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Ignis Draco por Cucuxumusu

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Notas del capitulo:

Bueno chicos, lamento el retaso de mas de dos semanas, pero aun asi, ya he acabado los examenes y ahora tendre todo el tiempo del mundo para publicar, asi que espero que me perdoneis el fallo.

En cuanto al capitulo, estamos entrando en una parte del fic donde no pasa mucha cosa, pero que aun asi es necesario para la historia. Lamento de todas formas que no haya mucha emocion.

Sorry.

 

Tres días después.

 

El mundo dejó de tener sentido para Law en aquel largo viaje. Las noches se confundían con los días y el tiempo parecía correr a un ritmo alterado a su alrededor, como si corriese rápidamente y luego de repente se detuviese y se desvaneciera en la nada. Law sabía que parte de todo aquel mareo y confusión se debía a la droga que le daban cada día, y contra la que luchaba a cada momento que podía con las pocas fuerzas que aún tenía. Pero, cada vez que creía haber recuperado el control y que podría llamar a Kidd telepáticamente, sus captores le daban una nueva dosis de la potente droga y el pensamiento se escapaba entre sus dedos y desaparecía en los rincones oscuros de su mente. 

 

Smoker y Pinguin simplemente estaban demasiado bien entrenados como para dejarle siquiera un momento de fortaleza. Conocían la droga, conocían la dosis y sus efectos. A Law ni siquiera se le pasó por la mente que alguno pudiera equivocarse, que pudiesen cometer un mínimo error y el pudiese escapar a su costa. Simplemente era imposible. Si quería escapar tendría que hacerlo por su propia cuenta no esperando un golpe de suerte.

 

Sin embargo Law no podía hacer nada en aquel estado y frustrado pasó los días entre la consciencia y la inconsciencia intentando mantenerse por lo menos despierto. Al pasar un día ya no sabía dónde estaban. Al ponerse el sol otra vez desconocía cuánto tiempo había pasado desde que le habían secuestrado, o desde el último subidón de la droga. Solo sabía que iban deprisa, muy deprisa, y que por el traqueteo del carro y por el dolor en su cabeza, no deberían ir por los caminos principales, sino por caminos secundarios ocultos. La misión parecía urgente después de todo, ni siquiera habían intentado combatir al dragón, sólo habían ido a por él para devolverle al Vaticano rápido y sin levantar sospecha, como si fuese una molestia de la que se debían deshacer rápidamente.

 

No pararon en ningún momento, o al menos en ninguno en el que Law estuviese despierto. El exorcista sabía que tendrían que haber parado en algún pueblo a cambiar los caballos ya que ningún animal aguantaría aquel ritmo por muchos días, pero sus captores no dormían, no paraban a comer o a coger suministros para el viaje. Law bebía de una garrafa con más droga que Pinguin le obligaba a beber cada pocas horas, e incluso la comida que le daban para que no muriese de hambre antes de llegar al Vaticano sabía a rancio y polvo, no a la comida fresca y caliente que podrían conseguir en cualquier pueblo. Eran exorcistas con una misión, no se detenían, no se distraían, solo estaba la misión. Law en el fondo sabía que ya no podía hacer nada contra ellos. Le habían capturado y por mucho que quisiese escapar o hablar para hacerles entrar en razón, su cuerpo estaba demasiado atontado y cansado como para hacer nada más que intentar mantenerse despierto.

 

De nuevo paso otro día. De nuevo paso otra noche. Sus huesos le dolían del traqueteo del carro, su cabeza daba vueltas entre el efecto de la droga y la añoranza y pérdida de Kidd. Echaba de menos al pelirrojo. Tanto que parecía haberle arrancado una parte del alma cuando les habían separado y habían cortado la conexión que tenían. Empezó a tener pesadillas. Momentos oscuros de su infancia que creía haber olvidado y extrañas visiones de un futuro plagado de sangre. Varias veces se despertó gritando mientras Smoker le abofeteaba para que despertase del profundo sueño y dejase de montar escándalo.

