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Por y para ti. por karasu

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Notas del fanfic:

Creo que he vuelto a escribir algo poco claro, queridos lectores.

Notas del capitulo:

No me gusta, no os va a gustar... Seamos amigos.

Yo aclaro lo que necesitéis respondiendo a reviews.

 

—Buenos días querido. ¿Cómo estás hoy? —te susurro con voz ronca al despertar. Tú no respondes y me miras, simplemente me miras, y eso es suficiente para mí. ¿Cómo puedes tener esa mirada de buena mañana? Tus ojos rasgados, los iris oscuros, tus cejas suavemente enarcadas.

Sentado en la cama, aparto el edredón y me acerco a besarte la mejilla. Tan frío como siempre.  

Es difícil despegarse de las sábanas, pero ya he hecho el primer paso. Se aferraban a mis piernas desesperadas. Con un suspiro me levanto.

Descalzo recorro el pasillo corto y me hago un café sin que dejes mi mente. Como alguna cosa a pequeños bocados pensando en ti; no almorzarás conmigo, lo tengo asumido.  El reloj marca las siete y media cuando dejo los platos sucios en la cocina. Vuelvo a pasar por el pasillo, debe estar cansado de acogerme.

La habitación huele a cerrado y a humanidad. Me quito el pijama saboreándolo, mi propio olor, el aire contra mi piel desnuda. Tú sigues ahí, mirándome. Me muevo por el dormitorio sin una prenda encima, mostrándome, mientras escojo la ropa. Aunque no creo que se le pueda llamar "escoger" cuando cada mañana me pongo el mismo uniforme que ya he aburrido. Chicas con falda y blusa, chicos con pantalones y camisa. Me preocupé de ponerme esa corbata de mal gusto, mirándote. Tan silencioso... Tu mirada habla por ti.  Aunque sea siempre la misma, sé leerte. 

Después de pasar por el baño descubro que se me hace tarde y sólo puedo susurrarte un fugaz adiós que me sabe mal. No me he peinado, cargo un bolso vacío, ya no sé por qué sigo asistiendo a clase cada día.

Frío otoñal en la calle, pero me gusta el frío. Un viento helado juega con mi pelo y arranca hojas secas de los árboles arrugados, enfría mis mejillas y me enrojece la nariz. Camino hasta la parada del autobús con las manos en los bolsillos. La gente a mi alrededor lleva  abrigo y bufanda, yo no. Tengo que correr para tomar el autobús, que arrancaba sin esperarme, y subo jadeando al vehículo. Toda la fauna de la oruga con ruedas se me queda mirando por mi carrera. Algunos apartan la mirada al descubrirse indiscretos, y los más valientes me siguen con los ojos hasta aburrirse de mi comportamiento estándar.

Detecto un asiento vacío entre los bustos ordenados y me apresuro a colocar en él mi trasero. En un movimiento reflejo saco mi teléfono móvil del bolsillo, desbloqueando la pantalla y  revisando notificaciones. El pequeño dibujo de un sobre está impreso en la barra superior, junto a la fecha y al dibujo que indica % de batería restante. Recibir mensajes ya no es motivo de alegría. Tampoco de pesadumbre. Es, simplemente, rutina. "baños segundo piso 11:15" Suspiro y devuelvo el aparatito al fondo del bolsillo. Me siento cansado, acaba de empezar la jornada y estoy deseando que sea esta tarde. La pasaré en tu compañía, en casa.

Recorrida la mitad del trayecto descubro que mis auriculares se han quedado en casa. No tardo más de quince minutos de casa a ese edificio que parece gastarme las córneas cruelmente de tantas veces que he tenido que contemplarlo. No es una gran obra de arquitectura, está recubierto por pintura de unos colores que debieron encontrar de rebajas, tiene un patio de arena polvoriento en el que cuatro árboles solitarios y manchas de hierba pisada en el suelo están fuera de lugar. Al acercarse la hora de la primera clase del día todos los alrededores están llenos de jóvenes con cara de sueño y pocas ganas de estar ahí. No destaco entre ellos, nunca seré alguien que sobresalga entre los demás, físicamente. Delgado, no muy alto, el pelo algo largo pero sin un peinado especial, siguiendo las normas del instituto y vistiendo el uniforme.

Las voces de los más despiertos por la mañana me hacen sentir vivo, aunque no me hablen a mí. Actividad, movimiento, aunque sea perezoso. Risas escandalosas, gritos, cotilleos entre susurros. 

