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Polvo en el Viento por Steel Mermaid

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Notas del fanfic:

Disclaimer: Los personajes no me pertenecen sino a la comunidad de LatinHetalia. Esto es una representación patética del amor a dichas creaciones.

I

Se queda quieto, estático, y sin la más mínima expresión en su cara. La lluvia cae con violencia en la calle, en la acera, y se pregunta cómo no fue capaz de predecir que llovería, o preocuparse si quiera de mirar el tiempo en la televisión. La oficina ya estaba cerrada, su llave revoloteó en su bolsillo, pero no quiso volver por un paraguas. Además, su vehículo no estaba a diez cuadras de distancia. No era tan terrible permanecer cinco minutos seguidos bajo la lluvia.

Caminó, entonces, en el único deseo de llegar a su auto, subirse y partir a casa. Buenos Aires no es una ciudad que alentara a la gente a recorrer sus calles con forma de tablero de ajedrez. No cuando tiene la mente tan ida, al menos. No ese día, a esa hora.

No esa noche.

Cuando divisa a unos metros, a través del parabrisas, su casa, sonríe con amargura. Una sonrisa no esperada, desconocida. Se baja de su vehículo, entra, y el eterno silencio lo envuelve de nuevo, como nunca, como siempre. La clásica soledad, los colores cálidos. Las escaleras cubiertas de alfombras marrones.

Suspira, sonríe. Con cinismo, pero sonríe. Se quita su saco y lo cuelga en algún gancho que tiene por ahí, y camina hacia la cocina.

Enciende la tele, no hay nada. Nada interesante al menos. Programas de concursos, videos musicales de Soda Stereo, documentales sobre Edad Media. Al poner a calentar el agua se decide entonces por dejar el sonido de la tele en una película. Busca el mate, lo encuentra y se sirve. La misma rutina todos los días.

El hervidor a un lado, la tele en frente, los ojos perdidos, la boca que sólo se abre para beber el líquido amargo. No hay susurros, no hay risas, no hay gestos de exageración cuando quiere explicar algo.

Ya no había nada de eso. Hace un año que ya no. No en soledad, en monotonía, en recuerdos vacíos de significado. En llantos soltando palabras que ya no cambiarían absolutamente nada.

La extrañaba… cuánto la extrañaba.

Apagó la televisión y dejó todo allí tal cual, sobre la mesa. Subió a su habitación. Miró la cama desde la puerta. No se atrevía a entrar. Como a las primeras semanas de que ella se fuera. Ese día pareció renacer todo el rencor, los recuerdos que para ella parecieron no significar nada. Se recordó haciéndole el amor y eso acabó por liberar las lágrimas y fruncir su ceño. De borrar su sonrisa irónica.

—Victoria…

Ella se había ido, pero Martín podía jurar que esa silueta delgada aún se paseaba por su casa. Que sus dedos le acariciaban la mejilla cuando pasaba detrás de él, que sus brazos aún lo rodeaban y que el cuerpo femenino se apoyaba de frente contra su espalda. Podía apostar su cabeza a que la sentía aún, mirándolo de frente.

Pero no. No estaba. No volvería a estarlo. Mal que mal, Inglaterra está a más de 11 mil kilómetros de distancia.



II

Debía ordenar miles de papeles en la oficina. Se preguntaba cómo demonios podía tener tanto trabajo una persona con tan poca experiencia laboral. Sería la poca oferta de Administradores de Empresas que había en el mercado de trabajo. Cada una de las hojas se deshacía entre sus dedos, quería terminar rápido con eso, el estrés se lo estaba comiendo por dentro. No era que quería regresar a casa. Nunca lo deseaba. Pero quería salir de allí, de ese espacio tan pequeño. Se ahogaba allí, y más cuando su jefe escuchaba a Led Zeppelin a todo volumen. Victoria era una afanada a esa banda. A sus solos de guitarra, a sus letras. Vivía cantándolas cuando estaban en casa. Martín solía sonreír cuando la escucha cantar, aunque Victoria no fuera cantante, su voz era más dulce que la de un ángel. Y eso era suficiente para él.