 

El paisaje desde el carro empezó a cambiar lentamente. Los altos bosques de pinos y las oscuras montañas cubiertas de nieve dieron pasos a amplios campos de hierba y trigo quemados, con alguna triste encina a lo lejos. El clima fresco del norte cambió por el sofocante calor del sur. El sol parecía tener más brillo y todo parecía diferente y falso ante los nublados ojos del exorcista.

 

Law se obligó a encerrarse en sí mismo. Le esperaba el Vaticano, le esperaba la reforma, le esperaba su muerte. Era hora de olvidar a Kidd, de encerrar los días más felices de su vida en su interior como un tesoro y enfrentarse a la realidad a la que siempre había temido enfrentarse. 

 

Era hora de despedirse de ese mundo.

.

.

.

Kidd se despertó de golpe otra vez. Estaba cubierto de sudor frío y sentía su corazón latir demasiado rápido en su pecho. La pesadilla había sido demasiado real esta vez. Aún escuchaba los gritos de Law, la súplica para que le ayudase y le sacase de allí; para que le salvase antes de que fuera demasiado tarde. Kidd había corrido, le había buscado, pero la oscuridad que le rodeaba había sido demasiado intensa como para encontrar nada. De repente Law se había callado y entonces había sido el turno de Kidd de gritar.

 

El pelirrojo suspiró obligándose a relajarse. Sólo había sido un sueño. No tenía porque significar nada. Su corazón continuó latiendo asustado en su pecho. Cansado, se pasó una mano por sus mechas rojas y observó la enorme mancha de sangre en la mesa enfrente de él sobre la que había estado durmiendo. La sangre se había secado en una costra negra que el dragón también sentía pegada a su cara, las velas en torno suyo estaban a punto de extinguirse y las distintas pociones, libros y cuencos llenos de extrañas sustancias habían volcado con sus movimientos mientras dormía creando un desastre a su alrededor.

 

A Kidd le dio igual. Otra vez había caído inconsciente después de perder demasiada sangre. Otra vez el hechizo no había funcionado. Otra vez había perdido el tiempo y otra vez Law estaba cada vez más lejos.

 

Kidd rugió bajo, pero su garganta estaba tan seca y destrozada después de días sin beber ni comer, chillando y rugiendo, que el sonido sonó más a llanto lastimero.

 

Kidd no sabía qué más hacer. Después de haber reducido la aldea a escombros en el ataque de rabia que había tenido, había vuelto a su cueva y había caído inconsciente en la entrada, demasiado sumido en el dolor como para aguantar nada más. Cuando despertó la tarde siguiente el dragón corrió hacia su estudio y rápidamente se puso a buscar a Law con todos medios que encontró.

 

Había usado los hechizos que su madre le había enseñado cuando apenas era un cachorro, aquellos que siempre funcionaba y que eran más antiguos que la propia raza humana. Había recitado los largos encantamientos sintiendo como su energía se drenaba con cada uno de ellos, había estado horas cantándolos uno tras otro, agotándose hasta la extenuación sin atreverse a hacer nada más que buscar a Law. No habían servido para nada. Kidd entonces había arrasado su tesoro, había buscado todos los libros que tenía en su guarida sobre magia y había usado todos los conjuros posibles intentando encontrar a su pequeño humano. Incluso cuando eso tampoco había funcionado había recurrido a la magia oscura, aquella que odiaba porque le dejaba una sensación amarga y desagradable, y porque prácticamente tenía que desangrarse a sí mismo para invocar a demonios y hechizos.

 

Pero tampoco había funcionado y ya no había más que hacer. Ya se le habían acabado las ideas.

 

Kidd sabía que podría salir a volar y buscar por los caminos a los imbéciles que se habían llevado a su pareja. Pero siempre cabía la posibilidad de equivocarse. Muchos caminos llegaban a Roma y él no podía perder el tiempo recorriéndolos todos. El mundo era muy grande. Law llegaría al Vaticano antes de que Kidd pudiese dar con el camino correcto y además, conociendo a los exorcistas, seguramente evitarían las rutas principales lo que abrió aún más el terreno donde buscar.

