Prólogo
Ustedes… ¿ustedes conocen esa sensación vívida de sentir y pensar que cada aspecto de tu vida, sea grande o pequeño, cada uno de ellos está bajo tu control y nada pasaría que tú no quisieras? Que las únicas sorpresas que te podrías llevar serían ganarte la lotería o tropezar con una abuelita mientras caminabas por la calle. Y aún así, a mí no me pasarían ninguna de esas dos opciones porque no compro billetes tontos que avivan las emociones de las personas y les permiten el deguste de placebos que sólo duran unos 30 segundos; todo depende del tipo de juego que se use, y claro, jamás tropezaría con una ahjumma por estar distraído porque conozco tanto de las calles concurridas de Seúl igual que las profundidades del océano indico, es decir, sé lo básico.
Yo sí, yo sí poseía completo control del ritmo de mi vida. Pensaba que todo marchaba bien, que cada partecita indispensable de mi vida estaba perfectamente engranada y trabajando de forma tal que, podría decir a boca de jarro, que nada estaba fuera de su lugar, nada me fastidiaba o inquietaba negativamente. Nada perturbaba mi paz mental.
Ahora, desde el abismo escandaloso, escabroso y engañoso –unas tres “E” bastante desagradables– en donde he quedado sin opción a replica, comienzo a dudar seriamente sobre esa masiva seguridad que me caracterizaba. Porque no se supone que haya pasado lo que pasó, que de un momento a otro mi sornita vida interpusiera una de sus escurridizas e invisibles patas y me hiciera tropezar, diera un giro de 360º y después de despertar del inminente golpe, me hallo con esta ofuscación que en nada me ayuda a llegar a una conclusión factible sobre qué demonios fue lo que salió mal cuando yo veía que mi vida marchaba decentemente.
No me quejaré y lloraré cual nena a la que desde la cuna le cumplían puntualmente sus caprichos estúpidos y a la primera de cambio se tira al suelo –de seguro mármol cuidadosamente pulido– soltando gritos neuróticos. No, por supuesto que no me rebajaría a eso; primero porque no está en mí y, segundo, es una conducta lamentable, pero creo que sí tengo siquiera el derecho a una explicación coherente y que responda la serie de incógnitas que no dejan de amontonarse en mi cabeza.
Tampoco me quejaré de estar a mis tres días de prácticamente sólo comer ramen en el desayuno, almuerzo y cena. No, no porque yo realmente amo el ramen, sobretodo los picantes pero mi excéntrico estómago merece variedad, y en vista de que mis manos torpes son incapaces de darme ése exquisito placer, con más afán, espero, quiero y exijo una aclaración y pronta disculpa. Que el mazo del juez, el jefe de policías o el decano mismo fallen a mi favor y le griten en la cara a mis padres que yo soy inocente.
Es doloroso afrontar y aceptar que lo he perdido todo en cuestión de minutos, de horas.
Posiblemente para ustedes que me están leyendo se han de imaginar un centenar de desgracias y penurias postulándose unas tras otra en la amplia lista de lo que se ha vuelto ahora lo que conozco como “vida”. Quizá en realidad no sea tan malo como lo estoy haciendo creer, pero la subjetividad domina el mundo, ¿o nosotros dominamos la subjetividad? Tampoco lo sé, sólo sé que ayer mis pocas preocupaciones tenían que ver con el postre que comería después del almuerzo, y ahora mi mayor angustia es saber cómo demonios haría para salir de esta.
Porque lo juro por los Pokkys de edición limitada que guardo celosamente en mi lugar secreto de la casa: yo soy inocente.