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El pastor de cabras y el kami de la misericordia por Angie Sadachbia

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Notas del fanfic:

Canciones:

*Kuchizuke - Plastic Tree

*Kiokuyuki - Plastic Tree

 

Dedicado a: Doña Rox, espero que le guste. No quería escribir esto todavía porque ni siquiera he terminado la historia principal que es la del Aoiha; peeeeero YOLO.

Notas del capitulo:

¡Hola a todos/as! 

Hoy les presento la precuela de la serie Gensou-chi. ¿Por qué precuela? Porque con esta historia vamos a entender un poco más de la dinámica de la tierra de los kamis Yasu y Yuu, del mago Ryuutarou y de todo lo hermosamente mágico que ocurre ahí.

Pongan música triste porque la necesitarán, saquen pañuelos si así lo requieren.

La mayor parte de esta historia la escribí en la noche de ayer. Le he dado un par de revisiones y creo que está bien en cuanto a gramática, ortografía y asuntos técnicos. Si encuentras un error, por favor repórtalo.

 

Nubes negras en el cielo fueron señal de que la ansiada bendición estaba acercándose. Los campesinos, pastores, artesanos y habitantes en general sacaron sus vasijas de casa para poder recolectar tanta agua como pudieran en lo que sería la primera lluvia después de muchos años.

Fumounochi era una vasta tierra bajo los dominios de un temible señor feudal,  sometida al poder de un apático dios que, jugando a los dados, permitió temporadas secas y difíciles para toda forma de vida. El calor y la falta de agua habían diezmado la comida, la salud y el ánimo de los habitantes que, resignados, sólo rezaban a su dios para que les perdonara el agravio —cualquiera que hubiese sido— a cambio de una mejor situación para todos. Tras incontables años, la bendición parecía llegar.

Quizá el único que no se había molestado en sacar tinajas o vasijas era el joven Naohisa, hijo mayor de los Kawashima, de quien dependían sus familiares para el sustento diario. Era él, quien caminaba varios kilómetros cada día para que sus cabras pudieran alimentarse y producir leche, el único que obtenía ganancias relativamente buenas.

Los nabos, patatas, cebollas y zanahorias que se cosechaban en la granja apenas les permitían comer. Para poder abastecerse de carne, Naohisa elegía a la cabra más grande y más vieja cada seis meses; pero no participaba ni presenciaba el sacrificio, de hecho prefería no probar el guisado que se hacía con ella. Prefería que consumieran la leche y que no maltrataran a ninguna de sus cabras; pero los Kawashima tenían maneras muy persuasivas de convencerle de permitir algo atroz —para él—.

Ninguno de sus hermanos o padres contribuían en la labor de cuidar a los animales, no le acompañaban ni le dedicaban palabras de agradecimiento —en realidad, ellos veían esa labor como la obligación del hermano mayor— y por eso el joven sentía más empatía por las cabras y por su ágil gato pastor que por su propia familia.

Esa tarde de verano en que el cielo se nubló como nunca antes, Naohisa no sacó vasijas ni tinajas porque no estaba en casa. Se encontraba en medio de un denso bosque en búsqueda de un cabrito que se le había perdido; era el menor de todos y su favorito. No dudó un segundo antes de dejar a las otras cuarenta cabras antes de ir por él.

Para su desgracia, llegó un instante de la misión de rescate en que él mismo terminó perdido. No escuchaba el balar de ninguna cabra, el pánico apresaba su mente y se encontraba desorientado ante la espesura del bosque. Un fuerte trueno le sacó de sus cavilaciones sobre cómo regresar y, también, el inconfundible sonido de la voz del cabrito resonó.

—¡Shiro! —exclamó en júbilo antes de arrodillarse para recibir al animalito que, con sólo reconocerlo, corrió a sus brazos a refugiarse. Con el pequeño a salvo, sólo debía regresar con los demás que se encontraban bajo la custodia de su fiel Kuro.

Fue entonces que lo vio: sentado a tres metros sobre una roca, con una sonrisa ladina y el brazo posándose sobre la rodilla derecha, la cual reposaba doblada con el pie en tierra. Su piel increíblemente blanca, cabellos negros intensos y ojos azules. Naohisa creyó ver un ángel y su apreciación no distaba de la realidad.

—Así que ese pequeño se llama Shiro y es tuyo. —El extraño se puso de pie. Sus ropas eran bastante extrañas: una especie de pantalón oscuro junto a un yukata blanco y corto. Se acercó a él hasta quedar a un par de pasos—. Soy Yasu, ¿y tú?

El joven pastor, acostumbrado por su oficio a desconfiar de los extraños, se incorporó rápidamente con la firme intención de buscar el camino de regreso, cualquiera que ese fuese.

—Soy Nao —respondió sin mirar al hombre antes de dar media vuelta y retornar por donde llegó, con el cabrito entre sus brazos. A pesar de que en el fondo quería saber más de ese sujeto de vestimenta extravagante, a pesar de que no sentía miedo, se alejó sin despedirse.

La lluvia empezó a caer en cuanto dio tres pasos.

Una reacción común y ordinaria sería buscar refugio para que el manto de agua, cada vez más torrencial, no le empapara ni a él ni a Shiro; pero Naohisa no era un chico común y ordinario, tenía cuarenta cabras al descampado sin refugio cerca, un pequeño gato negro que odiaba el agua junto a ellas, y era incapaz de dejarles a su suerte. Aunque no era una buena idea, el pastor cubrió el cabrito como pudo con su cuerpo antes de echarse a correr.

 

La bendición en forma de agua que bañaba la tierra de Fumounochi llevaba ya un par de horas cayendo con fuerza. Protegidos en una cueva, el joven, su gato y sus cabras esperaban que cesara para volver a casa. La labor de encontrarlas tomó menos tiempo del esperado y el trabajo de hallar un refugio le tomó un poco más. Lo único de lo que se arrepentía era de estar empapado de pies a cabeza en medio de un fuerte aroma a pelaje mojado. Al contrario de su fiel Kuro (quien se acicalaba regularmente), él no hacía mayor esfuerzo para secarse. Su mirada estaba perdida en el paisaje que le ofrecía la naturaleza desde la entrada de la caverna, donde reposaba la roca en la que estaba sentado.

—¿Por qué te fuiste corriendo? —Su quietud fue abruptamente interrumpida por la voz y la presencia de ese ángel de pocas horas atrás, quien de forma extraña estaba sentado ante él. No supo en qué momento llegó; pero le observaba con mucha curiosidad, estaba ligeramente empapado y parecía querer una respuesta.

—Lo siento, no te escuché —aceptó con voz calmada, aunque su mente trabajara a toda marcha para explicar el cómo ese hombre apareció de la nada—. ¿De dónde saliste?

—Debes contestar tú primero. —Acompañó esas palabras con un toque rápido de su índice derecho en la frente del joven pastor—. Empezó a llover a cántaros, ¿por qué te fuiste corriendo y no buscaste refugio?

—Mis cabras, que puedes ver aquí conmigo, necesitaban refugio; no podía dejarlas solas —respondió al cabo de un rato. Quiso ser sarcástico, pero optó por la cortesía ante el extraño—. ¿Me dirás de dónde saliste?

—Del fuego. —Las palabras del pelinegro fueron monótonas, su atención parecía puesta en algo diferente a su interlocutor, a pesar de que esos penetrantes ojos azules le miraran directamente.

Un largo rato de silencio se instaló hasta que el fiel gato llegara a tomar lugar sobre el regazo de su humano, una manera de marcar territorio. La mente de Naohisa empezaba a llenarse de dudas, provocadas por la actitud desconcertante del tal Yasu.

Prefirió no ahondar en el asunto del fuego y mantener silencio, acariciando al pequeño Kuro mientras su acompañante se dignaba a pronunciar palabra. La duda sobre cómo llegó a ese lugar seguía latente y, a diferencia de horas atrás, no tenía opción de irse corriendo.

—¿Qué tienen las cabras de especiales para que las ayudes?

—Son mis cabras y cuido de ellas.

Esa fue la primera vez que se encontró con Yasu, que hablaron de temas extraños poco frecuentes en sus conversaciones… como su amor por los animales, su desconfianza hacia sus semejantes o el cariño posesivo que el pequeño Kuro le profesaba. Cuando la lluvia cesó, poco antes del atardecer, el extraño se alejó. Pasarían un par de meses antes de que el encuentro se repitiera.

 

Las montañas donde chicos como Naohisa solían llevar a sus rebaños a pastorear se encontraban en los límites de Fomounochi. A pesar de que solían referirse a esas praderas, claros y bosques como “la montaña”, en realidad era una cadena montañosa considerablemente larga y los lugares que ellos conocían eran, simplemente, las faldas de la montaña principal. Había un punto máximo de altura, donde la espesura del bosque y los horrores que escondía no permitían el ascenso a nadie que así lo quisiera. Muchos contaban haberse desmayado, desorientado o llegado a un lugar diferente después de varios días. Nadie sabía qué había más arriba en la montaña; pero preferían no averiguarlo y aceptar, sin pruebas, que era el hogar de su tiránico dios.