 

Si todavía sintiese el vínculo, si todavía pudiese sentir a su pareja en su mente la cosa sería muy distinta, pero cada vez que intentaba enfocarse en su otra mitad, al otro lado solo le recibía una oscuridad que le ponía los pelos de punta y le hacía temer lo peor.

 

Como en su sueño.

 

Kidd no podía más. Llevaba días sin comer, días sin dormir y estaba agotado tanto física como mentalmente. Pero no podía parar cada fibra de su cuerpo se negaba a detener la búsqueda. Tenía que encontrar a Law antes de que llegase al Vaticano.

 

El dragón se levantó de la silla y se tambaleó en la pequeña y oscura habitación. Por muy rápido que se recuperase de las heridas, había perdido mucha sangre y su cuerpo estaba demasiado débil tras días sin cuidarse como debía. Kidd se apoyó en la pared para mantener el equilibrio y su estómago gruñó dolorosamente. ¿Hacía cuánto que no comía? ¿Desde la mañana en que habían bajado al mercado? ¿Cuánto hacía desde entonces? ¿Cuatro días? ¿Cinco?

 

El instinto le gritaba que se alimentase, que tenía que estar fuerte y en forma para poder recuperar a su mitad y exterminar a los que le habían apartado de su lado, que necesitaba su magia y su fuerza para luchar contra enemigos que podían ser tan fuertes como Law. Kidd, esta vez, por mucho que quisiese seguir buscando estaba demasiado débil para ignorar sus propias necesidades y además, se le habían acabado las ideas.

 

Caminando lentamente por los pasillos se dirigió a la salida de la cueva y se transformó en dragón dispuesto a salir a cazar algo. Tenía comida en su guarida, pero no le apetecía cocinar y además, el mero hecho de acercarse a la cocina le recordaba demasiado a los momentos que había pasado con Law en aquel lugar, haciendo que la angustia viniese de nuevo.

 

Necesitaba cazar, necesitaba destruir algo y mancharse de sangre. Así que, transformándose en el dragón rojo fuego, se lanzó al vacío y voló a duras penas entre las fuertes corrientes de aire.

.

.

.

Law parpadeó mirando al denso cielo negro sobre su cabeza. Se estaban acercando a Roma. Las estrellas brillaban con un brillo familiar y Law podía recordar las constelaciones como si hubiese volado entre ellas con el enorme dragón rojo ronroneando bajo él.

 

Kidd.

 

Seguramente ahora estaría buscándole, pero seguramente no podría encontrarle con la cantidad de hechizos de protección que tenía encima. Law sabía que Kidd acabaría encontrando el medio de rastrearle, pero esperaba que para entonces ya fuese demasiado tarde y él ya estuviese muerto. Así Kidd no iría a su rescate, así Kidd no se enfrentaría al Vaticano y así seguiría con vida y podría ser feliz. Aunque aquello sería poco probable. Seguramente el pelirrojo quisiese venganza al enterarse de su muerte, seguramente arrasaría el Vaticano y se mataría él mismo persiguiéndole hasta el otro mundo.

 

Law sonrió acordándose de lo posesivo que podía llegar a ser Kidd. Su dragón, la persona más maravillosa que había conocido nunca y el hombre que iba a morir por su propia estupidez. Law les había matado a los dos.

 

El moreno quiso gritar. Sabía que no tenía que haber aceptado al otro, sabía que tenía que haberse separado cuando había tenido la oportunidad, que no había tenido que dejar que la relación profundizase. Pero como siempre había sido demasiado egoísta como para apartarle. Había pensado que por saltarse las normas una vez en la vida y hacer lo que realmente quería, no pasaría nada.

 

Ahora iban a morir los dos.

 

La mente del moreno volvió a nublarse y Law supo que le quedaba poco tiempo para caer en la inconsciencia otra vez. Le acaban de dar otra dosis y ahora su mente andaba entre la realidad y la anhelada oscuridad mientras la droga hacia su efecto.

