuera un cliente habitual y la emoción de tener a un famoso viviendo en el barrio ya hubiera disminuido en furor.

Por si acaso, más valía prevenir que lamentar, llevaba el gorro bajo hasta la frente y el abrigo cubriéndole la boca. A Georg le había prestado unas gafas oscuras y con el cabello recogido, parecían simplemente dos amigos haciendo sus compras, nada más.

—Y nada menos —se dijo.

Georg no tardó en regresar a su lado con la bolsa de papel estraza en las manos y soplando una castaña entre los dedos para comerla.

—Huelen deliciosas —comentó el baterista, de pronto sorprendido cuando Georg partió la suya y le ofreció la mitad—. ¿Seguro?

—Claro, prueba. Si el aroma indica algo, es que saben bien.—Apenas entró en su boca, Gustav sintió como si su amor infantil a la Navidad hubiera regresado; ya no era cínico al respecto, sino amante de las fiestas como todo el mundo, todo por una castaña.

—Deliciosa… —Saboreó la pepita.

—Eso mismo pensé cuando las vi —chocó hombros el bajista, comiendo su mitad—. Mmm, gloria divina.

Para encanto de Gustav, durante el resto de su salida los dos pasaron un momento agradable. Caminando por entre la nieve aún fresca y disfrutando de una mañana con un impecable cielo azul y despejado, aún frente a ojos indiscretos, tomados de la mano como el día anterior.

 

Luego de desayunar, Georg había anunciado que era momento de jugar a algo y a falta de algo mejor, Gustav sacó una pila de cartas que los gemelos habían dejado en su departamento hacía ya tiempo atrás.

Justo cuando estaban por repartir la primera ronda, el teléfono de Gustav comenzó a vibrar en sus pantalones y luego a emitir ruido y más ruido…

—“Ich bin dein Gummibär, ich bin dein kleiner süsser bunter dicker Gummibär”—Chilló el teléfono para vergüenza de Gustav, quien tenía ese tono porque le gustaba el mentado oso verde moviendo el trasero; vergüenza incluida el que fuera una canción para niños menores de cinco años o algo así. Le parecía gracioso, ¿y qué con eso?

—No digas ni una palabra, Listing —apuntó con un dedo a su amigo, quien parecía a punto de troncharse de la risa por lo ocurrido.

—No me atrevería —dijo con una mano sobre la boca.

—Pfff. —Bufando por la interrupción, al baterista pronto se le olvidó la mala leche al ver el nombre ‘Franny’ escrito en la pantalla. Buscando un poco más de privacidad, entró a la cocina para contestar—. ¿Hola?

—Gusti —le llegó la voz al otro lado de la línea—, ¿qué tal todo? ¿Ya tiene listo el departamento? ¿Has comido bien? Mamá quiere saber si estás bien. Oh Gus, nos vamos a divertir mucho cuando yo llegue ahí… —Habló Franziska por espacio de cinco minutos sin esperar respuesta de su hermano, quien de vez en cuando intercalaba algún ‘sí’, ‘ajá’, ‘ok’ en la conversación para dejarle saber que aún la escuchaba sin que le sangraran las orejas por la rapidez de metralleta con la que le hablaba, no que a ella le importara en lo absoluto, adorando ser el hablante—. Voy a estar ahí el veintinueve en la tarde a más tardar, tomaré el taxi y estaré a eso de las seis, siete cuando mucho. Llevo un poco más equipaje del planeado, pero…

—Dale saludos a Franziska de mi parte —alzó Georg la voz desde la sala, con tan mala suerte, que la aludida alcanzó a escuchar.

—¿Es ese Georg, uh? —Inquirió; el baterista casi veía su sonrisa malévola en acción.

Gustav dijo algo por lo bajo, apenas audible, que sonó como ‘quizá’ y al instante se tuvo que apartar el auricular de la oreja por el grito de emoción que su hermana soltó. —Franziska, calma o pensaré que has hiperventilado—gruñó en la bocina—. No es como para que grites así.

—¿Qué hace en tu casa? ¡Confiésalo, Gus! ¿Ya te le declaraste? ¿Ya hicieron…?

—¡Fran! —El baterista consideró seriamente la posibilidad de terminar la llamada, apagar el teléfono y para mayor seguridad, quitarle la batería, pero en lugar de eso, se sorprendió a sí mismo respondiendo las preguntas una por una—. Terminó con Veronika y necesitaba dónde quedarse. Nada más que eso. Y sólo para aclararlo todo, no y rotundo no —siseó lo último.