Equivocados no estaban.

Kyoufu-chi[1] era el nombre de las tierras altas que ningún humano conocía, el hogar del poderoso Atsushi, kami que gobernaba con mano de acero todo en un radio de casi cien kilómetros. Atsushi tenía un hijo, Yasunori, kami al igual que él y demasiado atolondrado para su gusto.

El kami de Kyoufu y, por ende, de Fumounochi, era uno bastante cruel, autoritario y vanidoso. Vivía en una gran mansión en el punto más alto de la cadena montañosa donde se asentaba la parte alta de su reino, tenía un gusto especial por la carne cruda, varios esclavos bajo sus órdenes, un poderoso hechizo protector para evitar la presencia humana en Kyoufu y, cómo no, resentimiento hacia esas criaturas que no pidieron vivir en el valle.

Para Atsushi, no existía peor especie que la raza humana y no encontraba manera para alejarlos de sus tierras bajas: inundaciones, sequías, erupciones volcánicas, plaga de insectos, temblores, etcétera. Lo había intentado todo y nada había resultado, pues los imbéciles siempre conseguían la manera de afrontar las calamidades, aunque insistieran en apelar a su misericordia cuando conseguían sobrevivir o mantenerse vivos. Su última carta fue dejarles una sequía fuerte durante varios años, a pesar de que el método ya hubiera sido usado. La labor se la encomendó a su hijo.

Carismático, sonriente y reflexivo, Yasunori tenía mucho del fuego del que se había servido para engendrarle. Su carácter tranquilo y compasivo le resultaba desesperante, lo cual compensaba con su excelente capacidad para manipular la energía en todas sus formas. Por eso, y porque el kami era tan inmortal como él, le mantenía a su lado.

Sin embargo, la confianza entre ambos tenía varios puntos de quiebre. Con casi cinco siglos de vida, su hijo ya le había reclamado por el trato cruel hacia los humanos en muchas oportunidades, intentaba abogar por otras criaturas e insistía en tomar papel en los ciclos de reencarnación de la vida. Por eso Atsushi lo tenía por atolondrado; pero fue cuando envió lluvia a la tierra baja —estando encargado de mantener la sequía—, que buscó a un espía para mantenerle vigilado día y noche.

A su sala llegó un kitsune un par de días después de haberse rendido en esa búsqueda, ninguno le convenció de ser lo suficientemente discreto, hábil o ingenioso para llevar a cabo la tarea. Tendría a Yasu por atolondrado; pero reconocía que era bastante receptivo a la energía ajena y era capaz de rastrear a quien fuera. Cuando uno de sus sirvientes se acercó a decirle que un joven le esperaba en la sala, el primer requisito estuvo cumplido: sabía esconder su presencia energética.

—Soy Tatsuro, estoy a sus órdenes, gran señor —respondió el sujeto ante la cortante pregunta del kami sobre su identidad. No esperaba saludos corteses, sino información directa. La venia, por otro lado, fue vista con agrado.

—Un yako[2], ¿por qué eres apto para el trabajo? —Entonces los ojos de Atsushi recorrieron al zorro con detenimiento, mientras caminaba a su alrededor lentamente. Alto, pálido, de cabello oscuro hasta los hombros con una mecha rojiza, cuatro colas del mismo tono rojizo y su energía vital perfectamente oculta. Ni con su mejor esfuerzo pudo dar con un solo rastro de ella.

—Porque la vida en el campo es muy aburrida, quiero divertirme y estoy seguro de que espiar al hijo de Atsushi-dono para el mismísimo Atsushi-dono es el toque perfecto de aventura que estoy buscando. —Tatsuro estaba consciente del escrutinio al que estaba siendo sometido; sin embargo, permitió a su dios hacerlo sin oponer resistencia. Conocía la reputación del otro; pero estaba ahí para ofrecerle sus servicios y no tenía razón para estar nervioso.

—Los kitsune como tú suelen tomar forma de mujer atractiva, ¿por qué tomas la forma de un hombre? —Hizo una pausa, su caminata había terminado detrás del invitado mientras se alistaba algo en la mesa— ¿Estás dispuesto a hacer cualquier cosa?

Las preguntas de Atsushi, sin duda alguna, tenían más de dos sentidos. El yako pudo notarlo cuando, al girarse, pudo verle fumando de una larga pipa mientras le seguía escudriñando el cuerpo con los ojos.

—Los hombres pasan desapercibidos y son más fuertes —dijo sonriendo de lado, la pregunta solía escucharla incluso de compañeros como él—. En cuanto al trabajo, estoy dispuesto a hacer cualquier cosa.

—Te espero esta noche en mis aposentos —respondió exhalando humo con cada sílaba.

—Sólo iré si es para cumplir con mi trabajo —dijo Tatsuro, tentando su suerte. La fama que seguía a alguien como él le aseguraba propuestas como esas en todos lados. Si bien no le desagradaba la idea, porque el kami era bastante atractivo, prefería mantener una imagen «profesional».

—Es tu primer trabajo, estás contratado.

 

La tormenta que Yasunori envió a Fumounochi generó una serie de eventos desafortunados para él en Kyoufu-shi. Su padre no solía ser afectuoso ni un buen padre; pero la relación cordial entre ellos se deterioró abruptamente desde que regresó de la tierra baja. Sólo por enviar un poco de lluvia a la resequedad del poblado, no quiso imaginar qué hubiese ocurrido si Atsushi se enteraba de que había hablado con uno de los inmundos humanos. La orden que recibió de inmediato fue no volver a enviar agua a Fumounochi hasta nueva orden.

Los sirvientes, otrora amables con él, dejaron de ayudarle con las pequeñas labores en que les solía pedir colaboración. Los habitantes le observaban o trataban como a una deshonra para sus propias tierras. La comida que recibía era peor que la de los sirvientes, Yasu estaba prácticamente en ayuno hasta que su padre cambiara de parecer.

Sin embargo, a pesar de recibir el peor trato que podría recibir al ser un dios, lo que más le agobiaba era la idea de estar contribuyendo a una terrible injusticia con los humanos. No los encontró tan malos como su padre solía describirlos, ni tan repugnantes o tan terribles. Ese chico fue capaz de anteponer su bienestar por unas simples cabras, ¿qué tenía eso de terrible? Nada, no había nada de malo en ser compasivo… Todo, la compasión desequilibra la naturaleza.

Yasunori no sabía qué pensar y estaba dispuesto a hacer lo que fuera para encontrar una verdad que le satisficiera.

 

La lluvia bendita permitió a los aldeanos sobrellevar el fuerte clima por algunas semanas; pero el agua se agotaba y las necesidades no daban tregua. Cultivos enteros se secaban, los animales enfermaban y los habitantes no sabían qué tipo de sacrificio ofrecerle a su dios para que les enviara otro poco de agua. Ni siquiera el río que les había traído a esas tierras había sobrevivido a la inclemencia del tiempo.

Naohisa, en compañía de Kuro, subía con sus cabras a la planicie donde siempre encontraba pastos verdes y dedicaba largas horas en la mañana para recoger algo del rocío mañanero en un improvisado contenedor. La mayoría de las hojas húmedas las comía el rebaño, así que podía dedicar esa agua a sí, a su gato y a su familia. Para el joven no pasaba desapercibido que esa zona estaba particularmente bendecida en comparación con su poblado, a varios kilómetros de ahí.

Una mañana, después de las usuales tres horas de camino, llegó a la planicie y no encontró rocío. Las cabras podían sobrevivir con el pasto, Kuro podría lamer rocas para pasar la sed, él podría aguantar un día sin el vital líquido; pero ese día no habría agua para llevar a casa y el castigo sería severo. Lo único que le quedaba era cumplir con un día más de pastoreo antes de enfrentarse a lo inevitable.

Concentrado en sus problemas familiares y en el rebaño a custodiar, Naohisa no se dio por enterado de los ojos de zafiro que le vigilaban desde la lejanía, un poco más allá del límite entre la tierra alta, desconocida e inhóspita para humanos, y la baja donde él estaba.

Yasunori le había estado observando durante varios días, como si en ese pastor se encontrara el secreto de la esencia humana. No se había decidido aún por la crueldad o por la bondad como respuesta a sus dudas constantes; pero ya le era familiar el tono azabache, la mirada ausente, la voz suave y las risas ocultas por sus tostadas manos. Ya podía describirle como el chico que escondía la alegría bajo un manto de timidez, que enfrentaba al mundo con una palabra irreverente y que prodigaba todo su amor a algunas cabras y un gato.

—Naohisa —dijo desde la distancia, ya en la tierra baja y caminando con lentitud hacia el chico, como si fuese un cabrito asustadizo que pudiese salir corriendo en cualquier momento—. ¿Desde hace cuánto no nos veíamos?

—Yasunori. —Recibió una respuesta poco efusiva, los ánimos caídos del joven no le permitían más—. Desde que dios se burló de nosotros con la esperanza del agua, hace unos ocho meses o más. —La sonrisa amarga del chico fue lo más cercano a la alegría que encontró en él.