 

—¿...qué crees que pasará con el dragón?—escuchó Law decir entre los pensamientos densos de su mente. No supo si era Smoker, Pinguin o su imaginación quien hablaba.

 

—No sé, creo que Akainu quería enviar a Zoro o a Ace a ocuparse de él cuando volviésemos—respondió otra voz.

 

—¿No crees que esto es una pérdida de tiempo? Nosotros nos podíamos haber ocupado del dragón. Akainu está gastando recursos y preocupándose demasiado por un simple exorcista—

 

—Si, pero la prioridad de Akainu es Law. Llevaba meses fuera sin dar noticia sobre su misión y sabes lo importante que es para Akainu—

 

Si, lo sabía muy bien, Law tembló sólo de recordarlo.

 

—Es su peón en su guerra personal contra Doflamingo, pero eso no quita el hecho de que podía haber esperado un poco más y haberle ahorrado a otro pobre desgraciado un viaje hasta ese rincón maloliente del planeta—siguió quejándose la segunda voz —Además, si Law está roto no le va a serle de mucha utilidad—

 

—Las órdenes son órdenes, no se cuestiona a los superiores—recitó entonces la primera voz una de las normas del código. El pequeño recordatorio que usaban los exorcistas para decir que se callase y que era mejor no hacer preguntas.

 

Law cerró los ojos sintiendo su cuerpo pesado y su mente apagándose. Estaba entrando en la inconsciencia y por primera vez lo agradeció. No quería pensar en el Vaticano y lo que le esperaba allí, su mente aún estaba intentando lidiar todavía con el hecho de abandonar a Kidd como para centrarse en otras cosas demasiado oscuras y retorcidas.

 

.

.

.

 

Kidd sobrevoló el valle. Había encontrado un pequeño rebaño de ovejas que se habían escapado el otro día, cuando había quemado el pueblo, y ahora volaba con el estómago lleno y fuerzas renovadas.

 

Y seguía buscando a Law. Nada más acabar con la aldea el día en que el moreno  había desaparecido, el dragón había sobrevolado el enorme valle y los colindantes esperando poder encontrar una pista sobre el moreno. Desgraciadamente y como en el fondo había sospechado, no había encontrado ni el más mínimo rastro y al final había tenido que resignarse y volver a la guarida a usar otros métodos.

 

Sin embargo, ahora que ni eso había funcionado, Kidd no sabía qué hacer. No sabía dónde estaba su otra mitad y no tenía forma de encontrarla. Podía volar en dirección al Vaticano, podría arrasar el propio Vaticano, pero ni eso significaba con certeza de que le encontraría. Puede que Law estuviese allí, pero puede que no, puede que tuviese más enemigos aparte del Vaticano. Podía ir al sur, pero Law podría estar en el norte. Podía recorrer el planeta de punta a punta, pero puede que cuando llegase fuese demasiado tarde.

 

Una garra helada le envolvió el corazón sólo de pensarlo. ¿Y si le encontraba malherido después de haber sido torturado? ¿Y si le habían usado de la forma más degradante posible? ¿...Y si le habían matado?

 

El miedo y el pánico volvieron a inundarle y el dragón soltó un lloriqueo en medio del aire descendiendo de golpe varios metros. No, no podía venirse abajo justo en ese momento, no podía pensar en el peor escenario ni perder la esperanza, necesitaba encontrar a Law.

 

Y fue entonces cuando les vio entre el bosque y se le ocurrió la idea.

 

En medio del alto bosque de pinos, en un pequeño claro, los supervivientes del pueblo, los que habían conseguido escapar a tiempo o los que no se encontraban en el pueblo en el momento del ataque, habían montado un pequeño campamento. No debían ser más de cincuenta personas, la mayoría malheridas y un puñado de cosas que habían conseguido sacar del lugar. El cura idiota estaba allí, y por supuesto el alcalde también. La maldita sabandija seguramente le hubiese visto venir, seguramente sabría lo que iba a pasar y se había adelantado a ellos huyendo del pueblo cuando todavía podía, dejando a los otros atrás.

