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Voluntad por AkiraHilar

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Notas del fanfic:

Dedicatoria: Para Martha F, o Mady, que sé ama a las parejas, ama a Albafica y adorara este fic. Fue la que se emocionó cuando comenté la posibilidad en mi perfil así que es suyo :3 ¡Espero te guste!
Comentarios adicionales: Esta basado en el manga, después de la muerte de Minos. Sería en medio del tomo 4 de Lost Canvas.
Beta: Karin San

Notas del capitulo:

Dedicatoria: Para Martha F, o Mady, que sé ama a las parejas, ama a Albafica y adorara este fic. Fue la que se emocionó cuando comenté la posibilidad en mi perfil así que es suyo :3 ¡Espero te guste!
Comentarios adicionales: Esta basado en el manga, después de la muerte de Minos. Sería en medio del tomo 4 de Lost Canvas.

El Yomotsu.

 

El encontrarse en la puerta del infierno le pareció una ironía, aunque consideraba el hecho de caer con un dorado una verdadera vergüenza. No quería ver el rostro de Aiacos atizándole la derrota en la cara y conviniendo con la idea de que era mejor dejarle a cargo el primer ataque al santuario. No pensaba aguantar la burla con la que lo recibiría, cuando luego de revivir y acabar su trabajo regresara al averno a esperar más órdenes.

Porque, por supuesto, sabía que el pase sería tan sólo momentáneo. La muerte para ellos no era crucial ni definitiva y antes de que sus cuerpos perdieran su calor, sus almas serían levantadas de nuevo por su dios para regresar al campo de batalla, ver el rostro de terror e impotencia de su adversario y terminar de matarlos.

Consideró que ya habían tardado.

Deslizó su mano sobre su pecho para hallar vacío el lugar donde la rosa roja se había clavado. Una rosa envenenada. Eso había sido una forma de morir por demás poética y para él, amante de la elegancia, no le resultó tan desagradable que fuera así. El telón había caído dejando un final al menos bello, bello como lo había sido su contrincante a quien seguro se encontraría allí.

El hades le había otorgado a él la capacidad de no perder la consciencia cuando su alma vagara por Yomotsu. Si se tiraba al enorme monte, lo haría solo por el protocolo necesario antes de resurgir en la tierra. Obviamente, con los santos de Atenas no sería igual, así que en vez de decidir caer en el Seol, prefirió esperar para ver la palidez de su contrincante una última vez.

Ese día había un desfile de santos cayendo, por lo que podría sentarse en una piedra y degustar el escenario de muerte que él había creado con ir junto a un pequeño grupo de vanguardia. Sonrió de lado afilando sus dientes ante la perfecta imagen, uno a uno cayendo con un alarido a un lugar de donde no podrían regresar. Las instrucciones dejadas a Lune también habían sido claras y perfectas, ya que él recibiría a cada uno de ellos y los castigaría sin un ápice de benevolencia. Pero con aquel que osó matarlo, debía darle un trato especial.

Por supuesto, único como su belleza.

Finalmente lo encontró, no hubo necesidad de hacer una búsqueda exhaustiva entre la caravana de almas cayendo al infierno. Él se veía diferente y sobresalía de entre la multitud. Minos halló entretenida la forma en que sus cabellos se movían con languidez en el aire, mientras su cuerpo era arrastrado por la gravedad de la muerte. Sin voluntad, sin pensamiento, totalmente inerte y resignado a caer.

Aquello le desagradó. Definitivamente no era la mejor estampa del santo de piscis a su parecer. Caminó hacia él y cuando llegó a la fila lo jaló de su brazo para sacarlo del desfiladero donde debía caer con otros más. No pensaba dejarlo ir tan fácil hasta ese lugar, aunque ya no era quien le había matado. Tomó su rostro inerte con el filo de sus dedos y pudo comprobar que efectivamente no estaba el brillo de esa mirada envenenada dispuesta a clavarse en él.