—¿Por qué dices eso? Dios no se ha burlado de nadie —comentó con una sonrisa. Era verdad, él no había enviado lluvia para burlarse, quería ayudar.

—No eres de aquí, ¿verdad? —La mirada ausente se enfocó en sus azules ojos, transmitiéndole una profunda desesperanza y deseos infinitos de vivir—. Nuestro dios nos niega el agua, aunque se la pidamos, nos manda una breve lluvia y luego permite que lleguemos a estar peor que nunca. —Un largo suspiro cortó las palabras del joven—. He encontrado un poco de agua aquí cada día; pero hoy no hallé nada y mi familia me va a golpear por esto.

—No soy de aquí, soy de… un pueblo llamado Kyoufu —respondió en voz baja—. ¿Por qué te golpearía tu familia? —La inmundicia de la que su padre solía hablar debería ser el motivo de ello.

—Porque no podré llevarles agua, ellos cuentan conmigo. —Naohisa no supo en qué momento su voz se empezó a quebrar—. Necesitan el agua.

—Si la necesitan, deberían buscarla solos, ¿no? ¿Por qué no les dices eso? No creo que…

—¡Soy el hijo mayor! Es mi deber procurar el agua porque mis hermanos son muy pequeños. Es mi deber —murmuró más para sí, la mirada ausente se perdió en algún punto de ese bosque tratando de analizar si su situación era tan ineludible como la consideraba—. El río del que se surtía la granja se ha secado, alguien tiene que llevarles agua,

—¿Hay algo que pueda hacer por ti? —preguntó amablemente. El sentimiento de culpa por provocar una situación injusta al chico que, motivado por el deber, se exponía a un gran riesgo, le bastaba para arriesgarse a un castigo peor de parte de su propio padre.

—Si puedes revivir al río —dijo sarcásticamente, olvidando de momento su amargura existencial. La mirada más vivaz regresó al pelinegro antes de ser acompañada por una sonrisa de incredulidad—. No, no puedes.

—Tal vez pueda.

Exponiéndose a un castigo peor que el que hasta entonces había recibido, Yasunori hizo aparecer una tinaja de agua en frente del joven y se quedó en silencio. Tenía toda la intención de ayudar al humano, al poblado entero si hacía falta; pero seguía lleno de dudas sobre la conveniencia de eso, sobre la bondad humana y sobre lo que haría para enfrentar a su padre.

—Soy el kami de esta tierra. Al menos uno de ellos. —No pudo prever que sus palabras provocarían una reacción agresiva del joven, quien le propinó un fuerte golpe al rostro.

Naohisa se fue en medio de maldiciones e improperios en voz alta, Kuro le ayudó a reunir las cabras en el camino de regreso al pueblo. Por donde lo mirara, era humillante: si era un kami, ¿por qué era tan cruel de negarles el agua?; si no lo era, la burla había sido demasiada y el detalle de la tinaja de agua le hizo contemplar la posibilidad de magia. De cerca, por todo el camino, le siguió Yasunori, dispuesto a conocer la realidad del poblado de primera mano. Estaba enojado por el golpe recibido, también indignado porque el chico no le había dado el respeto que se merecía como dios; pero, por otro lado, necesitaba conocer y sólo por eso evitó descargar su ira contra él.

El camino fue largo y difícil, el muchacho espantó varios depredadores usando rocas y palos con agilidad, pasaron por caminos irregulares y bajaron cuestas inclinadas hasta que por fin dieron con la aldea. Un conjunto de casitas separadas entre sí por uno o dos kilómetros, rodeadas de campos de verduras secas, caminos de tierra y algunos letreros. En medio se podía ver lo que sería el curso del río… si existiera.

Naohisa, precavidamente, ya llevaba una lámpara de aceite para iluminar sus pasos ante la caída de la noche.

—¿Por qué no te vas? —reprochó el pastor mientras las cabras se acercaban a una de las casas de la periferia, de pie junto a la supuesta rivera y enfrentando a su acosador personal. Esa coraza era la que no quería conocer en él; pero que ya no podía evadir tan fácilmente.

—Porque no quiero que te golpeen por no llevar agua —susurró como si fuera un secreto, convocó dos tinajas de agua junto al muchacho y chasqueó la lengua—. Mañana el río volverá a correr.

 

Manipular la naturaleza no es una labor fácil, mucho menos de efectos rápidos. Aun así, Yasunori necesitaba procurar el renacimiento del río de Fumounochi para antes del amanecer o se sentiría como un dios del fracaso. El agua no era precisamente su especialidad, razón por la que buscó de inmediato a un joven semidiós que, como él, tenía cierta inquietud por ayudar a los humanos. Para el kami, fue suficiente lo que pudo presenciar en la aldea como para motivarle a tomar ese gran riesgo.

—¿Qué necesitas tan tarde en la noche, Yasunori? —«saludó» su cómplice al abrir la puerta, estaba vestido a medias, tenía la casa inundada en olor a comida y lucía bastante fastidiado.

—Tan encantador como siempre, Hitoshi. —Sin importarle nada, empujó a su amigo para poder entrar y cerrar la puerta. Así evitaría que terceros supieran de lo que allí se hablaría. Grande fue su sorpresa al ver a un joven desconocido en el futón, semidesnudo y mirando con curiosidad a ambos.

—Pregunta antes de entrar —reclamó entre dientes el dueño de casa. Kyoufu podría ser parte de su reino; pero debería aprender normas de cortesía.

—Es un asunto muy serio, sólo cuento contigo. ¿Es de confianza? —susurró de regreso, el chico estaba a pocos metros debido al reducido espacio de esa cabaña y probablemente ya se sentía incómodo con el cuchicheo. De hecho, no dejaba de mirarles con insistencia.

—Lo es, es mi primo. —Hitoshi debió acomodar su camisa para disimular ante el gesto de incredulidad del dios de ojos azules. Su amante-pariente le imitó y se sentó—. Naoran, te presento a Yasu, es el hijo de Atsushi-dono.

Hechas las presentaciones, los tres tomaron asiento y una taza de té con algo de la comida que quedaba sólo para el kami. Hitoshi nunca le negaría un bocadillo decente a su amigo, de quien sabía que llevaba meses comiendo cosas detestables.

—Lo que me trae aquí es algo muy serio, amigo. Necesito que me ayudes a…

—¡Shh! —Naoran fingió estornudar mientras se cubría los labios con el índice, un ademán de silencio. Ambos le miraron de inmediato, el joven tomó un pergamino cercano y empezó a escribir mientras hablaba—. Soy un youkai de ciudad, Yasu-dono. Vine aquí a pasar unas cortas vacaciones y preferiría que no entretengas a mi querido Hitoshi con asuntos banales.

Regresando al gesto de silencio, le enseñó a los presentes su breve escrito: «Huele a zorro y no soy yo. Cuidado con lo que dicen en voz alta. Lo importante díganlo por escrito».

Yasunori siempre confiaba en su capacidad para detectar la energía y estuvo tentado a hacer caso omiso al muchacho; pero cuando vio a su amigo respondiendo por escrito mientras mantenía el hilo de la conversación dada por el chico, entendió que debía tomarse en serio la advertencia. Estaba siendo vigilado, probablemente por un kitsune, y no lo había notado. Su padre ya le había declarado la guerra y él estaba dispuesto a ir hasta las últimas consecuencias.

«Me cansé de las injusticias de Atsushi. Quiero liberar a los humanos de su tormento y quiero liberarme a mí mismo. ¿Me ayudarían?». El asentimiento de dos cabezas a su primer mensaje escrito, acompañado por palabras exageradas sobre lo aburrido que era pasar tiempo con Hitoshi, marcaron el inicio de una rebelión que había contemplado desde algunas décadas atrás.

El primer paso consistía en regenerar el río de Fumounochi con ayuda de sus amigos, para ello tendrían que distraer al espía o no contarían con el tiempo necesario para completar el ritual antes de que llegara Atsushi a interrumpirlos. Naoran se ofreció a realizar esa tarea.

—Te permitiré un par de minutos con tu amigo, no te olvides de mí —se despidió con palabras melosas de su amante, acompañado de un gesto bastante erótico: se sentó a horcajadas en su regazo para besarle largamente. Algo le decía que esa sería la última vez que se verían en mucho tiempo. Hitoshi pudo saborear esa amargura y le abrazó con fuerza; daría todo de sí para evitar que eso ocurriera. Al menos, para reducir el tiempo separados.

—Chicos, no me tienten porque no tengo con quién —comentó el tercero en la habitación cuando consideró conveniente; la pareja se alejó y su amigo se presentó ante él con la frente en alto, sonriendo, como si lo que estuvieran a punto de vivir no fuera algo demasiado arriesgado.

—¿Bajar la montaña más alta de Kyoufu sobre un tronco de sauco? Eres bastante arriesgado, querido amigo.

—No es menos arriesgado que acostarte con tu primo, querido amigo. —Un golpe, el segundo del día, dio de lleno en su brazo.

La mini-pelea que inició ahí sirvió de cortina para que Naoran se asomara por la única ventana, saliera del lugar en forma de zorro y se topara frente a frente con el rojizo invasor de cuatro colas. El primo de Hitoshi sólo tenía tres, una desventaja de entrada. Para disimular, retomó su forma humana usando la gran hoja necesaria.

