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About me por _Envy_

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I

La llave que solía encajar a la perfección con la herradura de la puerta ahora parecía un algoritmo del cubo rubik. En primer lugar había dado con la llave incorrecta y luego, la que parecía ser la adecuada no abría la endemoniada puerta, ni girando a la derecha, ni a la izquierda… ok, dos veces a la izquierda, por la mierda, dos veces a la derecha ¿Cuántas veces la había girado? De acuerdo, a intentarlo de nuevo… La siguiente estrategia consistiría en girar a la derecha hasta el tope y luego al otro lado, pero la maldita chapa tenía problemas así que se vería en la obligación de sostener el pomo y levantar un poco la puerta… No, aún no, no abría, lo intentaría de nuevo, pero esta vez empujando con el hombro. Ok. No estaba funcionando. Una estúpida risita se escapó de sus labios. Realmente no debió beber demás esa noche ¿En qué momento se había vuelto un problema entrar a su casa?  De seguro los vecinos saldrían a husmear considerando que eran las 4.29 de la mañana y estaba haciendo un escándalo al simplemente intentar abrir.

 

Al fin, la llave cedía.

 

De un portazo cerró tras de sí, con el cabello alborotado y el tejido beige que le abrigaba le caía mostrando el hombro izquierdo, delineando la suave curva que bajaba por la orilla de su cuello pasando por su marcada clavícula hasta su brazo. Trastabillo luego chocar con el pequeño escalón que separaba el humilde recibidor de murallas de madera y la sala de estar, donde se encontraba un sofá que probablemente tenía más de 20 años y que nunca se había movido de ese lugar. A pesar de que hace poco empezó a vivir ahí, los muebles e indumentaria, no habían sido removidos por su dueño anterior, y claro, falleció de quien sabe, un ataque al corazón, o una falla a algún órgano vital; quizás un cáncer, resultaba imposible determinar que le arrebató la vida. No obstante, luego de haber recibido el apartamento todo se mantenía intacto, no tenía nada nuevo que poner y los muebles viejos estaban bien. El cuadro de un paisaje marino adornando la pared que si se podía decir mantenía un color damasco arruinado por la humedad, un comedor de madera casi podrida con sillas que apenas se mantenían en pie se encontraba al lado de la cocina siendo apartados por un sencillo separador de ambientes.

 

Ahora el viejo sofá color caqui se había vuelto su nueva cama tras las largas noches de fiesta a las que frecuentemente asistía. Caminó como pudo un par de pasos que lo llevaron hasta el inmueble y se desplomó sobre él perdiendo cuidado sobre el paradero de las llaves. Tendiendo un brazo hasta el suelo, con los pies colgando del apoyabrazos; recargó su rostro sobre el brazo izquierdo que mantuvo doblado para utilizarlo como almohada y finalmente se dejó llevar por el sueño. Tenía frio, pero no era capaz de levantar ni un dedo para ir por una manta. No podía llegar ni al colchón que había tirado en lo que se suponía era su habitación, mucho menos podría arroparse dadas las condiciones en las que se encontraba.

Rápidamente se rindió ante el cansancio y se quedó dormido, obviando el frio de su cuerpo.

 

 

El fuerte sonido de alguien golpeando la puerta le obligó despertar del profundo sueño en el que se encontraba. Sus oídos retumbaron de acuerdo a la sangre que fluía con fuerza dentro de su cabeza generando un desagradable ruido ensordecedor junto con el golpeteo contra la madera de quien estaba desesperado partiendo su puerta por la mitad. Frunció el ceño marcando una pequeña arruga entre sus delineadas cejas y esperó que los molestos visitantes se largaran sin si quiera hacer el amago de abrir sus ojos.

 

Se levantó de mal humor, sintiendo un hormigueo en diferentes partes de su cuerpo, recordándole a la sangre el camino que habitualmente debía recorrer pero que había sido restringido por la incómoda posición en la que se encontraba. Después de todo, un brazo doblado, el cuello torcido y los pies colgando no eran la posición más óptima para recuperar energías.

 

Una tercera y aún más estruendosa vez golpearon la puerta, caería si volvían a hacerlo.

 

Caminó arrastrando los pies, como si pesara una tonelada el dar cada paso, mientras se estiraba un poco la ropa y  pasaba sus manos sobre su rostro restregándose los ojos, como queriendo quitarse el mareo que aún sentía ¿Todavía estaba ebrio? Mierda ¿Cuántas horas habían pasado? Probablemente llevaba durmiendo apenas un rato, y ya lo habían ido a molestar. En los últimos meses había sólo recibido quejas y malos tratos por parte de los vecinos por sus “malas prácticas” y porque la antigua dueña jamás hubiera aceptado a alguien de “su clase” viviendo en su hogar. Eso era lo evidente, pues tuvo que vivir en la calle por más de tres años. Su madre, la antigua dueña lo había corrido.

Bendito el día en que murió y finalmente tenía un techo donde vivir. Aunque él recordaba perfectamente las caras de cada uno de los que ya habían sido sus vecinos, sabía que ninguno de ellos era capaz de recordarle, o por lo menos se hacía los desentendidos ¿Qué había hecho la mujer después de que su insano hijo se había marchado? ¿Lo había negado? ¿Había convencido a todos con lágrimas de que era una mujer sola? ¿O que dios la había castigado con el hijo del diablo? No lo sabía, ni le interesaba, después de todo, fue una fortuna su muerte, haber vivido en la calle no tenía ninguna gracia. Ahora por lo menos tenía un techo donde resguardarse de la lluvia.

 

Abrió la puerta y se encontró con un par de hombres corpulentos y de gran altura. El tamaño de sus manos evidenciaban el escándalo que habían logrado al golpear, parecían gemelos o por lo menos era obvio que se dedicaban a lo mismo y les exigían un uniforme que parecía sacado de películas de mafiosos. De acuerdo, no era ninguna cara conocida. El joven rubio se echó a reír con descaro, si bien había llegado hasta ahí de muy mal humor, la caricatura frente a él le pareció lo suficientemente buena como para no poder aguantar la risa, o quizás solo había sido su falta de juicio.

Uno de ellos, al parecer el más alto, dio un paso al frente acercándose a él, intentando intimidar al delgado rubio sin conseguirlo, pues este seguía con una sonrisa burlesca dibujada en su rostro y antes de que pudiera hacer algún comentario respecto a su divertida apariencia, recibió un fuerte puñetazo en la sien. El golpe le hizo perder el equilibrio sin darle el tiempo como para sostenerse de algo y no caer.

Ahora en el suelo recibió una patada en las costillas que le hizo recoger sus piernas perdiendo el aliento, pero sin tregua, el canto de un zapato de vestir le daba directo en la nuca y acto reflejo luego de aquel golpe envolvió su cabeza entre sus brazos, intentando protegerse de una lluvia de patadas que provenían con diferentes partes de los duros zapatos, en sus piernas, en sus brazos, en su estómago, ya no podía diferenciar donde le estaban golpeando… ¿Ahora ambos le estaban haciendo pedazos? ¿De quién y cuál era el mensaje? Sin dudarlo, pronto lo sabría. Ya había pasado por esa situación cientos de veces, y nunca un par de matones venían a él a  molerlo a golpes sin estar acompañados de una advertencia.

