Login
Amor Yaoi
Fanfics yaoi en español

Entre clases y sábanas por Aludra

[Reviews - 49]   LISTA DE CAPITULOS
- Tamaño del texto +

Notas del capitulo:

Sólo puedo pedirles disculpas, y decirles que la universidad no me deja vivir. (Es linda, pero tener tiempo sólo los domingos es triste).

A quienes sigan leyéndome, les agradezco mucho, y reitero las disculpas.

Eida

Él dice que somos amigos.
También dijo que ellos eran sus amigos. Que Red era su amigo, si bien los otros sólo obedecían a una etiqueta generalizada.
¿Y Sorano? ¿Sólo lo veía como su hermano, o también lo consideraba su amigo?

Salió con el bolso en mano, cerró la puerta del camarín, y se quedó plantado frente a esta, observando el patio que ya estaba, nuevamente, repleto de gente.
Pensó en ir rápidamente al salón para irse lo antes posible de allí, pero luego de que una brisa helada erizase los claros cabellos de sus brazos, advirtió que había olvidado su polerón en el gimnasio.

Una mierda.
Puedo ir después.

Pero sus labios no tardaron en tornarse más oscuros, y la punta de su nariz en agarrar un matiz rojizo imposible de ignorar. “Pero qué molesto”, pensó mientras dirigía sus pasos al gimnasio, derrotado por el frío.

 

 

 

Amida

El silencio era incómodo. E inerte.
Sus miradas no se cruzaban desde el último eco —que llevó la voz de Amida—, pero sus cuerpos continuaban tensos y en quietud, como estatuas, o el aire en un museo.
En más de una ocasión Amida quiso decir algo más, pero al comienzo no supo bien qué palabras utilizar, y ya después nada parecía lo suficientemente adecuado como para irrumpir aquel silencio asfixiante.

Lo observó de reojo una vez más.
No supo si él lo observaba desde antes, pero en aquel leve girar de ojos ambas miradas se encontraron, y rápidamente regresaron a su sitio.

—Carajo —pensó—. No puede ser más incómodo.

Probablemente Red pensaba lo mismo. O eso creyó Amida, pues nadie podía sentirse diferente en una situación como esa.
Pero lo mismo daba que ambos pensasen igual.
Ninguno decía palabra alguna que remediase la situación —“no se puede”, pensó Amida, o más bien aquel sujeto en su interior que en momentos así se esforzaba por aplacar al otro, a ese que solía tener las mejores ideas pero una lamentable personalidad—, así que compartir posturas en silencio no tenía demasiada relevancia.

Luego de unos minutos en que la tensión sólo incrementaba a paso maligno, Amida oyó pasos que se acercaban al gimnasio.
Y sonrió. Antes de saber de quién se trataba, sonrió con una de sus mejores y más honestas sonrisas. Su corazón se aceleró en esos segundos previos, en aquel instante en que los pasos se oían más y más cerca y ya se creía del otro lado del río.
Pero cuando ya nada quedaba para ver la puerta abriéndose y una figura conocida rescatándole del inminente ahogo, los pasos se detuvieron, y los segundos posteriores antes de que aquella imagen realmente ocurriese se sintieron eternos y exasperantes, y cuando al fin alguien abrió la puerta con más cautela de la necesaria, Red y Amida enfocaron sus vistas en el profesor de educación física que había vuelto con las llaves en mano para cerrar el gimnasio.

—¿Qué hacen aún aquí? —reprochó extrañado, y como si estuviese con prisa.
—Nada, ya nos íbamos —respondió Red, agarrando su bolso con el brazo y poniéndose de pie.

Amida hizo lo mismo, y comenzó a caminar algunos pasos atrás de Red mientras el profesor los observaba con molestia.
Atravesaron el umbral, y cuando el profesor cerró la puerta y comenzó a poner el candado, Amida se volteó hacia él.

—Profesor —espetó con voz suave, y éste hizo un gesto con la cabeza dándole a entender que lo escuchaba—. Cuando vino hacia acá, ¿se encontró con alguien? —preguntó, y el profesor continuó con lo del candado hasta que hizo clic y al fin se volteó a escuchar a Amida—. Me refiero a cuando venía en este pasillo.
El mayor se quedó pensativo por un instante.
—Sí —afirmó—. Un chico chocó conmigo cuando venía caminando hacia acá. Creo que era ése que está en clases con el de pelo naranjo, o al menos era tan bajito como él —dijo, riendo al final.
—Gracias —respondió, y comenzó a caminar hacia el salón, aunque no pasó mucho antes de que comenzase a correr.

