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Me cuesta tanto olvidarte por Aeren Iam

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Notas del capitulo:

gracias por las lecturas y el coment XDDD


 

...la cara vista es un anuncio de signal, la cara oculta es la resulta de mi idea genial de echarte. Me cuesta tanto olvidarte...

 

Siempre que llegaba al Ministerio, Harry tenía la impresión de estar viviendo una extenuante sesión de saludos, miradas, golpecitos en la espalda, recomendaciones y hasta peticiones. Llegó un momento —no podía recordar cuándo— en que dejó de ver los rostros y oír las voces. Cada mañana, cuando cruzaba el atrio camino del cuartel, sentía que la barrera que le separaba de esa realidad se volvía más impenetrable. Dejó la varita sobre el escritorio y tomó el montón de memorándums que esperaban para ser revisados. Alguien, imaginaba que su secretaria, había dejado una taza hechizada que mantenía el té caliente. Lo sorbió con desgana, convocando un vial con una poción con la que aliviar la migraña que le martirizaba desde la madrugada. A pesar del remedio para la resaca que había consumido nada más levantarse, la náusea seca, desesperante, seguía alojada en la boca de su estómago. Se frotó los párpados irritados mientras intentaba centrarse en lo que tenía delante. ¿Cuándo había dejado de sentir interés por su trabajo? Aquella había sido la última parcela de su vida que le satisfacía, pero parecía que eso también era agua pasada.

—¿Harry? —Un golpe en la puerta lo sacó de sus cavilaciones. Agradecido, levantó la cabeza.

—Adelante, Ron —saludó, forzándose a parecer animado.

—Hola. ¿Qué tal fue anoche? —Muy propio de Ron ir al grano.

—Sólo fuimos a cenar como amigos, Ron, no empieces.

—¡Bah! —Agitó la cabeza, cerrando después de entrar—. Sabes que Ginny está loca por ti y ahora que por fin te has deshecho del hurón, debes volver a tener una relación que merezca la pena.

No fue consciente de que había palidecido, hasta que Ron se detuvo, apartando la mirada con aire de culpabilidad

—Lo siento, compadre... eso no venía a cuento. Quería decir que ya han pasado unos meses, ¿no? Y bueno, fuiste tú quien le dejó....

Agitó la cabeza sin abrir la boca. Quería gritarle que eso no suponía un consuelo, no cuando cada hora de esos ciento veinte días sin Draco se habían sentido como una condena. Quería decirle que, de haber podido, hubiese robado un giratiempo para obligarse a callar a sí mismo. Carraspeó y bebió el té sin ganas. ¿De qué serviría decir aquello en voz alta? Ya nada tenía remedio.

—No pasa nada... —acertó a responder. Apoyó las manos en la mesa—. Mira, estoy un poco ocupado con esto... tengo que revisar la documentación antes de decidir cómo vamos a abordar la maldición en la mansión Pembroke. Si lo único que querías era cotillear... —Alzó una ceja.

—Eres un gilipollas —bromeó Ron, contento de haber salvado el momento incómodo—. Lo pillo, ni me vas a decir nada, ni quieres que me meta, vale. Hemos quedado donde siempre con los chicos, ¿te apuntas?

—¿En Tommy´s a las siete? —inquirió, tomando la pluma.

—Sí, nos vemos entonces, ¿no?

—De acuerdo... y por favor, no empieces a hacerte ideas —le pidió con seriedad—. Ginny y yo somos buenos amigos. Sólo eso.

—Como tú digas, Harry —se despidió y, por el tono, el moreno asumió que no tomaba para nada en serio sus palabras.

Se despeinó el cabello todavía más. La noche anterior había bebido demasiado a propósito, hasta que el alcohol le había dado el valor para dar el paso que sabía que Ginny estaba esperando. Acostarse con ella había sido insatisfactorio a tantos niveles que agradecía que la borrachera le hubiese borrado la mayoría de los recuerdos del acto. Negar que se había ido a la cama con la pelirroja por despecho, era una pérdida de tiempo. Desde que unas semanas atrás descubrió a Draco acompañado por aquel idiota, su mundo parecía haberse puesto de cabeza.