Apenas podía proteger su cabeza con sus brazos, por lo que recibió más de un ataque en su cabeza y rostro. El dolor comenzaba a hacerse notar,  pero no gritaba, ni se quejaba, sólo mantenía sus dientes y parpados apretados para poder soportarlo. Protegió con su ante brazo sus ojos luego de recibir un golpe directo en su ojo derecho desprotegiendo el resto de su rostro, su boca recibió las consecuencias de aquel acto reflejo. Una patada le llegó directo reventando sus labios, ya no podía soportarlo más, incluso pensó que le habían soltado los dientes.

 

 Al fin los golpes cesaban, podía sentir como el sabor de la sangre llenaba su boca, el ojo derecho le bombeaba como si tuviera el corazón exactamente ahí, ni hablar del resto de su cuerpo, el dolor se hacía presente en cada extremidad y se extendía como corriente eléctrica por cada uno de sus músculos.

 Bien, la parte importante era que habían destruido su rostro y no saldría por lo menos en un mes de su casa.

Una mano firme halo sin cuidado su cabello y levantó su cabeza ¿En qué momento había decidido dejárselo de medio largo?  Abrió sus ojos, de hecho sólo el ojo izquierdo. El hombre que le sostenía lo miraba fijo, mientras el otro mantenía un pie sobre su espalda, evitando que se levantara, le estaba ahogando. Miró su divertido rostro, tan serio, tan estoico intentando intimidarle con el ceño fruncido. La forma de su nariz parecía un puente iniciado entre sus gruesas cejas terminando justo antes de sus labios que apenas se notaban. Una sonrisita estúpida e irónica se dibujaba en sus labios, cualquiera hubiera estado temblando de miedo, pero él, él no.

–Alex ¿Cierto? –hasta el tono grave de su voz le parecía caricaturesco, insistente en la intención de intimidarlo–. El señor Evans ¿Lo recuerdas? –no le dio tiempo de responder, tampoco quería una respuesta, el monigote, como le había bautizado, sabía perfectamente a quien había partido a golpes–. No quiere volver a ver tu linda cara otra vez ¿De acuerdo? –sentenció finalizando con otra pregunta retórica.

Alex se echó a reír, e intentó liberarse en vano retorciendo su cuerpo bajo el pie que aplastaba sus costillas, pero sólo logró que el cara de mono halara su cabello y el elefante aplastara con mayor fuerza su espalda, por lo que inmediatamente dejó de luchar en su contra.

–Dile a tu estúpido jefe, que él a mí no me interesa, sino mal recuerdo era él quien me perseguía como perro faldero –espetó desafiante, a pesar de la desfavorable situación en la que se encontraba, seguía actuando de manera irresponsable, podían matarlo si querían, estaba a su maldita merced.  Y por supuesto, sus palabras gatillaron ese instinto. El hombre mono haló su cabello con mayor fuerza, separando su rostro del suelo, lo veía venir. Cerró sus ojos apretando sus párpados y dientes.

Recibió un impacto directo, rebotando su frente un par de veces contra la fría cerámica, que se empapaba de su cálida sangre. Su imprudencia desde muy pequeño lo había metido en problemas, terminando en riñas innecesarias y a veces, más veces de las que quería, terminaba siendo atacado por un grupo o pandilla que había sacado de quicio.

–Ten cuidado con lo que dices –le advirtió aquél hombre, a medida que el rubio perdía la conciencia apenas distinguiendo sus palabras. El golpe como era de esperar le había atontado, no podía abrir sus ojos, y apenas podía ver u oír–. Agradece que no tengo motivos para matarte porque lo habría hecho gustoso, niño bonito –el monigote escupió sus palabras con desprecio, como si estuviera aplastando un bicho indefenso. Pues eso parecía, tan insignificante, tan perdido y sólo, que si el día de mañana lo asesinaban, nadie lamentaría su muerte.

 

 

 

–Sr. Griffiths, tiene una reunión agendada para el lunes a primera hora –la señora Collins, era una mujer gorda, de mediana estatura, de 45 años, había sido la asistente de Sebastian por más de 3 años seguidos, y claro la asistente de su padre por más de 10 años. La familia Griffiths era una de las más poderosas en el mundo de la publicidad, el periodismo y las telecomunicaciones, había iniciado con Edward Griffiths quien proviniendo de una buena familia aprendió lo necesario para formar su propia empresa en el rubro, dando en el clavo en la innovación de nuevas tecnologías y contratando a los mejores periodistas a nivel nacional e internacional. Rápidamente, se había vuelto una empresa de renombre y todos sabían quién era el “Señor Griffiths”.

La trascendencia era tal, que de la noche a la mañana la empresa abrió sus puertas al mercado internacional y pronto el nombre “G&C” –Gamblig & Comunicated –Era conocido por todo el mundo.

–De acuerdo –Sebastian Griffiths, su hijo de apenas 27 años, heredó el puesto de “Gerente general” en la empresa, sin la necesidad de estar interesado, pues a esas alturas la compañía funcionaba prácticamente por sí sola. Su padre, quien aún era el dueño y gestor de “G&C” velaba por su comodidad y bienestar económico. Básicamente era un hijo consentido que lo único que tenía que hacer era mostrar su cara en las aburridas reuniones que su padre había dejado de asistir hace años y con razón, si sólo se sentaban en una mesa él y un grupo de accionistas a decidir las proyecciones para los años posteriores. Sólo se trataba de llenar aún más sus bolsillos de dinero. “Cómo si ya no tuvieran el suficiente” Pensaba Sebastian a menudo.

Era un joven apuesto, de cabello negro, desfilado y liso, de ojos felinos verde esmeralda, penetrantes, como si con una sola mirada fuese capaz de cautivar e hipnotizar a cualquiera. De estatura por sobre el promedio y de contextura ancha y fornida, sin embargo había una característica de la cual no era consiente: emanaba amenaza. Su vida como él lo había definido, era aburrida y rutinaria, jamás se había metido en demasiados problemas, por no decir ninguno, y apenas salía a clubs o pubs de los alrededores, su padre después de todo controlaba y aprobaba cada acción de su diario vivir. Por lo mismo, no contaba con demasiados amigos, apenas un joven que había conocido en la secundaria, llamado Jamie, un idiota, estaba demás decir, pero aun así, lo consideraba. Lo invitaba a menudo a fiestas y que salieran seguido, sin embargo nunca se encontraba de “ganas”, como le decía. Una de las veces que había salido con él, pasó más de dos horas aburrido sentado en la barra bebiendo vodka mientras el otro se iba a bailar con cualquiera que se le cruzara. Sin decir nada, esa noche se largó del lugar, y como era de esperar al día siguiente tuvo que dar mil y una explicaciones para decirle que sólo se había cansado y que por eso se había marchado sin avisar.

