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Entre clases y sábanas por Aludra

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Notas del capitulo:

(rehecho)

Amida

El bullicio no se detiene, así como tampoco la constante necesidad de los demás hacia mí. Me buscan, me hablan, ¿para qué me necesitan? No soy más que un adorno de mesa, y ellos los comensales. A nadie le importa sacar el adorno cuando se arruina, o cuando llega la comida, pero por alguna razón, siempre lo vuelven a colocar. 
Aún perdura la idea de desaparecer. 
Ya van, ¿cuánto? Siete, quizás ocho meses desde que todo perdió sentido, incluso la idea de encontrar uno nuevo.

Una voz dice mi nombre. Me gusta esa voz.

Levanté la cabeza, y noté que las clases ya habían acabado. También noté la extraña ausencia de los comensales. Solo estaba Eida, con la mirada baja, parado al lado de mi asiento. Un gesto extraño albergaba su rostro, apostaría a que era de molestia, aunque los pómulos rosados le daban un aspecto tierno e infantil.

—¿Por qué me quedas mirando?  —reprochó, frunciendo el ceño.
—Disculpa —respondí—. ¿Estaba durmiendo?
—Supongo —dijo él—. O en coma, pero creo que habrías tardado más en despertar.

Sin darme cuenta, continué observándolo, y el continuó de pie a mi lado. Vi cómo se llevaba la mano a una de sus cejas, y cómo, con sus delgados dedos, masajeaba aquellos finos cabellos. Sus cejas eran más oscuras que su cabello, y acentuaban su mirada. Aquella intensa e intimidante mirada. 

Por primera vez, me pregunté por qué yo era el único que hablaba con él. No tenía la mejor personalidad ni era especialmente simpático, pero tampoco lo eran los demás, y sin embargo todos parecían querer evitarlo al máximo, además de hacer comentarios desagradables respecto a su persona. 
Ninguno de ellos siquiera se había dado la molestia de conocerlo.

Aunque, a decir verdad, yo tampoco lo conozco.

—Me cansa esperarte —dijo él, mirándome inexpresivo.
—Sí —espeté, guardando mis cosas en la mochila—. Lo siento.

Quizás sí es un chico antipático. La mayoría de sus comentarios son irónicos y, los que no, emanan desprecio. ¿Será tan desagradable como todos dicen?

—Oye, Amida —dijo en voz baja mientras salíamos de la escuela.
—¿Hm? —murmullé—. ¿Qué ocurre?
—No te tienes que disculpar por todo —arguyó, mirando el camino—. Si me molestara esperarte, no lo haría. La mayor parte de las cosas que hago es porque quiero hacerlas, y, si algún día algo de lo que hagas me molesta, te aseguro que te lo haré saber.

Sonreí tras sus palabras, y él ocultó la parte baja de su rostro con su brazo, mientras continuaba sin mirarme.
Él también había sonreído.

—Me alegra que ahora seamos amigos —dije, desordenando su cabello con mi mano.

Definitivamente, los demás no lo conocen.

 

Eida

—¿Te cansa que nos vayamos juntos todos los días?

Es una pregunta válida, pero confirma que no me conoce en lo absoluto. ¿Cómo podría estar cansado de pasar cinco días caminando junto a alguien cuya presencia me resulta grata, luego de haber pasado casi dos meses sin charlar con alguien de mi edad?

—¿Qué te dije el otro día, Amida?

Me resultaba difícil no poner atención en todo lo que él hacía. O, más bien, en cómo hacía lo que hacía. 

Mientras caminaba se tocaba las manos, pero lo hacía de manera tan sutil, tan suave, que otorgaba la idea de fragilidad. 
La gente solía parecerme grotesca; con movimientos intencionalmente torpes, risas fuertes y falsas, gritando al hablar para sobreponer su opinión a la del resto. Intentaba, por ese motivo, no fijarme en los demás, limitándome a lo necesario. Pero en Amida, nada me resultaba grotesco, ni siquiera un poco molesto. Ni siquiera su constante necesidad de pedir disculpas. Todo en él estaba envuelto por una sensación de pureza; incluso su rostro, de piel blanca e inmaculada, sus labios finos, sus ojos enmarcados por lentes de marco negro y redondeado. 