Pero todo me recuerda a ti. La pareja besándose en un rincón, la pulsera de esa chica -llevabas una parecida en una ocasión-, el peinado del chico rebelde... Tienes tu propio estilo, y podría reconocerlo en cualquier sitio. Incluso sabría decir qué prenda te pondrías y cuál no te gustaría. Pero no sabría cómo darte mis regalos.

Sólo para pasar el rato sin sentir miradas sobre mío saco el móvil del bolsillo una vez más. Dirijo mis ojos a la pantalla con la vista desenfocada, como si las formas borrosas fueran lo más interesante del mundo. Después recuerdo el mensaje. Lo abro y memorizo la hora y sitio, aunque sean lo usual, para borrar la prueba seguidamente.

Suena el timbre y la masa de estudiantes empieza a moverse dirección a la puerta, ante la que se acumulan cabezas al ser pequeña, como cada día. Los sigo cuando el flujo de gente disminuye, con calma y sin sacar las manos de los bolsillos.

Un "hey" a gritos, unos brazos apretándome el cuello, mi corazón deteniéndose, reemprendiendo sus latidos segundos después. Momentos de silencio, su respiración en mi oreja, su sonrisa y su piercing contra mi cuello. Sólo podía ser él. Kazuki, el único al que podría llamar "amigo". Tenemos la misma edad, un año más que el resto de nuestros compañeros, estamos igual de cansados de levantarnos cada mañana para asistir a clases. Simplemente, él es más irresponsable, y yo sigo esforzándome para ir cada día.

—¿Te he asustado? —preguntas innecesarias.

—No te esperaba hoy por aquí —es mi respuesta. No lo esperaba, no se suele dejar ver los lunes.

—Me apetecía venir —es la suya. Sus brazos se desenlazan  de mi cuello y caminamos juntos hacia el aula. Él habla, yo asiento. No recuerdo como llegamos a ser así de cercanos. Teniéndolo a mi lado me pregunto cómo se formó esta amistad, cómo dos personas diferentes nos mantenemos unidas en un equilibrio bastante estable.

Al tomarnos con calma el trayecto hacia nuestra aula, los pasillos se vacían. Las puertas cerradas, silencio y la voz seria de los profesores y los susurros de los estudiantes. Al llegar ante nuestra puerta él deja de hablar y pinta una sonrisa en sus labios. Gira el pomo y entra sin siquiera llamar, y lo sigo. La profesora de literatura, que torturaba con su voz aguda desde las ocho, detiene el vómito de información para vernos desfilar hacia los pupitres vacíos. No hay muchos agujeros libres y él corretea hacia el de la última fila, mientras yo me quedo en la segunda. Nos movemos acompañados de una banda sonora formada por una orquestra de bocas cerradas y la risita estúpida de una chica, de solista. La mirada de la profesora habla. La mujer vuelve a su discurso, dando el tiro de salida a una decena de comentarios en susurros por parte de los alumnos. Me giro para verle, me sonríe, y acaba echándose a dormir sobre el pupitre pintarrajado.

Después de eso, vuelves a mi mente. Ya tardabas... Ese discurso sin fin de la voz neutra pero estridente, los susurros, el dolor que se clava en mi cerebro cada vez más profundo, el sol en el exterior, la calma en las calles a través de la ventana a esa hora. Todo ello lleva a una especie de somnolencia, en un estado en el que se te desenfoca la vista y los sonidos a tu alrededor parecen amortiguados, en el que sólo existen tu mente y tú, y el que ningún estímulo exterior tiene permiso de interrumpir por largos minutos. 

Te cuelas en mi pensamiento sin siquera llamar a la puerta de mi mente. Yo mismo te di la llave. Pienso en que sólo falta un mes, sólo uno. Eso me hace feliz, pero a su misma vez algo, en algún rincón de mi pecho, duele. Todo depende de la suerte que tenga hoy, ¿sabes? De mi suerte de hoy depende que esté riendo o llorando dentro de un mes. Son treinta y un días. Pero todo depende de mi suerte del día de hoy. Tendrías que ver todo lo que me estoy esforzando... No, mejor que no me veas, tampoco sería bueno. Sólo tienes que fijarte en mi sonrisa, de aquí a treinta y un días. ¿Me prometes que te fijarás en ella? Grábala en tu mente, por favor. Eso me haría feliz. Estaré esperando la fecha, me esforzaré hoy. ¡Deséame suerte!