 

Su hermana Elizabeth, era sólo tres años menor, contaba con un título de Siquiatría de una de las mejores universidades del país. Era una mujer lista, e independiente, en su vida había aprobado las comodidades que su padre le ofrecía, por lo que decidió mudarse a temprana edad, incluso de ciudad. A diferencia de Sebastian, tenía el cabello rubio, largo y ondulado, a pesar de no tener ninguna similitud a la familia Griffiths, los genes de su madre no le habían traicionado, como ella, su belleza era excepcional, las curvas de su cuerpo le favorecían en perfectas proporciones y su inteligencia era digna de ser una Griffiths, pues si algo destacaba su padre siempre, era “la inteligencia que venía con sus genes”.

 A pesar de no ser muy parecidos y tener distintas opiniones Sebastian y Lizzie, como él le decía, mantenían una relación cercana, incluso que a travesaba las distancias y las diferentes decisiones que tomaron en su vida. Pues ella, no comprendía por qué su hermano mayor aún vivía bajo las alas de su padre. Sin embargo él, era considerado “el primogénito” quien “debía heredar” G&C y todos los títulos que iban de la mano, incluso la posición social que ello conllevaba. No era un joven con grandes aspiraciones, estaba bien, y siempre había estado bien ser el muñeco de su padre, y la mascota de su madre. Pues sin algún otro motivo, la mujer se había embarazado con el fin de “tener compañía” sin embargo, olvidaba que los hijos crecen y ya no podían manipularlos a su favor. Pero él, Sebastian, seguía haciendo caso y obedeciendo todas las órdenes que sus padres le daban. Continuaba siendo su títere, su muñeco.

 Su madre era quien mantenía el orden en el hogar, había sido la primera en desaprobar la actitud “insolente” de su hija, en cambio para su padre, se trataba de su orgullo, de su princesa, y siempre estaría ahí para ella. Sin embargo la mujer, Olivia Griffiths, prácticamente la desheredó de cualquier propiedad Griffiths, y le prohibió volver a su hogar hasta que “recapacitara” su actitud.

 

 

El blackberry dentro del bolsillo de Sebastian comenzó a vibrar repetidas veces, con cortas tonadas. De seguro eran mensajes de Jamie, invitándolo nuevamente a alguna fiesta en algún club nocturno. No respondería, ni si quiera miraría los mensajes. No estaba interesado.

 

Un auto que lo llevaría a casa como todos los días al final de su jornada de trabajo, le esperaba a las afueras del edificio. Sin más, subió al vehículo y tras acomodarse en el asiento trasero, cerró la puerta, el chofer no tardó en hacer partir el motor y comenzar a conducir por las calles de Manhattan. Conocía el trayecto de memoria, llevaba tres años haciendo exactamente lo mismo, todos los días, a la misma hora, de la misma forma. No cambiaba nada su rutina.

Miró por la ventana las largas y oscuras calles rodeando Central Park, eran apenas las siete de la tarde, pero en el crudo invierno la noche llegaba a eso de las seis. El reflejo de las luces, no le permitía discernir exactamente lo que había afuera del carro, sin embargo no debía haber nada diferente, ni interesante. Salir del centro Rockefeller, doblar a la derecha por la segunda hasta llegar a la 495, los mismos cuarenta minutos de ida, y vuelta al trabajo, todos los días por la carretera.

Sus párpados pesaban, por lo que los treinta minutos restantes de viaje cerró sus ojos descansando del agotador día de trabajo, pues de a pesar de no hacer nada, como él decía, en realidad tenía que dedicarle la mayor parte de su tiempo y energía a direccionar la gran empresa, no se trataba de organizar reuniones, ni de estimar de cuanto serían las ganancias para el próximo año, sino de mantener el orden tanto laboral como social. Generalmente trataba con los trabajadores, y a pesar de parecer estoico, era un joven que se preocupaba de las demás personas. Sólo la señora Collins había sido capaz de darse cuenta de ello,  todos los demás creían y tenían la peor imagen de él; un desinteresado, berrinchudo y consentido, pero de no ser por él, sus jornadas laborales se extenderían el doble y sus sueldos estarían en el suelo y todo dentro de un marco legal. Su padre sabía bien lo que hacía y a quien contrataba.

 

Con el paso de los años logró poco a poco, mejorar la empresa para sus empleados, y sin querer había logrado que la eficiencia en ellos aumentara, por lo tanto las ganancias se dispararon a cifras incalculables. Dinero del cual se hacía acreedor por lo tanto llegó  a cobrarle a su padre por derecho un sesenta por ciento de las ganancias, sin embargo el trato con él era muy distinto a como lo hacía con su hermana. Incluso después de la decepción que ella le había causado, jamás tenía un reparo en negarle algo, en cambio él tenía que iniciar prácticamente una discusión de intelecto para llegar a su punto y que le favoreciera en juicio. Y entonces al único acuerdo que llegaron fue al cuarenta por ciento de las ganancias que irían a parar directo a su cuenta, el resto le seguiría perteneciendo a G&C para futuras inversiones.

 

Quince minutos más tarde el vehículo se detuvo frente a su casa.

 

Se trataba de una gran mansión, su padre la compró para él en cuanto cumplió la mayoría de edad, pero no la utilizó hasta que salió de la universidad, no tenía la necesidad de hacerlo hasta que se dio cuenta de que la privacidad era un privilegio que sólo obtendría si vivía sólo, de esa forma no tenía que decirle a nadie lo que hacía o dejaba de hacer, sin considerar el control absoluto que llevaba su padre sobre su vida, sin un aprobación previa no podía ni si quiera respirar.

 

Entró a la fría casa, se quitó el abrigo que llevaba encima, y dejó las llaves sobre la mesita del mostrador, se quitó los zapatos de vestir y en su lugar se puso un par de zapatillas de levantar.  El suelo, y las paredes estaban hechos de mármol puro y los muebles habían sido diseñados especialmente para él, un sofá amplio se encontraba en la sala y una televisión que abarcaba prácticamente toda la pared color blanco. El decorado era minimalista, pues además del sofá y la televisión sólo había una mesita de centro que se encontraba sobre la alfombra muy probablemente de felpa. Tomó un control remoto, que contenía diferentes mandos, y con uno de ellos encendió las luces de la sala de estar y luego, la televisión, necesitaba algo de ruido.

Se dirigió a la cocina que no se quedaba atrás de los lujos del living, y abrió la nevera de donde saco una botella de leche, se sirvió en un vaso y luego volvió a la sala, en donde se acomodó en el sofá, mientras sacaba el teléfono de su pantalón revisando los mensajes que Jamie le había enviado hacía aproximadamente una hora.

Se trataban más de diez mensajes, insistiéndole en salir. Que novedad, pensó. Borró todos los mensajes sin darle una respuesta, sabiendo que eso podía significar tener a su amigo en su puerta en menos de treinta minutos, exigiéndole compañía esa noche y frente a esa situación, no tenía nada más que hacer que ir con él a una “divertida” noche de parranda.

