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Esencia y Realidad por ItaDei_SasuNaru fan

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Notas del fanfic:

¡¡¡Hola amantes del yaoi!!!

Es algo totalmente nuevo e innovador lo que hoy publico.

Es una idea que me rondó la cabeza durante mucho tiempo y en algún momento tenía que salir.

No es lo que suelo escribir, si soy sincera.

Es una realidad, ya que muchas de las escritoras que aquí narran sus historias, no han sido capaces de valorar correctamente el amor entre dos hombres. Eso es yaoi. Eso es lo que nos hace yaoistas y es lo que nos hace estar aquí, hoy.

No son sólo dibujos, ni personajes de cuentos, ni actores de película... Son seres humanos de los que estamos hablando.

¡Hey! Soy heterosexual y sé que ustedes también, pero me gustaría hablar esta vez de los verdaderos homosexuales. Sobre todos, de aquellos que son despreciados y denigrados día a día.

Sepan todos los que leen, que tienen todo el derecho de corregirme y regañarme si estoy haciendo las cosas mal.

Y con la mano en el corazón aseguro, que es para mí un honor el simple hecho de que estén leyendo esto.

Notas del capitulo:

Es una historia original. Por esta vez, no le debo cuentas a nadie... ( ^^ )

Los personajes son totalmente de mi autoría y están protegidos por derechos intelectuales.

Es un escrito corto, no muy largo.

Todo lo demás, lo dejo a su juicio. Escogí esos géneros porque no sabía cuáles poner... ( O.o' )

¡Disfruten!

 

Esencia y Realidad

 


Los protagonistas de esta historia son E. y J.

Son dos seres humanos a los que les ha tocado la mejor o la peor de las suertes. Dejaremos eso a criterio del lector.

E. es el mayor de los dos. Es fornido, sin llegar a ser excesivamente musculoso. Rubio, de ojos café, un barítono con temperamento tranquilo en apariencia, violento cuando se le provoca. Esconde su sonrisa, poseedor de labios finos, manos grandes y hechas para trabajar duro. Alto, callado, silencioso.

J. es el menor de los dos. No es delgado, pero su fisonomía no iguala a la de E. Castaño, ojos azules, verdes o cian… dependiendo de la luz que caiga sobre ellos. Es alegre, ruidoso, bromista pero suele ser algo imprudente de vez en cuando. Sus gestos y actitudes varían con respecto a la situación. Unos son vacilantes o tímidos, otros son desenvueltos y  enérgicos. Un poco más bajo que E., animado y risueño.


 

Se abre el telón…

 

 

Había sido un día cansado. Extenuante, en todo lo ancho de la palabra.

Un día de mierda, en palabras de J.

Aburrido y con un fuerte dolor de cabeza, E. se subió al autobús que empleaba cada noche para volver a casa. En el horizonte morían los últimos rayos del dueño de la luz. Al lado opuesto, se contemplaba la señora de la oscuridad, que parecía emerger del corte producido por la silueta de las montañas, iluminando con su resplandor a las tenebrosas sombras de aquel paisaje desolado y frío.

La sensación punzante que atacaba justamente a sus sienes no amainaba a medida que transcurría el camino.

Las personas podían ser los animales más tontos en el planeta. Le costaba creer que fueran tan molestas y difíciles de manejar. El sonido del traqueteo del viejo bus y las gentes tan o más cansadas que él subiendo con estrépito, bombardeaban con dureza sus tímpanos. Cerró los ojos y apoyó suavemente su cabeza en el respaldo de su maltrecho asiento.

No faltaba mucho para llegar, y agradecía de alguna manera por eso, ya que lo que realmente quería y necesitaba era descansar. No obstante y para su mala suerte -o buena, dependiendo de la perspectiva- no le esperaba la noche de paz y calma que buscaba. En su lugar, era recibido por cuatro míseras paredes, unos frijoles calientes como cena pero repetidos hasta la saciedad y su ruidoso compañero, el ya mencionado antes, J.

¿Compañero? ¿Era ésa la palabra adecuada al momento de referirse al otro hombre?

Posiblemente no, pero siendo sincero, no quería pensar en ningún otro nombre por el cual llamarle. No contaba con el suficiente vocabulario como para expresar correctamente lo que quisiera decir, así que para qué molestarse.

Pero existía una razón más profunda que las limitaciones de su léxico.

