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Entre clases y sábanas por Aludra

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Notas del capitulo:

(rehice este también)

Eida

Ahora, el imbécil me saluda.
Por supuesto que no le basta con ser el centro de atención entre todos los seres vivientes del planeta: no, por supuesto que no, me tiene que saludar también.

Clase de literatura. Solía ser la mejor clase, el profesor le resultaba medianamente agradable, ya que jamás les hacía hablar. Era una clase aburrida y expositiva, pero eso era perfecto para Eida. Detestaba las sorpresas que le sacaban de su zona de confort.
Pasaron los minutos, y el profesor no aparecía. Ruido tras la puerta.
Quien apareció fue la profesora Luz.
Eida se lamentó en un suspiro.

—Su profesor se encuentra enfermo —comentó, dejando los libros de clase sobre el mesón—, pero dejó el material e indicaciones para continuar con lo que estaban viendo.

Eida notó que Amida levantó la mirada apenas la voz de la profesora se instaló en el salón.
Junto a eso, notó que llevaba días fijándose en él.

—Bien, veamos. ¿Alguno ya terminó de leer... Un día es un día? —inquirió viendo el libro en sus manos, revisándolo, como si fuera a encontrar algo más que solo papel y tinta—. Vaya, qué atrevido es el profesor. Yo no les daría esta lectura. O, bueno... —miró de reojo al salón, mas no advertí si a alguien en específico—. No a todos.

Esta vez me fijé en su mirada. Era como lo sospechaba: a quien miraba de reojo era a Amida. Debía ser el maldito alumno estrella por quien las profesoras se sienten fascinadas, y los profesores orgullosos. Pero, no. No era fascinación lo que se advertía en su expresión.
Amida, por su parte, no la observaba, y seguía tan serio como siempre.

Ambos levantamos la mano.

—¡Eida! —cuando sonreía, todo su rostro parecía iluminarse. ¿Por qué, sin embargo, le causaba tanto desagrado?—.¡Qué bien! Ya lo sospechaba. ¿Qué aspecto del libro le pareció más relevante?

Más relevante. Como si la autora expusiera tantas ideas y sentimientos para que un cretino cualquiera se agarre de un detalle y a la basura el resto.

—Supongo que la relación entre la visión de las mujeres sobre sí mismas y las vivencias que han tenido —respondí. Mis mejillas no podían estar más calientes ni mis manos más temblorosas. Maldita sea—. También el modo en el que ambos aspectos aportan para la construcción del otro.

Mis orejas deben estar completamente rojas.

—Oh, vaya —espetó, sonriendo—. Qué bonita forma de expresarse tiene. A mí también me parece que es ese el aspecto más relevante del libro.

No asimilé sus palabras. Solo conseguí clavar los ojos a la mesa en tanto esperaba que todo acabara.

—Es tu turno, Amida —vociferó—. A ver, ilústranos.

A él lo tutea. Supongo que son los privilegios de tener una belleza hegemónica sumada a una verborrea de idiota intelectual. 

—Creo que no hay aspecto más o menos relevante, si me disculpa la corrección. Sí, es claro que el rol social de la mujer retratado desde una posición femenina entrega elementos claves de analizar, pero no considero que eso sea lo más relevante. Creo que ahí habría que detenerse en cada cuento en particular, y... —observó a Eida, que lo miraba fijamente, exactamente como el primer día de clases— No tengo nada más que agregar.

Cuando Amida se volvió a sentar, Eida desvió la mirada.
Era claramente un idiota vacío y superficial, mas no podía evitar sentir cierto gusto por su voz. Tal vez era la cadencia, o el tono; no lo sabía. Solo sabía que le parecía una voz suave y tranquila, y que era agradable poder oírla.

 

Amida

—¿Ahora sí podemos hablar?
—Sí.
—¡Al fin! Soy tu amigo, Amida, deberías ser más abierto conmigo. 
—Disculpa, Red. Es solo que... —¿es solo que, qué? ¿Otra excusa?—. No he tenido días muy buenos.