—Joder —masculló, de mal humor. La punzada que le taladraba la cabeza le estaba matando. Alzó la vista y la dejó vagar por el espacio que tanto le había costado conseguir. Estanterías con carpetas y archivadores de diversos colores, una sección de libros de magia oscura que sólo unos pocos podrían soñar con poseer en todo el Ministerio, una mesa pequeña con una cafetera propia y un baño diminuto tras la puerta a su izquierda. Era minúsculo, pero privado. Adoraba su despacho y su trabajo, a pesar de lo absorbente que había llegado a ser. Sin embargo, esa mañana el espacio le parecía sofocante. Tenía el estómago anudado en un retortijón doloroso. Se inclinó, sudando a mares, la frialdad viscosa empañó sus gafas, goteándole por la nuca. Cerró los ojos un momento, cansado de los pensamientos que, como un mal karma, volvían una y otra vez para atormentarle.

 

 

Era la primera vez que se veían tras la noche en la que se habían enrollado en casa de Harry. Fue éste quien claudicó al deseo de volver a verle y, tras enviarle una lechuza, Draco le sorprendió con una escueta nota en la que le facilitó un número de teléfono. “Potter, idiota, vivo con un muggle, ¿sabes la suerte que he tenido de que Paul estuviese en la facultad? Usa el móvil.”

Tras eso, hubo un par de cortas conversaciones y allí estaba, parado en el umbral de la sala de descanso del personal del St. Mary´s, esperando para ir a tomar un café con Draco Malfoy. Increíble era poco.

—¡Hey, Draco! —silbó un chaval alto que portaba una bata blanca sobre el pijama quirúrgico de fino algodón azul. La placa con su identificación anunciaba que su nombre era Anthony Edwards—. Aquí hay un chico monísimo de la muerte esperándote.

—Cierra el buzón, Tony. —Draco apareció en su campo visual llevando ropa de calle. Pantalones vaqueros, botas, jersey negro y la chaqueta de la otra noche en la mano—. Es un antiguo compañero del colegio, animal.

—Pero es tu tipo —se burló el aludido, esquivando un manotazo del rubio. Éste sólo agitó la cabeza y con una media sonrisa saludó a Harry, que presenciaba la escena como si no pudiese creer lo que veía. Draco no sólo estaba integrado por completo en el mundo muggle, sino que además era abiertamente gay.

—Potter —saludó, empezando a caminar por el pasillo—. Si no cierras la boca deberé explorarte para descartar daños cerebrales. Se te ha quedado la misma cara de atontado que tenías en clase del profesor Snape.

Agitó la cabeza sin dejar de sonreír al Slytherin: —Estaba pensando si era posible que fueses el gemelo bueno, pero veo que sigues siendo el mismo idiota. ¿No tienes un filtro al hablar?

—¿Eso me lo dices tú? —se carcajeó, mientras saludaba a un par de chicas que portaban las mismas batas que Tony—. ¿No te importa que vayamos aquí al lado, verdad? Tengo ronda en una hora y no puedo saltármela.

—No, no pasa nada —aceptó, admirando la elegancia de su caminar aún en medio de una calle atestada de gente.

—El Fountains Abbey tiene una buena carta, por si te apetece picar algo —explicó, mientras encendía un cigarrillo y le ofrecía el paquete.

—No tengo hambre, gracias —negó. De reojo, observó el perfecto perfil de su amante, deseando ser capaz de tomar su mano y tocarle.

Una vez acomodados en una de las mesas individuales del bullicioso pub, con sendos cafés enfrente y un par de pastas que Draco se empeñó que probase, el silencio se instaló entre ellos. Harry observó la cuidada decoración que le daba al lugar un aspecto hogareño y, de nuevo, pensó que era el último sitio donde hubiese esperado encontrar a alguien como Malfoy.

—Está bien, Potter —empezó desmigando su pasta, con la mirada fija en la madera de la mesa—. Tú dirás.

