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Understanding por AkiraHilar

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Notas del fanfic:

Razón: Summer Songfest y Cielos de Lotos.
Dedicatoria: Ehm... a todos los que se le ocurra ver esta cosa rara.
Comentarios adicionales: Fue un experimento, pero al oír esta canción simplemente visioné este fic, con todo lo que trae. Es extraño, obtuso, como lo es quizás la mente humana o mi cabeza antiborrada de stress y cólicos. 

Pásese con cuidado.

Canción: Understanding - Evanescence

Notas del capitulo:

Razón: Summer Songfest y Cielos de Lotos.
Dedicatoria: Ehm... a todos los que se le ocurra ver esta cosa rara.
Comentarios adicionales: Fue un experimento, pero al oír esta canción simplemente visioné este fic, con todo lo que trae. Es extraño, obtuso, como lo es quizás la mente humana o mi cabeza antiborrada de stress y cólicos. 

Pásese con cuidado.

Canción: Understanding - Evanescence

 

Tú tienes la respuesta en lo profundo de tu mente.
Conscientemente la has olvidado.
Esa es la forma en la que la mente humana funciona.
Siempre que algo es demasiado desagradable, vergonzoso
O difícil de entender, lo rechazamos.
Lo borramos de nuestros recuerdos,
Pero la respuesta siempre está ahí.


«Asesino de dioses, ¿puedes escucharlo?»

Saga recordó lo que era percibir. Un hedor en la punta de su nariz, el deslizar de una gota de sudor, la textura de la seda y la noche que en penumbra ocultaba la forma de los objetos. Recordó lo que era escuchar, y efectivamente captó con su oído la voz profunda y frugal de un joven, seguro un adolescente.

Rememoró lo que era pensar.

Después de dolor y escarmiento divino, hilar un pensamiento que se alejaba de él debía ser un milagro. Uno de esos que no podrían ser benditos, si no supiera en donde debía estar y si no conociera el orden vital de las cosas. Para Saga, la benevolencia no podía haber tomado una peor cara que esa: la de permitirle sentir que vive, sabiéndose muerto y la de saber que eso solo lo puede hacer un dios sobre la tierra.

El conocimiento, ese que siempre estuvo y estará allí en la consciencia que se mueve sin cuerpo, le confirmó lo que ya el alma había identificado desde antes de que despertara, esos sentidos artificiales que no eran ni serían suyos jamás. No quiso «mover» lo inamovible, ni pretender articular un cuerpo que reconocía como impropio. El hedor entonces tuvo un significado abismal.

Olía a muerte. Él era muerte.

De lejos, la música de algún réquiem maldito también se unió al escenario inhóspito que lo rodeaba y que no pretendía esclarecer por los momentos. Su alma y su cuerpo se encontraban cohibidos y asustados, ante la presencia inadmisible de un dios que se había aprovechado de su condición inmortal en el infierno. 

«Sutil y efímero, así como la vida. Mortandad que se escurre en los oídos humanos sabiendo el fin inacabable. Porque culmina y reinicia en un ciclo por demás absurdo. Dime, asesino de dioses, ¿por qué el humano goza vivir de los finales?»

Aunque hubiera querido responder, pronto descubrió que era peor, mucho peor que la primera impresión que tuvo. No, no solo no era su cuerpo, sino que no podía accionarlo como tal. Sentirse atrapado dentro de sí mismo pareció la broma más cruel que hubiera podido imaginar por parte de los dioses. Imposibilitado de hacer o de moverse, sabiendo que otro ente, no él, definía las acciones próximas y lo dejarían como espectador.

De nuevo a merced de algo —su mente, un dios, ¿importaba el qué?— a sabiendas que estaba perdido.

No quiso abrir los ojos, porque no deseaba ver de nuevo las consecuencias de sus decisiones tomadas en contra de su voluntad. Solo se aferró a su consciencia, aquella que tenía agujeros profundos y cortaduras inhumanas destejadas a lo largo de esos 13 años, o un poco más.

—Te estoy hablando, Géminis.

Le invadió un temblor desde la punta de sus pies —aquellos— hasta cada uno de sus cabellos. Atiborrado entre sábanas, no muy consciente de las consideraciones que el dios hubiera tomado con él —ni para qué—, se quedó inmóvil mientras el peso de un cuerpo delgado se posicionaba a horcajadas. 