Si pudiera haber estallado en lágrimas y sollozos en ese mismo instante, lo habría hecho. Para eso necesitaba buena compañía, y pañuelos desechables. Como no tenía ninguno de los dos, se contuvo.

—Lo sé... No te ves bien —dijo en voz baja, acercándose a mi lado—. ¿Me quieres hablar al respecto? 
—Pues... tú sabes lo que ocurrió —respondí, mirando nuestros pies—. No sé si hay mucho más que contar. 
—Bueno, en realidad, aún no sé quién es la famosa chica con la que ocurrió. Además, no sé cómo estás ahora con el tema, y quisiera ayudarte en lo que pueda. 
—Gracias —dije—. Pero no hay mucho que puedas hacer. 
—¡Qué terco eres! —expresó, dándome una palmada en la espalda—. Los amigos estamos para eso, Amida, así que, cuando quieras, ¿eh?

Red se echó a reír. 
Cuando reía, por alguna razón se veía más alto y fornido de lo que era —y, de por sí, ya era increíblemente alto y bastante fornido. Al lado de Amida, parecían un padre futbolista junto a su hijo de primaria.
Red caminó hacia la puerta, y dejó a su amigo solo en el salón. Era la primera vez que se encontraba completamente solo desde que habían vuelto a clases.

Qué extraño, pensó, no está el chico nuevo. Creía que siempre estaba en el salón.
¿Y por qué pensaba en eso ahora? No era su problema lo que hacía o no el chico nuevo. Ya suficiente era tener que lidiar cada día con recuerdos por los que daría todo para eliminar, como para además estar preocupado por un chico que, aparentemente, lo detestaba. O detestaba todo. Jamás lo sabría.
No obstante, al cerrar los ojos últimamente solo se encontraba con aquellos ojos color miel. En su imaginación, no lo miraban con desprecio. Es más: le otorgaban una inexplicable y grata sensación de calma.

Debía hablarle.

Curiosamente, la determinación de su pensamiento fue tal que ni siquiera se percató del segundo en que su cuerpo se puso de pie. Quería buscarlo, e iniciar una conversación. La que fuera. No se perdonaría dejar pasar más tiempo. Tenía la sensación de que todo saldría bien.

Llegó al umbral de la puerta, y súbitamente apareció Eida, quien lo miró atemorizado y sorprendido, con los audífonos puestos. 
—Eida— Dijo Amida con voz serena y muy serio.
El chico nuevo se sacó los audífonos, y observó con seriedad al más alto.
—¿Me dijiste algo?
—Sí —afirmó—. Ven conmigo.

Lo tomó de la muñeca, y el chico se dejó conducir sin objeción alguna hasta que llegaron a un pequeño sitio bajo las escaleras del sector norte. Antaño, era sabido que a aquel lugar iban parejas para besarse,  pequeños a esconderse, grupos de amigos a fumar y a beber, pero cuando la inspectora se enteró de aquel secreto a voces, la escuela decidió colocar una reja para impedir el paso. 
Amida sacó de su bolsillo una llave, abrió el candado y miró a su compañero

—No preguntes ni comentes, ¿vale?
Eida asintió. Su mano seguía sujeta por la de Amida.
Ambos entraron al pequeño espacio.

—¿Eres demasiado popular para que te vean con alguien como yo? —preguntó cuando se hubieron acomodado de la mejor forma posible, dándose accidentales golpes en el intento.

¿Qué era exactamente alguien como él? ¿Y a qué venía lo de demasiado popular?

—Quería hablar contigo, sin distracciones, y este fue el mejor lugar que se me ocurrió.
—¿Tu séquito son distracciones?
—¿Mi séquito? —inquirí, mas de inmediato entendí a lo que se refería—. Ah. ¿Mis amigos?
—No te conozco, ni los conozco, así que no puedo afirmar que lo sean. ¿Lo son?
—Sí —respondí, con algo de recelo—. Lo son.
—Está bien —respondió secamente—. Entonces, ¿tus amigos son distracciones?