 

Apagó el televisor, y se dirigió al ostentoso baño diseñado en el primer piso, no había nada en el lugar que el arquitecto contratado por su padre no hubiese hecho exactamente a su gusto de acuerdo a sus comodidades. La gran mansión contaba con dos pisos: En el primero se encontraba el recibidor, la sala de estar, la cocina, un baño, una habitación, el comedor y estaba demás decir que había un gran patio trasero con una piscina, el jardín delantero tenía frondosas flores, rosas como eran de su preferencia, y ligustrinas cortadas milimétricamente a la perfección. Para subir al  segundo piso de la casa existía una amplia escalera sacada de cuentos de hadas. Qué más se le podía pedir a un joven de 17 años acomodado. En donde encontraba un pequeño recibidor, y por pequeño hacía referencia al tamaño comparativo respecto del que existía en el primer piso, para después llegar a su habitación donde había un baño privado con un jacuzzi sólo para él. El baño del primer nivel, sólo lo utilizaba para visitas. Nunca tenía visitas además de Jamie.

 

Sin tardar un minuto más, su teléfono volvía a sonar, pero esta vez con la tonada que identificaba las llamadas. De acuerdo, iría con él. Caminó al recibidor y abrió la puerta, donde se encontró a su amigo de figura alta, casi tanto como él, sabía que estaría ahí, lo conocía lo suficiente.

Rubio, de ojos oscuros y piel morena, parecía sacado de una revista de modelaje. La ropa que llevaba esa noche era increíblemente tentadora. No se trataba de que le pareciera atractivo o algo así, pero si se habían acostado un par de veces, y cuando era necesario, lo prefería a él por sobre cualquier chapero del cual no estaba enterado, y claro Jamie como buen conocedor que decía ser, le recomendaba a uno que otro. Sin embargo a él le tenía la confianza suficiente, pero no involucraba sus sentimientos, era su amigo y nada más.

–¡Tanto que has tardado! –exclamo el rubio, con una sonrisa dibujada de oreja a oreja–. ¿Y esa ropa? No me digas que me piensas acompañar con ese atuendo… –comentó su amigo, como solía ser un bocazas, con el ceño fruncido, borrando lentamente la sonrisa de sus labios–. Te informo que no vamos a una reunión.

–Llegue apenas unos minutos de la oficina… –respondió, sin dar más explicaciones–. Me iré a cambiar de ropa. –agregó,  para luego comenzar a caminar en dirección a su habitación.

Jamie con la confianza ya de una relación de amistad y amantes de antaño, entró a la casa y se acomodó en el sofá, imitando el gesto que el contrario había hecho, encender el televisor para hacer un poco de ruido mientras esperaba.

Inquieto, se dirigió a la cocina y revisó la nevera esperando encontrar una cerveza fría, pero se decepcionó, aunque no sorpresivamente, su amigo jamás tenía una gota de alcohol en su casa. Lo más dañino que tenía para la salud era un paquete de cigarrillos y ya, el cual siempre permanecía cerrado sobre la encimera. No bebía en exceso ni tampoco se drogaba, no salía mucho, claro, sino fuese por él seguro que Sebastian sería un ermitaño.

 

Sebastian bajó las escaleras, habiéndose cambiado a ropa sencilla, sólo iba a hacer compañía, por lo que una camisa gris a rayas y unos pantalones negros más zapatos cómodos eran suficientes para esa noche.

–¿Irás vestido así? ¿Estas bromeando? –el rubio se detuvo frente a él, pues una vez lo escuchó bajando las escaleras se dirigió a esperarle, quería ver exactamente la ropa que usaría, y claramente la había desaprobado.

–No iré a conquistar a nadie –respondió de inmediato defendiéndose.

–Y es por eso que sigues soltero… –replicó su amigo blanqueando los ojos tras dar un pequeño suspiro–. ¿Por qué no vas y te pones algo más para la ocasión? –insistió.

–No –contestó a secas, no estaba interesado en encontrar el amor de su vida en un club nocturno, no era como él.

–Uy sí, el señorito tengo mi vida planeada no quiere liberar un poco de estrés… –se burló Jamie, mientras empujaba despacio a su amigo. Sebastian sólo suspiró resignado y caminó al mostrador para recoger su abrigo. Afuera les esperaba un vehículo que probablemente ya sabía la dirección del lugar a donde irían.

Viajar hasta las afueras de Brooklyn era como volver a un día de trabajo, la distancia que tenía que recorrer para llegar hasta allí era agotadora, y no se imaginaba volviendo desde ahí a las cuatro de la mañana, pero ese probablemente sería su único panorama esa noche, después de todo siempre terminaba solo y aburrido bebiendo en la barra evitando a cualquiera que se le cruzase, aunque en más de una ocasión efectivamente había terminado con buena compañía, pero estar ahí, no era su pasatiempo favorito.

 

Entraron a un club que se escapaba de la realidad de ambos, música fuerte, un mar de gente, alguno que otro ebrio vomitando a la entrada del baño, ni si quiera le daban las energías para llegar hasta ahí y se quedaban a medio camino, generalmente solos. Todo ese ambiente, lo sacaba y lo perturbaba de las comodidades y regalías a las que estaba acostumbrado, las fiestas a las que solía recurrir no eran nada ruidosas y escandalosas, eran más bien tranquilas, llenas de clase y lujos, pues normalmente se trataban de fiestas de cortesía de algún accionista importante de la empresa. Su amigo, en cambio, parecía acostumbrado  y estar disfrutando del desenfrenado entorno.

Fueron a la barra, donde Jamie pidió un vodka para Sebastian, sabiendo que era lo único que bebía y un whisky para él. A pesar de estar en un club nocturno, era uno de los más caros de todo Brooklyn, tampoco era de ir a meterse a barrios de mala muerte, después de todo no podían dejar su clase de lado, cualquier otro lugar era “demasiado vulgar” para Jamie y cualquier lugar era sólo vulgar para Sebastian.

– ¿Bailamos? –el rubio le miró de reojo, sonriendo.

–Olvídalo, ve y diviértete –respondió, sin agregar más.

–Eres tan… –Jamie blanqueo sus ojos, llegaba un punto que colmaba su paciencia, siempre tan corto de palabras y de expresiones, que le desagradaba y le hacía sentir una imantada atracción hacia él. Aún recordaba su primera noche juntos, le había parecido tan excitante, que de la nada comenzara a tocarlo, se hubiese abalanzado sobre él, besando su cuello, sin decir una sola palabra. Mierda, sólo recordarlo le provocaba escalofríos por todo el cuerpo erizando su piel. Si tenía suerte podría follar con él esa noche.

Se puso de pie y se alejó de Sebastian metiéndose a la pista de baile mezclándose con la gente, no insistiría, después de todo su amigo tenía un carácter bastante particular, por no decir imposible, era fácil hacerle perder la paciencia. Había ido hasta ahí para divertirse y no para pasar un mal rato con él.

 

Por su parte Sebastian sólo se dedicó a beber un par de copas más de vodka, ignorando a los jóvenes que se sentaban a su lado intentando ligar, incluso la señorita que atendía la barra esa noche le invitó un trago completamente gratis, pero él continuaba impertérrito. Pasaban las horas, y Jamie no volvía, sabía exactamente que lo encontraría en el mismo lugar que lo había dejado, pero no había aparecido una sola vez. Lo buscaría, si lo encontraba, se despediría, sino, bien pues, lo había intentado.