Desolador. La belleza de Albafica no estaba en ese lugar que hedía a muerte. Estaba allá arriba, donde murió seguramente acompañado por sus rosas luego de su ataque mortal. Lo que le había salvado de la muerte —su voluntad— no yacía allí ni estaba dispuesta antes sus ojos. Albafica en ese momento solo era un alma en pena y seguramente recuperaría el brillo cuando al llegar al primer templo, su templo, Lune leyera los pecados que tenía a cuesta.

Mientras tanto, allí en sus manos, no había nada. Ni siquiera un remanente de él.

Pese a eso, ensanchó su sonrisa. Allí en la corta distancia pudo observar los rasgos perfectos del hombre que lo había matado. Deslizó sus yemas por la mejilla y dibujó el camino que aquella gota de sangre había marcado en su lacro rostro cuando peleaban. No pudo evitar presionar con su pulgar el labio inferior y sentir un asqueroso deseo de morderlos cuando el alma, por reflejo, entreabrió su boca como si esperara un beso. Todo él era tan perfecto que provocaba era eso: morderlo y marcarlo.

Observó con detenimiento sus pestañas rizadas, lo blanco de sus ojos y lo azul de sus irises. Puso especial atención a su lunar y la forma que parecía haber sido dibujado por la misma diosa Afrodita para cumplir algún capricho. Todo en él era magnífico, ya lo imaginaba cuando llegara al Ptolomea sin otra opción más que sucumbir a su poder. Amarrado, dominado, pero por supuesto, con esa mirada clavada desafiándolo.

Eso era lo más delicioso de él. Lo que más le gustó de su peligrosa belleza.

Decidió probar, solo por la mera curiosidad de saber cómo se sentiría la textura de sus labios. Labios antes venenosos, la sola idea le creaba una intensa gula que provocó salivación en su paladar. Apresó la cadera de aquella alma y buscó establecer el contacto. Posesivo, como todo lo que tomaba él. A la fuerza.

Una molesta lucecilla titilante se interpuso y luego vinieron otras más. Elevó la mirada y el alma de Albafica se mantuvo suspendida en el aire, solo sujetada por su brazo. Pudo ver que aquellas luces no eran más que almas.

Escuchó unos pasos. Supo que estaba acompañado y no precisamente por muertos.

La presencia de aquel se mostró cuan señor de aquellas tierras. Posó sus manos en las cintura y dejó que su capa blanca bailara en el arenoso aire que Yomotsu despedía mientras los gritos se seguían escuchando en una marcha fúnebre. Afiló los ojos ante ese hombre, un dorado, que se presentaba ante él como si fuera el dueño de todo lo que sus ojos podía ver. En su aspecto había algo amenazador y burlón, era difícil definir la cuota de ambos gestos en su cara. Su boca parecía hacer una mueca pero el entrecejo no denotaba exactamente la emoción que lo constreñía. En todo caso, le pareció divertida.

El invitado —dueño— del sitio dirigió la mirada hacía su brazo, como si corroborara lo que tenía envuelto. Minos por mera afición, apegó más el cuerpo del alma atrapada para acorralarlo contra su sapuri, mientras lo miraba desafiante. Comprendía, o al menos imaginaba, la impotencia que debía sentir aquel al ver a su compañero atrapado en sus brazos.

—¿Quisiste adelantarte? —Esgrimió con tono locuaz y ensanchó su sonrisa enfilando sus dientes—. ¿O viniste a despedirte de tu amigo?

Otro grito interrumpió el silencio que se acomodaba perfectamente entre ambos, separados por una colina empinada. Minos saboreó el brillo de esos ojos, porque podía ver en ellos la más profunda ira que se gestaba en su estómago y prometía escupir fuego. Ya sabía a quién iría a buscar cuando regresara. No era que le gustara su rostro, pero le parecía divertido castigarlo por osar vagar por las tierras de su señor como si le pertenecieran.