 

 

Eida

—Mogwai, Slowdive, Low… —susurró, con la cabeza apoyada sobre su bufanda azul grisáceo y bajando lentamente por su lista de reproducción—. Debería renovar este repertorio. Algo con voces. Quizás algo amarillo.

Algunos compañeros se encontraban también en el salón, todos en sus grupos respectivos y charlando en volumen moderado.

El ambiente era grato. O quizás simplemente no molesto.

—¿Pearl Jam? —leyó en voz baja, extrañado de encontrar una carpeta con aquel título, y recordando enseguida el día en que Amida se llevó su reproductor y al día siguiente se lo entregó con una sonrisa que escondía algo.

En su rostro sus labios esbozaron una sonrisa, y la suave melodía de Just Breathe le hizo cerrar automáticamente los ojos, y redirigir sus pensamientos a la habitación de Amida.
Sintió que llevaba demasiado tiempo sin compartir una tarde con él.
Con su amigo.

Red también lo era.

Hundió su cabeza en la suave lana de la bufanda, y suspiró despacio, humedeciendo ligeramente la tela sobre la que reposaba su nariz y sus labios.

 

 

Amida

Me acerqué lentamente.
Su respiración, pausada y profunda, le delataba estar durmiendo.

Me senté en el puesto del frente, y me apoyé sobre el espacio que restaba de su mesa.

Lo observé por unos segundos, y advertí algo que me inquietaba en toda aquella instancia.
No supe qué era, pero sentí que, aun teniéndole frente a mí, le echaba de menos. No entendí cómo era posible que sintiese algo así, dado que estaba ahí, frente a mí, respirando cansado y emanando aquel olor dulce y tan suave como el día en que nos conocimos.

—¿Sentirás lo mismo, Eida? —susurró con un hilo de voz, casi inaudible—. ¿Habrás descubierto qué es lo que va mal?

Pero lo último que dijo, sólo lo pensó al cabo de que su propia voz dejó de resonar en su cabeza.

¿Algo iba mal?¿Y desde cuándo lo creía así?

Eida soltó un fuerte suspiro, y se removió entre la bufanda, dejando al descubierto media mejilla y un tercio de su ojo.
Amida notó que los cabellos que lindaban con sus sienes estaban humedecidos y adheridos a su piel tersa y de color vivo, y pensó que, en realidad, nada podía ir mal.

 

 

Eida

Grupos.
Había creído ingenuamente que, luego de medio año sin aquella ocurrencia de los profesores cuando no saben qué carajo más hacer, se había salvado.
Pero no. Un documental más la flojera de crear un examen, y listo.
Qué sencillo.

Penélope había decidido que cada uno respondería una pregunta, y, por supuesto, ella respondería dos. A Eida le parecía una pésima forma de trabajar, pues sabía que sus compañeros harían una mierda de trabajo y acabaría obteniendo una mala calificación.
Pero era mejor que objetar aquel dictado y tener que proponer algo más, pues seguramente Penélope le discutiría y no tenía el interés en intercambiar opiniones con una chica tan obstinada como ella.

Observó hacia la ventana, y notó que Aaron, a diferencia de él, estaba charlando alegremente con sus cinco compañeros, y estos lo escuchaban con goce en sus rostros, participando también del diálogo.
Se giró hacia la otra orilla, y encontró a Amida, rodeado por personas que parecían únicamente atentas a él aunque éste sólo dijera uno que otro comentario de vez en cuando.