Aunque hubiera tenido un hablar fino y rebuscado, en medio de sus tiempos de meditación ininterrumpida, había llegado a la conclusión de que no había palabras para describir su relación con el otro individuo.

No era su amigo, estrictamente hablando. Porque si bien era cierto que compartían charlas muy personales y se tenían confianza, no quería decir que durante esos meses de dudosa convivencia hubieran logrado una fraternidad idónea. Nada más lejos de la verdad. Había ocasiones en las que el E. sentía ramalazos de instinto asesino correr desde su cerebro hasta sus enormes manos y desencajarle la mandíbula a J. de una buena vez. Con seguridad podía decir que el otro las sentía también, ocasionalmente.

No era un simple compañero de piso o un conocido. Ya era claro que habían traspasado las meras formalidades que podía tener con un camarada.

Su teléfono barato y sencillo vibró en el bolsillo derecho de su pantalón. Con cautela lo sacó y leyó:

Más te vale regresar justo a tiempo para la cena. ¡Me estoy muriendo de hambre! Te tardas una eternidad en volver’ dijo J. por medio de un mensaje escrito posiblemente con la mayor rapidez y furia.

E. imaginó a su castaño compañero de piso esbozando una sonrisa demasiado pura para alguien de su edad en lo que sus dedos tecleaban una respuesta mordaz.

Su esposa. Tal vez era su esposa. El apelativo no le sentaba mal así como tampoco lo haría un lindo delantal. Ya lo imaginaba; lo único que hacía falta para completar el cuadro sería una casita blanca, con flores, en un prado de ensueño y alejado del mundo y con el castaño recibiéndolo e interrogándole con dulzura cómo estuvo su día.

No te pedí que me esperaras’ contestó lacónico.

Vete al infierno, maldito. ¡Ahora te sirves tú mismo!

¡Qué bizarra imaginación la suya!

No obstante, no iba a negar que fuera entretenimiento de primera calidad y no tendría precio la cara de idiota que pondría el otro si le dijera lo que estaba pensando. Recibiría un derechazo magistral que merecería pero bien valdría la pena si le callaba por un tiempo considerable. Tan concentrado estaba en lo que hacía que estuvo a punto de no percatarse del momento en que el bus llegó a la parada en la que le tocaba bajarse. Se bajó con mucho esfuerzo, empujando a su paso sin muchas contemplaciones pero con excesivo cuidado de no tocar partes específicas de la humanidad de nadie. Por supuesto, procuró que nadie lo manoseara a él.

Contrario a sus cómicas alucinaciones, era J. el que hablaba -se quejaba- sin parar. Tenía unos pulmones envidiables. Escupía con la mayor vehemencia posible lo desagradable que había sido su jornada, sin olvidar lo monótono de la rutina diaria, el lento transcurrir del tiempo y no podía faltar el eterno despotricar contra su superior y las explotaciones inhumanas que amenazaban a su persona y a su bienestar físico. Tal era el odio que le profesaba a su jefe que a veces el discurso se repetía, sin variar en lo más mínimo y a fuerza de escucharlo innumerables veces, E. lo podría recitar de memoria.

Así que, al final de cuentas, E. desviaba su concentración hacia otros derroteros. Su naturaleza en excesivo callada lo convertía en el perfecto oyente y J. (con su evidente molestia a la ausencia de ruido) aprovechaba la falta de diálogo en E.

Mas el inocente castaño, no se daba cuenta de que los asentimientos o gruñidos del rubio eran mecánicas respuestas. No podía figurarse que cuando el mayor le miraba con aparente indiferencia a lo que decía, estaba observando en realidad el movimiento de sus labios. Que delineaba con la vista las curvaturas que su boca dibujaba en determinados instantes. Deliberadamente o no, lo hacía y lo disfrutaba.

Y al mismo tiempo, comenzaba en su mente un debate que no tenía fin.

J., por sobre todas las cosas, era un hombre. Todo lo varonil que un hombre podía ser con su cuerpo fuerte debido al oficio que le tocaba desempeñar, su manera de comer sin elegancia y sin parsimonia, la barba de algunos días, el sudor que lo cubría en las veces en que el trabajo era más pesado de lo habitual y su carácter impulsivo.