Planeo los movimientos de este recreo mentalmente con pesar. No lo volveré a hacer, después de hoy detendré esto, sólo hay que decir no.

Suena el timbre, la mujer, en un chirrido incómodo del contacto tiza-pizarra, apunta los ejercicios que nadie hará y recoge sus cosas en silencio después, en una desesperación silenciosa. El mundo se levanta, quejido estridente de las sillas cojas contra el suelo medio sucio y conversaciones a gritos de un lado al otro del aula. Sé que él sigue durmiendo, pero me giro para comprobarlo. No falla.

—Hola —una voz femenina y animada me sorprende al girarme. Alzo la mirada, descubriendo a una rubia para mí anónima sonriendo.

—Hola —respondo con la voz más alegre que puedo sacar de mi garganta. Me molesta.

—¿Qué tal, Manabu? —amplia su sonrisa, toma la silla de un pupitre cercano confiada y se apoya en mi mesa.

—Bien —márchate, márchate, márchate.

—¿Qué tal tu vida? —no se rinde. Le dirijo una mirada nerviosa y sigue sonriendo. Kazuki sigue durmiendo. El silencio empieza a hacerse demasiado largo y espero a que el destino me salve de abrir la boca de nuevo.

—¿Por qué te esfuerzas? —comenta un chico alto pasando por detrás de la compañera de clase. Entonces reparo en que esa sonrisa intentaba ser una sonrisa coqueta —. Si es maricón.

Voces agudas de infantes, pelo negro, peinados distintos. Uniformes escolares. Cuerpecitos cortos y cabezas grandes. El mundo es borroso y las bocas gritan "Eres una niña", "Marica", "Marica","Pervertido","Niña". Y nadie me defiendió, nadie se interpuso entre ellos y yo, nadie me apartó de todo eso. Lo hice yo solo, me evadí yo solo, encogiéndome sobre mí mismo y apretándome con fuerza las orejas, hasta sentir dolor. Pero seguía oyendo esos gritos a coro, que retumbaban en lo más profundo de mi cerebrito infantil.

Nunca había querido esconder nada, nunca fui mentiroso o hipócrita. En mi próxima vida sí lo seré. Y tendré muchos, muchísimos amigos. Aunque con tú me das todo lo que necesito.

La chica se ha ido ya. Nadie grita, están sentados, ordenados y silenciosos. Entra el viejo alto y delgado, profesor de geografía, metido en su uniforme de camisa gris, pantalones formales y zapatos brillantes.

Le tengo mucho cariño a ese día.

Con el pelo y la ropa interior llenos de la arena del patio volvía a casa, cargando la mochila con pocas ganas. Quinto de primaria. Avanzaba con mis piernas cortitas, solo, pues mis padres habían decidido que era mayor. Yo no quería ser mayor. Le había dicho a un amigo que me gustaban los niños, ahora todos lo sabían y me molestaban. Pasé ante la casa del perro pequeño e histérico, crucé el parque, acompañé al canal de aguas verdosas por unos minutos y caminé por el puente. En mi camino veía un total de tres contenedores de la basura, los cuales acostumbraban a estar llenos, olvidados, con bolsas grises, a menudo malolientes, abandonadas a su alrededor. Solía contar esos puntos en que se amontonaba basura -uno, dos tres-, para recordarme que ya quedaba menos para llegar a casa y tragarme la merienda y encender la consola. Ese día, en el Tres, entre las bolsas grises de basura había una blanca y llena de objetos angulosos. Lo que contenía la estaba perforando por todos lados. Pasé sin prestarle atención, pero me volví después. No había nadie en toda la calle, asalté la bolsa blanca. Llena de casetes, eso eran, conocía esos objetos rectangulares. Papá y mamá, sin ganas de modernizarse, tenían una enorme colección, y los ponían a menudo. Escuché un ruído y me asusté, cogí una cajita al azar, arañándome la mano con las otras que contenía la bolsa al moverme rápido y salí corriendo. Me detuve al final de la calle y miré atrás. Pero seguía sin haber nadie. Me sentí un poco tonto entonces, pero tenía parte del botín en la mano. Anduve hacia casa mirando el trozo de papel que indicaba el título, en kanji, esperando entenderlo sólo mirando. Al llegar a casa, lo primero que hizo aquel pequeño yo fue poner el casete con cuidado en el reproductor suponiendo que la cinta estaría rebobinada. Papá y mamá anunciaban, en una nota sobre la mesa, que estarían fuera esa tarde. Le di a "play" con cautela. La cinta magnética comenzó a moverse. Una melodía empezó a sonar. Arpegio de guitarra y una voz susurrante, acariciaba mis oídos. Me cautivó, me convirtió, me cambió. Una sola melodía, una sola canción. Y lo supe en los primeros segundos. Algo en mí hizo "clic". Tu voz, en susurros. Tan expresiva, tan hermosa, desde el primer día. Tenía once años en ese entonces. Y desde entonces, cada día te he ido conociendo. Más y más profundamente. Te amo, te amo tanto.