Automáticamente pensé, con vehemencia: sí, lo son.

—En este caso, sí —respondí—, ya que mi objetivo era hablar contigo. A solas.
—Está bien.

Eida permanecía en silencio mientras apretaba botones en su discman. Amida observaba sus manos gráciles y delgadas. Súbitamente sus pensamientos arrojaron la palabra "hermosura". Pensó en sus sinónimos: encanto, fascinación, alucinación. Se detuvo. Se avergonzó de sí mismo.
Le intrigaba su apariencia. Probablemente eran sus colores. Jamás había conocido a alguien de color tan dorado como la miel: sus ojos, su cabello, su piel. Seguramente, al sol reluciría como el ámbar. Volvió a detenerse. Volvió a avergonzarse. Y es que solo habría podido imaginar a alguien así en sus sueños, sin embargo, ahora lo tenía en frente.

—¿Qué escuchas? —pregunté, sin haberme detenido a pensar si era lo mejor que podía decir.
—Pink Floyd —respondió él, sin levantar la vista.
Time es realmente sublime, ¿no?
—¿Sublime? —inquirió, levantando una ceja.
—Oh, lo siento —espeté—. Me refiero a que es extremadamente...
—Sé lo que significa —interrumpió.
—Entonces...
—No es necesario, ¿sabes? —dijo, aún sin quitar la vista del aparato—. Tus palabras rebuscadas no me impresionan, ni me importan. Conmigo no te servirá llamar así la atención.

No supe qué decir. ¿Era así? Sí, le parecía que tenía razón, porque le había dolido. Casi le pareció una excusa pensar que en ese caso la palabra sí le parecía necesaria, así que no pensó más al respecto.
Eida seguía sin mirarlo. Cerró los ojos, apretó los puños, y tuvo ganas de llorar. En esta ocasión, a diferencia de cuando charló con Red, sintió que sí podía hacerlo. Que era válido explotar en llanto. Que Eida ni siquiera se inmutaría, y que eso era lo mejor que podía hacer.
En tanto sopesaba qué debía hacer, sintió que Eida le colocaba los audífonos, y comenzó a escuchar las campanadas de Time. Abrió los ojos, y vio al chico, tan inexpresivo como siempre, alargando su cuerpo para acomodar los audífonos en sus orejas. 
No apartó la vista de él.
Lo miró hasta que apareció la voz entre el instrumental, y solo en ese momento sus ojos derramaron algunas lágrimas. 
Como sospechó, aunque Eida lo observó, no hizo gesto ni movimiento alguno. Solamente subió el volumen.

Corrí. No podía aguantar, tenía que contarle a alguien.

—¡Red!— grité.
Estaba charlando con Gabrielle, pero apenas terminó de pronunciar su nombre, se dirigió inmediatamente a su encuentro.

—¿Qué ocurre? —preguntó, inquieto—.¿Estás bien?
—Sí, sí, sólo... —me di unos segundos para respirar. Definitivamente tenía un pésimo estado físico—. Necesito hablar contigo. ¿Puedes, o prefieres que sea después?
—Por supuesto que puedo —dijo él, sonriendo—. Te acabo de decir que cuando quisieras, ¿no?
—Sí, pero...
—¡Déjate de peros, hombre! —vociferó con una amplia sonrisa—. A ver, ya, cuéntame. Imagino que es algo bueno porque te ves feliz.
—¿Me veo feliz?
Red rió a carcajadas, y luego apoyó su palma sobre mi cabeza.
—Creo que al menos te conozco lo suficiente para saber cuando estás feliz, ¿no crees? —inquirió, y aún con su mano en mi cabeza, continuó:— ¡Suéltalo, hombre! Me pones nervioso.
—Hablé con el chico nuevo —solté de golpe, y junto a eso sentí una punzada en el estómago.
—¿Cuál? ¿El del grado de arriba? Es un idiota, ¿sabes? El otro día...
—No —interrumpí—, me refiero a Eida, el... el que se sienta adelante.
La eterna expresión alegre de Red se evaporó.
—Ah —dijo—. ¿Qué con él?
—Red —espeté—. ¿Por qué lo preguntas así?
—Por nada —dijo él, intentando sonreír nuevamente—. Dime, qué ocurre con él.
—Acabamos de hablar, y... —tragué saliva, sin saber bien cómo resumir nuestra extraña interacción—. No lo sé, Red. Fue fascinante. No me sentía así desde... 
—¿Desde?
—No lo recuerdo —mentí—. Es un chico tan genial, Red.
—De acuerdo —respondió—. ¿Solo era eso?'
—Pues... sí, solo era eso.
—Está bien —dijo, mirando de reojo hacia donde se encontraba esperándolo Gabrielle—. Nos hablamos más tarde.