—¿No te sientes solo? —preguntó mientras jugaba con un run-run.
—¿Ah? —inquirió extrañado, bajando el lápiz y el cuaderno para observarle.
—En clases siempre estás solo, aun cuando hayan personas a tu alrededor es como si no estuvieses realmente con ellos —espetó, haciendo ruido con aquel juguete que bien merecedor era de su nombre.
Eida se acercó al borde de la cama, y se quedó observando a Neir, en silencio.
Éste soltó el aparato de un extremo, dejándolo retorcerse en el aire mientras continuaba colgado de su otro índice.
—Sé que es por mí —soltó Neir, sin mirarle a la cara—. Antes siempre estabas con más personas y desde que comenzaste a defenderme dejaste…
Pero Eida se puso de pie, y se dejó caer en el suelo, a su lado.
—Nunca me siento solo —adujo Eida con voz firme, y mirándolo a los ojos.
Neir lo miró también. Con temor, pero seguro a la vez.
Pensó en agregar “porque estás tú”, o “porque estás conmigo”, pero el chico de cabellos tan claros como la luz, se adelantó.
—Pero lo estás, Eida. Lo estarás cuando yo no esté, así que lo estás desde ahora.

—Qué terco era Neir —pensó—. En ese momento me reí, y se avergonzó mucho cuando le dije que no debía asumir que lo decía por él.

Observó a las personas con las que se encontraba. A la chica con gafas de marco grueso que se esforzaba en acabar las preguntas de mayor dificultad que por sí misma se había adjudicado; a los chicos que sin ánimo escribían en el papel y charlaban entre ellos de vez en cuando; a Aaron, que reía a lo lejos; a Amida, que a pesar de su complexión indiferente lograba hacer que una gran multitud quisiera estar siempre con él.

—Pero tenía razón —pensó, y se levantó en silencio.

 

 

Amida

De un momento a otro, observé su puesto, y ya no estaba.
Me puse de pie enseguida para preguntarle a la profesora si Eida se había ido a algún sitio, y ésta me respondió que había dicho que se tenía que marchar por problemas en su hogar.

—Ve si quieres —agregó, cómplice—. Tengo entendido que eres su único amigo, así que puedes salir a ver si lo encuentras. Quizás le puedes ayudar en algo.

Agradecí, y salí rápidamente.

No lo veía por ningún sitio. Decidí correr hacia la entrada, puesto que quizás aún no había salido o, en el peor de los casos, se encontraba un par de cuadras lejos de la escuela.

—¿Buscas algo, muchacho? —le preguntó alguien desde la cabina que está al costado de las rejas de entrada.
Amida buscó a quien le hablaba, y un viejecillo se asomó por la pequeña ventana.
—¿Ha visto salir a un chico algo bajo y de cabello más o menos claro?
El hombre rio luego de oír aquella descripción, y asintió.
—Sí, vi a ese pequeño salir apresuradamente —respondió, y Amida dirigió instantáneamente su mirada hacia la dirección en que Eida caminaba siempre hacia su hogar, pero no logró divisarlo—. No creo que logres encontrarlo, se fue hace varios minutos y por cómo caminaba yo creo que ya debe estar bien lejos de acá.

Amida hizo un último intento por encontrarlo parándose de puntitas y encajando su rostro entre dos barrotes, pero no lo encontró.

—¿Irás? —preguntó el vejete, sonriendo.

 

 

Eida

Pensando en cómo pudo haber llegado su polerón hasta la banca que rodea el gimnasio no reparó en sus pasos ni en dónde se encontraba, sino hasta dar cuenta de que estaba frente a la casa de Amida.

—Qué asco vivir de costumbres —se quejó, pero una sensación agradable anidó en su pecho al quedarse de pie en frente de aquel lugar.

Metió las manos en sus bolsillos y, con la boca tapada por la gruesa bufanda, cerró los ojos y respiró profundamente. No estaba esperando algo, ni tampoco sabía por qué se quedaba de pie ahí.
Sólo se sentía bien.

Dejó pasar unos minutos, hasta que oyó una voz conocida.

—¿Qué haces ahí? —preguntó, y Eida abrió los ojos luego de dar instintivamente un paso atrás.

Notó que no había oído el abrir de la puerta, y le extrañó haber estado tan sumergido en sus pensamientos.

Sabía que cualquier respuesta sería inútil e imbécil. Por supuesto no buscaba a Amida, lo que justificaba con mucha razón la extrañeza de verle ahí.
Y ni siquiera él sabía por qué se encontraba ahí. O por qué se había quedado, en vez de dar vuelta hacia su hogar en cuanto advirtió en dónde se encontraba.

—Carajo, es una molestia que no hables —espetó Sorano, acercándose a la reja con expresión de fastidio—. ¿Vas a entrar, o no?

La reja estaba abierta, y Eida recordó el documental que habían visto en clases sobre las trampas que algunos insectos creaban para capturar insectos torpes e indefensos que probablemente habrían perdido de todas formas en un enfrentamiento directo.