Recordando siento ganas de llorar. Me has cambiado, a mí, mi vida, mis sueños y ambiciones, todo es para ti, me entrego a ti, vivo por ti. Respiro hondo y presiono la manga de la camisa blanca sobre mis ojos, manchándola de lágimas invisibles.

En mi ensoñación pasan dos horas más sin incidentes a destacar. Lo curioso es que los profesores no me llaman la atención, ya soy el caso perdido. El timbre suena, el profesor se retira, todos se levantan.

—Manabu, ¿sales? —Kazuki se acerca desde el fondo del aula, con una sonrisa adormilada y peinándose con los dedos el pelo castaño. Como un espejo le devuelvo la sonrisa, hasta que recuerdo lo que me veo obligado a responder. Puedo ver, incluso antes de decírselo, enfado y decepción en su rostro.

—No...

—¿Y eso? ¿Desde cuando estudias? —intenta bromear, aunque no sea lo suyo, pero mi expresión seria lo obliga a detenerse—. No me jodas, Manabu.

Mi silencio responde a su pregunta sin interrogación.

—La última vez dijiste que era el último —la decepción. Y no sabe los que ha habido después del último. Me reprende por mis mentiras y por mi poca fuerza de voluntad. Merecería una bofetada, pero él es demasiado bueno. No voy a justificarme, porque sé que no aprobará mis razones. Es demasiado bueno, pero no logrará entenderme. Esto es algo profundo. No todo el mundo lo comprende, y lo entiendo. Por eso mantengo mi boca cerrada, cosida con hilo finísimo y una aguja de indolora punzada. Él tampoco vuelve a hablar, sólo me mira por unos segundos que me parecen días y me da la espalda para irse. Por un momento deseo detenerlo y gritarle que esta sí será la última vez. Pero las promesas pierden su valor cuando ya las has roto, la palabra se vacía de su significado y pocas cosas pueden llenarla de nuevo.

El pelo castaño y su camisa arrugada desaparecen detrás de la puerta que se cierra de un golpe. El golpe retumba en mi cabeza y se hunde en la carne blanda de mi corazón, hasta que extraigo esa estaca en un suspiro y trato de olvidar la heridita sangrante. Son las once y once minutos. Bonito número. Me levanto para revisar que todo lo necesario esté en mi mochila, dispuesto a irme. Todo está en su sitio, en la pequeña bolsita de tela com motivos kawaii.

El pasillo está prácticamente desierto, sólo me cruzo con unos pocos estudiantes cansados y solos. La fiesta está en el patio. Los árboles de la calle filtran la luz y dejan los corredores a oscuras.
     
Los baños de este piso siempre están vacíos a esta hora, como si el mundo estuviera esperando que esto pasara. Llego temprano, son y trece. Entro en uno de los cubículos y me siento sobre el retrete cubierto por la tapa de plástico sin cerrar la puerta, mirando la pantallita del teléfono, esperando ver cambiar el 13 a un 14. Estoy calmado, o quiero pensar que lo estoy, y mi corazón late deprisa. No debería pasarme esto ahora, no es como si fuera la primera vez. Aunque cada vez sea distinta. Saco dos condones y lubricante de la bolsita kawaii y me los meto en los bolsillos como puedo. Y sigo esperando.

Pasos. Las once y catorce. Me permito temblar por unos segundos y recupero el control de mi cuerpo, trazando una sonrisa que he estado practicando.

Mantengo los ojos fijos en la puerta de los baños sin parpadear. Podría ser una falsa alarma, o podría ser la persona que espero. Un chico abre la puerta, su cara me suena. Lleva demasiados botones de la camisa desabrochados para mi gusto. Su sonrisa me dice que es el autor del mensaje. Me dice también el tipo de persona que es, y no me gusta, nada.