Y más cuando, por sus rutinas tan tiernas, ella las traducía del inglés al español. Martín siempre había sido una roca para las lenguas extranjeras. Mas ella parecía adivinar cada palabra del francés, inglés, italiano, alemán…

Martín amaba escucharla. En el idioma que fuera, ella era preciosa en todas las lenguas.

Se puso de pie en su oficina, caminando hasta su ventana. Buscó cada silueta femenina moviéndose en la calle. Quería ver algún abrigo claro aleteando con el viento, un cabello castaño oscuro, un adorno amarillo con forma de mariposa.

Unos ojos grises… Sabía que incluso a esa distancia sería capaz de reconocer los de ella. Lo haría desde el otro lado del mundo, literalmente. Porque ese era el único gris que amaba, el único que no quería perturbar. Al que le debía todo, su felicidad, su tristeza, la amargura, los recuerdos inútiles.

Pero no. No estaba. Sólo había grises tristes en un mundo que él insistía en llenar de colores. En su ingenuidad, volvió a buscarla. Y volvió a decepcionarse. Hubiera estado horas enteras así, subiendo y bajando, colina tras colina, tras un amor que lo abandonó hace ya un año y medio.

Fue entonces cuando unos golpes en la puerta lograron distraerlo. Era su jefe, apurándolo con unos documentos que debía tener listos en treinta minutos.

Entonces, Stairway to Heaven dejó de sonar.



III

Y sin querer, lo conoció a él.

Decía venir desde el otro lado de la Cordillera, buscando nuevas oportunidades. Lucía siempre serio, con el ceño eternamente fruncido. Los audífonos pegados a sus orejas escuchando Eduardo Gatti. Los cables negros siempre iban cubiertos por una palestina a cuadros en blanco y negro, como una película antigua. Cuando llovía, tenía la costumbre de llevar la capucha de un polerón sencillo, incluso cuando estaba en la oficina. Cosa rara. Por lo que él podía recordar vagamente en el mundo real, los editores no solían vestirse así.

Vio, entonces, una chispa. Algo que le llamó la atención, que por un segundo fue capaz de sacar a Victoria de su mente sin intentarlo dos veces. Ya no hubo destellos grises, no delante de esos marrones que, curiosos, le miraban mientras le sostenía del brazo.

—¿Qué hueá te pasa? —pregunta, y Martín no sabe qué decir. Las palabras se le mueren debajo de la lengua, se ahogan delante del ceño fruncido mostrando una posición defensiva. Carraspea, vacila; hace de todo menos soltarlo. No va a dejarlo ir.

—Disculpá—La voz le tiembla, como la primera vez que intercambió palabras con Victoria—, ¿Cómo te llamás?

El chico de ojos cafés hace un gesto de extrañeza, desfigurando sus perfectas facciones. Martín lo sigue mirando, hasta que lo obliga con los ojos a contestarle.

—Manuel.

—¿Sos chileno?

—¿Qué creí' tú? —arisco, suelta las palabras como si las escupiera. Martín sonríe y, para su sorpresa, se está divirtiendo. Ese cabello castaño oscuro, perfectamente liso, luce demasiado tentador. Y por fin se vuelve a sentir pleno delante de un color así.

—Qué torpeza la mía, ¿no? —dice, y dibuja una sonrisa en su cara con demasiada naturalidad. Una que lo descoloca—Soy Martín, y trabajo aquí mismo.

Manuel le mira desconfiado, pero algo lo convence. Sonríe un poco, apenas, pero suficiente para que Martín lo note. Los ojos marrones se superponen de nuevo, ahogándole otra vez todos los recuerdos inservibles. Esos que, si volviera a compartirlos con Victoria, no significarían nada.

—¿Querés un café? —le ofrece.

—Prefiero un té.

Martín suelta un suspiro.