—Pero me prometiste —gimoteó Franziska al otro lado de la línea— que aprovecharías la oportunidad si se presentaba.

—Casualidad de casualidades, no se ha presentado y erm, Fran, tengo que colgar… Alguien llama a la puerta y —miró alrededor buscando otra excusa plausible para decirle a su entrometida hermana—¡oh, Dios, un incendio! Si sobrevivo, me comunicaré contigo luego.

—Seguuuuro —fingió Franziska creerse la mentira—. Sea como sea, hablaré contigo pasado mañana cuando esté por llegar. Besos para ti y mi futuro cuñado.

—Eres incorregible —golpeó Gustav la pared con su frente—, pero te quiero, hermana. Cuídate.

—Igual. Ciao —colgó al fin Franziska.

—¿Dónde está el incendio? —Entró Georg a la cocina, con una mano debajo de su camiseta y al parecer rascándose el estómago; Gustav tuvo que tomar una gran bocanada de aire antes de contestar.

—Uhm, no es nada. Ya sabes cómo es, no corta la llamada ni aunque le cueste un ojo de la cara. Viene de visita para pasar Año Nuevo conmigo y unos amigos así que…

—¿Se va a quedar aquí? —Preguntó de pronto el bajista—. Por que si es así, no quisiera molestar. Franziska no puede dormir en el sofá y no hay más camas.

—Nada de eso, Georg. No te voy a sacar del departamento sólo porque Franny va a venir. Ya nos acomodaremos. Hasta entonces, ¿qué tal si volvemos a repartir las cartas y empezamos a jugar?

—¿Repartir? —Agitó Georg las pestañas a modo de coquetería.

—No creas que no sé que arreglaste la jugada, Listing —dijo Gustav—. Se nota a leguas cuando pretendes que no nos vamos a enterar.

—Mierda —maldijo el bajista, delatándose en el proceso—. Bien, nueva partida, pero si gano…

—¿Si ganas? —Se sentó Gustav en su lugar de antes, tomando el mazo y mezclándolo de vuelta.

—Vamos a hacer esto interesante —dictaminó el bajista—, presta atención…

 

Apenas estaba bajando el sol de la tarde y aquellos dos ya estaban ebrios y fuera de las casillas de sus inhibiciones. Eso último claro, cuando al perder por tercera vez consecutiva, Gustav bebió de golpe un trago de tequila directo de la botella, algo que no hacía desde su corto periodo de rebelde adolescencia, años atrás.

—Oh Diosss, eso quema —se limpió la boca de manera torpe con el dorso de la mano—. ¡Otra partida! ¡Otra más! Esta vez, voy a ganarrr…

—Gus, Gus —lo sujetó Georg por la muñeca, devolviéndolo a su anterior posición sentado a un lado suyo, pero tirando como más fuerza de la necesaria a alguien que ya estaba más que ebrio, obteniendo así que el baterista cayera casi encima de él—. Mmm, no más.

—¿Más? —Balbuceó el baterista, abrazando a Georg por el cuello y meciéndose—. No sé, creo que puedo estar un poquitín borracho.

—Quizá yo también, ¡hic! —Hipó el bajista, sujetando a Gustav por la cintura y abrazándolo con fuerza por la espalda—. ¿Por qué siempre tenemos que beber tanto?

—Tú idea, mmm —gimió Gustav cuando las manos en su espalda tornaron sus movimientos en algo más sensual—. Eso se siente bien.

—¿Sí? ¿En serio?

—Uh-uh —jadeó el baterista, cayendo hacía atrás y llevándose a Georg consigo, quedando así tendido sobre su espalda con el bajista presionado contra su cuerpo—. Estoy biennn…

—Genial —dijo Georg, mirando a Gustav tendido bajo su cuerpo y con los ojos entreabiertos un poco húmedos y desenfocados; era más que obvio el estado de embriaguez en el que se encontraba su compañero de banda—. ¿Quieres seguir jugando? Aún puedes ganar unas partidas, quizá, si te dejo —se burló por el mal desempeño que había dado en las horas que tenían jugando.