—Manabu, ¿verdad?

Su voz no es muy grave, pero tampoco aguda. Sólo me desagrada. Qué palabras tan estúpidas. ¿No me conocéis todos ya? 

Asiento lanzándole una mirada que no saldrá nunca de este baño. Se acerca creyéndose sensual. Si no supiera lo que va a pasar lo podría calificar como atractivo, pero sólo me produce repulsión.

Se acerca hasta atraparme entre su cuerpo y la pared, cierra la puerta del cubículo. Coloca una mano en en barbilla y acerca mi cara a la suya para besarme. Su saliva me da asco. Su lengua húmeda tiene un sabor desagradable. Muevo mis labios con los ojos cerrados y entrelazo mi lengua con la suya. Su nariz roza con la mía, sus dientes son molestos. Al romper el beso se queda mirando mis labios húmedos como si pensara algo. Al parecer se decide, porque vuelve a sonreír y ordena.

—¿Qué tal si me la chupas?

Ante eso hay que arrodillarse al instante. Roce de tela, y no tardo a sentir su presencia cerca. Quietud insistente, me atrevo a abrir los ojos. La tiene pequeña. Tomo el miembro fláccido entre mis manos y me lo llevo a la boca, lamiendo primero la punta, tenteando el terreno para metérmelo todo, hasta que su pene choca contra mi garganta. Succiono como puedo y saco un poco ese trozo de carne ahora húmedo de mi cavidad. Un gemido. Al parecer le está gustando.   

Sigo con la felación y me tira del pelo para marcar el ritmo, obligándome a tragar completamente su miembro, provocándome arcadas. Seguro que siente bien roce de su miembro contra mis labios, pero a mí me empieza a doler la mandíbula. Cuando la polla ya está en su tamaño máximo, me obliga a apartarme. Un hilo de saliva nos une, al pene rosado y a mí.

—Levántate —respiro hondo varias veces, evaluando lo que me duele—. Levántate —Vuelve a tirarme del pelo para que obedezca. Esta vez ha sido fuerte y veo borroso por mi ojo derecho, que se ha llenado de lágrimas.

Me levanto y me acorrala otra vez contra la pared de azulejos blancos cuadrados y brillantes pero sucios. Lleva sus manos grandes de uñas mordidas a mi cintura con intención de girarme.

—Deberías usar condón... —advierto. Pero mi voz sale tan temblorosa que nadie me prestaría atención. Yo me siento más seguro realmente, he pasado por esto antes. Sólo mi voz me traiciona.

—No lo voy a hacer —su sonrisa prepotente. Pero el trabajo es el trabajo. Abro los brazos, indicándole que soy suyo. Con resignación. Sólo por unos minutos. Pero suyo. 

Me toma por la cintura sin mucho cuidado para obligarme a girar sobre mí mismo, dejándome de espadas a él, de cara a la pared. Mi camiseta vuela, mis pantalones caen, no hay ninguna caricia, ningún beso, ninguna palabra, ni sucia ni cariñosa. Sólo su miembro en mi culo.

Los tengo clasificados. Los criñosos, los violentos, los tímidos. Gimiendo sin sentir placer, siempre logro que encajen en un grupo. Tan inexpertos, tan estúpidos... Yo creo en el amor. Perdóname, perdóname. Ya lo sabes, ya sabes que no me gusta. Es sólo por necesidad.

Hombretón, ¿a esto lo llamas sexo? Lo siento moverse dentro de mi trasero, abriéndome sin ninguna compasión, sólo buscando su placer. Sólo hundiéndose en mí con violencia. Es doloroso, los músculos de mi cara se contraen y lágrimas involuntarias caen desde mis ojos.

Tendré que esforzarme para correrme, o el tipo se sentirá poco macho y lo pagará conmigo. Disfrazo mis gemidos de dolor para que parezca que lo disfruto.

Las pastillas. Por eso sentía que olvidaba algo. Estoy olvidando mi sistema.

Pero este ya es el último. Duele. Lo odio. El dinero, él es el culpable de todo, todos detrás del seductor, lo necesitan como si fuera oxígeno.
No debería hablar en tercera persona, mejor nosotros, me incluyo.

