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Entre clases y sábanas por Aludra

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Eida

Ocurrió una noche, al regresar a casa luego de haber pasado el día donde Neir. Recuerdo que llevaba una camiseta blanca y unos jeans negros. Neir había derramado jugo sobre mí, y la camiseta quedó con una mancha rosa hasta el final de sus días, y el jeans, como era oscuro, no importó. Mamá estaba en la sala, revisando revistas, y Elín dormía a su lado, apoyada sobre su hombro. 

Al entrar, mamá me preguntó cómo me había ido, y Elín se movió con gesto de molestia.

—Bien —resoplé, caminando a las escaleras. 
—Hijo —dijo ella, bajando las revistas—. ¿Podrías venir un poco, por favor?

Me devolví sobre mis pasos y me acomodé en el sillón pequeño que quedaba frente a ella.

Mamá me miró, y dejó las revistas sobre la mesa. En su mirada sentí una advertencia, una señal de que algo venía, como el sonido sordo y lejano que precede a la avalancha. 

—Eida —espetó—, quiero hablar contigo.

Suspiré.

—Estamos hablando —dije, caído sobre el sillón—. Solo suéltalo, mamá.
—Tú sabes que para mí, todo lo que hagas estando seguro y decidido, estará bien —dijo, y me miró a los ojos—. Confío en ti, Eida. Bueno, confío en tu criterio, y sé que eres listo. Demasiado listo.

Mamá estaba dando pasos suaves, caminando por el borde. No se atrevía a dar pasos en falso, ni a caminar directamente hacia donde quería llegar. Pensé que debía ayudarle a avanzar, pero en ese momento, Elín despertó. 

—¿Eida? —preguntó ella, rascándose los ojos y sin poder abrirlos por completo.
—Sí, Elín —respondí, poniéndome de pie—. ¿Quieres que te lleve a tu habitación?

Elín asintió, y estiró sus brazos hacia mí. 

—Vuelvo enseguida —le dije a mamá, y subí con Elín encaramada como garrapata. 

Al acostarla en su cama, me pidió que me acercara, que me quería decir algo.

—No te enojes conmigo, Eida, pero le conté a mamá que te vi con Neir el otro día.
—Qué astuta —susurré—, ¿cómo podría enojarme con una pequeña que apenas puede mantenerse despierta?

Elín sonrió, y me dijo que me fuera, que quería dormir. 

Carajo. Mamá lo sabía.

No era como si no quisiera que ella lo supiera, ni como si creyera que ella no podría descubrirlo —no éramos precisamente cuidadosos en nuestra forma de interactuar. Pero no había encontrado un momento adecuado para decírselo. Aunque ni siquiera sabía qué tipo de momento estaba esperando (¿quizás uno como el que se está presentando ahora?).

Quizás sólo quería escapar de esa conversación. 
De las afirmaciones que implicaba.
Afirmaciones sobre las que aún no tenía certeza.

Mamá seguía sentada, con la mirada perdida y los brazos cruzados.

—Mamá —dije suavemente, sentándome en el mismo sillón que conservaba mi calor—. Elín me acaba de decir que tú ya lo sabes.

Me miró con gesto de preocupación, y suspiró, cerrando los ojos por un momento.

—Cuando la familia de Neir llegó al vecindario donde vivíamos —dijo con voz suave, con la mirada baja—; cuando recién estaban descargando el camión, tú estabas recostado sobre la alfombra, dibujando, en el momento en que alguien tocó a la puerta. Tú te levantaste en silencio a avisarme que alguien tocaba, y te escondiste detrás de mí cuando abrí la puerta. Y ahí estaba —mamá sonrió al decirlo—: un niño pequeño, con el pelo más claro que había visto, y una sonrisa increíblemente encantadora. “Una vecina le dijo a mi mamá que acá vive un niño con el que puedo jugar”, dijo él, y tú te asomaste desde atrás y lo miraste.

Mamá cortó el relato, y se rió.

—Creí que le dirías algo desagradable y el pobre niño acabaría llorando y corriendo a donde su mamá —espetó—, pero lo que hiciste fue tomarle la mano, y llevarlo a la sala contigo, a que dibujaran juntos sobre la alfombra.
La miraba atento.
—Cuando se fue de aquí, te veías contento, y te pregunté si el vecino te había agradado. “Tiene nombre, mamá. Se llama Neir”. Yo me reí, y me disculpé. “¿Neir te agradó?”, pregunté, y tú me miraste a los ojos, sonreíste, y me dijiste que él te había hecho feliz.

Sentí que mi corazón latía fuerte, y que mi rostro ardía. Quería decirle que me seguía haciendo feliz. Pero ella se me adelantó.

—No tengas miedo, Eida —soltó, con calidez—. ¿Tú también le gustas?

Sonreí. Y en mi sonrisa logré mostrar todo lo que estaba sintiendo en ese momento.

—Sí. Llevamos… saliendo, un tiempo.

Mamá se paró de golpe, con una enorme sonrisa, y se abalanzó hacia mí con un abrazo. Uno fuerte y maternal.

—Me alegra, hijo —susurró, alejándose y mirándome de frente, con ambas manos puestas sobre mis hombros—. ¿Puedo hacerte una pregunta?
—Claro, mamá.
—¿Es sólo Neir, o en general te gustan los chicos?

No pensé en la respuesta. Sólo abrí la boca, y las palabras que salieron fueron:

—Me gusta Neir —dije, y sentí como si me tropezara con mis palabras—. Pero estoy seguro de que no me gustan las chicas. 