¿Entonces en qué residía? ¿En qué estaba esa atracción animal que poseía? Quizás eran sus ojos celestes cristalinos, tan limpios y brillantes como un lago en pleno verano. O serían las espesas y curvas pestañas que J. hacía batir cuando intentaba despertar. También podría ser la calidez que emanaban sus labios tersos cada vez que se juntaban con los propios. Lo suave de su piel, lo tímido de su sonrisa, lo estrecha que se sentía su cintura cuando la apresaba entre sus brazos, lo delicadas que podían ser sus manos a pesar de la exposición constante al trabajo duro. Quizás.

Puto J.

E. no era marica. No lo era y no lo sería nunca. Las enseñanzas poco ortodoxas de su padre seguían muy bien arraigadas en él, por lo que no podía evitar ser presa de la confusión cada vez que los sentimientos hacia el menor afloraban sin el mínimo de su consentimiento. Pero por encima de la turbación sicológica de la que era una víctima, estaba el miedo. El bastardo mal parido del miedo. Él con la mayoría de gente se replegaba, no se arriesgaba y estaba dispuesto a pasar por un hombre tranquilo. Aunque con algún estúpido haya sido violento, explotara y fluyera la sangre. Porque E. no es un bruto, aunque seguramente sí sea un tonto. Es un cobarde, aunque no lo admita, aunque todavía no se haya dado cuenta. Prefiere refugiarse en la seguridad que confiere el silencio; prefiere no usar su voz poderosamente masculina ni su fuerza encerrada.

 

Caminó las cuadras que hacían falta para llegar de la parada hasta su casa. Atravesó un callejón oscuro y probablemente pateó un gato, por el maullido de queja que llegó hasta sus oídos. Terminó de llegar al edificio, saludó a sus porteros (más por cortesía que por otra cosa), subió el caracol de escalera que todos los días se sentía un poco más largo y buscó sus llaves para abrir la puerta.

Las muy infelices tuvieron el descaro de resbalar entre sus dedos. Se agachó para recogerlas y realizó el segundo intento por abrir. Las llaves volvieron a caer de sus manos.

<<Mierda…>> insultó en su pensamiento. <<Es el cansancio>> se auto-convenció justo cuando por fin consiguió entrar.

Se desprendió de su abrigo y se dirigió a la cocina buscando su cena. Al encender la mortecina luz de la estancia, la encontró en medio de la mesa, tapada con otros platos y con una nota que le decía: “Espero que mueras envenenado”.

J. debía estar muy molesto. No eran muchas las veces que coincidían al momento de cenar. Sus trabajos no eran los mejores, estaban sujetos a cambios de horario y las ocasiones en las que podían compartir un rato juntos no era más que la noche. Entendía que, de alguna desentrañable manera, para el menor era importante disfrutar de la comida en compañía mutua. Sabía que J. no era un buen cocinero, pero se tomaba la molestia de preparar algo comestible para ambos y el que E. no se preocupara en ser puntual le hería, tanto sus sentimientos como su orgullo. Claro que el rubio lo sabía pero no podía hacer mayor cosa para cambiar esa situación.

Al igual que empezó a comer sin darse cuenta, terminó de idéntica manera y concluyó la última comida del día con el mutismo usual. Se encaminó a la sala y se recostó en el suelo, acompañado de algunas mantas, la televisión y el incesante bullicio de la ciudad en inagotable movimiento. El rubio se preguntó dónde estaría el castaño. Desde que entró no lo había visto y no parecía estar en la casa. Estaría en el cuarto quizás.

Sólo de recordar eso, sintió escalofríos correr por todo su sistema nervioso. Desde inicios de la estadía en ese piso, los dos habían sido obligados a auxiliarse. Era un domicilio equipado con lo necesario ya que contaba con una cocina, baño, sala, dos habitaciones, luz eléctrica, cable y agua potable. Pero poco tiempo después de empezar a convivir juntos, una de las camas se rindió bajo el peso del rubio y se desplomó en plena madrugada, alertando a J. que corrió en su ayuda. Inmediatamente después, E. intentó descansar en el sofá, pero luego de tres días con un dolor insoportable en su nuca desistió de dicha idea. No tenían suficiente dinero como para comprar una cama nueva y ya les había tomado mucho trabajo encontrar a alguien con quien compartir un piso que no superase a sus presupuestos. Fue ahí cuando el castaño tuvo la brillante idea de repartirse la que quedaba. Él dormiría a un lado y E. al otro. Le aseguró que no habría problemas: él no roncaba ni se movía de su puesto al dormir, pero lo que vino más tarde no se lo pudo imaginar ninguno de los dos.