Me ha penetrado, pero no eres tú. Se mueve dentro mío, le siento grande ahora. Pero yo sólo te quiero a ti. Gemidos a mi espalda, pero no es tu voz. Odio todo esto. Ya queda poco. Me masturbo cuando él gime más agudo. Qué ridículo. Ni siquiera has llegado a mi punto G.

Se corre dentro mío, y yo logro terminar segundos después. No sale de mí, me aplasta contra la pared, jadeando, recuperándose. Estoy sudado, está sudado, nuestros cuerpos se pegan.

— Mil quinientos —susurra con voz ronca, saliendo de mí sin cuidado. Junto a su pene siento salir su semen, escurriéndose entre mis nalgas.

—Dos mil —mil quinientos yenes es demasiado poco. Con mil quinientos no tengo suficiente. Necesito más. Dos mil, sólo quinientos yenes más. Me giro para mirarle, forzando el cuello ya que me mantiene pegado a la pared.

—Te doy los dos mil —sé que le he mirado con agradecimiento. Qué asco —. Si echamos otro.

Silencio. Un minuto, dos minutos. Me está apretujando el culo mientras. Con los hombros caídos, acepto el trato.

Esto lo hago por ti. Es por amor. Alguien dijo... "El fin justifica los medios". No estoy orgulloso de mis medios, por eso sólo tienes que fijarte en mi sonrisa, de aquí a treinta y un días.

Mi culo le tiene caliente, me vuelve a penetrar. Su agarre en mi cadera, para poder hundirse más. Me chupa la oreja y me muerde el cuello. El segundo está doliendo más. Estoy completamente pegado a la pared. Cada movimiento suyo me empotra, me golpea contra los azulejos. Voy a estar lleno de moratones.

Descubro que estoy llorando otra vez. Ahora es de lástima, hacia mi mismo. No me toco, tampoco vale la pena. Me dejo ir y me golpeo de frente contra la pared fría y dura, sin querer. Me mareo. Que acabe pronto.

Y, como si hubiera escuchado mi voz, se corre dentro mío por segunda vez. Más de esa sustancia caliente dentro de mi cuerpo. 

Cuando sale de mí y empieza a vestirse, busco mis bóxers por el cubículo. Los descubro en mis tobillos y me los subo con el poco orgullo que me queda. Van a mancharse, pero sólo quiero protegerme de su mirada. Antes de que pueda empezar a buscar los pantalones, mi cliente me pellizca el trasero y cuela su mano en la parte delantera de mis bóxers, tocándome y dejando dentro unos pedazos de papel. Me gira y me vuelve a humedecer los labios.

—No eres mala puta —se despide y me deja solo.  

Meto la mano en mi ropa interior para sacar los tres billetes de mil.

~~~

Con el cuerpo húmedo de sudor enfriándose bajo el uniforme que se me pega a la piel y roza de forma incómoda salgo del edificio cuando suena el timbre que indica el final del recreo. Los alumnos y su griterío vienen hacia mí, hacia la puerta, en manada. Por no ser suficientemente rápido tengo que nadar entre ellos a contracorriente hasta llegar a tierra, ante la puerta cerrada del recinto. Entre los perfumes de hombre y mujer hay alguien que huele a sudor y otros fluídos. La puerta es metálica, gris oscuro y medio brillante, con sus barrotes y formas que crean unos peldaños perfectos. Coloco los pies en los puntos oportunos con maestría y subo una pierna para pasar al otro lado, sintiendo el dolor incómodo en el trasero y un poco más de su semilla mojando mi ropa interior. Salto a la calle.

En la libertad de la acera me viene a la mente que no me he despedido de Kazuki. Sé que seguirá enfadado por un tiempo. Pero nada debería enturbiar mi felicidad, ahora. Camino con ganas de sonreír a pesar del cansancio.

El sol de la mañana es cálido hoy. 

Espero en la parada del bus medio vacía y tomo uno diferente de al que me subiría para volver a casa. Me siento en una limusina al estar solo en el vehículo. Mi chófer me conduce por las calles de la ciudad. No conozco la ruta, por lo que tengo que estar atento para bajarme donde debo. Estar sentado es incómodo.

El autobús se detiene y corro hacia la puerta. Durante el trayecto se ha llenado, golpeo algunas personas en mi camino por el pasillo y me disculpo a gritos. Después de andar por unos minutos saltando de calle desconocida a calle desconocida deseando no haberme equivocado, encuentro el sitio que buscaba, que no pasa desapercibido. Se abre un espacio entre las casas, se ve el cielo. Y un notable estadio yace como un dragón dormido ante mío. No sólo sirve para los partidos de béisbol, sino que a menudo se adapta para servir de sala de conciertos.
Sigo avanzando a ritmo más lento, admirándome de la escala de la obra. Y a ese paso llego a una especie de taquillas, donde a esta hora sólo una mujer atiende. Me sigue con sus ojos hundidos en la cara ojerosa, con pocas ganas de trabajar. Nos entendemos con pocas palabras, no tarda a comprender lo que busco de ella y teclea por unos segundos, marcando esa arruga entre las cejas y con los labios rosa violáceo apretados. Se vuelve a dirigir a mí leyendo los datos que aparecen en su pantalla, incluído el precio, dejo el dinero que he reunido con esfuerzo y se realiza el intercambio.

Una corriente, una sensación desconocida nada por mis venas y por todo mi cuerpo desde la punta de los dedos de la mano derecha cuando tomo con cuidado el trozo de papel que me es entregado. Es una entrada que acredita que has pagado y te da el poder de entrar en este estadio un día determinado, para un evento determinado. Que de hecho, es lo único que me interesa del dragón durmiente.

Le sonrío a la mujer, que me mira como si estuviera demente y me alejo de las taquillas. Antes de perderlo de vista, me giro para sonreírle al estadio. Y corro hacia mi casa. Me muero por ducharme. Y por contártelo todo.