Gustav se mordisqueó el labio inferior, demasiado cómodo en esa postura como para querer seguir jugando un estúpido juego de cartas. —Nah…

Atento a su rostro, Georg usó una de sus manos para acariciar el cabello corto de Gustav. —Sigue igual de rubio que hace años. Es increíble.

—Mamá dice lo mismo —murmuró Gustav con lentitud—. No sé por qué no se me oscurece el cabello como debería ser.

—Mejor así —sujetó el bajista un par de mechones entre los dedos—. Es bonito. ¿Sabías que sólo el once por ciento o algo así, de la población en el mundo tiene el pelo rubio naturalmente? —Enfatizó la última palabra—. Es algo así como uno de cada diez. Casi, no sé, ¿especial?

—Ahora lo sé… —Murmuró Gustav cerrando los ojos; no lo quería admitir, pero la bebida le estaba obnubilando el raciocinio y se sentía cansado.

—Siempre me gustaron más las rubias —dijo Georg de pronto, atrayendo la atención de Gustav.

—Pero Veronika… —El baterista calló de golpe, atento a como las facciones de Georg se endurecían.

—No quiero hablar de eso —rodó Georg finalmente su cuerpo de encima del de Gustav y éste lamento haber abierto su enorme bocota.

Y sin embargo… —Ella te mandó un mensaje. Tu teléfono sonó ayer y…

—Ya lo vi —exhaló el bajista aire con pesadez—. Se acabó para bien, no tengo nada más que hablar con ella.

A Gustav, la borrachera se le evaporó en un segundo. Sentándose de vuelta a pesar de lo cómodo que se encontraba acostado, extendió un brazo en dirección a Georg y presionó su hombro. —Pase lo que pase, estoy para ti.

—Lo sé, Gus. Y lo agradezco —apoyó el bajista la cabeza sobre su hombro.

 

Aquella noche no hubo película.

Georg alegó un terrible dolor de cabeza, producto de tres días bebiendo sin parar y luego de un baño con agua caliente y ponerse el pijama, se fue a acostar a la cama de Gustav luego que éste le diera un par de aspirinas para remediar futuras crudas matutinas.

—¿Estás seguro que no quieres que me quede contigo? Podríamos desvelarnos y…—Todavía inseguro de dejar a su amigo solo, Georg parecía no querer ir a recostarse.

—Nah, tú descansa —lo instó el baterista, disfrutando de una taza de té tibio y hecho un ovillo en el sillón. Con los niveles de alcohol más normales que horas antes, pensaba disfrutar de un poco de tiempo a solas para reflexionar, si acaso, para decidir bien su camino—. Te hace falta un poco más de sueño. Más tarde te acompaño.

—Bien, ok —respondió el bajista, bostezando con fuerza y arrastrando los pies rumbo a la recamara que compartían.

Una vez solo, Gustav soltó un largo suspiro.

Aún rememorando el cuerpo de Georg presionado contra el suyo, la tibieza de su piel y el aroma que exudaba delicioso desde sus poros, apenas si tuvo fuerza de ánimo para mirar en su teléfono móvil el último mensaje que Franziska le había enviado apenas minutos antes.

“No olvides hacer la lista de año nuevo y tenerla lista para el intercambio :)” decía el texto.

Los grandes doce, como ellos solían llamarlo, era una tradición familiar desde que eran pequeños, donde numeraban del uno al doce como los meses del año, deseos para los siguientes trescientos sesenta y cinco días próximo a venir. Siguiendo unas reglas establecidas desde la primera vez que lo habían hecho -algo que ya ni recordaban bien en sus orígenes, pero que cumplían religiosamente cada treinta y uno de diciembre como parte de un ritual místico especial entre ellos dos a modo de confidencia- los primeros cuatro deseos tenían que ser fáciles, los siguientes cuatro difíciles pero posibles y los últimos cuatro, sin posibilidad alguna de cumplirse, pero que desearan desde el fondo del corazón, incluso si sabían que la oportunidad de que sucediera fuera menor que cero.

Armado con unas hojas en blanco y un lápiz con borrador nuevo, Gustav contempló las rayas sobre las cuales iba a escribir.

—Primero lo primero —murmuró para sí, colocando un título “Lista de doce deseos” y luego enumerando un renglón sí y otro no del uno al doce con su mejor letra, poniendo especial énfasis en las líneas rectas y los círculos redondos—. Ahora… —Golpeteó la punta contra el centro de la página, sopesando sus opciones.