Se encogió de hombros, inquieto, y apartó los ojos. Deseando haber pedido algo más fuerte que el capuchino que tenía enfrente: —La otra noche... tú... y yo...

—Follamos —acotó con voz suave—, lo pasamos bien y punto. Si lo que quieres es asegurarte de que no voy a decir nada, puedes estar tranquilo.

—Oye —protestó enrojeciendo porque, de hecho, la posibilidad había pasado por su mente—. Yo no he querido insinuar eso.

La risita de suficiencia le hizo odiarle. Draco apoyó la barbilla en la palma y por primera vez le contempló.

—Vamos, Potter, ¿con nuestro historial? Serías imbécil si no desconfiases. Sin embargo, déjame aclararte que no me interesa en absoluto que alguien descubra que tú y yo nos conocemos, no tanto al menos... —Por algún motivo, la afirmación molestó al Gryffindor, que apretó la mandíbula.

—No me conoces para nada, Malfoy. Algunos hemos madurado desde Hogwarts.

—Ya, Potter... —asintió, buscando en su bolsillo hasta rescatar una cartera negra—. Por eso mismo, te repito, no necesitas convencerme, ¿vale?

—¡Joder, sólo me apetecía charlar contigo!, pero se ve que contigo eso no es posible —se exasperó, examinando la expresión neutra de Draco, que había dejado las manos sobre la mesa.

—¿Charlar? ¿Quieres decir como si fuésemos... amigos..? —rió en voz alta y, por extraño que pareciese, su frialdad le excitó—. Y dime, Potter, ¿esperas que te hable de mis turnos de treinta y seis horas? ¿De los exámenes? ¿Del estrés que supone vivir sin poder hacer magia la mayoría del tiempo? ¿O quieres saber por qué de entre todas las profesiones un mortífago escogió la medicina? ¿Quieres que te diga que en ninguna facultad mágica quisieron valorar siquiera la idea de aceptarme, a pesar de tener las mejores calificaciones? ¿Quieres saber que recibíamos tantas amenazas que tuvimos que desaparecer? ¿Que aún hoy en día ir al Callejón Diagón me hace sentir inseguro? ¿Qué coño esperas de mí, Potter? Te agradecí en su día que me salvases y que, a pesar de todo, me devolvieses la varita y ayudases a mi madre.

Se levantó, imaginaba que dispuesto a irse, ¿Qué coño había imaginado? Aquel tipo, por mucho que le atrajese, era Draco Malfoy. El jodido hurón, como diría Ron. Sin embargo, su resolución murió con la misma rapidez que nació. Los labios de Draco eran cálidos, cuando, en un último impulso, tiró de su ropa con la intención de besarle. Le sintió tensarse y luego entregarse a la caricia. Gimió en el mismo instante en que sus lenguas se enredaron. Por Godric... la sangre parecía haberse trasformado en fuego, hirviéndole en las venas.

Las pupilas dilatadas habían oscurecido el gris de los ojos de Draco. Sus labios brillaban inflamados, pero lo que acabó de volverle loco, fue la expresión hambrienta en el siempre impasible rostro del Slytherin.

—Potter. —Se relamió mientras se apartaba. El flequillo rubio osciló mientras lo despejaba su frente—. A tu espalda. Al fondo. Ya.

Consiguió caminar sin demostrar el temblor que tenía en las piernas.

—¿Qué coño estoy haciendo? —murmuró mientras se mojaba las muñecas y la cara con agua fría.

Nadie le respondió, pero el leve chasquido de la puerta le hizo enderezarse. Antes de saber lo que ocurría, estaban en el cubículo más cercano, devorándose entre lamentos. Todo manos, dientes, lengua, bocas entreabiertas que buscaban cualquier porción disponible de piel desnuda que degustar.

—Tu varita, Potter, haz un hechizo de silencio. Yo no tengo la mía conmigo y te garantizo que o lo haces o nos van a oír follando incluso en Hogwarts —ordenó, sin dejar de morderle el cuello, mientras le abría los pantalones. Frotó la erección y los testículos de Harry, abarcando la carne con los dedos extendidos.