Red se volteó y emprendió pasos largos y rápidos para volver, pero Amida tomó su brazo.

—¿Qué carajo te sucede? —inquirí, molesto—. ¿Por qué te pones así?
Red me miró como si tuviera garabatos pintados en el rostro.
—¿Te estás haciendo el idiota, o qué?
—¿Ah? —dije, sin soltar su brazo—. Eres tú el que está actuando como un idiota.
Luego de unos segundos de mirarme con total seriedad, relajó el brazo por el que lo tenía sujeto, y lo solté.
—¿De verdad no lo sabes? —preguntó—. ¿Cómo es posible que no lo sepas? Todo el mundo lo sabe.
—De qué hablas, carajo, solo dime.
—Lo de ese chico, Eida... —dijo dubitativo—. Lo que se rumorea acerca de por qué se cambió de escuela... —detuvo sus palabras, y volvió a sonreír. Una sonrisa plástica—. Olvídalo. Quizás son solo rumores. Lamento haberte preocupado, es probable que ni siquiera una décima parte sea cierta.

Red se echó a correr antes de que Amida pudiera reaccionar para impedir su huida.

¿A qué se habrá referido Red? 

 

Eida

Odio la clase deportiva. Implica ejercitarse, y luego tener que desvestirse en frente de otras personas: ambas totalmente detestables. No me resulta difícil realizar las tareas que el profesor indica, pero detesto que me vean haciéndolas. Y tener que interactuar. Y pedir el balón.
Sí, sin considerar las duchas, eso es definitivamente lo peor.
Las duchas están en modo-supervivencia. Podría soportar tener que desvestirme frente al resto, si no fuera por ese gorila imbécil.

—¿Qué miras, flacucho?
—Nada.
—¿Acaso te gusto? —preguntó, colocándose frente a mí—. Ya sé que eres un desviado. Me das asco.

Cuánto detesto a ese cretino. Sin embargo, discutir con alguien como él sólo me haría enojar y perder el tiempo; dudo que sea capaz de conversar como un ser humano con algo de cerebro.

Hoy, no obstante, la clase fue diferente. 

Amida por lo general no asiste a la clase. Solo viene cuando las actividades no son demasiado exigentes, lo que rara vez ocurre. ¿Tendrá asma? ¿Problemas al corazón? ¿O solo tendrá un médico conocido que considera la flojera una enfermedad? Aunque, para ser sincero, no me lo imagino lanzando un balón. Su frágil brazo se rompería en el intento.

Hoy, al entrar al gimnasio, su figura fue lo primero que vi. Shorts deportivos color negro, piernas blanquísimas y delgadas, y una camiseta enorme y gris. Estaba sentado junto a los demás. Mi primer instinto fue saludarlo, pero desistí cuando, al buscar su mirada, este pareció no notar mi presencia.
Lo entendí de inmediato: lo de ayer solamente había sido para ser agradable con el nuevo y raro chico al que nadie le quiere hablar.
Perfecto. Me sentí tan estúpido que quise devolverme a casa, pero sabía que no era opción.

Me senté atrás. 
Todos estaban pendientes de Amida, al parecer emocionados por tener la oportunidad de jugar con él. 
Tan imbéciles.