No estaba muy seguro ya de sí agradecer ser un testigo o no de ese cuerpo que no le pertenecía. 

—Solo te moverás si así lo deseo, pero puedes ver, escuchar y hablar a tu gusto.

—¿Para qué?

Sorprendentemente, era su voz. Reconoció su voz gruesa tropezando con cada curva y punta de cada objeto de ese lugar. El arpa seguía sonando a lo lejos y la espina de saberse prisionero no le daba muchas indicaciones de cómo proceder en esa situación. Solo de que estaba allí, y que era un castigo. Más castigo para el asesino de dioses, como era llamado.

Por lo pronto, era demasiado consciente del movimiento de esos dedos sobre sus caderas y de la desnudez de ese cuerpo —no suyo— que facilitaba los accesos a las inescrupulosas manos. De haber podido morder sus labios, lo hubiera hecho, al igual que tensar sus mandíbulas y cerrar sus puños hasta que los nudillos emblanquecieran.

El dios lo sabía. Saga lo podía sentir rectar sobre su cuerpo con libidinosa lentitud, mientras los dedos hallaban líneas en sus músculos para describir con las yemas.

—Solo puedo hablar. —Concluyó y el dios se meció sobre la cadera de su cuerpo, ese que yacía inmóvil, ese que era ahora su cárcel.

—Y mirar y oír. Por supuesto, también sentir. ¿Puedes sentirlo?

No quería sentirlo. No quería descubrir la textura ni el sonido de ese manto friccionándose a sus costados, mucho menos del calor que bajaba por su abdomen, descendiendo a su pelvis y erosionando la conciencia en donde quería clavarse. Ni siquiera llamar a algo llamado cosmos, no iba por él. 

Se quedó callado odiando al cuerpo que le hacía percibir lo que prefería no haber conocido.

¿Pero que podía esperar él, el traidor, más que ser convertido en el juguete de los dioses? ¿Y más de él, a quien le pertenece los terrenos que lo han acogido en su sublime padecimiento por no sabía cuánto tiempo?

—Quiero que lo sientas. —imperó con controlada arbitrariedad y las manos le tomaron del rostro para inducirle a mirar. 

Los párpados se abrieron en contra de sus deseos y el cabello en leves hondas le llenó la visión aunque quisiera huir de ella. Pero sobre él podía ver eran los ojos de un niño, un muchacho que dudosamente sobrepasara los quince años. El temblor ante ese nuevo conocimiento le instó a gritar, de haber podido, si sus cuerdas vocales hubieran obedecido esa acción atajada por el poder del dios en todo él. 

Su mirada verde caía sobre la de aquel que tenía un color un poco más oscuro y cálido. Los ojos expresivos le hicieron recordar a los suyos propios cuando se miraba en el espejo tratando de controlar a su monstruo interior, en su juventud. El movimiento no cedió, escalonó bruscamente hasta hacerse intolerable y hasta que su propia garganta se llenara de silabas que no pudo dejar de soltar, aunque detestara oírse así.

Le parecía desesperante volver a vivir lo mismo, cuarteado en dos, entre las acciones de su cuerpo que él no podía detener y el flujo de pensamientos que su consciencia vivía segundo a segundo; entre la locura y la angustia, peleando contra algún ser invisible. Los ojos que veía eran exactamente igual, se sentía igual, como si fuera un reflejo propio a menor edad.

—Exacto, Géminis. Él también.

Dentro de sí, lo sintió. Dentro. La penetración sin preámbulo, el grito altorado, la tensión de sus músculos y su mente queriendo moverse, huir o desaparecer de allí mientras aquellos ojos le gritaban. El roce del metal —algo— que rozaba contra su pecho desnudo y la voz ausente de ese niño que mordía sus labios y parecía desear llorar.

—Él también.

Estamos supuestamente aquí para intentarlo y ser reales.
Y me siento solo, y no estamos juntos.
Y eso si es real.


Intentó desviar su mirada, descubriéndose imposibilitado. Buscó la manera de cerrar sus párpados y estos no obedecieron. Ese cuerpo que no era suyo, hacía justo lo que ese ente deseaba, y veía que ocurría exactamente lo mismo con el niño que había usado de envase. Porque de eso se trataba, el dios del inframundo, ocultando su cuerpo, había tomado el cuerpo del alma más pura del mundo, de esa era, de ese preciso momento y ahora se deleitaba destajándola, destruyéndola.