~~~

Salgo del baño envuelto con una toalla entre nubes de vapor. Huelo a champú y mi piel se siente suave. Camino a paso rápido hasta la habitación para verte y te regalo una sonrisa. Es que estoy realmente feliz.

Voy en busca de mi mochila, abandonada en la sala, y en el camino de vuelta recuerdo que no he comido. Llego a mi habitación con la mochila y cuatro galletas saladas, que serán mi comida de hoy. De mi cartera saco con cuidado el trozo de papel que cuesta cincuenta veces su peso en oro para pasarlo ante tus ojos. ¿Lo ves? Lo he hecho.

Tú me escuchas en silencio, y después escucho yo tu voz y tus viejas melodías. Hace meses que no compones nada nuevo, pero para mí está bien saborear tus obras una vez más.

~~~

Y desde ese momento, los días corren, las horas se aceleran, y cada minuto parece contener menos segundos.

Me olvidé de Kazuki hasta que se presentó ante mi casa para disculparse. Le perdoné y escondí lo mal que me sentía. Salimos varias tardes a la semana ahora, no voy a volver a olvidarme de su existencia. Él se alegra de que vaya a verte, de aquí a quince días, y a menudo hablamos de tu voz. Le gustas bastante.

Preparé la ropa veinte días antes, y cada día he cambiado algo del conjunto. No consigo decidirme.

~~~

La cifra anterior de la marcada con un círculo amanece con una cruz encima, hoy es el día. Aún teniendo puesto el despertador no escucho su pitido molesto en toda la mañana, me he levantado horas antes de que sonara y la alarma de las seis de la mañana ha sido desactivada. Hay cosas por hacer.

Después de darte los buenos días y el rutinario beso a tu mejilla indiferente, que cada día disfruto, saboreo como un sumiller un buen vino, y empiezo a corretear por la casa.

Cuando el bolso queda completamente lleno, y después de la ducha, empieza la batalla con mi pelo. Laca y peine. Recuerdo que he olvidado vestirme y tengo que retocar el peinado después.
Saco todos mis potingues y dedico los últimos minutos a maquillarme como toda una señorita. Me gusta el resultado, sigo pareciendo un chico, pero otro chico.

Ya es hora de salir. Son las diez de la mañana y temo que sea demasiado tarde. Los escalofríos sacuden mi cuerpo a placer y todo yo parezco temblar. El corazón late a un ritmo inhumano. No hay forma de calmarme. Son las diez. Intentaré disfrutar al máximo este día, este sentimiento y este nerviosismo. Salgo ya. 

Le digo adiós al póster, porque hoy te voy a ver de verdad. A ti, cumpliendo tu sueño.

Notas finales:

Para aclararlo antes de que los jueces me lo digan...NO HE CUMPLIDO CON LO QUE ME TOCABA, LO SÉEEEEEEEE.
Esto del amor... No... No... Que no me sale. Así que lo siento mucho.

Falta un segundo capítulo, más corto, para molestar, sólo.


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