—No es común encontrarme un zorro de la muerte[3]. Hola, amigo —dijo tan alegre como en su cotidianidad era, esperando encontrar la misma alegría en el extraño. Estuvo de buena suerte, pues el espía reveló su forma humana.

—Buena noche, amigo. Soy Tatsurou. Buscaba algo de comer. —Una excusa—. Ahí dentro huele muy bien, ¿no? —Cortina de humo.

—Soy Naoki —respondió usando el mismo tono cordial que usó el otro—. Conozco un excelente lugar cerca, ¿me aceptarías la invitación?

Los kitsune se fueron a comer sin mayor contratiempo, Tatsurou sabía que había sido descubierto y que era mejor no levantar más sospechas. De todos modos, lo que Yasu-dono y Hitoshi-san iban a hacer era sólo una competencia para aventureros estúpidos, nada por lo que Atsushi-dono debiera preocuparse. Por otro lado, era cierto eso de que necesitaba comida. El estúpido de su jefe pretendía pagarle con sexo y le había prometido una fortuna si le entregaba información valiosa. Ya que no tenía nada, ni información ni dinero, era mejor un plato de comida caliente gratis que ir a soportar más sexo rudo de parte de ese sujeto.

Literalmente, el par de amigos bajó por la ladera de la montaña usando una especie de tronco; pero fue así porque era la manera más rápida de llegar al nacimiento del río. Hitoshi llevó parte de sus cosas consigo por si no podía regresar y Yasu aprovechó un momento para buscar algo de las suyas en casa. Su padre estaba ocupado, buscando nuevos métodos de tortura para sacar a los humanos de sus tierras. Sin querer, supo que le ayudaría con eso… pero de una manera menos terrorífica.

 

El complejo ritual les tomó mucho tiempo, el Sol se disimulaba en el horizonte cuando lo dieron por terminado y no parecía dar resultado. Ambos estaban cansados, sedientos y se sentían derrotados. Combinaron sus mediocres conocimientos sobre magia natural para buscar lo necesario, un intengo que ponía en riesgo tantas cosas, para nada.

—Tú sabes que toma tiempo, Yasu. Tal vez debamos esperar. —Su compañero trataba de animarle, aunque él también estaba sentado y desesperanzado con la vista fija en el nacimiento seco del río.

—Le prometí que sería para hoy, Isshi. —Se animó a llamarle por ese apodo que le pusiese décadas atrás, tomó asiento al lado del menor por un par de siglos y negó con suavidad—. Él y su familia lo necesitan.

—¿A quién se lo prometiste? —cuestionó con curiosidad. Él sabía que en la aldea y áreas aledañas, un aproximado de tres mil personas vivían y que todas necesitaban del agua para vivir en condiciones dignas. Pero el hecho de que su amigo se refiriera a alguien en específico le resultaba demasiado intrigante.

—A Naohisa —respondió al cabo de unos minutos, como la persona que no quiere revelar un gran secreto—. Es un chico que pastorea cabras, ama los animales y hace de todo para ayudar a su familia porque es su deber. Tiene un gato negro malhumorado —acotó al final.

—Y te enamoraste de él.

—No, me sentí identificado con él.

—Lo que tú digas.

 

Bien comprendía Yasu que la paciencia era una virtud importante para todo kami y así lo predicaba, aplicaba y repetía siempre. El problema era cuando el tiempo estaba en su contra. Sin pensarlo demasiado, se fue con Isshi a la aldea para recorrer cada calle lentamente. El ardiente sol sofocaba, los pocos cultivos que quedaban no tenían mucho tiempo para sucumbir ante la ola de calor y los animales sufrían. En cuanto a los humanos, podía notarse la chispa de vida en sus ojos, sepultada bajo la desesperanza de saberse perdidos ante una fuerza que no podían controlar. Tan ambiguos y tan frágiles, Yasu ratificó la empatía que ya sentía por ellos.

Hitoshi solía ir a poblados con más frecuencia, —tomando en cuenta que Yasunori sólo había visto Fumounochi un par de veces, además de algunas más en que siguió al pastor para conocerle mejor— en parte porque era mitad kitsune y en parte porque a él nadie le prohibía el contacto con humanos. Fue el semidiós quien le apoyó la primera vez que discrepó ante la actitud de su padre, asegurándole que los humanos no eran la lacra que el gran señor describía.

Sin embargo, Hitoshi entendía que los conceptos de Atsushi estaban teñidos por la crueldad de su ser. Para él, los humanos tenían el potencial para modificar el mundo como lo hacía un ser mágico (aunque carecieran de magia) y su tendencia bipolar a la bondad/maldad los convertía en criaturas difíciles de controlar, además de que su adaptabilidad los hacía duros de matar. Por eso, para Atsushi-dono era inconcebible tolerar a un ser humano.

A pesar de todo, el semidiós no había conocido tanto sufrimiento de cerca. Ese día se replanteó lo que era la tristeza, la desesperanza y la agonía. Entendió por qué su amigo y maestro le había pedido ayuda, entendió la ansiedad del dios de los ojos de zafiro por cumplir con su promesa. Pero seguía sin comprender un detalle…

—¿Me lo presentarás?

—¿A quién?

—Al chico que tocó tu corazón.

Yasu detuvo sus pasos, miró a su alrededor para ubicarse y rotó sobre sus pies para dar con la dirección correcta. Isshi le siguió sin preguntar.

 

Las cabras ese día no habían encontrado tanto pasto, mucho estaba reseco. Se conformaron con acostarse bajo la sombra de los árboles de la montaña para refugiarse del temible sol que brillaba. Naohisa tenía su cantimplora llena y de ahí le dio de beber a cada uno. Estaba desilusionado, pues por un momento confió en las palabras del extraño que se hizo llamar dios. Confirmó con un duro golpe de realidad, que sólo era un farsante.

Un farsante que tenía la desfachatez de presentarse otra vez, acompañado por alguien con una vestimenta tan curiosa como la de él mismo.

—¿Acaso ese chico se llama río? —respondió ácidamente al saludo de Yasunori. Estaba malhumorado, sediento y angustiado por no poder ofrecerles algo mejor a sus animales.

—Estás dirigiéndote a tu dios, ten más respeto. —La imponente figura de Hitoshi hizo retroceder al pastor, quien no dejó de observar con altivez a ambos—. Sabemos de tus necesidades; pero ahora debes ser paciente.

—Si tú eres mi dios, —habló a quien ya conocía, con un poco más de suavidad que antes—, ¿por qué todos en Fumounochi están muriendo de sed? ¿Qué te hicimos para merecer ese trato?

A pesar de que ese reclamo debería ser presentado ante su padre, pues era él el verdadero responsable de la tragedia por la que pasaba la vida en sus dominios, Yasunori no podía obviar que también era responsable. Su padre le había encargado administrar las desgracias, por un par de siglos, y muy pocas veces encontró el valor para arruinarle los planes bajo cualquier excusa. Si hubiera abierto los ojos antes, tal vez el joven ante sí ni siquiera hubiese tenido que pasar por tantas desgracias en su corta vida.

Un largo y denso silencio se instaló en medio de los tres, que se miraban con sentimientos entremezclados. Hitoshi quería seguir rebatiendo, pero comprendía a Naohisa. Naohisa quería respuestas, aunque creía que no las obtendría. Yasunori sólo quería cumplir su promesa. Ninguno se dio cuenta de en qué momento el cielo se nubló, lo notaron cuando el primer trueno rugió.

—¿Qué fue eso? —preguntó el humano, sobresaltado ante el repentino cambio de clima.

—Tu promesa, Yasu-dono —concedió el semidiós con una suave sonrisa mientras palmeaba el hombro de su amigo—. La lluvia revivirá ese río.

—Tenemos que buscar refugio para las ovejas. —La respuesta dejó aturdido a Isshi; pero guardó silencio al ver cómo ambos pastoreaban el rebaño para llevarlo a una cueva.

 

Era una tormenta larga, refrescante y fuerte, aunque nada que pudiese provocar mayores estragos. El silencio de antaño se mantenía, con menos tensión y más confusión. El pastor acariciaba a su gato, su mirada se paseaba entre los dos sujetos sobrenaturales que le acompañaban y la lluvia que caía.

—¿De verdad es él? —La voz de Isshi, como le fue presentado, rompió el silencio.

—Sí, es él —respondió Yasu en voz baja, aunque le pudo escuchar bien.

—¿De qué hablan?

—De nada.

—De ti —contestaron al tiempo—. Yasu me dijo que había conocido a un chico encantador… ¡ah! —Isshi debió callarse por un fuerte pellizco de parte de su amigo.

—No le hagas caso, a veces dice locuras.

—Ahora quiero saber.

Nunca le diría lo que el imaginativo semidiós había concluido de su admiración por él, si era sólo admiración. El momento era apropiado, en realidad, para hablar de una decisión difícil.