Y lo había escogido a él para ser testigo de la locura y la desesperación, no solo por dentro si no por fuera.

—Puedes entenderlo. Él aquí está gritando, dice que es una pesadilla, dice que no te conoce aunque le pareces familiar. Dudo que tú lo reconozcas. Importa, ¿asesino de dioses?

No. No importaba si lo conocía o no, ambos, tanto él como ese otro estaban convertidos en testigos mudos del poder del dios, de la maravillosa y aterradora potestad que tenía sobre ellos. Los ojos del niño se lo gritaba, cuarteados en el reflejo inicuo de un pánico que se exponenciaba en cada estocada. Y él mismo lo sentía, anticipando cada pensamiento como si pudiera revivir su propio terror.

—Pero debo admitir que disfruto de ver exactamente este mismo rostro de pavor, una y otra vez, en cada uno de mis advenimientos. La consternación del asesino de dioses, mirando a un dios burlarse de su mortalidad.

—Pero él…

—Es otros de mis otros placeres. —Echó su cabeza hacia atrás, reforzando sus estocadas mientras las manos delgadas temblaban y querían clavarse en su piel—. Un ser tan puro que nunca pudo lastimar a otros, observando y juzgando a quien no puede salvar. La locura que se abre en él, en su frágil mente, incapaz de contenerla hasta que la escuda como él único modo de salvación. Esperanzas, eso en lo que creen los humanos. Una falacia más. De eso, géminis, eres un gran conocedor.

Los ojos volvieron a mirarlo, pero esta vez había más dolor que temor. Como si quisiera gritar, como si la voz estuviera tupida en su garganta, junto a toda su fuerza. De haber podido hacerlo —porque no se le permitió— le habría dicho que comprendía el atroz sentir de saberse subyugado, aunque no pudiera prometerle alivio alguno. No había escapatoria, al menos no ahora.

¿Tú no estás solo? ¿Lo estás?
Nunca…
Nunca.


Y eso lo sabía. Porqué ahora, con ese ente gobernándole el cuerpo, jamás podría ni volvería a estar solo, aunque así lo quisiera. El conocimiento de la soledad perpetua, ese paraíso inhóspito del que todos quieren huir, para ellos le había sido negado. Si fue una burla del destino, un dios o una maldita fortuna, ambos ahora lo sabían. Sin entenderlo, incomprendido y tan cierto que era en sí, la única verdad de su universo.

Sus caderas se levantaron y las caderas del joven se movieron con frenesí, mientras los ojos se horrorizaban más. Saga no pudo evitar sentir pena, porque sabía la ecuación de su realidad, conocía una a una las variables y su desequilibrada variación. Y aunque fuera su cuerpo el mancillado —por el dios, por el niño— su mente le miraba sin poderle prometer nada, porque no había esperanzas.

La única esperanza era morir, ¿pero qué hacer si era la muerte la que se enamoraba de ti?

La bata negra que rozaba los hombros blancos y cubría escuetamente la desnudez del muchacho,  le recordaba a la bata patriarcal que durante años había utilizado. Eso, junto a otros recuerdos dolorosos se precipitaron en su cabeza imposibilitándole pensar y quizás un poco el sentir. El muchacho seguía moviéndose, él sintiéndole, en la paradoja absurda donde el dios demostraba al hombre cuanta era su dominancia a su destino y cuan ridículo era creer que había una salida con tenerles fe a ellos, o a otros.

—Míralo ahora. Su cuerpo virgen no puede entender lo que siente, el placer que tu cuerpo le proporciona y el ardor que baja en su estomago. Curioso… acabo de decirle quien eres y ha querido llorar.

—¿Cómo me has llamado?

—El falso patriarca.

Pero las respuestas siempre estuvieron ahí…
Nada fue realmente olvidado.


El también hubiera podido llorar si algo de su cuerpo le obedeciera, pero estaba allí a merced de él. La eternidad no tenía sentido bajo esa premisa y podía asegurar que había tardado ese acto más de lo naturalmente posible. Quizás horas, quizás días… la noche persistía y eso era lo único coherente en el nuevo mundo que el dios le había otorgado para su beneplácito placer.