—¿Por qué? —soltó antes de que su cuerpo se moviese dudoso hacia la entrada, deteniéndose frente a Sorano, mirándole inquirente.
—Porque no sé qué más puedes estar haciendo acá —dijo con su voz grave y mirada fría y lejana—. Además… —desvió la mirada—, Amida se molestaría si dejo que te vayas. Así que sólo entra, ¿de acuerdo?
Eida lo observó serio, y al cabo asintió, pidiendo permiso luego de pasar por su lado.
El mayor cerró la puerta tras de sí, y le indicó dónde dejar sus cosas, y dónde esperar.

—Si quieres ve a su habitación. Dudo que alguno de ustedes dos se sienta incómodo con ello.

Sorano comenzó a caminar hacia su habitación, y Eida sólo pudo evocar la imagen de una hormiga intentando devorar a la araña que la había capturado en su red.

—Iré —afirmó Eida, dirigiéndose con seguridad hacia la escalera.

Pero cuando subió los primeros peldaños, oyó nuevamente aquella voz gélida y parca que por alguna razón sentía como un escalofrío que recorría su cuerpo.
Pero no se dirigía a él.
Fue sólo un susurro, pero lo escuchó claramente.

“No era él”. Y luego, silencio.

Continuó subiendo, y asumió que debía tratarse del tipo de la vez anterior, pero en un instante, antes de llegar arriba, pensó que, quizás, no se trataba de él. ¿Era entonces otro sujeto con quien mantenía una relación semejante? O quizás era simplemente algún amigo de Sorano. ¿Pero qué razón habría para hablar en susurros?

Cuando llegó a la habitación de Amida cerró la puerta, y se sentó sobre su cama.

—No creí que acabaría acá —se dijo a sí mismo, recordando lo que había pensado aquel día al oír la música de Amida.

Miró a un lado.
Luego al otro.

Todo estaba impecable, como siempre.

—Es un enfermo —musitó con una sonrisa asomándosele por los labios.

 

 

Amida

La mujer miró su reloj, y luego al chico alto y delgado que la observaba ansioso y algo avergonzado, esperando impaciente una respuesta.
—¿Estás seguro de que salió de la escuela? —preguntó extrañada, y con un dejo amargo de preocupación.
Amida guardó silencio por algunos segundos, y luego, con una sonrisa amplia, respondió:
—Tal vez sólo se fue a enfermería —dijo aparentando calma, aun si estar de pie frente a la madre de Eida en horario de clases aseguraba exactamente lo opuesto—. Volveré a buscarlo. Lamento mucho haber irrumpido así, no se repetirá.
Sunna soltó una risilla algo coqueta, y Amida sintió sus pómulos enrojecerse al advertir la exagerada similitud entre ella y Eida que sólo parecía expresarse en esas risas tan escasas.
—No te preocupes —adujo risueña—, me alegra que cuides de él.

—“Que cuides de él” —repitió en voz baja, mientras continuaba por el camino hacia el sur—, claro. Si ni siquiera sé dónde carajo está.

 

 

Eida

Silencio.
Sólo su respiración y los casuales roces contra la cama le hacían de compañía entre aquellas paredes.
Pero no importaba.

—Huele a él —susurró—. Todo aquí huele a él.

 

 

Amida

Recorrió todo sector en el que creyó podría encontrarse Eida, pero también sabía —más bien, lo supo desde el comienzo— que sólo por tratarse de él, lo más probable era que no se encontrase en ninguno de los sitios en que a Amida se le ocurriría buscar. O en que a alguien además de sí mismo se le ocurriría siquiera mirar.

Se detuvo a pensar. A pensar como Eida.

Olor a libro viejo. Bibliotecas. Pero no, ya había buscado en las pocas que se encontraban por esos sectores. En mi casa estoy solo, y nadie además de mi hermana y mi madre me interrumpe. Pero esa opción estaba descartada, a menos que Eida sí se hubiera encontrado en su hogar y no hubiese querido verlo. Pero no. Eso Eida no lo haría.

No funcionaba. Tenía que pensar como él, no sólo como creía que él podía pensar.