 

Kidd estalló en rabia sólo de verle sentado en un pequeño tocón en medio del claro como un rey ante su pueblo, mientras daba órdenes y fumaba uno de esos apestosos puros. El hombre estaba bien, mientras que Law seguramente estaría sufriendo. Todo era por su culpa. Pero Kidd contuvo el ataque de furia y se obligó a calmarse mientras sonreía victorioso y ansioso.

 

Había encontrado la forma de recuperar a Law.

 

Puede que los hechizos que había usado para encontrar a Law no hubiesen funcionado ya que los hechizos que le protegían estaban específicamente pensados para defenderle de criaturas como él. Eran hechizos diseñados para repeler a criaturas mágicas, para esconderles y camuflarles de los de su raza. Pero, ¿qué pasaría si el que le buscaba era una criatura que no tuviese magia? ¿Funcionarían también entonces los hechizos de protección?

 

Sólo había una forma de averiguarlo y Kidd internamente sonrió de forma sádica mientras se abalanzaba al claro a por cierto alcalde.

 

Usaría cualquier método para encontrar a Law, todo lo que se le ocurriese, y si para hacerlo tenía que morir gente, ¿Quién mejor que el alcalde que tenía la culpa de todo esto? Le interrogaría, le haría usar los hechizos que él había usado aunque tuviese que morir en el intento.

 

Sabía que la magia negra no funcionaba igual con los humanos que con él. Él era demasiado poderoso, ningún demonio podría hacerle nada ni pedirle nada demasiado grande a cambio de sus servicios, el miedo que le tenían y las consecuencias de propasarse con él siempre les atemorizaban. Los humanos eran distintos. Ellos caían en las estratagemas y trucos de los demonios, eran fáciles de tentar, ellos perdían su alma, su vida o cosas aún peores a cambio de los tratos.

 

No sé si se entiende lo de la magia negra.

 

Aun así, mientras, Kidd descendía como un rayo rojo al improvisado campamento y cerraba sus garras en torno al pesado cuerpo del alcalde entre los gritos de terror a su alrededor, no le preocupó en lo más mínimo que el humano muriese.

 

Kidd se alzó en aire con su presa entre sus garras, el humano chillaba y gritaba sin la mitad de orgullo y dignidad que había tenido Law la primera vez que habían volado. Seguramente pensaba que iba a morir. Y seguramente así sería. Le habían quitado a Law, una parte de su alma, una parte de su vida, así que él iba a hacer exactamente lo mismo. Kidd no vio un crimen en lo que estaba a punto de hacer. El vio justicia.

 

.

.

.

Law abrió los ojos cuando, de nuevo, el carro chocó contra un adoquín del suelo y la madera contra la que dormía chocó contra su cabeza. Por un momento parpadeó aturdido buscando a Kidd a su alrededor y frunció el ceño ante su entorno, luego recordó lo que había pasado y se dejó caer mareado contra el borde del carromato sintiendo el vacío en su pecho extenderse cada vez más.

 

De nuevo no sabía dónde estaba. De nuevo no sabía cuánto había pasado desde la última vez que había despertado. Pero el dolor de cabeza estaba remitiendo y la droga debía estar perdiendo su efecto. Law observó su entorno en aquel pequeño momento de lucidez, Smoker y Pinguin estaban al frente del carro conduciendo los caballos dócilmente sin decir nada, sin embargo Law podía escuchar a la perfección un sinfín de voces rodeándolos y comentando. Debían estar en una ciudad, su mente estaba demasiado confusa aún como para comprender el idioma que hablaba la gente, pero tal vez si se asomaba desde el carro reconocería el lugar, podría situarse y saber cuán lejos estaba de Kidd.

 

Moviéndose lentamente con articulaciones entumecidas tras días sin usarlas e intentando no alertar a sus captores, Law se sentó y apoyó la espalda contra el lateral del carro. Su cabeza palpitó ante el cambio de postura, el mundo se distorsionó, pero Law mantuvo su posición y respiró hondo para calmarse.

 

Y entonces alzó la cabeza a la ciudad que le rodeaba.

 

La sangre se heló en sus venas.