Tuvo que repetir el silencius tres veces, mientras se quejaba ante el lujurioso ataque del rubio. La madera quedó olvidada mientras Harry se acercaba hasta los botones que aún ocultaban la gruesa verga del Slytherin. El mero recuerdo de haberle tenido dentro le hizo gimotear de deseo. Paseó el pulgar por el extremo y hundió la yema en la abertura, mojándola para luego lamerla. Su lengua se unió a la de Draco, que le aferró por las nalgas hasta que sus miembros se frotaron juntos con violencia. Cada roce era un deleite y un tormento, le faltaba el aire, le faltaban manos para acercarle, le faltaban dientes, lengua, saliva, le faltaban palabras para pedirle que le girase y se enterrase en él, tanto como pudiese.

Draco hundió dos dedos en la boca de Harry, la lengua del Gryffindor jugó y bailó entretenida en paladear y empaparlos. Harry se inclinó mientras le sentía entrar y prepararle, lento y suave, cada pequeño toque haciéndole ronronear. El sonido metálico rasgándose le sacó de su estupor; se giró para alcanzar a ver como el rubio se ponía un preservativo y le penetraba con fluidez, cuidadoso pero decidido, hasta que los dos jadearon por la sensación de estar unidos.

—Merlín Potter... estás tan apretado... —juró,, chupándole el cuello entre quejidos—, voy a moverme, ¿vale?

—No te atrevas a parar —ordenó, con una mano contra la pared y la otra sobre la nalga tensa del Slytherin, que rió, casi sollozando.

El resto fue pura dicha, Draco encontró el ángulo correcto casi desde el inicio, haciéndole aullar rogándole por más, siempre más. Le sintió crecer y latir, sus gemidos apagados contra su hombro. Eyaculó con violencia, largas erupciones espesas y ardientes que le dejaron desmadejado y tembloroso, buscando apoyo contra el cuerpo que le sostenía desde detrás con suma delicadeza. Verle deshacerse del preservativo le devolvió de forma abrupta a la realidad. Agotado, tomó su varita y conjuró un fregotego que chispeó refrescándoles y llevándose el sudor y los restos de semen.

—¿Por qué has usado una goma? —preguntó, odiándose por ser tan pueril.

—Porque la otra noche tenía mi varita y conjuré un hechizo de protección y hoy no he podido, además de que no suelo follar sin cuidarme y tú no deberías permitirlo tampoco...

—¿Lo haces muy a menudo..?. —le interrumpió. Tragando con fuerza, apretó los puños.

—¿Qué...?

—Ya sabes, follar con desconocidos —aclaró. Estaba ruborizado mientras se subía los pantalones sintiéndose tonto, celoso, miserable y avergonzado; todo a la vez.

—No es de tu incumbencia —respondió—, pero no, no soy promiscuo, ni tonto. Hace tiempo que dejé de creerme invencible, Potter. ¿Qué quieres de mí...?

Se giró para mirarle, confuso, fascinado por el hombre que, intuía, era ahora Draco Malfoy.

—No lo sé... —se inclinó para darle un beso.

Draco le alejó un instante antes de devolverle el gesto con cautela.

—Tengo que irme. Cuando tengas algo claro, házmelo saber.

—¿Por qué no tienes tu varita? —indagó musitando el finite incantatem.

—Porque la magia interfiere con mi trabajo, hay demasiadas máquinas susceptibles de ser afectadas por ella en el hospital. Si no la llevo es más fácil controlarla y suprimirla —reveló mientras se mojaba las manos—. Son personas lo que tengo a mi cargo. No puedo permitirme errores.

—Tengo algo… algo que decirte —confesó antes de que Draco se alejase rumbo a la salida.

—Está bien —Se cruzó de brazos y esperó. Harry descubrió un nuevo mordisco en la garganta del rubio, se preguntó si sería prudente ofrecerse a curarlo—. Habla, en serio que no tengo mucho tiempo.

—No quiero que hagas esto con otros... —desembuchó de golpe—. Cuando te... joder, si quieres follar... hazlo conmigo, Malfoy.