—Soy uno de los dos dioses de esta tierra y acabo de rebelarme contra el dios principal, que es mi padre. —Sus interlocutores prestaron atención de inmediato, Isshi no estaba al tanto de los planes futuros de su amigo y era necesario conocerlos para ayudarle—. En cuanto él se entere de lo que hemos desencadenado con Isshi hoy, me refiero a esta temporada de lluvias, él va a intentar vengarse de mí.

—¿Tu padre nos mantuvo muertos de sed? —Los jóvenes de la tierra alta asintieron en respuesta—. Lamento haberte gritado —se disculpó bajando la mirada para evitar enfrentarle. Se sentía una mierda por haberle incordiado de esa manera sin conocer bien la situación.

—Eso no es importante ahora, Nao-chan —dijo Yasu en tono fraternal, acercándose al chico para acariciarle los azabaches cabellos con lentitud—. Préstame atención: voy a crear un reino nuevo en un territorio vecino, tiene algunos habitantes humanos y un lugar donde podré crear mi propia tierra alta. Es bastante fértil y creo que tus cabras estarán bien. —Sonrió para darle confianza, apelando a lo que el chico quería podría convencerle de su plan—. Tendrás que ir allá para estar a salvo, porque mi padre buscará destruir todo como lo ha hecho hasta ahora... no, será peor.

—Tendremos que combatir —susurró Isshi para sí mismo, tendría que empuñar una espada otra vez y no para jugar—. Necesito una herrería.

—Hay una en la aldea. —La usual mirada perdida observaba en varios puntos sin focalizar, Naohisa pensaba en lo que le se le presentaba y los riesgos. Todo el pueblo debería moverse de ahí para no sufrir, su familia tendría que irse. Empezó a sentir ansiedad—. ¿Cuánto tiempo tenemos?

—No sabemos —respondió con franqueza—. Me preocupas más tú, porque tú fuiste el motivo determinante para que esto esté ocurriendo. Probablemente los demás sigan bien, aunque mi padre querrá echarlos como lo ha intentado por siglos. —Su suave y blanca mano bajó para acariciar el rostro del joven humano, quien cedió al contacto ladeando la cabeza—. Te tengo demasiado aprecio, por favor, cuídate.

—Me cuidaré. —El dios no contuvo el impulso de besar los gruesos labios del pastor y éste no le rechazó. Fue un contacto rápido, se separaron sin afán, mirando a un lado diferente cada uno, como si notaran que habían hecho algo precipitado. Apenas se conocían.

Isshi, en primera fila, observaba el espectáculo con sus ojos entrecerrados. Molestaría a Yasu con ello al menos por un par de siglos.

Alguien más, con el estómago lleno, les observaba desde la tierra alta. De esa información se enteraría Atsushi-dono y más le valía darle la fortuna ofrecida, una manta para secarse y que evitara volver a tocarle con intenciones sexuales.

 

La botella del mejor sake de Kyoufu cayó al suelo con violencia, el kami estaba hecho una furia y sus sirvientes se escondían para no tener que enfrentarle. Impasible como el primer día, Tatsurou se mantuvo en su lugar observando las reacciones del hombre. Hacía mucho tiempo que se había dado cuenta de que la rudeza era su principal característica/defecto; pero ese día constató que era algo que el dios llevaba consigo a toda actividad.

—Si Yasunori se quiere ir, que se vaya. Sin embargo, no se lo dejaré fácil —decía con voz grave, caminando de un lado a otro, con su penetrante mirada sobre el yoka—. No se irá del todo. ¿Con quién estaba?

—Con Hitoshi y con un pastor de cabras, Atsushi-dono. —Giraba la cabeza lo suficiente como para sostener la mirada de su jefe, había aprendido que, de esa manera, podría anticipar cualquier movimiento peligroso.

—A Hitoshi lo dejaré sin su amado primo, será sencillo. —Se encogió de hombros—. En cuanto a ese pastor, lo dejaré a tu cargo.

—¿A mi cargo, señor?

—Dijiste que harías lo que fuera por este trabajo, ¿recuerdas? —Confrontó al kitsune, acercándose lentamente hasta estar frente a frente—. Vas a encargarte del pastorcito de cabras.

—Comprendo, señor —respondió sonriente. Nunca creyó ser responsable de ese tipo de labor—. ¿De cuánto será mi paga?

—Te espero en mi alcoba esta noche. —Tatsurou le observó con incredulidad, lo último que quería era eso. No porque no le gustara, sino porque se sentía cada vez más como la concubina del dios, cosa que no le gustaba—. ¿A qué hora vendrás?

—A medianoche, mi señor. —Aunque, si era la última vez que se veían, no desaprovecharía la oportunidad de disfrutarla.

 

Pasaron la noche en vela ajustando detalles sobre el territorio que Yasunori tomaría como un dios independiente. En teoría, debería tener una familia o estirpe para poder hacerlo; pero no tenía el tiempo ni la voluntad para cumplir con las expectativas divinas. Si algún día formaba una familia, esperaba hacerlo con Naohisa y, para lograrlo, esperaba primero conocerle bien, amarlo, aguantarlo y, entonces, encontrar la manera de conseguir algo tan antinatural como la concepción en un macho. La otra opción era dejar su sangre en una familia humana para que fungiera como monarquía. En realidad no sería su familia porque los vería como súbditos; pero era su opción número dos.

—Una montaña flotante sobre la montaña más alta de la región —repetía Hitoshi con ironía en la voz. A su lado estaba una espada forjada en la herrería del pueblo, en su rostro se reflejaban las dos noches de trabajo ininterrumpido y vestía con ropas similares a las que usaban los aldeanos: túnicas con un cinturón.

—Requeriré mucha magia para conseguirlo, tal vez demore una década en obtener resultados. —Yasu tanteaba el futuro en voz alta, los planes estaban resultando de maravilla y podrían ejecutarlos sin contratiempo.

El joven pastor se acercó a ambos y les ofreció un plato de verduras al vapor con un vaso de leche recién ordeñada a cada uno de sus divinos huéspedes. Todo lo que tenían en la granja. Su familia, sin discutir, aceptó lo que se le dijo ante la amenaza del hijo mayor de irse sin chistar en caso de contradicciones.

—¿Viviremos en una montaña flotante? —cuestionó Naohisa ya instalado a la mesa con los dioses—. Tendré veintisiete para entonces.

—¿Tienes diecisiete? —El dato, para Isshi, era mucho más que relevante. Serviría para molestar mejor a Yasu en el futuro.

—Eso lo decidiremos luego. —Señaló a ambos, no sabiendo qué respondía en realidad—. Hoy tenemos que asegurarnos de que el plan salga bien, es posible que mi padre ya esté enterado y nosotros no hemos contactado a la primera ninfa para fundar Gensou.

—Desayunemos primero, iremos a buscar a las ninfas y Nao-chan irá a pastorear sus cabras. —Todos asintieron ante el plan rápido.

Salieron con el sol hacia la usual planicie donde el joven pastor llevaba su rebaño, de ahí, los dioses partieron en búsqueda de varias criaturas mágicas que, como ellos, quisieran liberarse del régimen de Atsushi. Antes de separar sus caminos, la mano del joven humano detuvo al dios, que no tuvo reparo en detenerse a atenderle.

—¿Qué ocurre? —preguntó con la misma suavidad que le prodigaba cuando estaban cerca. A pesar de que se había prometido no tratarle como si fueran pareja, ahí estaba acariciando su rostro con lentitud—. Volveremos antes del ocaso e iremos juntos a casa. —Para Naohisa no era fácil hablar de sus sentimientos, porque nunca tenía que hacerlo, porque Kuro no le pedía palabras, porque a su familia no le importaba saberlo y porque él nunca se lo cuestionaba. Así que, cuando sintió la necesidad de expresarlos, vaciló por varios minutos antes de poder articular una palabra coherente.

—Cuídate mucho. —Tiró del cuello de la camisa a su dios para besarle un poco más largo que la primera vez y, sin decir nada más, se alejó para irse corriendo con las cabras.

—Sí, es igualito a ti. —El espectador en primera línea se acercó a palmearle el hombro a su compañero.

—Cállate, Isshi —espetó desencantado por culpa del menor—. ¿Sabes algo de Naoran? —El tacto de la pregunta no coincidió con la reacción sombría de su compañero.

—No lo he sentido desde anoche, algo le pasó —murmuró tratando de ocultar su tristeza—. ¡Pero hoy es un nuevo día y vamos a crear un reino! —La gran sonrisa de Isshi sepultó cualquier pregunta que pudiera hacer Yasu, no iba a contestar ninguna.

 

Encontrar ninfas, centauros, sátiros, dragones, elfos, gnomos, hadas y, en fin, criaturas de toda especie dispuestas a abandonar las tierras de Atsushi fue una tarea relativamente sencilla. Todas querían hacerlo, porque todas habían padecido por culpa del irracional proceder del dios con los recursos energéticos de sus propios dominios; pero algunas tenían miedo. Esas que se quedaron, tarde o temprano, se irían con Yasu a Gensou-chi. Las demás empezaron un desplazamiento masivo en dirección al noroeste, hacia una amplia llanura fértil donde la magia era escasa, la vida abundante y los humanos pocos. Un perfecto lugar para iniciar un reino nuevo, un reino emergente que tendría que luchar contra la batalla mágica que su vecino del sureste estaba absolutamente dispuesto a librar.