Dejó que el tiempo transcurriera, que los recuerdo lo atropellara, que el placer incluso le hiciera olvidar por un segundo —¿era un segundo?— lo que ocurría o de mirar al joven que caía con él en la espiral de terror-dolor-agotamiento hasta que al final en algún momento —no estuvo seguro cuando— acabó. Los cuerpos temblaron y el placer absurdo los mimetizó por cuestión de un lapso incoherente e innumerable. Simplemente llano, obtuso, como su cabeza, sus destinos y las líneas discordantes de las sábanas.

El menor se movió, salió del interior y su cuerpo cayó laxó aún sin poder utilizarlo a su gusto. Con la mirada fija en las sombras del techo, se quedó en silencio asumiendo la crueldad de su destino.

Saga estuvo seguro que si habían buscado castigo para él y su traición, ese era el adecuado. Y hasta se preparó mentalmente para volver a sentir a un niño indefenso tomando su cuerpo en contra de su voluntad. Debieron inventarlo, porque seguramente ningún lugar del infierno actual era suficiente para pagar uno a uno todos sus pecados.

—Este niño clama piedad por ti. —Debía ser muy bueno de corazón, pensó, y sus ojos fueron hasta él aunque no estuvo seguro si fue porque Hades así lo quiso, o su cuerpo le obedeció. Quizás concordaron—. Pero en el inframundo no existe algo como piedad.

Observó el cuerpo del niño, ajeno de sí mientras era obligado a hacer lo que el dios había determinado. La bata rozando sus pies, el cuerpo delgado y pequeño. Cabello claro, rozando ásperamente la espalda y la piel blanca, muy blanca. Un niño en toda su extensión de la palabra.

El destino de él estaba escrito y su existencia dictaba el inicio de la guerra santa, ¿pero qué sería de sí durante ese tiempo? Recordó como había quedado el santuario y se sintió culpable. Entonces, hasta comprendió que bien podría ser esa otra parte de su castigo: observar como sus acciones habían dejado al santuario en desventaja.

—Admiro la capacidad que tienes de leerme, géminis. 

Sonreír hubiera sido propio aunque estuviera atestado de pena. Anteponerse a los designios de los dioses, aunque fuera por las estrellas era uno de esos dotes que llegó a maldecir en vida.

El dios —o el niño— sí lo hizo, fue una sonrisa lacónica aunque su mirada fueran dos pozos de sufrimiento silencioso.

—Irás al santuario y me traerás la cabeza de tu diosa.

No pudo mostrar la consternación en el rostro, no mientras ese poder estuviera vertido en ese cuerpo. Hades se paseó frente a él, impúdicamente, mientras Saga intentaba digerir la orden que no quería realizar. Aterrado ante la idea de ser obligado a tomar su cabeza, de vivir de nuevo las ordenes y no poder interponerse, ese era incluso peor castigo que el vivido en ese infierno, el tiempo que haya pasado. 

Hades no mostró sentimiento alguno ante el horror que se vertía, lo observó, más bien, con entendimiento. Aunque sus planes fueran diferentes.

—Lo harás bajo tu voluntad. Lo harás porqué así lo deseas.

—No lo deseo.

—Lo desearás. —Acercó ese cuerpo infantil a él, haciéndole notar las manchas que su propio semen había marcado en el cuerpo ahora impuro. Un colgante de plata marcaba el pecho blanco—. Lo desearás, géminis. O lo haré yo.

La imagen se vertió. 

Enmudeció.

La figura de Andrómeda fue el punto final.

—Todo estaba destinado a ser, géminis. El que hallaras la daga de los asesinos de dioses, el que yo decidiera sobre este cuerpo, el que este cuerpo fuera a la isla de Andrómeda y no su hermano mayor. Ya yo me había preparado para la victoria.

Dios por favor no me odies.

—Tráeme la cabeza de Atena.

Porque moriré si lo haces.

—O yo le extirparé el corazón con uno de sus amados.

Porque moriré si lo haces.

—Esta guerra terminará hoy.

Solo quedaban esperanzas. Vanas esperanzas.

Porque moriré si lo haces.

Deseó no haberlo entendido.

Notas finales:

Gracias a los que se decidan a leer este fic y los que me dejen comentarios :3


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