Intentó recordar sus deseos del año pasado: Un par de tonterías, un par de metas y claro, el deseo de cada año: Georg. Siempre era el número doce de su lista y lo resumía todo en una sola palabra. Franziska lo entendía y cada año le sumaba puntos por su tenacidad y paciencia. Como ella también anotaba algo que jamás se le cumpliría (un unicornio, pese a la burla de Gustav) al menos el objetivo de la lista se cumplía.

—Bien, que sea rápido —gruñó con malestar, decidido a no dejarse amargar el resto de la noche sólo porque su habitual depresión decembrina lo tenía con el ánimo por los suelos.

Luego de un poco de meditación, un tanto de escribir y una pizca de humor, la lista final quedó así:

1.-Beber chocolate caliente mientras cae nieve.

2.- Armar un rompecabezas de 1000 piezas.

3.-Comprar una bicicleta nueva.

4.- Buscarle a Claudia un compañero.

5.- Viajar a USA de nuevo.

6.- Tener vacaciones en la playa. (Nudista de preferencia)

7.- Mudarme de departamento.

8.- Tatuaje nuevo.

9.-Aprender a bordar y tejer.

10.-Dejarme crecer el cabello hasta la cintura.

11.- Sacarme la lotería.

12.- Georg.

Fiel a sus costumbres, Gustav repasó el ‘Georg’ de su último deseo con la afilada punta del lápiz hasta que parecía el doble de su tamaño y volvió a suspirar, esta vez, con una melancolía que antes no conocía.

¿Realmente era sano eso? Vivir enamorado de su mejor amigo desde años atrás sólo para sentir como sus emociones subían y bajaban en una montaña rusa sin fin próximo. A esas alturas de su vida, Gustav experimentó la desazón de ser demasiado mayor como para tener un crush juvenil, aferrarse a algo imposible y mantenerse en sus trece por simple capricho.

Claro que la diferencia radicaba en que lo suyo no era un simple crush, en lo absoluto; el amaba a Georg con cada significado que la palabra amor podría entrañar. Desde años atrás, desde la más profunda desesperación hasta lo más alto del sacrificio, lo amaba y punto.

Pero incluso hasta él sabía cuándo renunciar.

Veronika podría no estar más en la vida del bajista, pero ¿y después? Gustav no estaba seguro de poder soportar si después había otra chica y luego otra. Peor sería si alguna de ellas era la definitiva. En un futuro no muy lejano Georg querría sentar cabeza, formalizar la relación, casarse, tener hijos, luego vendrían los nietos... Gustav no encajaba en aquel cuadro; su lugar sería siempre el del mejor amigo que sonríe siempre detrás de la pareja en las fotos, cuando en realidad por dentro se caía a pedazos como la pintura de una pared expuesta al sol del verano.

Incluso Gustav, con su infinita paciencia, no podía soportar la idea de un futuro como aquel.

Soltando el lápiz y las hojas en las que escribía, el baterista se cubrió el rostro con las manos y rompió a llorar en silencio, odiándose por ello.

—Idiota, no llores —se presionó los ojos con fuerza, intentando contener el río que parecía fluir de ellos. El baterista no era de los que lloraba, rara vez lo hacía y sin embargo, ahora mismo parecía incapaz de hacer algo más, si quiera de apaciguarse—. Ugh, soy patético —se limpió las mejillas repetidas veces, asombrado de lo mucho que podía llorar sin deshidratarse en el proceso. El alcohol que había bebido antes por completo fuera de su sistema con semejante llantina.

Al final, luego de largos minutos sin poder recuperar una pizca de su autocontrol, Gustav se limpió la cara con el cuello de su camiseta, decidido a no dejarse sumir en su propio pozo de desesperación. Ése no era él. En lo absoluto. No pensaba comportarse de aquella manera tan vergonzosa.

Decidido a ser más fuerte, tomó la hoja donde se encontraban sus deseos de aquel año y tachó el número doce con una larga línea de su lápiz que cortó la palabra en dos. En su lugar, colocó una nueva meta en el mismo sitio de los cuatro deseos imposibles:

12.- Olvidar a Georg.

Y al colocar el punto final en su sitio, el vacío que sentía en el estómago se desgarró desde su ombligo hasta la garganta, absorbiendo en su negrura su corazón y su dolor, dejándolo con una sensación de oscuridad que lo devoraba todo a su paso, como un agujero negro.