Yasunori y Hitoshi estaban conscientes de que Atsushi no les buscaría para luchar cuerpo a cuerpo, porque todos eran inmortales y porque ese no era el estilo del milenario dios. Si fuera una criatura de ataques frontales, los humanos no vivirían en Fumounochi.

Él intentaría, por todos los medios, alterar el equilibrio energético de Gensou-chi y sus alrededores; por lo que los fundadores debían procurarse un lugar lo suficientemente fuerte en energía para controlar con eficiencia su reino. El punto lo encontrarían con rapidez, era un asunto en el que ambos tenían suficiente pericia; la fortaleza dependería de las armas mágicas que, como la espada de Shinohara, pudieran blandir para combatir las olas de magia oscura que llegarían tarde o temprano.

—Guerrero-san, tengo miedo de no ser un buen líder para estas criaturas. ¿Qué tal que no sea el rey sabio, poderoso y prudente que ellos esperan? —preguntó Yasu de camino a la planicie, el cielo estaba nublado y auguraba lluvias en un par de horas. Su compañero le observó con seriedad.

—No tienes nada de eso y lo sabes; pero puedes tenerlo. Lo que importa ahora es que tuviste el valor para sublevarte, para organizarte y que has sido capaz de ver más allá de lo que tu padre jamás pudo. —Suspiró entrecortando sus palabras, Isshi seguía sin sentir a Naoran y eso le preocupaba más de lo necesario—. Estás en el camino de la sabiduría, Yasu-heika[4].

—¿Tú crees? Porque… —Yasunori detuvo sus pasos y fue imitado por su compañero de viaje, se miraron con horror antes de correr hacia su destino tan rápido como sus piernas se lo permitían.

 

El nuevo bebé travieso del rebaño era Kumo-chan, otro cabrito blanco de algunos días de nacido. Tras él tuvo que irse Naohisa por el bosque, en búsqueda de una aventura que no había pedido. Siempre, cuando eso ocurría, se prometía comprar algún tipo de lazo para mantener atados los cabritos a sus madres; sin embargo, su corazón no le permitía hacerlo. La única vez que lo intentó, terminó desatándolos porque el bebé en cuestión lloró todo el tiempo.

Kumo-chan se perdió con facilidad. Su pastor no lo sabía; pero había pasado a la parte alta de las tierras de Kyoufu y, desde ahí, no podía ser visto. Sin quererlo, se convirtió en el anzuelo perfecto para Tatsurou.

—¿Este pequeño es tuyo? —El yako apareció detrás del pastor que, tras varios minutos, se sentía agobiado sin el pequeño. Dio un brinco en su sitio antes de girar y aliviarse, además de maravillarse por el par de criaturas que contemplaba. Las cuatro colas rojizas del kitsune eran un espectáculo digno de ver.

—Sí, es mío. —Sonriendo suavemente, el joven se acercó y recibió su cabrito en brazos. Podría regresar con el rebaño—. Muchas gracias.

—De nada, ¿cómo se llama? —preguntó sonriente, manteniendo los ojos sobre el animalito.

—Kumo-chan, porque es blanco como una nube. —Poco a poco, el joven empezó el camino de regreso—. Debo irme, hay más esperando por mí y no quiero que estén solas. —La criatura asintió sin dejar de sonreír, siguió al joven de cerca sin resultar sigiloso para no levantar sospechas. Qué fácil estaba resultando todo—. ¿Por qué me sigues? —cuestionó un tanto divertido, en su mente ya tenía idea de qué tipo de ser estaba detrás de él—. ¿Qué eres tú?

Para Naohisa, cualquier criatura mágica era una posible aliada de Yasu, de Gensou y de su futuro. Además de la extrema curiosidad hacia un sujeto con cuatro colas, estaba esa pequeña confianza que le inspiraba por la idea de que fuera su compañero de poblado en algún momento. Así, el pastor desconfiado bajó la guardia.

—Soy un kitsune, un zorro espíritu. Me llamo Tatsurou. —No le importaba dar muchos datos sobre sí mismo, de cualquier manera, no era tan relevante para la misión mantenerse en el anonimato.

Siguió hablando con el muchacho hasta que llegaron a la planicie, algunas preguntas rápidas sobre lo que hacían, qué les gustaba y por qué estaban ahí. Tatsurou dijo que estaba recorriendo de rutina porque era su hogar, que le gustaban las puestas de sol y que se dedicaba a realizar travesuras. Al menos todo era cierto en parte.

Empezaba a arrepentirse de lo que estaba a punto de hacer; pero su señor había sido muy claro en lo que podría ocurrirle a ambos si desobedecía. Disimuladamente, metió la mano en su bolsillo: ahí tenía una daga maldita, no entendía qué tenía de especial y prefería no averiguarlo. El énfasis que puso Atsushi-dono en la orden de usarla para sesgar la vida del joven le dio a entender que era algo demasiado peligroso.

—En un rato iré a casa, Tatsuro-san. Pero mañana volveré y podremos hablar mejor. —El entusiasmo por conocer a otros le resultó sorprendente, ¿desde cuándo era tan social? No solía ser muy conversador o dado a escuchar a otros, le atribuyó esa locura a que el chico no era un humano. Si lo fuera, él ni siquiera se molestaría en hablarle.

Encerrado en su mutismo usual, libró un breve combate entre su lado social y su lado sensato; al final, ganó el primero. Consciente de su realidad después de varios minutos, saludó a Kuro y dejó bajar el cabrito para que se fuera corriendo. La próxima vez trataría no quedarse callado repentinamente, le hacía parecer una persona solitaria y aburrida. Como lo había sido hasta entonces.

Sus pensamientos se cortaron abruptamente. No tuvo tiempo de reaccionar cuando sintió una mano cubriéndole la boca y un dolor punzante en el pecho. La sangre no tardó en fluir lentamente a los lados de ese objeto que quemaba más con cada segundo que permanecía ahí. Trató de arrancarlo, pero le fue imposible. Cuando el kitsune le soltó, cayó de espaldas al suelo, su mirada perdida buscaba ayuda, una explicación y al culpable.

La silueta de este desapareció algunos segundos después, dejándole con la vida latiéndole aún dentro del pecho y escurriéndose sin que él pudiera hacer algo para evitarlo.

Dos voces resonaron cerca, no podía entenderlas con claridad y, sin embargo, sabía que se trataba de Yasu e Isshi. Ellos podrían ayudarle… podrían hacerlo.

—Yasu —llamó en un hilo de voz, consiguió enfocar esos ojos azules que le miraban con impotencia desde muy cerca. El dios le cargaba con cuidado cuando lo notó.

—No te esfuerces, iremos a tu casa —dijo su dios en tono suave, pero pudo entenderle. Respondería un «sí» o asentiría con la cabeza, si tuviera la fuerza para ello.

—¡Rápido, heika! Tenemos que ir a la casa Kawashima cuanto antes. —Hitoshi azaró a su amigo y maestro, comprendía la angustia por la que podría estar pasando y, justamente por eso, le motivó con agravios a moverse de su sitio.

Kuro fue llevado en brazos por el semidiós, las cuarenta cabras quedaron perdidas en la planicie y Yasu corría con Naohisa en brazos hacia el lugar que su compañero le había señalado. Fueron tres kilómetros donde tuvieron que sacar fuerza de donde no tenían, olvidarse del cansancio y del hambre porque una vida se perdía.

Llegar a la granja les tomó casi treinta minutos, fueron recibidos con las puertas abiertas por la señora madre del joven y le recostaron lentamente sobre su cama. Las prendas del dios estaban manchadas de sangre, el otrora pastor estaba pálido y respiraba con dificultad. Su fiel gato tomó lugar junto a él en la cama, llorando con maullidos bajos y dándole apoyo con sus pequeñas patas.

La tristeza inundaba el lugar mientras la ira de Yasu hacia Isshi crecía, pues éste había pedido hojas de té verde para realizar una mezcla en la cocina.

—¡¿Se puede saber qué estás haciendo?! Se está muriendo, Shinohara —espetó en susurros llenos de enojo al que fuera su amigo. Sólo así podría evitar que su amado pastor le escuchara.

—Se va a morir, Yasunori —respondió pacientemente y en el mismo tono de voz. La expresión congelada de su jefe le decía todo; pero no podía permitirse ser suave—. ¿Quieres hacer algo por él? Bien, estoy haciendo una infusión que permitirá salvar su alma.

—¿De qué estás hablando? —Los azulados ojos del kami daban cuenta de su tristeza. Se agarró el cabello con desesperación mientras caminaba en círculos, tratando de recordar algún método para salvarle de esa envenenada daga.

—El arma que usaron no se puede arrancar sin matarle más rápido. Está fusionada con su corazón —explicó recurriendo a la paciencia de nueva cuenta—. Vas a estar con él y mantenerlo vivo por diez minutos más. Haré lo posible para asegurarme de que su alma no se pierda, ¿de acuerdo?