—Chicos —llamó la atención el profesor—, como ya todos lo notaron, hoy también está su compañero Kloet para participar en la clase. 

Un murmullo invadió el gimnasio, hasta que el profesor les hizo callar.

—¡Eso es porque hoy tendremos una actividad especial! —vociferó con tono entusiasta—. Nos reuniremos con el grupo de las chicas para que todos consigan una pareja, e iniciaremos los ensayos para el baile de graduación.

Genial. Sólo eso faltaba: ser ignorado además por las chicas de la clase. Aunque, quizás era algo bueno. Somos un número par de estudiantes, por lo que no debería quedar solo. Solo debía sentarme y esperar hasta que una chica no tuviera pareja, y ya no destacaría por estar solo.
Sí, solo esperar a que el profesor la mandar a ser mi pareja.

Entremedio de aquellos pensamientos, reparó en que en todo momento había estado pendiente de Amida. Y no solo eso. Como en un destello, había imaginado el escenario en que él se le acercaba y le decía que practicaran juntos. Que quería practicar con él.
Sí. Como si el chico-perfecto quisiera acercarse a un marginado como yo a plena luz del día.
Evidentemente, fue el primero en conseguir pareja. Y, más evidente fue con quién. 
Lara. La chica más bonita de la clase.
Ojos verdes y brillantes, trigueña, labios gruesos y definidos; en fin. Así debía ser.

La clase siguió su curso y, poco a poco, todos conseguían pareja.

—¿Alguien quedó solo?— preguntó el profesor, pero nadie levantó la mano.

Pasó un rato, y el profesor seguía mirando atentamente a los estudiantes para buscar al que no había conseguido una pareja, y en eso vio al chico alto y fortachón que le rogaba a varias niñas a la vez que fuesen con él.

—Eh, tú, Stevens, ven. Y tú también —dijo, mirando a Eida—, ven para acá. Los dos. 

No sé cómo no pensé antes que, con mi suerte, era obvio que él sería mi compañero.

—Como ambos quedaron sin pareja, serán juntos en los ensayos del baile. Nada de quejas. Ahora vayan a practicar. 

Debí faltar.

—Eh, flacucho, no te pases conmigo, porque no soy un marica como tú. 
—No te preocupes —respondí—. No eres mi tipo.
—¿Te estás burlando? —inquirió con voz golpeada y tono agresivo—. Tendrías suerte de estar con alguien como yo, ¿sabías? 
—Agradezco no tener suerte.

Una voz que venía de lejos, me salvó.

—¡Red!— El musculoso se volteó, y caminó hacia la persona que gritó.

Sigo sin entender por qué un chico como Amida es el mejor amigo de ese imbécil de Red. Pero.. ¿Por qué estaba pensando esto?¿Qué sé yo cómo es Amida?

Los miércoles serán los peores días.

 

Amida


Le preguntaré por qué se cambió de escuela.

Estábamos en la clase de historia, algunos leían en voz alta, Luz reía y hablaba con los demás. Luz siempre estaba riendo, y esa alegría impermeable que anegaba el salón contrastaba al desprecio absoluto que emanaba Eida. 
Eida, con su cuerpo tan menudo, con sus movimientos tan precisos y delicados, con su rostro liso, abandonado de cualquier expresión, de cualquier sentimiento que pudiera existir bajo esa dorada piel.

Sonó la campana.
Todos abandonaron la sala, excepto Eida. Amida tampoco salió, pues esperaba poder charlar nuevamente con él. Llevaba días esperando que se presentara otra oportunidad.
Mas, en el momento en que dejó su asiento para avanzar hacia su compañero, este, sin girarse, dijo secamente:

—Ya no.

Aquellas dos palabras calaron fría y dolorosamente por su cuerpo, y no pudo seguir avanzando. Quiso preguntar a qué se refería, o por qué debía hacerle caso, pero él sabía las respuestas, o al menos las intuía. Eida, en tanto, permaneció sentado y con los audífonos en su cabeza.