 

Creo que llevo más de una hora intentando dormir, pero no consigo dejar de pensar en lo que le dije a esa chica, y también en lo que le dije a mi madre hace algunos años. Y a ratos veo el rostro de Amida. ¿A él le gustarán los chicos? Tengo la leve certeza de que le gusto yo, y soy un chico, así que al menos puedo deducir que no le desagradan los chicos. Pero, ¿habrá estado alguna vez con una chica?
Qué idiota. Claro que ha estado con alguna chica. Y probablemente con varias. ¿Serán chicas que conozco?
Me detuve, y suspiré, cubriéndome los ojos con el antebrazo.
¿De verdad le gusto?

 

 

Sorano

 

—Hoy no quiero, Gaël —musité, sentado al borde de la cama—. Puedes irte si quieres.

Gaël se colocó tras de mí, abrazándome. Comenzó a besarme el cuello, suavemente, y solo se oía el roce de sus labios contra mi piel.
Cerré los ojos.

—Gaël —susurré—. Por favor, no.
—Estoy viendo que sí quieres, Sorano —dijo él, dejando su cálido aliento en mi cuello.

Continué con los ojos cerrados, y Gaël deslizó sus manos bajo mi camiseta.
Acababa de charlar con Amida. De realmente charlar con él: sin insultos, sin frases cortadas, sin una pared de hielo separándonos. Su voz seguía resonando en mi cabeza. Esa mirada que ya había olvidado.
¿Qué más habré olvidado?
La mano de Gaël descendió a mi pantalón. Abrí los ojos, y la detuve.
Me giré, sin soltar la muñeca de Gaël, y tomé la otra con fuerza, quedando de frente.

—Me tienes —arguyó, alzando ligeramente su mentón para alcanzar el mío y dejar un beso sobre él.

Cerré nuevamente los ojos, apretando más sus muñecas.
¿Amida pensará que en este mismo instante estoy teniendo sexo con Gaël?
En mi mente, cayó, como de la nada, la imagen de Amida masturbándose.
Gaël hizo fuerza y soltó una de sus manos, la cual llevó directo a mi pantalón. 

—Estás en el límite, ¿no? —musitó, y sentí la sonrisa en sus labios.

Lo siento, Amida.

 

 

Amida

Desperté, y la luz llegaba cálida y baja por entre las rendijas de la cortina mal cerrada. Ya debía ser de tarde. 

Bajé a la cocina, y me sorprendí al encontrar a Sorano preparando algo de comer. Tenía varias fuentes de vidrio con verduras picadas, y sobre el mesón estaba fileteando un salmón. Él se volteó, y me miró. Recordé de golpe nuestro diálogo de la noche anterior. ¿De verdad había ocurrido o sólo lo había soñado? Por un ínfimo instante, no supe cómo reaccionar: no sabía si debía sonreírle —ni si quería sonreírle—, o si debía continuar con el teatro cotidiano de ignorarnos mutuamente —ni si quería continuar siendo aquel personaje día y noche frente a él. Pero él, como siempre, actuó primero.

Levantó una ceja e, inexpresivo, volvió la vista al pescado.

—Hay café preparado en la máquina —espetó, sin dejar de filetear—. A esto aún le falta un rato.

Permanecí en silencio, sin saber cómo proceder, y luego agradecí, avanzando hacia la mesita y sirviéndome el café.

—¿Mamá vendrá a almorzar?

Sorano tardó algunos segundos en responder, hasta que espetó un seco “no”.

Caminé hacia las escaleras, pero antes de subir un solo peldaño, me detuve. Me pregunté si acaso seguiría acá el sujeto que Sorano había traído a casa, y acto seguido me reproché hacerme aquella pregunta. Ya había dejado de sentir inquietud por él y por su vida. Ya había dejado a un lado esta sensación de ansiedad al pensar en él. 

En tanto seguía reprochándome, me asomé a la cocina, y aprovechando que Sorano estaba de espaldas hacia la puerta, avancé sigilosamente hacia su habitación. No debo pensar. La puerta estaba entreabierta. Solo era asomarme por la rendija, e irme. Solo ver.

Y eso hice.

Nadie estaba ahí. Solamente los cobertores y sábanas desordenadas sobre la cama. 

Me devolví sin que Sorano advirtiera mi presencia, y subí a mi habitación. 

Me sentí aliviado. Y una sensación de angustia llegó de la mano con aquel alivio.

 

 

Sorano

—Fue tu culpa —reprochó, mirándome a los ojos—. Tú me usaste, me usaste para… ¿para descargarte de él conmigo? Por Dios, qué asco.
—¿Fue mi culpa que te acostaras con él? Mierda, es solo un niño. Tú eres la adulta. Tú debiste impedirlo.
—Como si de verdad lo vieras como solo un niño. Estás enfermo.

Suspiré, y al exhalar, sentí mis mejillas mojadas y mi garganta hecha un nudo. 

—¿Por qué carajo lo hiciste? —dije entre lágrimas, secándome con el cuello de mi camiseta.

Me miró con miedo. No sabía si miedo de sí misma, o del cuidado que debía tener con sus palabras para no destruirme.

—Porque tú lo rompiste, y yo lo quise rearmar.

 

Notas finales:

perdón, me emociona tener capítulos listos desde hace *tanto* tiempo y creo que voy a subir un montón de una hah.

que tengan días bonitos muchaches <3 a quienes están en cuarentena y a quienes aún pueden salir de sus casitas. de verdad espero estén bien!


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