 

Reconocería aquel lugar hasta en sus más oscuras pesadillas. Las casas altas e imponente con mezclas de estilos antiguos y nuevos, neoclásico y gótico,  piedra y mármol, con una opulencia y una elegancia que solo tenía una única ciudad en el mundo. Estaba atardeciendo en Roma. El sol ocultándose tras los altos edificios e inundando todo con una luz dorada y polvorienta y dando a las estatuas de mármol blanco en las fuentes un aspecto mágico. El calor sofocante estaba desapareciendo también para dar lugar a una fresca noche, perfecta para pasear al lado del Tíber que atravesaba la ciudad de punta a punta y ayudaba a controlar la temperatura del lugar en aquel sofocante calor del sur.

 

Los suelos de la calle por donde andaba el carromato estaban adoquinados con lisas piedras y la gente pasaba a su lado sin dedicarle a los exorcistas siquiera una mirada. Todos llevaban ropas extravagantes y caras, vestidos con vuelo, sombreros anchos y casacas de varios colores, seguramente a la última moda de la ciudad. Puede que Italia estuviese fraccionada en varios reinos que peleaban siempre por la supremacía, puede que el pueblo fuese pobre y muriese de hambre, pero Roma siempre había sido su capital, el centro de la política, el centro del arte y del conocimiento y siempre había tenido una imagen que mantener.

 

Law había llegado a su destino sin darse ni cuenta.

 

Habían llegado al final de su viaje. Law sólo tenía que darse la vuelta para vislumbrar la alta cúpula de San Pablo a sus espaldas, blanca y brillante como una enorme señal indicando donde acabaría su vida.

 

Era demasiado tarde, ya no había escapatoria, ya ni Kidd ni Law podían hacer nada contra lo inevitable. Law estaba a unas pocas calles del Vaticano y seguramente no volvería a salir de allí.

 

Al menos, no con vida.

.

.

.

En la enorme habitación reinaba el silencio cuando al fin llegó el pobre mensajero sin aliento. El pequeño hombre jadeaba después de correr por los amplios pasillos del inmenso palacio, pero aún así el miedo que le invadía era demasiado grande como para bajar la cabeza e intentar recuperar el aliento.

 

Estaba en las entrañas del Vaticano, en las salas diseñadas a los altos mandatarios. Tras salas repletas de oro y opulencia, de obras de arte que desafiaban la lógica, había llegado a las habitaciones del comandante de los exorcistas, a aquellas que nadie osaba pisar, y como todo el mundo decía, aquellas estancias sobrepasaban la imaginación de cualquiera.

 

Todo estaba cubierto de mármol, el suelo, las paredes, los altos techos, y todo en patrones geométricos de vivos colores. El mármol rosa de Egipto rodeaba el verde de china, el negro dejaba paso al blanco y todo irradiaba la riqueza y opulencia que tenía el centro de toda la religión católica. El techo estaba cubierto de pinturas de algún autor famoso que parecían a punto de cobrar vida y que reflejaban escenas de la biblia y de la toscana italiana. Las ventanas estaban cubiertas de seda roja brillante e incluso la mesa donde el comandante estaba sentado había sido tallada por los mejores ebanistas de Florencia. Había libros de medio mundo en estanterías, había jarrones y decoraciones que harían temblar de envidia al emperador de Francia e incluso las alfombras que cubrían el suelo parecían haber sido cepilladas aquella misma mañana.

 

El mensajero en cambio intentó no fijarse en eso. Estaba enfrente del comandante, el hombre que podía acabar con su vida con un simple gesto de su mano, del que contaban leyendas tan negras que helaban las venas de los hombres más valientes. No podía quedarse embelesado. Tenía un mensaje que entregar.

 

Arrodillándose en el suelo cubierto de alfombras, tomó aire para que sus pulmones no estallasen y lo soltó.

 

—Sus excelencias, ya han llegado— le dijo a los dos hombres presentes en la habitación— han traído a Trafalgar Law—susurro sin aliento y sin alzar la mirada de la decorada alfombra. Mirar a aquellos hombres a los ojos sería una condena inmediata a la muerte.