 

Comenzó a soplar una brisa, lo necesariamente fría como para colarse por las hendiduras de la puerta y las ventanas, logrando que los dientes de E. castañearan al punto de sacarlo de sus pensamientos. Pasados unos minutos, decidió que era hora de apagar el televisor y refugiarse en alguna parte si no quería morir de una hipotermia y con el culo congelado. Y esa “parte” consistía única y exclusivamente en el intento de aposento, que a pesar de aguantar las eventualidades del clima, ofrecía una apariencia patética. Para su bendición o maldición, era el único sitio de resguardo. Tratando de alejar segundos pensamientos o de caer en la cuenta de muchas cosas que evitaba a consciencia, sacudió su cabeza e ingresó en el viejo dormitorio.

Al entrar, se dio cuenta de una pequeña lámpara de noche que seguía encendida y que iluminaba el minúsculo recinto con tonalidades anaranjadas y amarillentas; un poco enfermizas. De dónde había salido esa lámpara, sólo el menor lo sabía.

E. notó a J. acostado en el fondo de la cama, pegado de espaldas a la pared pero con el rostro ladeado, como si se hubiera dormido contemplando el lado vacío del colchón. El mayor se desvistió hasta quedar en ropa ligera, tomó una sábana que había por allí, se recostó  en el espacio libre y extendiendo una de sus manos apagó la lamparilla. La luz de los postes y la luna se entremetía por una ventana al fondo de la habitación, así que había sumergido al cuarto en la penumbra, mas no en la oscuridad.

Al principio, miró el techo un largo rato. Sin atreverse a hacer algún movimiento. Cuando la tentación lo venció, se giró hasta quedar de costado, cara a cara con J.

¿Cuánto tiempo estuvo viéndolo? ¡Quién sabe!

─¿Pero qué haces…? ─dijo el menor evidentemente molesto, para la sorpresa del rubio.

─Estás despierto ─contestó E. lacónico.

─Claro que estoy despierto… ¿Quién no lo estaría si te miran tan intensamente mientras duermes? ─para este momento, los ojos claros de J. le observaban con extrañeza.

─¿Te molesta?

─Es escalofriante.

─No fue eso lo que te pregunté, idiota. Pregunté si te molesta.

─Depende ─dijo el castaño, inmune a los insultos que pudiera recibir del otro. El mayor gruñó para sus adentros. ¿Por qué carajos no sólo contestaba y ya? O aún mejor, debería permanecer dormido y callado. ¡Pero no! El muy desgraciado le obligaba a conversar con él.

─¿Depende de qué?

─De porqué lo haces ─respondió J. colocándose boca abajo en lo que abrazaba una almohada y apoyaba el mentón en ella─. ¿Por qué lo haces?

─No tengo la obligación de responder ─contrarrestó E. dándole la espalda.

─Nadie te obligó a que me despertaras por lo que te tocará aguantarme. Hoy no es tu día de suerte, así que… ¿Por qué lo haces?

─No te voy a decir.

─¿Te da pena?

─No.

─¿Entonces?

─Cierra el hocico, duérmete y déjame en paz ─soltó el rubio con rudeza. La tensión en el aire se volvió más palpable.

─¿Te molesto? ─replicó el castaño con un tono de voz burlón, sarcástico y ligeramente alto.

─Cállate o te haré callar ─amenazó E.

─Me gustaría verte intentarlo ─retó J. No bien hubo terminado esa frase cuando se vio agarrado por el cuello y empotrado contra la pared con una fuerza descomunal. Vio levantarse el brazo de E. y cerrarse el puño. Cerró los ojos, preparándose en fracciones de segundo para recibir un golpe que jamás llegó. Escuchó impactar algo cerca de su oído izquierdo y retumbar en toda la habitación. Abrió primero un ojo y después el otro (sólo por instinto) y descubrió que el puño que tuvo que haber golpeado su mejilla había chocado con la pared. Divisó terriblemente cerca a los ojos de E. fulgurando de ira en la semioscuridad y resoplando con violencia. El aliento cálido que emanaba su boca semi-abierta chocaba directamente con la propia y eso no era bueno. Nada bueno. Pero como a J. nadie le había enseñado algo que se llamaba “prudencia”, no se calló─. ¿Y eso fue todo? ¡Qué miedo! ¡Deberías-!