Se metió entre la gente en la pista de baile, buscando como podía con su mirada al rubio, y a pesar de su altura le era difícil distinguir cualquier rostro con las luces parpadeantes y la poca iluminación. Caminó, de un lado al otro por la pista, sintiendo el incómodo roce con las otras personas al abrirse paso entre ellos mientras bailaban al ritmo de la música. Finalmente, cuando alguien acarició su trasero mientras buscaba a su amigo se colmó como para detener su búsqueda y sencillamente marcharse de ahí, no había ido para que lo manosearan, ni si quiera había querido coquetear en la noche, por lo que se cabreo y salió del lugar, no sin antes ir por su abrigo que había dejado en guardarropía.

A la orilla de la calle llamó al chofer que usualmente lo recogía del trabajo, pues esa no era su única labor, tenía que llevarle a donde él quería a la hora que deseara, lo usual era el camino al trabajo; rara vez le llamaba a las tres y cuarenta de la mañana para que lo fuese a buscar a un lugar como ese.

Esperó un rato impaciente, sabía que venía desde muy lejos, por lo menos le tomaría unos veinte minutos, no estimaba más tiempo, pues a esa hora, el flujo vehicular había disminuido considerablemente.

 

Se dirigió al carro que ya era capaz de reconocer incluso a una gran distancia, luego de esperar más tiempo del que estimaba finalmente llegaron por él. Abrió la puerta del vehículo y se acomodó en el interior.

–Gracias –se arregló el abrigo tras cerrar la puerta. El motor se ponía en marcha, y avanzaba en dirección a su hogar. Al rato apoyó su codo en la orilla de la ventana y en su puño cerrado recargó su sien mirando de reojo por la ventana. Bajó un poco el vidrio dejando que el viento frio de nueva york se colara al interior del auto. Parecía que iba a nevar.

 

–Ve un poco más lento, por favor –más que un favor, parecía una orden, pues tras decir aquellas palabras, automáticamente el vehículo disminuyó la velocidad, apenas llevaban un rato andando y se acercaban a un callejón no muy lejano de las calles aledañas al club, sucedía algo que no le daba buena impresión.

Dos personas forcejeaban el uno al otro, se alertó y dadas las altas horas de la noche, no esperaba a que alguien más pudiese intervenir si se trataba de una emergencia. Ahora que estaban más cerca podía visualizar con mayor detenimiento lo que estaba pasando; un hombre de contextura ancha, se encontraba sobre otra persona, no lograba ver si se trataba de un hombre o una mujer, probablemente una mujer, pues forcejeaba bajo él, impidiéndole someterla a su control.

–Detente –ordenó, apenas llegaban a la esquina, se bajó del auto casi corriendo, aquello no le agradaba en lo absoluto. Se acercó a la pareja, donde recién pudo darse cuenta de a quien estaban amenazando era un chico, que con incluso con todas sus fuerzas no era capaz de defenderse. Agarró por el hombro al sujeto corpulento y lo quitó de encima, quien tras la inesperada defensa por un momento dudó y cayó perdiendo el equilibrio, se puso de pie no para huir, sino para hacer frente.

–¡¿Cuál es tu problema?! –espetó, tras darle un fuerte empujón a Sebastian. Olía a alcohol–. ¿Quién te crees para meterte en lo que no te concierne? –El hombre lo volvió a empujar, pero esta vez Sebastian respondió el ataque, con un empujón de la misma magnitud o peor del que había recibido, nuevamente le hizo perder el equilibrio, pero sólo consiguió provocarle aún más, pues estaba a punto de devolver el golpe con un puñetazo cuando el pelinegro le amenazo.

–Vete ahora mismo, sino quieres tener a la policía metida aquí –advirtió seguro de sus palabras, sin darse cuenta con un aura atemorizante, que significaba algo mucho peor que tan sólo las autoridades metidas en el problema, aunque eso es lo que pretendía, entregarlo ante la ley como era debido.

Sin embargo tras oír su amenaza, el hombre se detuvo, no quería a la policía involucrada, sabía que podía salir impune pues no estaba haciendo nada que no le correspondiera –según él– sin embargo en ese momento nada en la escena parecía favorecerle.

 

 –Tú, me debes algo, y te aseguro, que no siempre tendrás la suerte que has tenido hasta ahora –el sujeto antes de marcharse apuntó al joven rubio que había estado amedrentando, que se quedó inmóvil viendo el espectáculo que se montaba frente a él. Tenía suerte, era cierto, pues ya había asumido que esa noche no llegaría sano y salvo a su casa. No tenía tanta fuerza como él y de no ser por el joven que había llegado como caído del cielo, pudo terminar muerto.

–¿Estás bien? –Sebastian, se acercó a él, y se agachó a su lado extendiendo su mano con amabilidad sacándolo de su conmoción, quería ayudarle a ponerse de pie, pero no obtuvo respuesta, el rubio sólo lo miraba con recelo–. ¿Quieres que te lleve a casa? –lo intentó nuevamente, su personalidad no destacaba por ayudar a otros, o involucrarse problemas que no eran suyos, pero esta vez, dadas las circunstancias no tenía otra opción.

–Estoy bien, puedo volver solo –respondió el joven aún con la misma disposición ¿En qué estaba pensando? No era capaz de confiar en nadie, mucho menos en un desconocido, aunque fuese él quien le había ayudado esa noche.

–¿Te puedo acompañar? –Sebastian no dejó de insistir, no había contribuido en su ayuda y luego se marcharía con la conciencia tranquila dejándolo a su suerte a las cuatro de la mañana. Realmente quería asegurarse de que llegara bien a donde sea que iba.

–No lo necesito, gracias –insistente ¿Uh? ¿Le había parecido guapo también? ¿Para qué quería acompañarlo? Ya le había rescatado esa noche, no necesitaba de su compañía, sabía volver solo a su casa y podía defenderse por sí mismo. Se puso de pie sin ayuda, pues su orgullo no se lo permitió. Observó como el joven alto de contextura ancha volvía al carro del que creía se había bajado, al fin lo dejaría en paz, pensó.

Error, el vehículo se marchó sin él y volvía a su lado.

Despertó su curiosidad la ropa que traía puesta, pues notaba que andaba bien vestido y por bien, se refería a costoso. Era evidente que no era de esos lados y claramente, tenía un chofer personal, podría aprovecharse de él de alguna manera, se le estaba ofreciendo gratuitamente, algún partido le iba a sacar sino lo dejaba en paz.

–¿A dónde vas? –Sebastian preguntó como si no hubiera oído ninguna de las veces que el otro se había negado.

–¿A esta hora? A casa –era lo evidente, no tenía nada más que hacer en la calle a esas alturas, Alex sólo quería volver, y para su mala suerte se encontró con uno de los idiotas que hacía más de un año engañó. Comenzó a caminar en dirección al cementerio de Green-Wood, a pie tardaría más de una hora en llegar, debió aprovechar la propuesta de quien acababa de conocer, pues no contaba con un centavo para tomar un taxi, y ya le había demostrado que era un idiota.

–Me llamo Sebastian ¿Y tú?