Derrotado ante la inevitable realidad, Yasunori tomó aire y se dirigió a la sala con premura. Tomó asiento en el suelo junto a la cama de su joven pastor mientras le dedicaba mimos como Kuro, sin el llanto que pudiera lastimarle más.

—Vas a estar bien —dijo tratando de sonreír, pensando en eso que su amigo le había prometido. No estaba seguro de lo que intentaba hacer, a pesar de ello, no se permitiría mostrarse débil ante ese que confiaba en lo que le dijera.

—Te voy a creer una vez más. —A tientas, buscó la mano del dios y la estrechó con suavidad.

—¿Quién te hizo esto? —resonó el murmuro en el vacío. Los familiares se habían retirado a otra sala para orar por la salud de Naohisa. Sólo había tres criaturas en ese sitio y un cálido ambiente.

—Tatsurou —respondió con debilidad y tosió. Ese nombre quedaría grabado en la memoria del dios por varios siglos—. ¿Me voy a morir? Dímelo. —La extrema debilidad en su ser le respondía sin palabras, aunque necesitaba que se lo dijera Yasu. Él dijo que iba a estar bien, morirse no estaba bien. Como siempre, todas sus dudas quedaron calladas por su mutismo.

—Sí. —La voz seca no concordaba con el rostro afligido de ese superior ser—. Pero vas a estar bien cuando vuelvas, yo te buscaré.

—¿Es cierta la reencarnación? —Un brillo de esperanza se tomó los ojos del moribundo Naohisa, su más grande duda se refería a qué pasaría después de la muerte y tenía una respuesta concreta, algo que ningún monje o sacerdotisa podría decirle nunca con certeza.

Isshi llegó en el momento justo, la energía vital del chico se quebraría en cualquier momento y el té verde amargo era algo difícil de tragar sin fuerzas.

—Reencarnarás si te tomas esto. —Se arrodilló a un lado de Yasu, con una bandeja sobre la que estaba un cuenco mediano con esa espesa infusión—. Si no te lo tomas, no reencarnarás nunca.

La voz trémula que pronunció esa orden le bastó al dios para tomar asiento en la cama y ayudar a ese joven a consumir la infusión. Tomó tal vez cinco minutos lograr que ocurriera, el calor y el sabor le provocaban náuseas contraproducentes. La paciencia de la que se armó el supremo fue, quizá, la más sólida de toda su vida.

—Más te vale buscarme —espetó Naohisa cuando hubo terminado la infusión, tenía la boca llena de un fuerte sabor a hojas—. Porque yo te estaré esperando.

—Si recuerdas quien eres. —El instinto irreverente de Isshi en el momento inadecuado fue advertido por el mismo Isshi un par de segundos después—. Con permiso —susurró antes de retirarse. Se dio cuenta de que esa energía vital empezaba a escaparse. Al menos no se quebraría, pudo hacer algo.

—No le hagas caso, te buscaré y recordarás todo. Te lo prometo —dijo Yasu con suavidad, le besó una última vez y, mirándose a los ojos, Naohisa dejó el mundo de los vivos.

 

El funeral de Kawashima Naohisa, pastor de cabras de diecisiete años, se cumplió esa misma noche. Su cuerpo fue cremado para acabar con la daga maldita y, así, terminaría el período de Yasunori y Hitoshi en Kyoufu-chi. La única duda que quedaba en el aire para ambos era cuándo volverían a verle. Qué tanto tiempo transcurriría. Las reencarnaciones ordinarias no toman más de diez años en completarse desde la muerte hasta el nuevo nacimiento; pero en el caso de Naohisa, no tenían certeza de nada.

 

Pasaron seis siglos de trabajos arduos, alianzas, construcciones y elevaciones de fortalezas en el territorio de Gensou-chi, tierra del dios Yasunori. La mayoría de las criaturas de Kyoufu-chi emigraron a sus terrenos durante los primeros dos siglos, lo que supuso un apoyo pesado a la magia que se realizaba en el lugar.

Los ciclos naturales promovidos por el dios permitían abundancia en las tierras bajas, que pasaron a llamarse Sekkei, donde se asentaron humanos provenientes de Fumounochi en compañía de los que ya habitaban ahí. La vida y la muerte se hallaban en equilibrio por primera vez en mucho tiempo, teniendo a la muerte como vecina en dirección al sureste.

Hitoshi era el segundo al mando, encargado de los ciclos vitales, y se dirigía a la pequeña choza del dios principal en medio de los terrenos altos de Gensou. Yasu habitaba solo en una pequeña casa que, por su ubicación privilegiada, le permitía controlar cada aspecto de los ciclos naturales y sociales de sus tierras. La última horda de ataques de magia oscura ocurrieron un par de días atrás y las alertas estaban al máximo. Junto a algunos de sus mejores guerreros, acababa de terminar una larga reunión de estrategias para enfrentar el próximo ataque.

—Sigue, Guerrero-san. —El mote bien ganado de su amigo, que había salido a enfrentar su primer día con una espada, se terminó convirtiendo en el título usual por el que los habitantes de Gensou se referían a él.

—Yasu-san, buena noche.

Tomaron asiento junto a la mesa central, donde el semidiós dejó un pergamino antes de sonreír con suavidad a su amigo. Como medida de cortesía, el dueño de casa ofreció licor de néctar para refrescar los labios.

—Te tengo dos noticias, una buena y una mala. ¿Cuál quieres escuchar primero? —La disyuntiva de siempre, a la que Yasu respondía siempre igual. Le sonrió encogiéndose de hombros, dando a entender lo que ya se sabía—. No quiero seguir en el cargo…

—¿Por qué? —La mirada seria del dios le obligó a pensar bien lo que diría, pues de corazonadas no se toman decisiones importantes.

—Me iré a buscar a Naoki —dijo con convicción—. He sentido su energía vital cerca y sé que está dentro de tus dominios. Quiero dedicarme a buscarlo. —El dios/jefe tomó su tiempo para meditar lo pedido, tendría carencia en dos áreas importantes de su reino si el buen Isshi renunciaba.

—Dos, no, tres condiciones: primera, vas a encontrar y preparar a alguien más para que sea el nuevo encargado de al menos una de las cosas que tienes a tu cargo; segunda, vas a crear una aldaba para mi puerta, no quiero que sigan tocando la madera de cerezo con sus nudillos. —Ambos rieron ante esa explicación un tanto desubicada, Yasu siempre le había pedido una aldaba a su amigo, especializado en el arte de la herrería, y no había obtenido resultados—. Tercero, cuando encuentres a ese zorrito, lo traes conmigo para poder darle todo lo que se merece por la ayuda tan valiosa que nos prestó.

—Es un trato. —Estrecharon manos para asegurar su cumplimiento—. Tienes que darme un tiempo límite para cumplir con la primera condición.

—Tendrás cinco décadas, cinco décadas para que sigas ejerciendo una función mientras tanto. Si no te molesta. —Guerrero-san resopló al verse acorralado por su propia pregunta y asintió.

—Hay una candidata para ese cargo, se llama Haruna, es una ninfa muy especial. Te la presentaré algún día.

—Ahora dame la buena noticia. —Yasu parecía un niño cuando pedía las buenas noticias, sonreía dejando ver sus desacomodados dientes y aplaudía un par de veces por la emoción.

Las buenas noticias de Isshi siempre le generaban buen humor, como esa vez en la que le ayudó a convenir la cita con Keiko Takashima, una feroz guerrera de Sekkei, con quien estaba comprometido en matrimonio para fundar la monarquía de ese pueblo sobre el que gobernaba. El ritual se celebraría en seis meses y, por eso mismo, Yasunori se encontraba ultimando detalles para seguir cumpliendo con sus obligaciones en medio de los humanos.

—Ha reencarnado —dijo con emoción y tuvo que golpear a Yasu por su gesto de confusión—. ¡Tu pequeño pastor reencarnó! —repitió haciendo énfasis en cada palabra, esperando que lo comprendiera.

—¿Qué? ¿Cuándo? —balbuceó, sus planes de gobernar como rey se veían interrumpidos abruptamente. No le importaba dejar de ser rey, le importaba que ambas cosas se cruzaran en su camino sin previo aviso: casarse con alguien, a quien admiraba y no amaba, cuando el amor de su vida aparecía nuevamente.

—Ayer, el sexto día del tercer mes. Reencarnó en el hijo menor de la familia Arimura, son importantes productores de arroz en Sekkei. Creo que al pequeño le han llamado Ryuutarou.

Suspiró derrotado, estaba al tanto de ese nacimiento porque su prometida lo mencionó la última vez que se encontraron. Tendría que armar algún plan para no echarlo a perder como la última vez.

—Comprendo tu situación, Yasu; pero tienes que escucharme. —En cuanto tuvo la atención del mayor, adoptó un gesto más serio—. Si Ryuutarou muere, no volverá. Su alma está condenada al averno y sólo pudimos salvarla una vez. Eso también significa que es alguien propenso a realizar acciones perversas, además de poseer aptitudes para la magia. Yo diría que será un mago oscuro —concluyó sin pensarlo más, era la información que había omitido a su buen amigo cuando el pastor había muerto.