Nunca más volvería a añorar al gris.



IV

Cuando lo invitó ya por sexta vez a un té, o un café; se fueron ambos a su casa. En su auto, impacientes por llegar. Martín traía los ojos hinchados, rojizos, y Manuel se preguntaba por qué. Sin embargo no dejó escapar ni la más mínima duda hasta que llegaron.

Entraron y ambos se unieron en un abrazo. Uno que para Martín no parecía ser suficiente.

Volvió a extrañarla… volvió a odiarla.

Manuel lo abraza con más fuerza, buscando algo que pudiera calmar los sollozos del rubio, desesperado por no encontrar ese algo por ningún lado.

Y mientras, Hernández aún sigue allí, en el pecho de González, llorando algo que ya no volvería, añorando una mirada gris, un abrazo por la espalda que dijera sin palabras todo lo que necesitaba sentir.

—Te dejaré arriba—dice el chileno, y suben las escaleras. Le llaman la atención las paredes. Las mira y se vuelve a concentrar en la torpeza de sus pies. Al sentarse junto con Martín en la cama, lo mira a los ojos. No quiere dejarlo.

—Ya podés irte—le dice, sin querer realmente quedarse solo. La soledad duele demasiado cuando todo a su alrededor es gris.

Pero sus ojos verdes parecen mentir demasiado bien. Mas para Manuel es una capa de invisibilidad inexistente.

—No voy a irme—al pronunciar las palabras, sus manos juegan con el cabello rubio de Martín, y le vuelve a sonreír. Lo mira, y Manuel sigue con lo suyo, hablándole como realmente quiere hablarle—¿Sabí' por qué? —Martín niega como un niño.

Es entonces, cuando siente que los labios del castaño atacaron su boca. Los sollozos, como las palabras lo hicieron incontables veces, mueren.

—Porque ya no sé irme…

Beso a beso, se rendía. Manuel lo estaba invadiendo y no importaba. No le importó el recuerdo de Victoria, el gris de su mundo y sus colores inservibles. Quizás, esos labios que le quitaban el aliento y que lo condenaban eran mejor a esos recuerdos de nostalgia y dolor.

—Deberías irte ahora…—le ruega, no por sí mismo, sino por Manuel. Sería egoísta, pero no puede. Mas se contradice y se abraza a él, dejándose besar, permitiéndose ser un blanco fácil para esos labios invasores— antes de que ya no podás escapar…

—No sé irme, no sé escapar…—le susurra contra su boca—el destino es tan maldito que, ni aunque salga corriendo lejos de ti, te volveré a encontrar…

—Ojalá…—contesta, lejos de todo lo que recuerda como suyo—porque ya me diste una razón para no dejarte ir…



V

La luz del sol se cuela por su ventana. Ese mismo sol que le miente cada día con su destello, lo obliga a abrir los ojos. Siente las sábanas rozar su cuerpo desnudo y mira a un lado, en la mesita de luz, de modo distractor. Se sienta sobre el colchón y ve ese cuadro que ya hace dos años le bloquea el camino hacia su felicidad.

Está hacia abajo, ocultando lo que no debería ocultarse.

Victoria, por una noche, dejó de mirarlo.

Se vistió con lo primero que encontró y bajó a la cocina. Manuel estaba allí aún, de espaldas a él. Un impulso extraño lo obligó a abrazarlo, asustándolo por el repentino contacto.

—Pensé que te habías ido…—le dijo, restregando su rostro contra el cabello castaño, aspirando el aroma de éste.

Manuel rió en un suspiro.

—¿Quién es la mujer de la foto en tu pieza?

No quería responder. Supuso que la situación del momento, esos míseros segundos en los que se había olvidado de ella, no podían permanecer para siempre a su lado, borrando superficialmente la nostalgia. Lo real de todo siempre florece.

—Es…—se detuvo. Paró su lengua en seco. Volvió a asesinar lo que anhelaba por hacer real. Lo único que merecía la pena cambiar todo por cobrar sentido a esos recuerdos—Era—se corrigió, riéndose de sí mismo por volver a ser ingenuo—… ella era mi novia.