<<Basta>> dictó una vocecilla en la mente del rubio. La misma vocecilla que lo llevó a hacer lo que hizo.

Lo próximo que J. sintió fueron los labios de E. estamparse agresivos contra los suyos. Intentó hacer algún movimiento, pero sólo consiguió que su “carcelero” apresara sus muñecas con las manos e igualmente las fijara al muro. Inmovilizado, tenía serias dificultades para poder respirar. Con esfuerzo, trató de acoplarse al ritmo del beso tan demandante. Se regañó mentalmente cuando se dio cuenta de que responder a la caricia fue una acción semejante a arrojar más leña al fuego, ya que el otro se ensañó más con su boca, tomándose la libertad de morder con ferocidad su labio inferior hasta hacerles probar a ambos el sabor metálico de la sangre.

─¿Vas a callarte o tendré que llegar hasta el final? ─advirtió el rubio, dando a entender que era ésa la última oportunidad que le quedaba al otro para poder escapar y terminar la fiesta en paz.

─¿Y qué es “el final”? ─remedó el castaño la frase, sin abandonar su sonrisa satírica y desprovista de miedo, sin dejarse amedrentar.

─Tú lo pediste ─se lavó las manos E. volviendo a la carga con el beso iracundo.

El más bajo de los dos pronto percibió unas manos ágiles desgarrar su camisa en dos tiras. La súbita liberación de sus manos tardó en llegar hasta su cerebro, por lo que justo cuando creyó que podía escapar y empujar a su captor, E. fue más rápido que él, le volvió a retener y se pegó a su cuerpo.

J. quiso forcejear con todas sus fuerzas, pero gracias a ciertas experiencias pasadas no se atrevió, ya que al hacerlo lo único que hubiera conseguido habría sido encenderlo más. Y no le convenía provocar más a la fiera que asomaba detrás de esos ojos cafés. Darle un puñetazo, que no lo dejaría tumbado, tampoco era nada recomendable. Se percató de los labios que apresaban su cuello y de los dientes que se encajaban en la piel de su hombro, dejando marcas que le hacían apretar las mandíbulas de dolor y que no desaparecerían en muchos días.

El castaño sabía, o mejor dicho, se podía imaginar que lo que el rubio buscaba con eso era dejar constancia de que era suyo, que quería morderlo todo, herirlo hasta traspasar su piel y llegar a su carne viva, para que jamás olvidara esa sensación y la magnitud del sentimiento. Conocía a su compañero de piso, no a fondo, mas lo que sabía le permitía asegurar que una palabra de amor jamás sería pronunciada por las cuerdas vocales de E. Al final, sin muchas alternativas, se resignaba con saber que toda esa parafernalia era la única y singular manera con la que el rubio contaba para declararse.

Parte de todo ese tiempo, los ojos de E. no se despegaron de los orbes celestes.

Advirtió en el frío que golpeaba sin piedad los poros de su piel al sentir su humanidad desnuda. ¿Cuándo y cómo? ¡Quién sabe!

Notó una pierna del más alto meterse por la fuerza entre las suyas, y más tarde a toda la pelvis de E. apretarse y mecerse contra su miembro con locura, ocasionando en J. un escandaloso placer que lo hacía ahogar con titánico esfuerzo las exclamaciones de placer y dolor; J. maldijo entre dientes la tela que evitaba el contacto completo. Su maldición fue escuchada por el joven más alto, ya que sus erecciones se frotaron todo lo que duró el beso hambriento que le impusieron inmediatamente después.

E. se afianzó mejor en sus pies y sin despegar al más joven del muro, lo cargó para levantarlo un poco más, le tomó por los muslos y sujetándolos contra sus caderas, ordenó con tono profundo:

─Sostente… ─y paso seguido, trató de llevar sus dedos a la entrada de J. Lo consiguió, ya que J. sentía dos dedos del rubio juntándose y separándose con rapidez dentro de sí…─ ¿Se siente bien? Mira que ando de buenas, en otra ocasión sólo hubiera entrado ─…dejándolo demasiado excitado para responder algo coherente e hiriente. Para el mayor también era muy agradable sentir la excitación del ojos-celestes frotarse contra su bajo vientre.