—Bien, lo hecho, hecho está —susurró como si aquellas palabras fueran un sello. Cansado, aunque apenas era temprano y Georg no tenía más de dos horas de haberse ido a dormir, decidió que podría hacer lo mismo.

Dobló la hoja a la mitad dos veces e indeciso dónde esconderla dado lo escaso de su mobiliario y la ausencia de escondites apropiados, volvió a doblarla una vez más antes de meterla entre el los dos cojines de su sillón, lo suficientemente a fondo como para que recuperar la lista le fuera difícil incluso a él.

Bostezó una vez más y listo para enfrentar al mundo como un hombre y no como un crío llorón, enfiló rumbo al baño, donde tomó una ducha rápida y se lavó los dientes. Después de vestirse con un pijama ligero y beber un vaso de agua en la cocina, revisó a Claudia, la única alegría de esa noche tan miserable, dormida en su caja, dentro de su caparazón.

—Gracias por hacerme compañía, cariño —la levantó y besó el duro caparazón. Como si fuera una señal de que todo saldría bien, Claudia sacó la cabeza y lo miró largos segundos con ojos perezosos antes de volverse a esconder por completo y no volver a salir. El baterista la regresó a su caja y después de cambiarle el agua y la comida, apagó la luz y caminó rumbo a su habitación a oscuras.

Cuando entró en su cuarto, lo primero que vio fue la silueta iluminada de Georg, recostado sobre su lado derecho, pero mirando al interior de la cama.

Con cuidado de no despertarlo, Gustav gateó sobre su viejo colchón, poniendo especial énfasis en que los resortes no rechinaran mucho. Por desgracia para él, teniendo la gracia de un elefante sobre una copa de cristal, fue cuestión de segundos para que la respiración de Georg se tornara irregular y despertara a medias.

Una mano tibia salió de las cobijas y tanteó la zona circundante. —¿Gusti, eres tú?

—Perdón por despertarte —se metió el baterista de golpe bajo las mantas, tratando por todos los medios de calmar su acelerado pulso y dormirse—. No es nada, shhh, cierra los ojos —le habló como si se tratara de un niño pequeño que despierta en medio de la noche a causa de una terrible pesadilla.

—Estaba soñando algo —balbuceó Georg, tirando a Gustav con una mano y acercándosele al mismo tiempo—. Creo que era una pesadilla.

—¿De qué? —Sintió Gustav la suave respiración de Georg contra el cuello; el cabello le hacía cosquillas en el mentón y el calor que de él emanaba tenía el inconfundible aroma del sueño.

—Algo con… —En la oscuridad Gustav vio que Georg arrugaba la nariz, aún con los ojos cerrados, al parecer tratando de recordar—. No sé, ¿cómo se llaman esos animales con alas?

—¿Pájaros? —Tanteó Gustav con sorna, obteniendo a cambio un pellizco en el costado.

—No, esos que son insectos y vuelan… Mierda, que tienen alas transparentes y un cuerpo laaargo —alargó su propia pronunciación—. Mmm…

—¿Libélulas, quizá?

—Eso —pasó el bajista su pierna por encima de las de Gustav—. Eran unas libélulas gigantes que volaban y volaban y… Volaban… —Calló de pronto.

Gustav aspiró profundo, absorbiendo el aroma de Georg. ¿Qué importaba si por una última noche olvidaba su meta número doce y dormía así? Como si el destino le diera más razones para ello, Georg lo sujetó por completo de la cintura y alineó sus cuerpos hasta que parecieron espejos del otro.

—Buenas noches, Gusti —lo sorprendió al cabo de unos minutos de silencio, cuando todo parecía en calma de vuelta—. Mañana…

—¿Mañana qué?

—No sé, mañana te digo —y el bajista empezó a roncar.

A Gustav el labio inferior le tembló un poco; extrañaría todo eso.

Se prometió que no a partir del día siguiente, sino hasta que Georg se mudara de su departamento y consiguiera el suyo propio, empezaría a dejarse de tontas ilusiones y seguir adelante con su vida.

—Te quiero —musitó con voz diminuta, temiendo ser escuchado y al mismo tiempo deseoso de que sucediera, que todo tuviera un final épico.

Para su fortuna o desgracia, lo único que respondió a su confesión, fue un ronquido de Georg.

 

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