Amida se detuvo frente a una casa. Los días anteriores no habíamos llegado hasta acá; nuestros caminos se separaban antes. No me había dado cuenta de cuánto habíamos caminado, y Amida no me hizo comentario alguno.

—No me avisaste —dije, esperando que no me respondiera que también era responsabilidad mía, porque sí lo era.
—Te veías pensativo, y no quería interrumpir. 
Amida era, ciertamente, muy amigable. ¿Cómo era posible que lo primero que se le viniera a la mente no fuera un insulto o una pesadez?
—Está bien —contesté—. Pero debo irme.

Me despedí moviendo la mano, y volví sobre mis pasos.
Carajo. ¿Cómo no me di cuenta? Qué estúpido debí parecerle durante el camino. Además llegaré tarde a casa, y todo por distraerme pensando en... Qué idiota.

Sentí una mano agarrando la mía.

—¿Por qué te vas? —arguyó, soltando mi mano. Me detuve.

Amida me miraba extrañado. O perturbado. No supe con qué palabra encajar su expresión, pero ciertamente algo parecía inquietarle.

—No avisé que llegaría tarde —respondí—. No quiero preocupar a mamá.
—Pero... —dijo, desviando la mirada—. Puedes quedarte unas horas, y después te acompaño hasta tu casa. Solo si quieres, claro.
—No —solté, sin sopesar sus palabras—. Debo irme, Amida.

Mamá no era de la clase de persona que se preocuparía porque su hijo tarde en llegar. Seguramente hasta me felicitaría por haber pasado el tiempo con alguien de la escuela. Y más por llamarle amigo.
Pero ese no era el problema. ¿Por qué me tenía que poner en esta situación? Ni siquiera podía recordar la última vez que visité la casa de un amigo. ¿Habría sido en algún cumpleaños? No, probablemente habría sido en la época en que mis compañeros se peleaban para ver quién me invitaría ese día. Casi no podía asimilar que aquel Eida y el de ahora fueran la misma persona.

Hace mucho ya no se sentía como en aquel entonces. Pero aquellas no habían sido las últimas veces en visitar otro hogar. Intentó rememorar su vida de hace dos o tres años, pero no lo conseguía. Sólo recordaba momentos vagos, situaciones puntuales que carecían de interés alguno. Mas, súbitamente, una imagen apareció. Era ese cabello claro y suave, esa sonrisa tan temerosa de labios pálidos y gruesos que cada cierto tiempo volvían para hacerlo sentir miserable.

Sintió que todo su cuerpo dolía, y mantenerse de pie requería de un increíble esfuerzo. Eida no solía recurrir al llanto, y esta vez no fue la excepción.

Notó que la mirada de Amida hacia él había cambiado.

—De verdad me tengo que ir —musité, tragando saliva y mirando al costado.

Amida volvió a agarrar su brazo, esta vez con más delicadeza.

—Amida —espeté—. Por favor.

Me sentí inquieto, y algo sucio. Él lo notó. O al menos notó que algo que me ocurría. Podía sentirlo por la manera en la que me miraba.

—Lamento haber insistido, Eida. ¿Fue eso lo que te molestó?
—No —respondí—. Bueno, en parte, pero no es que me haya molestado, sino...
—¿Sino qué?
—Recordé a alguien —solté—. Alguien que me duele.

La mirada de Amida se tornó de un dulzor en niveles vomitivos. Me hizo sentir mejor.

—También hay alguien que me duele —dijo Amida, mientras me miraba fijamente—. ¿Tú puedes hablarle y mejorar las cosas? Yo sí puedo, es decir, tengo la posibilidad de hacerlo, pero no soy capaz.

Mi respiración se agitaba, y podía escuchar la constante repetición de mi corazón expandiéndose y contrayéndose.