 

Los dos hombres en la habitación se tensaron al escuchar su mensaje y el mensajero temió por un momento que le mandasen matar por llevar semejante mensaje. Pero ninguno de los dos dijo nada. El mensajero dio entonces por cumplida su misión y, temiendo pasar más tiempo bajo la mirada de aquellos poderosos hombres a los que la noticia claramente no les había sentado bien, rápidamente se retiró de la estancia dando gracias por seguir vivo.

 

Por su parte, el comandante, Akainu, dejó la pluma con la que había estado escribiendo en la mesa, cruzo los dedos enfrente de su cara y suspiró largamente. A su espalda Doflamingo seguía tenso, pero aún así no dijo nada y siguió observando por la ventana al Tíber y a la gente cruzando la calle, su mirada tan intensa y oscura como el negro uniforme militar que nunca se quitaba.

 

Ambos sabían lo que la noticia significaba.

 

Law había vuelto. Con vida. Lo que significaba que les había traicionado y por lo tanto que debía de morir o, como Akainu había sugerido, tenían que reformarle.

 

El tema había sido delicado desde que lo había propuesto hacía semanas y se había discutido largo y tendido sobre él en toda la organización.  Doflamingo y el propio Akainu no habían sido diferentes. Ambos habían debatido sobre aquello varias veces a lo largo de aquellas semanas, el rubio siempre defendiendo a Law y suplicándole para que simplemente le matase, Akainu convencido de que Law aguantaría el proceso gracias a sus orígenes y que saldría vivo para reunirse de nuevo con ellos. Doflamingo insistió en que le iba a matar de la peor forma inimaginable, que no merecía sufrir así, Akainu le repetía que había una posibilidad de salir vivo y de que fuese un ejemplo para el resto.

 

El anciano estaba cansado de defender día tras día una idea que no debería haber sido siquiera puesta en duda. El rubio era fuerte e inteligente, incluso más que él en algunos aspectos, pero aún así todavía seguía demasiado suave en temas como el actual, y por eso nunca podría derrocarle. Aún tenía demasiadas pocas agallas para hacer lo que había que hacer.

 

Akainu se levantó de su escritorio y la silla se arrastró por el suelo de mármol, creando un sonido desagradable. El apuesto rubio a su espalda apretó los puños en sus brazos cruzados y frunció el ceño aun sin moverse.

 

Estaba claro que seguiría peleando por Law.

 

El comandante sin embargo le ignoró y comenzó a andar hacia la salida con la larga túnica blanca y las largas cintas de oro y seda ondeando a su alrededor. A diferencia de Doflamingo que llevaba el uniforme militar negro de la orden, él prefería la túnica blanca que solía usar el propio papa. Era una forma sutil de recordar a subordinados y a enemigos la diferencia  de poder y estatus que había entre ellos. Como si fuese uno de los enviados de dios, un ángel enviado al mundo para impartir justicia. Imponía respeto, imponía miedo y temor, y si le temían era menos probable que se revelasen o se alzasen contra él.

 

O al menos eso pensaba.

 

—Akainu—susurro el rubio aún contra la ventana, con aquella voz arrogante y desafiante que siempre le había enervado.

 

Había poca gente que no se sometía a él y había poca gente que no le temía. El rubio era una de ellas. Era una de las cosas que siempre le había enfadado, pero que no podía evitar. No podía hacer nada para destruirle, al menos por el momento, Doflamingo era demasiado inteligente, se había construido su propia red de seguidores, una demasiado grande como para arriesgarse a intentar acabar con él. Si el rubio se rebelaba contra Akainu, el comandante temía perder demasiada gente valiosa en la pequeña trifulca de la organización.

 

Aun así, que no pudiese destruirle no significaba que no pudiese ponerle en el lugar que le correspondía: de rodillas frente a él. Akainu se paró en medio de la lujosa habitación y se volvió a mirar a su subordinado con una mirada que le recordaba quién era él que mandaba allí y lo que les pasaba a los que le contradecían.