Manuel se quedó en silencio, como si supiera que Martín tenía más cosas para decir.

—Huyó con un inglés el día en que nos íbamos a casar.

Las manos del chileno se detuvieron, murieron, se pusieron blancas. Giró su cabeza hacia atrás, encontrándose con los ojos verdes del argentino.

—Lo lamento…

—Ya no importa—dice, resignándose por fuera. Bien sabe que por dentro aún le parece increíble—. No sé cómo, pero cuando desperté el cuadro estaba boca abajo. No recuerdo haberlo puesto así…

—Yo lo bajé—interrumpe. El silencio los envuelve otra vez. Es incómodo, no como el de la noche anterior.

Martín lo mira con tanta curiosidad, que Manuel necesita volver los ojos a sus manos muertas y blancas.

—¿Por qué? —pregunta, con los ojos fijos en el perfil de González.

—Porque te hace daño… y siento que… que ella no tiene por qué vernos mientras hacemos el amor…

El argentino sonríe. Ataca el cuello de Manuel en un beso asesino, robándole el aliento y entregándole color a sus mejillas.

—No lo hace—responde entre besos, como un niño encantado. Manuel le confirma los dichos, entregándose a la falsedad de sus palabras—, pierde cuidado.

Porque ni el mismo Martín era tan iluso como para caer en su propia mentira.



VI

—¿Cómo se llamaba? —le pregunta, acurrucado en su pecho, mirando la fotografía a la que terminó acostumbrándose luego de tres meses de ese placer lleno de suplicio.

—Victoria—le responde, y sus ojos se tiñen de blanco, como una telaraña. Mueve sus piernas, inquieto, haciéndolas rozar con las de Manuel bajo las sábanas.

—¿Victoria cuánto?

—Alcorta.

Sus ojos se abrieron más de lo esperado. Sus manos, ilusas en el pecho lechoso del argentino, se contrajeron. Supo en ese instante de quién se trataba, y por qué los ojos grises no lo dejaban tranquilo.

—¿Por qué? —infiere Martín, sintiendo el temblor de Manuel sobre su piel. El castaño no responde. Era su turno ahora de asesinar sus palabras en un mar de recuerdos que, ahora, mostraban sus siluetas aterradoras—¿Manuel?

—Yo…—dice, y le duele hablar. Los recuerdos le queman, lo lastiman, lo acorralan a una pared llena de clavos que amenaza con deslizarse hacia su cuerpo—Yo…

—¿Vos qué? —la tranquilidad de Hernández le hace peor.

—Yo la conocía…

No supo qué decir. Las coincidencias tenían esa costumbre de burlarse de él.

—¿Cómo que la conocías…?

—Yo… la ayudé a escapar con Arthur.

Su mundo se vino abajo. Cómo demonios todo su universo podía ser tan pequeño y contradictorio… Quiso hacer mil preguntas, mil gestos, mil versos. ¡Quería sólo una explicación a todo eso! ¡A esa burla tan sádica!

—Estás mintiendo…

—¡No podría mentirte con una hueá así!

Lo apartó. Se tomó la cabeza con ambas manos y se sentó en la cama, dándole la espalda. Los dedos subieron por ésta, enterrándose en su piel, golpeándole la carne y el alma. Arrebatándole la melancolía de los recuerdos y haciéndolos pasearse por las paredes.

—No me preguntí' cómo… es una historia demasiado larga…—dice, arrimándose al argentino, intentando abrazarlo, pero la capa de hielo era irrompible, inamovible. Le dolió la frialdad de la verdad, el poder de los recuerdos— por favor Martín, perdóname…

Y volvió a apartarlo. Los besos dulces en sus hombros le dejarían marcas de por vida, a pesar de la suavidad de esos labios. En su propia casa, lo abandonó a su suerte. A las paredes grises y a los muros cargados de tristeza y recuerdos vacíos.