—No, no puedo hablarle —respondí.
—Pero eso está bien —dijo él—. No que no le puedas hablar, sino... que haya personas que nos duelan, personas con quien ya no podemos solucionar los asuntos pendientes. Está bien permitirse sentir dolor cuando es necesario.

Amida sonrió y, aprovechándose de mi estado, me arrastró hacia su casa. Lo noté cuando estábamos en el umbral de su puerta, pero ya era tarde para oponerme.
Me ganó. Era una de las pocas veces en que disfrutaba ser vencido.

—¡Madre, ya llegué! —gritó Amida, dejando su mochila sobre un sofá.

Ni una sola voz respondió.

—Aún no ha llegado —dijo Amida, como para sí mismo—. Bueno, ¿quieres que pasemos a mi habitación?

En ese momento, unos pasos resonaron dentro de la casa. Sentí que el ruido se acercaba por un estrecho pasillo que se veía al fondo, mas en lugar de fijarme en aquel sitio, observé a Amida. Su pacífica expresión había cambiado a una más temerosa y ansiosa. Me pareció que tenía miedo, y también deseos de ocultar esos sentimientos.
Solo recién ahí me fijé. 
Era igual a Amida, solo que más triste, y más viejo. Aunque a pesar de la similitud, algo en él me hacía entender que eran completamente diferentes, en todo sentido. 
Cuando Amida me miraba, sentía calidez. Cuando este sujeto posó sus ojos en mí, también sentí miedo. 

—Ven —susurró Amida.

Me tomó del brazo, y me condujo a través de la escalera hacia su habitación. No pude fijarme en los detalles del camino que trazamos. La fría mirada de aquel sujeto seguía en mi mente.

Su habitación era grande. O tal vez, más que grande, era espaciosa. Lo que había visto de su casa parecía normal, en cambio, su habitación estaba obsesivamente limpia y ordenada.
Sus paredes eran blancas, y tenía pocas cosas. Un escritorio sobre el cual tan solo había una lámpara y un recipiente con lápices, a la izquierda; una cama perfectamente estirada, con un cobertor azul marino a la derecha; y, al fondo, una enorme ventana con plantas en el borde. Además, un armario incrustado en la pared opuesta a la ventana, y un montón de libros cuidadosamente colocados uno sobre otro a los pies de su cama.

No sabía qué se suponía que debía hacer, así que tomé todos sus libros y me senté en el suelo a revisarlos.
Fue una buena decisión.

—Amida —dije, sin mirarlo—. ¿Ya leíste este?
—¿Ser y tiempo?
—Sí —afirmé, sin poder ocultar muy bien mi emoción.
—Sí, lo leí apenas lo conseguí —respondió, tomándolo en sus manos, tocando la portada—. ¿Por qué me lo preguntas?
—Fue el primer libro de filosofía que leí, y pasé al menos dos años alucinando con él —dije—. No imaginé que te gustara Heidegger, ni tampoco que te gustara leer.
—Y acertaste —respondió—. No me gusta leer.

Asumo que lo miré con cierta perplejidad, pues se rió apenas me vio.

—A veces siento que necesito leer, y lo hago, y al acabarlo me hace sentir bien haber tomado esa decisión. Pero detesto leer.
—¿Y por qué?
—No me gusta estar a solas con mis pensamientos durante demasiado tiempo.

A veces tengo el presentimiento de que, en realidad, no es un idiota superficial. O al menos no tanto. No puedo ignorar su gusto y necesidad por regocijarse entre ese montón de personas que lo admiran y adoran como si fuese un ser superior.

—Amida... —musité, algo inseguro de tocar el tema—. ¿Quién era él?
—¿Quién? —me preguntó, aparentemente sorprendido.
—¿Quién más?
—Ah —solo en ese momento pareció entender—. Se llama Sorano. Somos hermanos.

Qué bonito nombre. 
Amida pareció no darle importancia al asunto.

—Pensé que no estaría en casa —continuó—. Anoche no llegó, y cuando eso ocurre suele desaparecer por algunos días. 
—¿Me habrías invitado de saber que estaría?

No sé por qué pregunté eso. Al momento de pronunciar aquellas palabras, supe que no debí. Pero, ¿por qué no debí?