–Alex –respondió a secas.

Sebastian sonrió. Ahora sabía su nombre, no estaba perdiendo el tiempo–. ¿Por qué te estaba molestando ese tipo? Dijo que le debías algo ¿Le conocías? –probó un poco de suerte.

–Hm… –Alex lo pensó un momento antes de contestar. No tenía por qué darle más información de la necesaria y tampoco necesitaba mentir–. Lo he visto un par de veces. –se encogió levemente de hombros, le comenzaba a bajar la adrenalina y el frio le erizaba la piel. Apenas llevaba su tejido de siempre en cima sobre una camiseta de manga larga negra–. Pero no le debo nada –se excusó.

–¿Crees que te volverá a molestar? –bien, estaba logrando tener una conversación con él. No muy fluida, pero por lo menos no se aburriría al hacerle compañía. Metió las manos a los bolsillos de su abrigo.

–No… No lo sé, espero que no –no era de su incumbencia, así que evadió como pudo sus preguntas, no tenía por qué darle explicaciones de su vida a alguien que recién conocía a pesar de la ayuda que le había prestado. Tenía claro que por sí sólo no hubiese sido capaz de quitarse al imbécil, y que seguramente sin la compañía de Sebastian en el camino lo podrían perseguir, después de todo, no había sido tan malo que insistiera sobre todo por su prestancia. Aunque si alguien estaba decidido a intimidarlos, él no tenía nada que perder, en cambio a Sebastian probablemente le querrían robar hasta la ropa interior.

–Hey… –Sebastian se giró hacia el rubio y tras notar que el joven a su lado se abrazaba a sí mismo en búsqueda de calor, se quitó el abrigo y lo puso sobre sus hombros, quedándose sólo con la camisa.

El abrigo desprendía una calidez que obligó a Alex a sostener la prenda por la orilla estrechándola contra él. No era capaz de determinar si la agradable temperatura era gracias a la calidad del costoso abrigo o si el cuerpo de Sebastian era siempre así de acogedor, sintió curiosidad por acercarse a él para corroborarlo

Apenas habían avanzado desde donde se encontraban y aún sentía curiosidad por saber el motivo por el cual le habían atacado. De primera podría ser fácil deducir que había sido por el aspecto femenino y delicado de Alex, pero luego de oír la amenaza que había recibido, no se podía quedar sencillamente tranquilo y esperar a que le volvieran a atacar, además quería saber si se había metido en algún problema innecesario–.Y… ¿Dónde vives?

–Sunset Park.

–¿Qué?

Es cierto, vivía en un barrio prácticamente marginal, pero él se le había pegado ¿De qué se quejaba?

–Yo no te pedí compañía. –respondió descartándose, no era su responsabilidad.

–¿Por qué no tomamos un taxi? –preguntó Sebastian.

Alex blanqueó sus ojos un tanto molesto, venía y le decía que debía o no hacer, ya estaba lo bastante grande como para hacerse responsable de sí mismo, él no era nadie para decirle cómo manejar la situación.

Sebastian se acercó a la orilla de la vereda, miró en dirección opuesta a la que estaban, esperando tener la suerte de poder ver un taxi y sencillamente largarse–. Ven aquí.

Genial, lo que le faltaba, que hicieran caridad por él… Aunque claro, no estaba tan mal después de todo, Sebastian era un chico guapo y adinerado, le sacaría partido, aunque no sin antes ponerlo a prueba; vería que tanto interés comenzaba a demostrar por él, por lo que siguió caminando unos pasos, quería saber cómo reaccionaría ¿Lo seguiría? ¿Lo dejaría en paz y sólo se marcharía?

–¡Hey! –Exclamó Sebastian, cayendo por completo en su juego; pues caminó directo hacia él. Tomarían un taxi y se irían a casa. Eso era todo ¿Por qué no podía aceptar?

–¿Quién te crees? ¿Uh? No estoy aquí para tu caridad, no eres el “buen vecino” que tiene que preocuparse por los demás –respondió a la defensiva. No mentía, ni tampoco sobre actuaba, estaba diciendo exactamente lo que pensaba. Se volteó a él y se dio cuenta de que lo superaba por lo menos en diez centímetros o más de altura, tuvo que levantar su vista para encontrarse con su penetrante mirada. Su actitud no condescendía con lo que sus ojos transmitían, tan serenos, no demostraban en lo absoluto la amabilidad con la que actuaba. No era nada fácil que lo intimidaran y en un segundo Sebastian, con sus profundos ojos verdes, le había hecho flaquear. Desvió su mirada, y acomodó su cabello de manera que lograra ocultar la cicatriz que había quedado muy cerca de su ceja de la paliza que había recibido ¿Por qué de pronto le preocupaba?

–Nada… –respondió Sebastian sin alterarse, realmente su forma impulsiva de actuar tenía una gran similitud con la de Jamie. Se había encontrado con esos ojos grises desafiantes y al igual que con su amigo el contacto visual había durado apenas un segundo, siempre le evitaban–. Mira la hora que es, llegarás cuando salga el sol si seguimos caminando.

Aquella actitud tan calma después de su reacción  confundió aún más a Alex, esperaba que actuara de la misma forma o peor que él, que lo insultara o lo tratara en algún modo peyorativo, pero sólo le explicó lo obvio e insistió. Mantuvo su boca cerrada, no sabía qué hacer, sacarlo de quicio no había funcionado y de alguna forma con sólo mirarlo había logrado turbar todos sus pensamientos, sencillamente continuó su camino a pie, como era su plan desde el principio de la noche. Como siempre, se había ido a meter a los antros más connotados de Brooklyn, era fácil engañar a niños ricos y consentidos; sacarles unos cuantos tragos y tomar un poco de su dinero para luego largarse de ahí. Se le había vuelto una costumbre, además su apariencia le favorecía y podía sacar todo el partido que quisiera jugando a ser el inocente, así confiaban rápido en él y le resultaba más fácil quitarles el dinero que traían encima.

–Como gustes –respondió finalmente Alex.

En los labios de Sebastian se dibujó una pequeña sonrisa ladina, mientras alcanzaba en el camino al rubio. El hecho de que se pareciera tanto a su amigo le generaba una simpatía inmediata hacia él.

–¿Qué es tan gracioso? –preguntó el aludido tras mirarle de reojo. Seguía actuando de manera infantil, como si tuviera apenas diez años y no le estuvieran complaciendo en sus caprichos.

–Pues nada… –de algo había servido ser tantos años amigo de Jamie, pensó–. ¿Nos subimos a un taxi? –espero como debía, paciente a que Alex se decidiera bajar de la nube y accediera a su ofrecimiento, ambos sabían que no lo estaba haciendo por fregarle el dinero que tenía, sólo era una invitación.

–Haz lo que quieras, ya te dije que no te necesitaba –respondió Alex aún con la misma actitud infantil, Sebastian se estaba riendo en su cara y a él, no le parecía nada gracioso. Aún más, se quitó el abrigo de los hombros y se lo tiró sobre el pecho, comenzaba a sentirse realmente molesto, no por toda la situación. Si Sebastian ganaba o no la discusión era lo que menos le importaba, el punto era que sentía que perdía el control de todo, sólo por una estúpida mirada, y definitivamente no quería volver a verle directamente, pero era la única clave que tenía respecto a lo que se cruzaba por su cabeza; sus ojos habían sido mucho más sinceros que sus palabras y su actitud.