 

 

 

Cuando esa noche se encontró con el grupo de siempre en el Tommy´s la sospecha de que Ginny les había comentado lo que había pasado entre ellos la noche anterior, se confirmó. Ocupó el único lugar libre en la mesa del reservado, que por casualidad estaba situado al lado de la chica, y capeó el chaparrón de palabras melosas y paternalistas que todos parecían querer dedicarles entre tragos de cerveza. La única que no parecía tan contenta con toda aquella situación era Hermione, una de las que, en su día, cuestionó con fuerza su relación con Draco. En aquel entonces no pudo culparla, o a Ron o a Neville, Luna o incluso a George, que ahora le codeaba con una nueva pregunta maliciosa. El pasado había sido un handicap importante para ambos.

—Voy a por otra ronda —anunció, levantándose. El local estaba casi lleno de grupos y parejas que bailaban en la pista del fondo. Observó la escalera que conducía al nivel superior, donde además de tener más privacidad, se podía disfrutar de una música más tranquila. Se abrió paso entre la gente hasta que llegó a la barra y esperó su turno.

—¡Harry, espera! —le llamó la pelirroja, sujetándole la mano.

—Ginny —Se soltó con la excusa de rescatar la cartera, para después apoyarse sobre el mostrador.

—¿Estás enfadado? —inquirió, sus labios maquillados estaban demasiado cerca para el gusto de Harry.

—No deberías haber... quedamos en que iríamos despacio —se quejó.

—¿Crees que voy a ser tu sucio secretito, Harry? —increpó con voz baja, con los ojos casi negros bajo aquella luz azulada—. ¿Después de que he olvidado que estuviste... con ese...?

El estómago se le anudó. Agradeció el ardor del chupito de whisky que el camarero había dejado enfrente de él. Le lloraron los ojos, pero pidió otro, que consumió de golpe. Sabía que si en ese instante abría la boca acabaría diciendo cosas que no debía Ellos eran su única familia, se recordó.

—Claro que no, sólo te pedí tiempo —respondió. El calor del alcohol en sus venas calmó el terrible dolor de su pecho. Ése que tenía desde que él no estaba.

—Llevo esperándote desde que te conocí. —Por algún motivo, la declaración le repugnó; él no era responsable de que Ginebra hubiese decidido aguardar todo ese tiempo.

—Como quieras —asintió, demasiado cansado para oponer resistencia. Tomó el tercer vaso acabándolo, otra vez, de un solo sorbo,. Examinó a la joven que parloteaba camino de la mesa y recordó la frase; esa que, irónicamente, la pelirroja compartía con el mago que tanto despreciaba.

 

Draco apareció de improviso esa tarde de febrero. Despeinado y con las ropas arrugadas, le aseguró que estaba demasiado cansado para salir a cualquier lado como proponía el moreno, así que se quedaron en casa. Harry, con sólo los boxer y una camiseta, estaba canturreando en la cocina mientras desempaquetaba la comida italiana que el rubio había traído consigo. Los aromas del queso, el ajo y el orégano se mezclaron con la picada de aceitunas y tomate seco que cubría el pan al horno. Le rugió el estómago mientras levitaba la bandeja hasta el salón. El médico dormía, desnudo como vino al mundo, recostado boca abajo en el desvencijado sofá. Harry sonrió mientras recordaba el modo en que se había retorcido bajo las atenciones que sus manos y lengua le habían dado antes de follarle hasta el cansancio. Para cuando Harry se hubo corrido en él, Draco estaba rogando por su liberación, besándole como si la vida se le fuese en ello. Su sonrisa satisfecha se truncó al escuchar la exclamación a su espalda. Ron y Hermione les miraban con cara de pasmo. La bandeja cayó, esparciendo alimentos por la alfombra mientras Draco, sobresaltado, se levantaba entre maldiciones, con la varita lista en la mano.

 

—¡Dime que eso es una puta broma, Potter! —rugió Ron en medio de la cocina—. ¡Dime que no estás celebrando San Valentín con el hurón, llevándole la cena a la cama!