El castaño no se dio cuenta del momento preciso en que comenzó a gemir con desespero, y mecho menos fue consciente de la expresión casi cariñosa con la que E. lo miraba; porque el ojos-café se sentía orgulloso de poder hacer sentir bien al otro, otra cosa muy distinta era que nunca lo fuera a decir, ni bajo amenaza de muerte.

Una vez el rubio consideró que era suficiente, llevó su pene a los cerros blancos y generosos del castaño. No obstante, el espacio para maniobrar era un tanto estrecho, por lo que se le dificultaba.

─D-Déjame… apoyar un pie… ─jadeó el menor entrecortadamente. E. volvió a verle con extrañeza, pero a pesar de que la mirada de J. se mostraba nublada por la lujuria, se veía segura. Para el rubio era extrañísima la repentina colaboración del menor, y aun así, le dejó hacer. J. llevó su pie hasta el piso, levantó más la otra pierna que todavía tenía alzada e impulsó suavemente su cadera hacia adelante. Comprendiendo, E. dirigió su miembro hasta la cavidad recién dilatada que para su gran deleite, no puso excesiva resistencia y sabiéndose en buen camino, lanzó su hombría hacia adelante, logrando abrirse paso dentro del castaño.

J. ahogó un grito parte de sorpresa, parte de placer, parte por el calvario que representaban esos escasos minutos en los que tenía que soportar toda la dimensión del otro ingresando en su organismo. Obligó a su voz a quedarse atrapada en la garganta. Clavó sus uñas los hombros de E. sin que éste se pareciera molestarse por el dolor. Respiró hondo para contener las lágrimas que hacían escocer sus ojos en sus intentos por salir.

 

Las paredes eran delgadas, y la lengua de sus vecinos era suelta. La gente de su país no era tolerante, y menos de mente abierta. El pueblo era discriminador, machista y cerrado. Las noticias de los “homos” muertos, apaleados, mutilados inhumanamente eran apenas un aperitivo, parte del plato fuerte de los reportajes de la tarde. Tan común de escuchar que daba asco. Dejar salir un solo ruido que indicara lo que estaban haciendo, era condenarse.

 

Asombrosamente, no sintió las embestidas que esperaba, como era la costumbre de cada vez que lo hacían. Por el contrario, los ojos de E. le miraban sin pestañear. J. esbozó una sonrisa, ya que si el rubio lo miraba de esa manera, sólo quería decir que sabía exactamente lo que estaba pensando.

E. juntó su frente con la del castaño y acarició sus narices, todo en un despliegue inusitado de afecto. Los ojos cafés observaban los celestes con algo parecido a la comprensión, y para dejar al menor aún más pasmado, sus brazos lo envolvieron con firmeza como si quisieran transmitirle confianza.

Las lágrimas que J. tanto quiso retener, fluyeron libres en ese momento y se dejó abrazar.

Sólo entre esos brazos se sentía seguro y protegido.

Tomó el rostro del rubio entre sus manos, en un gesto perfecto de egoísmo y posesividad, y le besó con todo el amor que le tenía y que era incapaz de decir en palabras.

E. apreció en toda su trascendencia lo sublime del sentimiento y lo potente de la pasión, por lo que trató de regresar toda la emoción recibida, trató de infundirle todo el amor que sabía que el menor necesitaba en esos instantes de aflicción suprema e inigualable. Aprovechó el beso para comenzar a moverse, y así poder absorber todo sonido que la boca de J. quisiera dejar salir.

Las estocadas comenzaron lentas esta vez, pero a pesar de ser lentas, eran intensas. Sin prisas, pero profundas.

J. se tomó la libertad se enrollar sus brazos en el cuello del rubio, incluso de tomarlo del cabello, haciendo el beso más furioso, más ardiente, más lacerante para sus almas que eran capaces de estremecerse por la cicatriz que dejaba cada caricia prodigada por el cariño más puro.

Las embestidas se tornaron más violentas, más rápidas una tras otra, debido a la impaciencia de E. que no sabía amar a J. de otra manera. Lo amaba con ferocidad e irracionalmente, con toda su existencia (aunque eso no significara mucho), al punto de que cuando lo hacía suyo, no era capaz de pensar ni detenerse. Se odió muchas veces por tratar mal a J. Por no saber expresarse. Por no ser lo que J. merecía. Odió a la sociedad injusta que no les podía dejar amarse en paz. Se odió por no tener la valentía necesaria para tomar la mano de ese castaño tan inocente, sin culpa de nada, y decirle por una maldita vez cuanto y como lo quería. Cuan indispensable se había vuelto para él.