–Claro, lo olvidaba –Sebastian asió con el brazo izquierdo el abrigo antes de que tocara el suelo, y con los dedos de la mano derecha apuntó su sien haciendo énfasis en sus palabras–. Es un hecho de que no necesitabas ayuda esta noche –fue arrogante, casi burlesco.

 

Alex sabía que no había caso seguir discutiendo con él; tenía dos opciones: La primera consistía terminar dándole en razón a Sebastian y la segunda era que efectivamente tuviera razón. Sería fácil iniciar una discusión y claro, terminaban siempre gritándole y largándose de su lado, pero esta vez era diferente. Sebastian seguía ahí, aún con la oferta de tomar un taxi y llegar a casa ¿Debía nada más aceptar? ¿Qué palabras debía usar? “De acuerdo llévame a casa” pensó, o quizás “Ok, subamos a un taxi”… Cualquiera podía estar bien, pero oír su propia voz diciendo aquello podía ser extraño, incluso enajenante. No se sentía así muy a menudo, pero cuando eso pasaba prefería seguir con la boca cerrada, a pesar de saber que tenía que hablar ¿Qué era eso de que le incomodara su propia voz? Estaba vuelto un lío.

–De acuerdo… –aún no sabía exactamente qué decir, ni como continuar. Tenía que buscar las palabras correctas para no sentirse extraño–. ¿Seguro que quieres pagar un taxi hasta allí? –Detuvo sus pasos y miró a Sebastian. Había estado bien, se felicitó a sí mismo. Aunque la idea de seguir junto a él no le alucinaba demasiado, le ponía los pelos de punta.

–Claro que sí –Sebastian sonrió. Al fin lo lograba. El rubio estaba cediendo y aceptando su invitación, se sintió aliviado. Lo tomó por la muñeca, se acercó a la orilla de la vereda y detuvo con una señal al primer taxi que pasó por la calle. Para su suerte era viernes de noche, generalmente a esas horas no había un alma en las calles, pero por ser el inicio del fin de semana alguno que otro taxista andaba por el sector, pues estaba lleno de diversos clubes y bares.

Durante el trayecto no se dirigieron la palabra, Alex no sabía que decir, un completo desconocido lo acompañaba en un taxi que él pagaría para asegurarse de que llegase bien a casa ¿Y mañana qué? ¿Y al día siguiente? Que hipócrita, pensó, sólo se trataba de un acto de buen samaritano. De seguro que se trataba de ese tipo de ricachón que se la pasaba ayudando a otros, haciendo caridad para mitigar el dinero que se ganaba de los contribuyentes, seguro que era funcionario o algo así.

 

 

 Pagó la tarifa y luego de que el carro se marchara, miró un minuto a Alex, su cabello rubio, y su piel blanca le parecían muy llamativos, junto con ese delicado cuerpo ¿De qué color tenía sus ojos?... Con razón habían querido aprovecharse de él.

 

Ahora debía ser él quien se marchara. Tomó su teléfono, miró la pantalla un segundo y suspiró, sería la segunda vez en la noche que molestaba innecesariamente a Esteban, se disculparía con él cuando llegase. Marcó el número de teléfono registrado en sus contactos y esperó.

–¿Ya te vas? –Alex no era un tonto, ni tampoco estaba ciego, se había dado cuenta de que Sebastian había estado observándole (como todos). Podría invitarle a pasar, aunque un vaso de agua era todo lo que le podía ofrecer, no tenía comida, ni otra cama, o una cama decente para invitarlo a dormir. Ya había llegado con él hasta ahí, tenía que idear una forma que se quedara para poder quitarle algo de dinero.

 

Sebastian posó su mirada en el rubio, quien de pronto había abierto la boca. Claro que se iba, ya no tenía nada más que hacer y tampoco iba a quedarse ahí. En respuesta sólo encogió sus hombros, mientras quitaba el teléfono de su oreja y volvía a mirar la pantalla, no contestaba… Esteban debía estar durmiendo, pensó.

“Estoy en Sunset Park ¿Vienes por mí? Por favor” –Un mensaje de texto no era mala idea, lo dejaría dormir un rato más, esperaría una hora a lo sumo. Volvería a marcar a las seis si aún no respondía, después de todo ya habrían pasado dos horas desde que lo había molestado en la madrugada.

A pesar de que cuando subieron al taxi escuchó la dirección exacta, jamás en su vida había estado en un lugar como aquel, incluso cuando creía que Jamie lo había llevado a los peores barrios de Brooklyn, el lugar era aún peor. Vivía en un portal al lado de un terreno baldío, cerca de depósitos industriales, a pesar de la hora había chaperos en cada esquina de la avenida.

–¿Qué ocurre? –nuevamente la voz de Alex irrumpía en sus pensamientos.

–Creo que tendré que esperar un rato, Esteban, mi chofer –aclaró–. Debe estar durmiendo, muy pocas veces lo molesto tanto y mucho menos a esta hora.

Era la oportunidad que Alex estaba buscando, se vendería un poco de ser necesario, pero lo invitaría a pasar y obtendría lo que quería de él.

–¿Quieres entrar? Te aseguro que sólo aquí afuera no durarás ni cinco minutos –sonrió complacido por como la situación se tornaba a su favor, haciéndole sentir que recuperaba poco a poco el control. Lo cierto era que tan sólo con su ropa llamaba mucho más la atención que cualquiera en el lugar. Eran prácticamente las cinco de la madrugada y aún había gente en las calles como si fuesen las tres de la tarde y ese era el problema, normalmente a las tres de la tarde no había prácticamente nadie, con algo de suerte los vecinos que hacían su vida normal dentro de lo posible en un barrio como aquel, salían al trabajo, a hacer las compras necesarias y volvían.

–No te preocupes, estaré bien –respondió Sebastian sorprendido por la espontánea sonrisa de Alex. No se explicaba a que venía, pero a decir verdad empezaba a entender que debía tener cuidado con él, le parecía especialmente guapo, más ahora que había visto esa sonrisa que sabía, podía hacerle perder la cabeza a cualquiera; su nariz respingona y el contorno suave de su rostro, le parecían en conjunto aún más llamativo. No cabía duda de que era un chico deseable.

–Anda… Me ayudaste, es mi turno de devolverte el favor –insistió Alex, tratando de actuar sencillo, lo quería en su apartamento en ese momento. Había sido un idiota la no revisar las carteras del abrigo cuando lo tuvo puesto, probablemente llevaba la billetera, a lo mejor con dinero en efectivo y tarjetas de crédito que podría reventar en sólo una tarde.

 

Sebastian finalmente tras pensárselo un poco asintió con su cabeza, entraría con él un rato, mientras esperaba a que amaneciera para volver a llamar a su chofer. No quería ser descortés ni incomodarle más de lo necesario, tal vez el chico sólo quería dormir y ahora le invitaba a pasar para devolverle el favor.