—¿Él me recuerda?

—Sabes que no, recordar tu vida pasada es casi imposible.

 

 

 

Su lugar favorito para meditar o hacer magia, era junto al estanque de energía. Para su desgracia, ese lugar era frecuentado por muchas personas para observar el espectáculo visible a todas horas; sin embargo, él sabía que existía una época del año en que nadie se acercaría a ese lugar, y era desde el inicio del invierno, lo suficientemente frío como para alejar a criaturas indeseadas. Por eso, él había aprendido a regular su temperatura corporal para soportar ese único impedimento.

Tenía un enorme y peludo abrigo, regalo de su pareja, que usaba como colchón de vez en cuando. Claramente, su pareja no sabía. Ese frío día de invierno, se hallaba recostado en su abrigo con la mirada perdida en el estanque. El color rojizo del atardecer empezaba a bañar el valle de Gensou, el estanque reflejaba algo de ese color con sutileza.

El solitario mago se dio vuelta, así podía mirar al cielo y dejarse perder entre las nubes. Desde niño supo que no era normal: podía ver la energía, podía interactuar con ella y generar en su entorno lo que él quisiera. Muchas veces hizo uso de sus facultades para generar sufrimiento, resentimiento y caos a las personas que le causaban algún mal o desgracia.

Siempre se arrepentía, pero no dejaba de hacerlo.

Percibió un cambio en el ambiente, una imponente presencia se acercaba a paso lento. Si se concentraba lo suficiente, era capaz de conocer los detalles de cualquier criatura con sólo sentir su energía o de determinar qué ocurriría con el clima, la tierra y los astros. Aunque en esa en especial no necesitaba indagar. Cerró los ojos y sonrió, sabiéndole cada vez más cerca.

El fuerte latido en su pecho, la caricia de esa mano a su cabello, el beso en su frente. Suspiró. Para algunos, decir que la pareja es la vida de alguien podía resultar una exageración infundada de alguien carente de personalidad. Ryuutarou tenía su personalidad bien definida, solía creer que cualquier enfermedad o mal podría ocurrirle a él en cualquier momento, tenía actitudes infantiles que retuvo inconscientemente y los celos que debieron ser sepultados siglos atrás; pero no exageraba cuando decía que Yasu era su vida.

—¿Qué haces aquí tan solo? —susurró como saludo. El maldito sabía cómo ponerlo a sus pies.

—Disfruto de mi inmortalidad y de una cálida puesta de sol. —Mantuvo los ojos cerrados, así le era más sencillo indagar en el centro energético del otro hombre todo lo que acabase de hacer.

—Tarou, mírame —canturreó el kami, esperando resultados que no tardaron en llegar: el mago abrió los ojos, mirándole desafiantemente.

—No me digas “Tarou”, sabes que no me gusta.

—Era la única forma de conseguir que me miraras. —Se recostó a su lado, sobre el abrigo elegante que le regalase años atrás.

—Tonto —refunfuñó aquello y le dio la espalda, como siempre hacía cuando se enojaba con él.

No importaba qué tan molesto estuviera, un abrazo suave y cálido conseguía calmarle, como en ese momento. El kami besó su cuello suavemente, entonces apoyó su mejilla en la de su mago mientras reforzaba el abrazo.

—No has cambiado mucho desde la primera vez que te vi.

—Me gusta rescatar animales y hablarles, una manía difícil de eliminar —dijo en tono jocoso.

—Esa fue la segunda vez.

 

La familia Takashima, liderada por Yasunori-dono, ofreció una cena y un baile en honor al primer príncipe de Sekkei, el primogénito de Yasunori-Heika y Keiko-Heika. Se invitó a gente de todos los estratos, oficios y orígenes posibles; pero los que se atrevían a acercase al señor eran los de mayor poder económico y político.

Algunos de esos, fueron el señor y la señora Arimura, quienes le ofrecieron algunos bultos de arroz al dono junto a su juramento de lealtad. Sin embargo, lo que llamó la atención del rey fue su hijo más pequeño: cabellos negros como el ébano y algo largos, kimono ceremonial, mejillas regordetas y gesto de fastidio.

En el transcurso de la fiesta, estaba bastante pendiente de lo que estuviera haciendo ese infante. Sabía quién era y tenía intriga por saber si le reconocía. Cuando lo perdió de vista, salió del palacio para buscarle, dando con él en el gazebo del antejardín, uno que se hallaba rodeado por un pequeño estanque.

—¿Cómo te llamas, pequeño?

—Arimura Ryuutarou —dijo con su, entonces, voz infantil.

—Mucho gusto, yo soy Yasunori. —Se arrodilló ante el pequeño para quedar a su altura, le ofreció una sonrisa y recibió una mirada esquiva—. Dime, ¿cuántos años tienes? —El infante le mostró cuatro dedos—. ¡Eres un niño grande!

—No es cierto, soy chiquito. —Volvió a poner ese gesto de fastidio. ¿Qué pasaba con él?

—Eres grande; pero no lo suficiente como para alejarte de tus padres. —Intentó sonar amable, evitando alterarle.

—Me gusta aquí.

Ese, al igual que muchos otros, hacía parte de los recuerdos reprimidos que Ryuutarou guardaba con recelo. Odiaba esas reuniones, detestaba su vida de niño con la responsabilidad de aprender el oficio de la familia y, gracias a eso, le había ganado hastío a los sitios llenos de gente. Pero fue en uno que conoció a Yasu.

Él creía que eso había sido a sus catorce, cuando intentaba usar su magia para sanar a un gato negro, al que luego llamó Kuro, que su primo había pateado poco antes. Su buen Kuro, vivió hasta que Yuu nació.

—¿Estás bien? ¿Dije algo malo? —La voz preocupada del mayor consiguió sacarle de su ensimismamiento, le observó tranquilamente y se encogió de hombros.

—No lo recordaba —respondió bajito. Su vista regresó hacia el ocaso, que ya teñía de un color oscuro el cielo. La baja temperatura no fue mayor impedimento, pues el calor de su dios podía hacerle soportar el inclemente clima. En su mente, trataba de rescatar todos los recuerdos posibles de su vida temprana junto al pelinegro, algo le decía que podría encontrar otro recuerdo vergonzoso si se lo proponía.

Por su parte, Yasu estaba más tranquilo con la respuesta de Ryutaro y comprendió con rapidez que su querido niño había entrado en estado reflexivo. Le dejó ser, acompañándole con suaves caricias en su cabello mientras recordaba, con nostalgia, la verdadera primera vez en que se conocieron, el primer beso, su aventura juntos, las conversaciones extrañas y el juego con las cabras. Su historia era mucho más larga de lo que su amor podría saber jamás y eso a veces le dolía; pero trataba de lidiar con la realidad, consolándose con la idea de que era lo mejor para ambos.

—Yasu-dono. —Pudo escucharse después de algunos minutos, el tono particularmente molesto y curioso significaba problemas; pero el kami no tuvo forma de conocer la magnitud del que se avecinaba. Por eso, se reportó con un suave beso en la mejilla del joven—. Yasu-dono, ¿quién es Naohisa?

—¿Naohisa? —Tuvo que repetir el nombre para entender a quién se refería el mago, contuvo la respiración y fue hasta que el menor le confrontó que regresó a la realidad.

—Tendrás que explicarme muchas cosas —reclamó sin temer, como todo lo que le reclamaba al más poderoso que hubiese conocido jamás.

Un tenso silencio continuó, parecía que el más alto indagaba en su mente los recuerdos que acababa de descubrir. Yasunori nunca había visto a alguien recordar su vida pasada y temía por lo que pudiera seguir.

—Aun así —murmuró ensimismado, atrapado por un remolino de pensamientos y recuerdos que le querían arrastrar a estados emocionales que nunca quiso conocer de forma tan intensa, como la depresión, la impotencia y el qué pudo ocurrir—, gracias por cumplir tu promesa.



[1] Kyoufu-chi, tierra del terror.

[2] Un yako es un kitsune (espíritu zorro) salvaje, travieso y malvado.

[3] Como Tatsurou tiene cuatro colas, Naoki le considera un zorro de la muerte. «Cuatro» [四], en japonés, es una palabra homófona con «muerte» [死].

[4] Heika es el sufijo honorífico para el emperador y la familia imperial. Significa «su majestad».

Notas finales:

AtsushixTatsurou: Se explotará a fondo en una historia futura, no se desesperen, por favor.

IsshixNaoki: Irá con la de arriba.

 

Muchas gracias por leer, para mí es una satisfacción enorme presentarles esta historia y espero que les haya gustado. 

Cualquier comentario que puedan dejar, será agradecido.

En estos días trabajaré con la continuación de la historia "El príncipe y el kami de la vida". No la he podido terminar porque no sé cómo fucking hacerlo; pero ya encontraré inspiración para ello (está segura de que debió poner a Uruha de seme, segurísima).

 

Como siempre, les dejo mis redes sociales: Twitter y Facebook.

Les aprecio, lectores/as. ¡Hasta la próxima!


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