Para la buena suerte del rubio, J. entendía toda la vorágine de pensamientos que corrían por la mente del mayor. El castaño, y probablemente sólo ese castaño, era capaz de aguantar toda la demencia que pudiera surgir desde lo más recóndito del rubio; era el indicado para soportar la vehemencia de E. en todos los aspectos. El sentimiento era recíproco, en medidas iguales. Sobrellevaba sus malos humores y los propios, descifraba el lenguaje del ojos-café, sufría a su lado cada injusticia, cada mal rato, cada mal trago, cada mal día que se avecinara.

Lo que sucedía entre ellos era algo más que sólo tener sexo o satisfacer una necesidad fisiológica.

Era amarse.

Pero era un amor a escondidas, un amor prohibido, insano a los ojos de muchos, por no decir de todos.

Ninguno había pedido enamorarse y no obstante, allí estaban. Dos pobres condenados mortales, manifestándose amor mutuo de la única manera que sabían.

La frase de “Te amo” quedaba sobrevalorada. No era suficiente.

En algún punto del acto, las estocadas subieron de nivel. Cada movimiento agitaba sus ya de por sí pasionales corazones.

El clímax fue inevitable.

E. se vino de una forma tan violenta que hizo separarse de sus labios a J. haciéndolo gemir mientras arqueaba su espalda y se dio cuenta del cálido semen que bañaba su interior.

Después de un rato de resoplar y sentir, tocar y alcanzar a ver la Gloria, los dos hombres se fueron separando hasta quedar completamente exhaustos en el piso de aquel cuarto, mirándose directamente a los ojos sin atreverse a desviarlos por no romper el encanto, casi escuchando el latido apresurado que retumbaba en cada uno de sus pechos y respirando el aroma contrario.

E. miró a su amante, posiblemente como nunca lo había visto, llenando su retina de él, de su hermoso rostro, de su carita complacida y sonrojada luego de que le hiciera el amor de la manera menos convencional. Las pesadas pestañas de J. ya caían sobre sus ojos, haciéndole caer en el mundo del sueño. Lo levantó sin mucho esfuerzo y lo acobijó en la cama. Él fue al baño y se lavó la cara, pensando en que al día siguiente tendrían que hacer limpieza. Bueno… J. lo haría.

 


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En la mañana, justo cuando el rubio cerraba la puerta del apartamento con llave dejando dentro a J. completamente dormido, recordando su ocurrencia del día anterior, susurró para sí:

─Tal vez algún día tengamos una casita blanca y entonces… te conseguiré un lindo delantal.

Y riéndose escaleras abajo, emprendió un nuevo día de trabajo.

 

Nadie, nunca, sabrá porqué y cómo se encontraron. Cuáles fueron las razones por las que un día decidieron buscar el mismo apartamento o porqué justamente a ellos les tocó conocerse. Nadie sería capaz de asegurar si fue por destino o azar. Ninguno jamás creyó que sentirían lo que sentían y por la persona que lo sentían.

Probablemente pocos serían capaces de comprender lo que era ser víctima de un amor como el suyo.

Probablemente muchos los juzgarían si se dieran cuenta, sin pensar o razonar en que son dos seres humanos, con todo el derecho de vivir y sentir a plenitud.

Probablemente nadie lograría hacerlos amar de la manera en que lo hacían.

Probablemente fueran almas gemelas.

Pero a fin de cuentas, todo eso no importaba.

Podrían enfrentarse al mundo si se tenían mutuamente.

Algún día, algún día… Ambos tendrían un prado y una casa de ensueño, para disfrutarla juntos.                                                         

Pero por ahora, E. regresaría de trabajar temprano de vez en cuando y J. se aseguraría de recibirlo con una sonrisa en los labios.

 


>>:<< >>  FIN  << >>:<<


 

 

Notas finales:

Espero que les haya gustado, y les juro que lo espero de todo corazón no haberlos aburrido o decepcionado.

También espero haber escrito esto con la seriedad que merece.

Realmente... quería hacer algo... así. Perdonen que no pueda o no sepa ponerle nombre.

Y pues...

¿Merezco reviews? Queda totalmente a su criterio.

Cualquier crítica constructiva o felicitación o corrección es bien recibida.

¡Hasta luego!


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