 

—Capitán—dijo sin llamarle por su nombre, rebajándole aún más en su pequeña discusión— ya hemos hablado de esto— Comentó aguantándole la mirada fríamente.

 

Retándole a que fuese de nuevo en su contra, a que se revelase, a que le dijese algo y que Akainu tuviese entonces motivos para castigarle por su osadía. Él era el comandante allí, sus deseos eran órdenes para los demás, él mantenía el control, él era la justicia divina y cualquier insubordinación sería castigada. Incluso la de su segundo al mando. Los minutos pasaron sin que ninguno hiciese nada, sólo aguantándose la mirada con un odio por años acumulado. Se detestaban y ambos lo sabían, sin embargo ahora no era momento para que peleasen, aún no estaban todas las fichas sobre la mesa.

 

Por eso el rubio acabó desviando la mirada y bajo la cabeza, sometiéndose a él.

 

Doflamingo nunca le había desobedecido, nunca se había levantando en su contra cuando le ponía entre la espada y la pared, cuando Akainu prácticamente le forzaba a rebelarse contra él. No, el rubio siempre se sometía y se mantenía en su puesto, nunca cedía a sus provocaciones, solo fingía sumisión mientras simplemente seguía esperando a dar el golpe en el momento adecuado. Ambos sabían que Doflamingo aún no podía enfrentarse a él, aun le faltaba poder, aun le faltaba fuerza, si quisiese Akainu podría acabar con él y con todo lo que adoraba rápidamente y sin mucho esfuerzo. El moreno sabía que todavía le tenía en la palma de su mano. Tenía el futuro de Law en la palma de su mano. Aún podía manejar a Doflamingo sin problemas.

 

Sonriendo victorioso y arrogante, el anciano se dio la vuelta y retomó su marcha hacia la salida, confiado y seguro de su victoria en aquel tema. El rubio a sus espaldas se removió inquieto. Akainu sabía que nunca se rendiría con aquello y que como siempre intentaría salvar a Law, la única persona que le quedaba tras todos aquellos años de servicio a la organización.

 

Pero aquella vez era demasiado tarde. Law les había traicionado y Akainu nunca perdonaba a los traidores y a los que se alzaban en su contra. Y menos a Law. Que el chico se hubiese rebelado contra él, su creador, hacía que sus venas hirviesen de rabia. Con este gesto Law había dejado de ser su arma, su peón para controlar a Doflamingo, ahora ya no era nadie, no significaba nada.

 

Ahora sería su experimento.

 

Cuando cerró la puerta de su estudio en las profundidades del Vaticano escuchó de nuevo las palabras del rubio intentando de nuevo hacerle cambiar de opinión, intentando de nuevo salvar al chico de la muerte en vida.

 

—Pero es tu nieto— recordó el hombre antes de que la puerta se cerrase.

 

Parado en medio del pasillo, Akainu quiso reír.

 

¿Su nieto? Si, puede que lo fuese, pero aquella palabra no significaba ya nada para él, había dejado de significar algo hacía mucho tiempo. La familia sólo eran vínculos de sangre que no servían para nada, eran relaciones absurdas que causaban más problemas que ayudaban.

 

Law era su nieto, cierto, y aún así le había traicionado.

 

Primero había sido su hijo, el padre de Law, quien había escapado de la orden intentando encontrar otra vida, casándose, buscando un trabajo, teniendo un crio y escapando de él.  Ahora lo había hecho su nieto, Law, el muchacho en quien había puesto sus esperanzas como sucesor, al que había entrenado, al que había educado y marcado con los mismos ideales que él perseguía. Pero bueno, si el bastardo de aquella ramera quería traicionarle como el idiota de su padre, tendría que comprender lo que aquello acarreaba.

 

Sin remordimientos ni la más mínima duda, el comandante de pelo negro y piel morena se dirigió a la catedral de San Pablo a ver a su querido familiar.

 

Una sonrisa siniestra se marcaba en su cara.

 

 

 

Notas finales:

En fin, espero que os haya gustado.

Un beso mu fuerte y como siempre gracias por leer.


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