Le ardió el pecho, y tuvo que apretar su lengua contra el paladar para contener el llanto, mas solo duró hasta que el recuerdo de aquel mismo chico colocándole los audífonos que ahora tenía en su cabeza se apoderó de su mente. El enrojecido rostro de su compañero, el mismo que ahora lo estaba despreciando. Con la lengua contra su paladar, comenzó a sollozar. Intentó no hacer ruido, no deformar su rostro, pero era demasiado tarde.
Cuando Eida se volteó a ver lo que ocurría, Amida ocultó su rostro entre sus palmas.

—No me veas, por favor.
Una voz entre lárgimas, entre tristezas pasadas que habían permanecido guardadas.

Pero Eida continuó mirándolo. Amida no logró ver qué expresión tenía su compañero, pero en ese momento no le importaba. Sintió que ya no le importaba nada, que él tenía razón, que era un imbécil más.

—¿Te avergüenzo?

Amida no consiguió digerir en seguida esas palabras, pero su llanto cesó.

—No tienes por qué ser amable conmigo sólo para subir tu ego. No quiero que alguien me hable por motivos tan mezquinos; no quiero hablar con alguien que en realidad no quiere charlar conmigo —dijo él, sin cambiar la expresión seria de su rostro—. Así que no te gastes más, porque no es necesario que intentes acompañarme. Además, si sólo me quieres hablar cuando no hay nadie más que nos pueda observar, ni siquiera estás haciendo bien lo que intentas. Por eso, déjalo así; fue agradable hablar contigo el otro día, pero ya no me interesa hacerlo de nuevo. No me habl...
—Cállate —dijo Amida, ahora desparramando un océano de lágrimas y hablando entrecortadamente, invadido por respiraciones agitadas y sollozos—. Estás equivocado, no te hablé por ese motivo.
—Bueno, entonces llámale caridad, o altruismo, o como te haga sentir bien.
—No es así, no es así —seguía llorando, cubierto por sus afiladas manos—. Cuando hablamos bajo la escalera... Me sentí cómodo. Pero, carajo, no es solo eso. Me sentí vivo. Cuando colocaste tus audífonos en mi cabeza... Fue tan dulce. No lo esperaba. Me sentí seguro, y sin miedo.
—Es fácil decir cosas de ese tipo cuando tu ejército de idiotas no está tras de ti.
—Ellos no me importan —insistió Amida con voz temblorosa—. Solo quiero conocerte a ti, y pasar los días conversando contigo.

Eida lo miró con una expresión que jamás había visto antes en él, una expresión que reflejaba tanto miedo como incredulidad. Amida sólo pudo continuar llorando, esta vez más fuerte y más parecido a como lloran los niños pequeños.

—Eh... —dijo él, inmóvil, viéndome llorar—. Sí, ya, te creo. De verdad.

Amida no le prestó atención.

—Oye, eh... Amida —dijo Eida, con voz más suave—. Yo también quiero conocerte.

Continuó sumergido en su llanto y angustia, hasta que sintió los pasos de Eida aproximarse.

Vi su silueta acercarse entre los espacios de mis dedos. Avanzaba lentamente, y en tanto no podía cesar el llanto. Me dolía el pecho, y a cada sollozo el dolor incrementaba. ¿Cuánto tiempo llevaba sin llorar? Esta vez era cierto que no podía recordarlo. 
Se colocó frente a mí. Estaba a menos de un paso de distancia. De un segundo a otro, alzó sus brazos y me apretó entre ellos. No lo pensé. Hundí mi cabeza bajo su cuello, y al sentir aquel aroma que antes solo lo había percibido de lejos y ahora lo tenía incrustado en la nariz, me tranquilicé. Permanecimos así varios minutos, aunque lo sentí eterno. Suelen decir que los momentos agradables se sienten inexplicablemente cortos, pero en esta ocasión atesoraré aquel par de minutos con la suerte de poder recordarlo como toda una eternidad. 
Una eternidad en la que podría morir con una sonrisa en los labios: ahogándome con su olor a almendras y a sudor.

 


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