Pero contrario a lo que esperó, el santo sonrió. Cambió la postura dejando el peso de su cuerpo en su pierna derecha y decidió aprovechar el momento para limpiarse el oído con la punta de su meñique izquierdo. Minos aguzó la mirada y enserió su semblante buscando entrever entre sus descuidadas acciones algún acto de atacar o defenderse.

—A mi amigo no le gustaba eso. —Levantó su comisura derecha en burla, y señaló hacía el brazo del Kyoto que sostenía el alma a su costado—. Mmmm… no, en realidad le enfurecía. Al menos que estuviéramos aquí, claro. Donde todo el veneno vale mierda.

Minos no entendió qué quería aquel hombre con contarle eso, ni mucho menos qué era lo interesante de ese asunto. Con mirada acechante le observó moverse por el filo de la barricada, y aquellas luces que vagaron minutos antes entre ellos, se movieron para seguir la punta de su índice.

—¿Qué se siente morir con veneno? —preguntó el dorado paseándose en Yomotsu con paso teatral—. Varias veces sentí ese límite. Saboreé el sabor amargo en la lengua, corrosivo. Como se comprime el pecho y vaticinas el dolor agudo en la boca de tu estómago. Entonces comienzas a sudar frío y el aire te aprieta. Y cuando entornas tus ojos, lo único que puedes ver es su intensa mirada observando cómo te está jodiendo. —Chaqueó su lengua y dirigió sus ojos índigos hacía el juez que le miraba desde la distancia—. Es bueno saber el límite, entonces.

—Interesante… ¿y a qué debo tu presencia aquí?

Un agudo grito de lo que supuso era una mujer volvió a interrumpir el ambiente que pese a la distancia se mantenía tenso.

—A que tú, —Le señaló con aire acusador—, deberías estar allá. —Deslizó su dedo en el aire para mostrar la boca del Yomotsu y las almas cayendo en ella.

—Yo y él, en teoría. —Minos ensanchó su sonrisa con gesto divertido y el dorado le consintió la afirmación. El juez y Albafica debían estar allí.

—Él lo sabe.

El gesto del juez mudó cuando pudo ver el gesto del santo. Su sonrisa, su sonrisa estaba cargada de una señal de victoria que no pensaba avalar. La iba a borrar.

Eso quería. Hasta que sus pies se sintieron inmovilizados y el alma que tenía en su costado se asió a él con fuerza, pasando los brazos por su cuello. La sorpresa no lo dejó actuar, pero en el momento mismo en que sintió su cuerpo tensarse ante una indiscutible fuerza, el cabello del santo que lo amarraba le nubló la visión y la fuerza abrasiva de la muerte comenzó a jalarlo hacia su estómago.

—¡Qué demonios! —¿Cómo se había movido? ¿Cómo había decidido atraparlo de ese modo? Trató de zafarse y halló inútil cualquier esfuerzo. Albafica literalmente se había convertido en una prensa humana que cortaba sus movimientos y lo arrastraba al Seol.

Tensó sus mandíbulas y lanzó un grito que agitó con su cosmos todo el derredor. Elevó una rafaga de viento que no encontró ninguna víctima a su paso. El santo dorado que lo observaba de lejos le sonrió, burlándose de su propia debilidad y sobre todo, de haberlo subestimado.

—Te dije, a mi amigo no le gustaba eso —El dorado presente empezó su camino acercándose a él y conforme los pasos se daban los cuerpos de muertos bajo los pies de Minos resurgieron para convertirse también en cadenas abrasivas.

El espectro se encontró atrapado en medio de una muralla de cadáveres y el alma de Albafica quien había decidido despertar al último minuto. Su ira hizo rugir el centro de la montaña cuando agitando su cosmos, desparramó miembros desmembrados a su paso. Pero el alma de su asesino no cedió. Su agarré más bien lo apretó más.

Minos entendió cuán cerca estaba de la caída cuando los próximos gritos se escucharon más aterradores. Las almas estaba siguiendo su curso, y Albafica lo estaba obligando a ceder. De repente el panorama le resultó teatral y sus pupilas se dilataron al comprenderlo. Ellos dos, abrazados y cayendo al Seol. La perfecta obra de amores atormentados.