–¿Estás seguro? –preguntó.

–Si –Alex volvió a sonreír. Estaba obteniendo exactamente lo que quería.

 

Subió las escaleritas del portal y abrió la puerta principal. Vivía en el tercero de cuatro plantas, que lo llevaban hasta ahí por unas escaleras del tipo caracol para ahorrar espacio en el edificio, cada piso contaba con dos puertas y cada una daba acceso a dos apartamentos diferentes. Ninguno era de gran tamaño, al contrario eran pequeños y sin muchas comodidades, pero tenían lo suficiente como para vivir. La mayoría de los vecinos eran adultos de edad, y amargados, como decía Alex, habían vivido ahí prácticamente toda su vida, como él, pero ninguno le agradaba.

 

Abrió la puerta, sosteniendo el pomo y levantándola despacio hacia arriba. Sobrio era mucho más fácil de abrir. De todas las puertas de todo el edificio la suya era la más roñosa y a mal traer, no tenía dinero para arreglarla, mucho menos para cambiarla, aun cuando vivía con su madre no habían tenido el dinero suficiente para hacer ningún arreglo y claro, ella se esforzaba por ambos como podía, omitiendo la parte donde lo trataba de parásito, era ella quien sustentaba el hogar. Aunque Alex trataba de pasar la mayor cantidad de tiempo posible en la calle, si estaba en casa significarían: problemas, discusiones y probablemente terminaría en golpes.

–Adelante, disculpa lo poco–dijo Alex mientras dejaba caer sus llaves a la mesita del recibidor, y dejaba pasar a Sebastian.

–Descuida –Sebastian no había entrado a juzgar su forma de vivir. Aunque no pudo evitar echar un vistazo rápido. En primer lugar el tamaño de todo el apartamento era equivalente únicamente al de su habitación, o incluso más pequeño, en segundo lugar, olía a humedad, entendía que no tuviese los medios suficientes para remodelar, pero ¿De dónde provenía ese olor? No era del baño, y difícilmente pudo haberse mantenido de alguna lluvia, ni si quiera vivía en el último piso.

–Toma asiento –Alex señaló el viejo sofá color caqui que muchas veces le había servido de cama. Era una de las pocas noches que pasaba sobrio, siempre llegaba ebrio o drogado.

–Gracias –Sebastian antes de sentarse, sacó el teléfono del bolsillo de su pantalón y volvió a mirar la pantalla esperando haber recibido una respuesta, pero no había ninguna notificación en la pantalla de bloqueo, sólo señalaba la hora: 5:26 am. Dejó el abrigo en el apoyabrazos y se sentó, esta vez mirando con mayor detenimiento el lugar. La pintura estaba gastada, por la humedad se había caído más de la mitad y ni si quiera parejo, sino a manchones. Había un cuadro, lo único que parecía estar libre de polvo.

–¿Qué esperas? ¿Un hotel de lujo? –le soltó Alex.

Sebastian sólo lo ignoró, de a poco se acostumbraba a sus comentarios innecesarios. Sintió curiosidad por saber qué historia había detrás del cuadro en la pared, tenía que haber algún motivo para que de todas las cosas que poseía aún lo conservara en buenas condiciones.

–¿Quieres algo? Aunque en realidad sólo tengo agua para ofrecer.

–Estoy bien, gracias –hizo una pausa, como si con eso tuviera el permiso de preguntar algo íntimo–. Pero, quiero saber ¿Qué hay con ese cuadro?

–Me lo regaló mi madre. Cuando aún era un niño. Fin de la historia –y cuando aún estaba cuerda, pensó ¿Se quedaría tranquilo con esa respuesta? ¿O seguiría molestando? ¿Qué le importaba a él? Aparte, la concentración de Alex estaba en inventar una buena excusa para revisar sus bolsillos sin que se diera cuenta.

–¿Y ella? ¿No está aquí ahora? –Sebastian sabía que podía resultar incómodo que preguntara ese tipo de cosas, pero sólo sentía curiosidad, de pronto quería saberlo todo del muchacho que había rescatado esa noche.

–No. Murió –las palabras de Alex volvieron a salir completamente áridas de su boca, sin dar pie a continuar la conversación.

–Lo lamento.

–No importa. Fue lo mejor.

– ¿A qué te refieres? –se limitó a preguntar tras la soltura con la que respondía.

–Pues eso… Después de que ella murió pude regresar aquí –Alex se encogió levemente de hombros respondiendo con simpleza. Dejando sin una respuesta real a Sebastian.

 

Habían ido a la playa, sólo por el día, su madre años atrás en el día de su cumpleaños programó un paseo familiar. Lo consintió en todo lo que estaba a su alcance, se bañaron en el mar, jugaron hasta que ya no podían dar un paso más y al final del día, luego de haberle comprado un algodón de azúcar, sabiendo que se salía por completo de su presupuesto, Alex con capricho le pidió un último regalo: Aquel cuadro de un pintor anónimo que vivía de las ventas. Había retratado exactamente el puerto en el que disfrutaron toda la tarde. Jamás se sintió tan feliz. Quería recordarlo para siempre y revivir ese día una vez trabajara y pudiera pagarle a su madre todo lo que había hecho por él. Tenía diez años, su vida había cambiado por completo desde ese día.

 

 

El teléfono de Sebastian comenzó a sonar.

Mierda, probablemente habían venido por él y no lo había quitado un céntimo. Alcanzó a oír como la voz al otro lado del teléfono se disculpaba y le decía que estaba afuera del edificio esperándolo. Mierda. Mierda. Debía actuar rápido si quería ganar algo esa noche.

Sebastian luego de finalizar la llamada, tomó su abrigo, y se levantó del sofá.

–Otro día me cuentas a que va todo eso de tu madre… –caminó a la puerta, seguido de Alex, extendió su mano para despedirse, sin embargo Alex se aprovechó para halarlo a él. Se tuvo que parar en la punta de sus pies para alcanzar sus labios y besarlo directamente. Subió su mano libre hasta la nuca de Sebastian, para que no se separara y este atontado no sabía que hacer o cómo reaccionar; no correspondió, ni tampoco tuvo tiempo de alejarlo, la acción lo tomaba por sorpresa y lo dejaba desconcertado, sólo mantuvo sus ojos abiertos, hasta que Alex se decidió a separar el calor de sus labios.

–Cuídate… –Alex con naturalidad dejó ver una sonrisa traviesa.

Sebastian levantó su mano derecha haciendo una señal para despedirse y dejando que su rostro expresara el desconcierto ¿A qué había venido ese beso?

 

Una vez se puso en marcha el vehículo que lo esperaba a las afueras, metió sus manos a los bolsillos del pantalón chequeando como de costumbre sus pertenencias.

 

Se echó a reír bajando su rostro y cubriéndolo con la mano izquierda. 

 

–¿Qué sucede? –Preguntó Esteban mirando por el espejo retrovisor.

–No es nada… Me acordé de algo –aún sonreía y volvía a mirar hacia el frente.

Ya no tenía su billetera. 

Notas finales:

Muchas gracias por leer. Espero que les haya gustado.


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