Manuel quedó solo. Se volvió a sentir abandonado, como cuando puso el primer pie en tierras argentinas.



VII

Frente a la barra, se dijo que no tenía caso. Ir en contra de la esclavitud de un corazón roto, de la corriente que lo empujaba al vacío. El recuerdo era cruel, el pasado seguía siendo demasiado crudo como para enterrarlo. Las memorias adorables renacerían allí y en China. A donde sea que fuese, Victoria lo seguiría. El gris no lo iba a dejar en paz, jamás. Una vez, hace ya demasiado tiempo, iba a jurar proteger ese gris de los colores de un mundo lleno de perversidades y defectos. Fue demasiado iluso. Lo reconocía.

La ingenuidad dolía. El optimismo del momento al mirar esos ojos marrones y decirse que por fin el gris quedaría detrás. Que ya no haría vagar más su mirada en las calles buscando adornos amarillos con forma de mariposa. Que la felicidad estaba a un paso del recuerdo, de los ojos grises. Era todo mentira.

Victoria lo había condenado. Lo había marcado para siempre como suyo. La cicatriz estaba en todas partes y moría por borrarla de su piel, de su mente, de sus dedos cuando tocaba a Manuel, a ese que le mostró el destello al final del túnel.

Y recordó sus ojos marrones, su cabello castaño. Sus palabras heridas y que murieron cuando tocaron el hielo del cuerpo de Martín. Lo anheló. Quiso un beso, una mirada. Que su nariz se arrugara cuando le disgustaba algo. Que, como cuando lo conoció, negara en todos los idiomas que conocía ese sentimiento. Lo quería.

Y se preguntó entonces la real importancia de su pasado. El peso de las cicatrices en su memoria, los colores cálidos en su casa y su cuerpo marcado por esa indiferencia que tanto deseaba sentir. Se cuestionó las palabras de Manuel, si valió la pena apartarlo con crudeza cuando le confesó su más doloroso y horrible pecado. Si, a caso, esa valentía no se merecía algo; una mirada furiosa o una teñida en el amargo color de la tristeza. Puso en la balanza sus verdaderos sentimientos y sus reales metas. Midió su fiereza, su fuerza, su inquietud, su corazón encadenado. Y el círculo vicioso se repite dos, tres, cuatro veces más.

Era incapaz de responderse todo eso. No tenía la suficiente capacidad emocional para soportarse a sí mismo. Sólo quería estar lejos de su propia mente.

Entonces, se respondió.

El pasado no importaba, ni el suyo ni el de Manuel. Ni el odioso recuerdo que compartían ambos sin saberlo. No importaba porque la felicidad nunca era completa. Nunca lo fue al lado de Victoria. Menos lo sería con Manuel.

No, claro que no importó. Le quitó el peso a la base de su vida, a evocar todo lo que miraba y relacionarlo con el pasado. Le sonrió a su reflejo en el whiskey moviéndose inquieto en el vaso de vidrio. Se sonrió a sí mismo a través del espejo, se volvió a cuestionar con optimismo cada una de sus dudas, y no permitió que la realidad odiosa de sus recuerdos asesinara sus esperanzas.

Y corrió hacia su casa, con la idea de volver a sentirse como el inexperto adolescente en esos pasos torpes que, en su tiempo, dio por un amor ahora lejano y olvidado.



VIII

—¡Manuel! —gritaba desde afuera, ansioso por escuchar esa maldita llave actuar en la cerradura. Golpeaba la puerta con efusividad, llamando el nombre de su amado repetidas veces.

—¡Ya voy, por la mierda! —escuchó que decían por dentro. Sonrió con sinceridad. Extrañaba esas palabras, en esos tonos que él permitía desgarrarle la cordura y las memorias.

Al fin le abrieron. Manuel se quedó estático, mirándolo sin saber qué cara poner, hacia dónde ir, ni qué hacer. Se miraron por largos segundos, escrutándose. No importó el frío de esa tarde de invierno, ni que el calor de la estufa de su casa se esfumara por la puerta abierta.

