Cuando a los niños se les enseñaba el “Por qué” de nuestro mundo, se procuraba siempre responder cada duda o cuestionamiento que pudiesen tener desde pequeños. Como el “Porqué es café la tierra” o “Porqué las plantas son verdes”, pero sin lugar a dudas lo más difícil para cualquier maestro, era explicar por qué siempre lloraba el cielo.
Hace mucho tiempo, donde la raza humana estuvo al borde de la extinción, y la vida aparte del planeta estaba dando sus últimos suspiros por la creciente e irreversible contaminación, una lluvia suave comenzó a propagarse por cada rincón de la tierra. Era inusual que estuviese lloviendo en todo el mundo, por supuesto, pero las personas normales como las de intelecto más avanzado dejaron a un lado las interrogantes más naturales de tener por la simple resolución de que quizás la naturaleza se estaba limpiando a si misma.
Días, semanas, meses pasaron. Y las lluvias no se detenían en ningún continente o desierto. La tierra no se estaba inundando, por supuesto que no ya que de hecho absorbía bastante bien el agua como los otros animales. Las cantidades de ríos dulces aumentaron sin perturbar el nivel de agua en el mundo, y los animales comenzaban a adaptarse a la lluvia en una aparente “Sumisión a la evolución”. El equilibrio jamás había sido tan perfecto en aquel puro planeta. . . Y lo único que parecía asustado por el cambio, era el ser humano.
Con el pasar de los años, o meses en algunos casos, las personas que se exponían aunque fuese a una gota de la incesable lluvía, experimentaban un cambio en la tonalidad de su Iris al grisáceo. Sin afectar la vista en lo más mínimo, o mejorarla. . . Pero eso no fue lo que infundió el temor mundialmente hablando. Si no los extraños efectos que sufría el hombre o la mujer tras exponerse a un accidente o minúscula herida.
Los humanos de ojos grisáceos como el cielo, que eran chocados por un automóvil o simplemente se caían en el pavimento tras un mal paso, empezaron a experimentar grietas desde la zona golpeada y con el tiempo estas se extendían por el resto de su cuerpo. Tardaba días o quizás años en propagarse completamente, pero no había ni cura ni solución antes de que no solo el exterior pareciese de roca, si no que el interior también comenzaría a compartir el mismo destino. Y así, finalmente aquel ser humano parecido a la porcelana rota, quedaría convertido en trozos de piedra y polvo.
Sin solución y escapatoria, nuestros ancestros al igual que los animales debieron asumir la adaptación y la evolución, y siguieron el curso de sus vidas junto a nuevos inventos que quizás las facilitarían. Todo tipo de productos y objetos comenzaron a nacer para evitar el contacto del agua con la piel, y finalmente el hombre pudo sobrevivir.
Un mundo sumido en la eterna lluvia y el cielo grisáceo.
Temiendo por siempre el convertirse en un frágil muñeco de porcelana.
Y desaparecer. . . para solo convertirse en polvo.