—¿Qué? ¡No! —¿San Valentín? Harry apartó la urgente necesidad de gritarle a Ron que aquello no era de su maldita incumbencia, cuando un ligero toque en la puerta les hizo callar.

Salió al pasillo y con aprensión miró a Draco, que, ya vestido, se estaba enrollando la bufanda roja en torno al cuello. La chaqueta de chándal no armonizaba para nada con su imagen impecable y, a la vez, el desaliño le hacía aún más atractivo.

—Siento... oye, yo no...

—No pasa nada —respondió, el gorro azul marino completando su atuendo. Harry notó las ojeras que lucía y por un instante deseó con toda su alma llevarle arriba y abrazarle mientras dormía; se espantó de su propio deseo de protegerle. Draco carraspeó, devolviéndole la mirada—. Supongo que ahora he dejado de ser ese pequeño y sucio secreto, ¿no es verdad?

Para cuando acertó a responder, Harry estaba solo en el vestíbulo polvoriento. Con un suspiro, volvió a la cocina, dispuesto a apaciguar al pelirrojo.

 

Los comentarios subieron de intensidad, mareándole. Mientras las horas pasaron deslizándose pesadas como engrudo. De nuevo acodado en la barra, intentó escapar de las bromas de George, las órdenes de Ron y los consejos de Hermione. Bebiendo, se dejó llevar y respondió al beso de la pelirroja. Su sabor a carmín y cóctel le revolvió el estómago, así que con un gesto vacilante, acercó su vaso y sorbió el poco alcohol que le quedaba, ya aguado por el hielo.

—Ponme dos Stellas —pidió una voz amistosa a su izquierda.

Tony no le había visto, o al menos eso creyó Harry, que enrojeció al presenciar el gesto de sorpresa del chico al descubrir a una melosa Ginny, que seguía pegada a su cadera.

—Harry... —Los ojos claros de Tony le devolvieron la mirada con frialdad.

—¿Qué tal has estado? —preguntó, arrastrando las palabras. Los párpados se le cerraban.

—Bien... ocupado con el último semestre, como todos. —Las palabras eran cortantes, contrastaban con la cómoda camaradería con la que los pocos amigos que el Slytherin tenía le habían acogido. A diferencia del grupo de Gryffindors, en el círculo cercano a Draco su presencia sólo significó agregar a uno más en sus planes de diversión o a sus momentos de crisis. Como la vez en que Tony se encerró en la ducha durante más de una hora porque creía que había examinado de forma incorrecta a un paciente que había fallecido en su turno. En medio de la embriaguez, Harry rememoró las pocas veces en que se habían visto obligados a coincidir con sus amigos: la frialdad de Hermione, la indiferencia de Neville, el franco desagrado de los Weasley. ¿Había hecho algo por hacerle más fácil aquello a Draco? No lo recordaba. En su día, creyó que estar con él sin esconderse ya era bastante.

—Eso es bueno.... supongo, ¿Qué tal...?

—Harry, has bebido demasiado —interrumpió Tony, tomando de la mano a su pareja, una rubia desconocida para el mago—. Deberías irte a casa.

—No necesito... —empezó, pero Tony le sorprendió acercándose hasta su oído.

—Él está bien, mejor que nunca. Y si alguna vez has sentido algo por Draco, no te acercarás. Le ha costado semanas recuperar algo de tranquilidad.

 

Estaba de nuevo tan borracho, que subir la escalera hasta su cuarto le pareció una empresa insuperable, así que acabó en uno de los dormitorios de invitados de la planta baja. De espaldas, sus manos sostuvieron a Ginny, que estaba sobre él, tomándole con su boca antes de montarle con desenfreno. Cerró los ojos, pero todo era inútil. Se sintió sucio, asqueado por los sonidos, por los olores, por los besos. Una lágrima rodó por su mejilla sudada mientras su mente lloraba y su cuerpo se entregaba al clímax, traicionándole. Se giró para abandonar el lecho revuelto. Después de vomitar en el baño, evitó con todas sus fuerzas mirarse en el espejo.

 

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