—¿Qué estái' haciendo aquí? —se atrevió a preguntar, entonces, cuando hubo recuperado la noción del mundo real.

Martín carraspeó. No supo por dónde empezar. El tiempo se le había reducido demasiado y, para él, las cosas habían sucedido demasiado rápido. Deseó más minutos, más días… pero ya no podía ponerse a pensar.

—¿Puedo pasar? —la voz sonó titubeante. Por un momento dudó de sí mismo e incluso se le ocurrió salir corriendo, o alejarse de allí casi silbando.

Pero los ojos marrones le clavaron los pies a la acera. Comenzó a llover de pronto, encontrando así el chileno la excusa perfecta para dejarlo pasar.

El cabello rubio se le humedeció, goteando ansiedad, dudas, recuerdos. La casa de Manuel era acogedora, y el olor a té negro se entremezcló con el perfume del castaño.

Apenas el chileno cerró la puerta, Martín lo abrazó, rogándole que lo perdonara, que ya no volvería a correr en dirección opuesta a su felicidad, que ya no volvería a insistir en querer encontrar el gris en el marrón, que todo lo que buscaba estaba allí, en esos colores cálidos, y no en los de las paredes tristes.

Lloró como un niño, con el arpegio de Dust in the Wind detrás de su espalda. Cerró los ojos en el cuello de Manuel, dejándose abrazar, dejándose comprar. La melodía se lo llevó todo: la angustia, al recuerdo vacío.

Se separaron un instante, mirándose a los ojos. Manuel tuvo la osadía de limpiar las lágrimas argentinas mientras le sonreía con calidez, mostrando ese brillo que sólo Martín fue capaz de divisar entre tanta oscuridad, en la frivolidad de un mundo sin significado.

—Ya no quiero pertenecerle a ella…—suspiró entre sollozos. Esos sonidos tristes que le dolían más al chileno que a él—Sólo quiero estar con vos, pertenecer a tus canciones y a los besos de tu boca…

Lo besó con efusividad. Se dejaron invadir de nuevo, y volvió a no importales.

—Todos los recuerdos resulta ser polvo en el viento…—le dijo, permitiéndole entrar en su alma, viendo sonreír al argentino con sinceridad, viendo a todas esas memorias sádicas alejarse definitivamente de ellos.

Dejándolos en paz.

Dust in the Wind…

Y Manuel rió, por el patético intento de inglés que Martín soltó.

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I·I·FIN·I·I

Notas finales:

Ok, lo reconozco: estaba sin imaginación cuando le puse el nombre, pero las canciones salvan... vaya que sí xD

Claro, se nombran varios temas. Led Zeppelin participó en la inspiración para este fic, su música es hermosa ♥ Además, quise relacionarlo con la trama... descubran ustedes mismos por qué la puse en esa escena~

Kansas es una banda más vieja que la cresta, pero a mí me gustan. Este tema fue especial. Sólo lean la letra en español... ;w;! Duuuust in the Wiiind b35; *canta y al ratito desafina*

Por supuesto aclarar que en mi fic Victoria y Martín NO son hermanos... es obvio xD! Y la verdad es que desconozco si en el fandom efectivamente lo son, pero personalmente yo no los considero como tal... Además de que me gustan mucho juntos, así que... quise meterlos aquí xD Perdón por usar a Victoria así, pero en esta ocasión quise dejar en paz al Seba xDDDDDDDDDDDD!!! *se confiesa* ya lo he manoseado mucho últimamente (?) además ya vendrá con más protagonismo en un longfic que tengo pensado: un ArgUru y ArgChi, dentro de la misma historia. Ahí veremos qué sale... y... me desvié.

En fin, espero que les haya gustado esta cosa... xD andaba media estresada últimamente y me ayudó a descargar un poco de frustración. Muchas gracias por leer! ♥

Hetalia © Hidekaz Himaruya


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