Soltó una carcajada incrédula ante la grandiosa ironía que representa su improvisada tragedia griega. Su risa hizo eco por cada rincón y piedra caliza del sombrío lugar. Luego dirigió con rostro transformado por la locura los ojos a aquel que era el único interesado testigo de su último acto, al menos antes de la segunda parte. Afiló de nuevo sus dientes y sus ojos ambarinos adquieran un brillo siniestro.
Eran unos estúpidos. Albafica por creer que podría con ello acabar su vida. Aquel hombre por tan siquiera pensar que le perdonaría la osadía de observarlo morir. La enfermiza sed de venganza pudo más, y con su carcajada saboreaba de antemano el momento en que fuera escupido por la enorme montaña para primero, aplastar a aquel maldito insolente. Luego regresar y destruir el resto del pueblo junto al dorado que intentó oponerse a él.

Uno a uno, cada uno de esos malditos dorados, morirían en fila ante sus hilos.

—¡Jajajaja! —volvió a reír a todo pulmón, sintiendo como sus botas conseguían el filo de la montaña y la fuerza de atracción lo estaba empujando—. ¿Entonces quieres que sea así, Albafica de Piscis? Los dos muriendo, ¡juntos! —sublimemente perfecto, encantador. Dramático como todos ellos y su diosa—. Pero volveré hermosa flor… ¡volveré y destruiré el maldito pueblo! —Dirigió sus ojos al dorado frente a él—. ¡A tu maldito amigo! ¡Y al imbécil que osó desafiarme también!

—¡Jajajajaja! —La carcajada que ahora irrumpió venía del propio Manigoldo. Su risa matizó los gritos del espectro que se negaba a caer mientras era arrastrado por Albafica a su destino. Minos le miró, furioso ante la insolencia que aquel dorado había mostrado ante él y esas tierras desde su llegada—. ¿Tanto le temes a la muerte? ¿Caer en el maldito hueco como todos? ¿Ser una basura?

Manigoldo se movió con velocidad, y antes de que Minos pudiera hacer algo, estaba allí, frente a él a pocos centímetros de su rostro. Pudo contemplar con claridad las marcas de diminutas cicatrices y la aspereza de su rostro. Se crispó por completo, al sentir el índice del dorado atizando una huella en su frente.

—Tú y tus dioses, se olvidan de nuestra voluntad.

—Somos inmortales…—siseó con enfermizo rencor dispuesto a destajarlo. Manigoldo le sonrió con cortesía mal actuada.

—Bien… ahora que vas al averno, dale un mensaje a tu dios de mi parte. Dile que uno de los nuestros está justo allá abajo.

¿Un santo en el averno? ¿Un santo en el infierno? Sus ojos se abrieron y sintió la presión de los brazos de Albafica alrededor de su cuello, amenazando con quitarle el aire si pudiera respirar en ese lugar. Manigoldo observó el gesto y relamió sus labios ante la visión.

—No subestimen a nuestros viejos. Son peligrosos.

Una leve presión fue suficiente. El cuerpo del kyoto se precipitó abrazado por Albafica, quien había decidido llevárselo al infierno hasta el fin.

Albafica le había destinado una última mirada a Manigoldo antes de partir. Y precisamente a eso fue, había ido a despedirse de él.

El santo se quedó en silencio observando el paso de las otras almas que siguieron el destino del juez y su compañero. Su mirada ya no tenía rastro de fanfarronería o burla, estaba más bien revuelta entre melancolía y reflexión. Pese a ello, se dibujó una sonrisa suave y orgullosa en sus labios.

—Que nadie ponga en duda tu voluntad, Alba-chan.

No habría otro como él.

Notas finales:

Esto me llegó después de participar en el duelo de parejas de LC donde estaban estas dos parejas tentativas. Espero les haya gustado :3


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