—No —adujo, dejando el libro nuevamente sobre el suelo.

Sí, no debí.

 

Amida

Su olor quedó impregnado en mi habitación.
Esa noche, dormí tranquilo.
Y feliz.

 

Eida

—¿Nos vamos juntos?
—Hoy no puedo, mi madre vendrá en auto por mí.
—¿Mañana?
—Por supuesto —respondí, y Amida sonrió.

Lo vi alejarse mientras esperaba a mi madre sentado en una banca fuera de la escuela.

Desde que comenzamos a devolvernos juntos, ninguno le había preguntado al otro si al día siguiente sería igual. No sé si él asumía que sería así, pero yo estaba preparado para aceptar que, cualquier día, él ya no quisiera volver conmigo. Me había dado las mejores tardes del año hasta el momento, y me parecía suficiente. 

Aunque, para ser honesto, los miércoles continuaban siendo detestables.

—¿Ahora crees que eres amigo de Amida? Por favor, imbécil. Sólo le das pena.

Y en el vestidor, es aún peor. La última clase, luego de no responder a uno de sus insultos, me empujó hacia una de las duchas y el agua mojó mi pantalón. Luego, evidentemente, le dijo a todos que había tenido un "accidente" en el baño. 
Como si aquello pudiera molestarme. Nadie me tomaba en cuenta, y, cuando lo hacían, era sólo para comentar cosas de las que luego reían. Ya nada podía avergonzarme. 
Lo único que me causaba inquietud, era por qué Amida jamás me había hecho algún comentario al respecto, si el retrasado era su mejor amigo. Dudaba que no le hubiese dicho algo de mí, pero en tal caso, estaba seguro de que Amida me lo habría dicho. O al menos habría puesto el tema sobre la mesa.

De repente, sentí una mano sobre mi hombro. Me volteé.
Era Red.

—Te dejó solo tu noviecito, ¿eh?
El sol estaba justo tras él, y tuve que entrecerrar los ojos.
—¿Estás celoso?
—¿De una marica como tú? Sí, claro —dijo, sonriendo como el imbécil que era—. Sueña.
—Bueno —dije—. ¿Para eso viniste?

Red se acercó y me tomó de la barbilla, mirándome con desprecio.

—¿Ya le contaste? —preguntó, salpicándome saliva.

Todo mi cuerpo se heló.
Mierda.

—Dime, imbécil, ¿le contaste, o lo tengo que hacer yo?

Eida continuaba observando a Red con la expresión seria y vacía.

—Haz lo que quieras.
—¿En serio? —preguntó. Al parecer, no esperaba esa respuesta—. ¿Quieres que yo le diga quién eres, bastardo?
—¿Por qué me preguntas algo así? —inquirí—. Lo que sea que quieras decirle, dile.
—Déjate de imbecilidades —vociferó—. Tú no me importas, pero Amida sí. No sé si te creerá su amigo, pero en tal caso supongo que se sentirá mejor si tú le cuentas a que lo haga yo. Hasta un desviado como tú debe entender que Amida tiene que saber quién eres si quieres seguir con esa supuesta amistad.

Por primera vez el retrasado tenía razón, y me dolió que así fuera.

—Si no le cuentas mañana, seré yo quien lo haga. Aunque de todas formas ya no querrá seguir siendo tu amigo —Red comenzó a reír a carcajadas mientras continuaba sujetando fuertemente el mentón de Eida—. Das asco.

Soltó su mentón, empujándolo a la vez. Eida cayó de la banca, y Red se alejó riendo.

Mientras estaba recostado sobre el suelo luego de haber caído, miró el cielo. Se había dejado llevar por lo agradable que era tener un amigo de nuevo, y sintió un amargo pesar cuando entendió que ya no tendría más días de compañía. Volvería a estar solo, pero ahora sería distinto, pues el desprecio de Amida lo atormentaría constantemente.

Sonó una bocina.

—¡Hijo, vamos! —gritó su madre desde el auto—. ¿Qué haces ahí acostado?

 


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