Deambuló algunos pasos con una mano en el bolsillo y con la otra arreglándose un mechón de cabello laceo detrás de la oreja hasta que su mirada apuntó al horizonte con pequeñas luces en sus pupilas, y luego de otorgar una de sus mejores y más ansiosas sonrisas, no pensó más, y se largó a correr.

 

 

Eida

No tuve tiempo de pensar. Apenas oí el crujir de la escalera y pasos aproximándose, la puerta se abrió y de golpe apareció Amida con las mejillas coloradas y jadeando, respirando a la vez profunda y lentamente para poder articular alguna palabra.
Yo sólo me quedé sentado en su cama, observándolo. Creo que, en realidad, nunca creí que llegaría hasta aquí (aun si soy yo al que posiblemente él no esperaba encontrar, o al menos en la teoría, pues estoy totalmente seguro de que él ya sabía que yo estaba aquí).
Así que preferí no pensar en qué decir.
No era necesario.

—Eida —soltó en medio de un jadeo, levantando la mirada y clavando directamente sus ojos negros y brillantes en mí.
A veces la mirada de Amida es inquietante, y no se puede más que mirar hacia otro sitio.
Y en esta ocasión, su mirada fue una de esas.
—Amida —espeté, correspondiendo.
—Estás —dijo, posando sus ojos en mí definitivamente—. Estás aquí.
—Lo estoy —respondí al instante, con la voz más suave de lo que esperaba.

Detesto las afirmaciones innecesarias. Detesto que las personas digan hoy día, cuando pueden simplemente decir hoy, o que luego de decir que algo es bueno, agreguen que no es malo.
Realmente, me hastía.

Pero en esta ocasión, fue necesario.

 

 

Amida

¿Cómo lo hace? Es como si tras su paso todo le perteneciera de alguna manera.
Todo se queda con su aroma, con sus gestos, con sus recuerdos.
Incluso mis cosas. Incluso mi cama, mis almohadas, mis libros, mis días.

No sé cómo puede hacer algo así. Pero, por alguna razón, no siento la necesidad de cuestionarlo más.

 

 

 

Eida

Cuando bajamos las escaleras, ya era de noche. Las luces estaban prendidas, y todo se veía amarillo e invernal. Sorano estaba sentado en la mesa del comedor con unos papeles sobre la mesa y su concentración puesta en aquello que leía mientras subrayaba con un marcador verde flúor.
No se inmutó, ni nos prestó atención. Y, Amida, tampoco lo observó.

—Deberías concluir algo, ¿no? —dije una vez que la puerta se cerró a nuestras espaldas.
—Debería —adujo—, pero no entendí más de lo que te dije. Incluso en ese momento pensé que si alguien más hubiera presenciado la conversación, después hubiese podido explicármelo y todo habría sido más sencillo.
Nos quedamos plantados en la vereda frente a su casa. Sentía mi nariz helada —probablemente enrojecida— y mis pies entumecidos mientras podía observar el blanco vaho con el que nuestras respiraciones manchaban el aire.
—¿Estás bien? —pregunté, sin mirarlo a los ojos—. Respecto a eso. A Red.
Sabía que él iba a sonreír, y aunque no lo quise mirar, de todas maneras me enteré.
Sentí su mano sobre mi brazo, y luego la otra atrapando mi mano, compartiéndome delicadamente su calor.
—¿Crees que todos los capítulos de la vida que en algún momento fueron trascendentes, deben acabar bien? —preguntó con voz tibia y calmada, y creí que su mirada apuntaba por sobre mi cabeza, pero no. Sus ojos aún estaban sobre mí y, ahora, los míos le correspondían.
Amida suspiró una vez luego de aquella pregunta, y advertí que quería continuar hablando, pero, por alguna razón, no lo hizo.





Amida

Mi respuesta era una mierda, y sólo me enteré cuando mi lengua iba a largarse con algún discurso por el que Eida se hubiese burlado de alguna manera sarcástica. Y con toda razón.

No puedo decir que yo no lo creo, pues sí lo hago. Cada día.
O, al menos, cada día desde que lo conocí. 

Notas finales:

No sé qué tal está de redacción ni ortografía, lo leí varias veces pero más allá de encontrarlo aburrido, no encontré otro error.

Bueno, ya tengo hecho el siguiente, y les prometo que está más bueno.

Tengan una bonita semana.


Si quieres dejar un comentario al autor debes login (registrase).