Capítulo I
Esgaroth
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La invitación del rey elfo estaba a punto de caer de los dedos lívidos de Bardo. El aroma que desprendía la misiva lo penetró profundamente, era como si Thranduil estuviera respirando justo detrás suyo, exhalando esencia de jazmines sobre su cuello. Bardo sintió que la sangre abandonaba sus ojos, por un momento lo vio todo negro y afortunadamente un diván de cuero lo recibió en su caída. Su bella hija mayor, que estaba en el mismo salón cuadrando las cuentas de los impuestos del trimestre pasado alcanzó a verlo y se levantó como una flecha para atender a su padre.
Pero, Bard no soltó la carta. A la distancia escuchó las voces de sus hijos, mandando a traer al doctor y demás, entonces liberó un par de palabras solicitándoles algo de privacidad. ¿Quién hubiera dicho que una simple carta proveniente del Bosque Negro pondría la lividez de la muerte en la faz del gobernante de la Ciudad del Lago?
Las líneas eran claras, se lo esperaba para la festividad de primavera en Mirkwood, a él junto a su familia. Pero eso no era lo que le inquietaba, de hecho, era una gran muestra de reconocimiento y aprecio, a más de un honor que se le condecía. Al juzgar por la tipografía, la carta habría sido redactada enteramente por alguno de los escribas del rey, pero, al final de esta había un cambio, no se necesitaba ser grafólogo para dar cuenta de la soltura y elegancia de la post data, que decía así:
“El reino del bosque negro espera con ansias su llegada, pues el respetable invitado posee algo que satisfará los deseos del rey.”
Bardo imaginó al rey elfo dibujando cada una de las letras con esa deliciosa sonrisa cargada de malicia que sólo había visto marcar ese rostro perfecto una sola vez. Y fueron precisamente los recuerdos de aquella vez los que acudieron, raudos a plagar su memoria provocando el ya relatado colapso.
En cuanto pudo incorporarse del diván, escribió una nota breve en la que convocaba al orfebre más talentoso del pueblo junto con sus herramientas, un joven y agraciado muchacho que había perdido a sus ancianos padres, también orfebres, en la destrucción de la ciudad perpetuada por Smaug varios meses atrás. Le dio el papel a su hijo y le encomendó que fuera ágil como un pájaro para entregar el mensaje.
Su deseo era obsequiar al rey Thranduil gemas blancas de luz pura de estrellas, de las cuales tenía poco más que un puñado, las había obtenido de la pasada incursión a la montaña y sin duda satisfarían a su futuro anfitrión. Tal presente era la respuesta que Bard había elegido forzosamente al quebradero de cabeza que llevaba, pues se devanaba vanamente en descifrar el significado oculto de las palabras. Y, por más vueltas que le daba, no podía evitar sentir que el Rey elfo deseaba algo más de él que unas frías y brillantes piedras.
Bullía en medio de una emoción muy similar a la que provoca la inminencia de una fuerte tormenta. No podía mantener las manos quietas, así que, como se le daba bien el dibujo, se le ocurrió que en pocos minutos terminaría los bocetos de un intrincado diseño que el orfebre se encargaría de pulir y fabricar. Bardo vislumbró una alhaja parecida a una serpiente, enroscándose lentamente en el elegante y pálido brazo del elfo. En cuanto el muchacho entró, le indicó brevemente qué era lo que quería: una rígida y delicada esclava de plata constituida por dos vueltas e incrustada de las mencionadas gemas en una estrecha red cuyos extremos coronarían dos grandes perlas. Lo dejó trabajando ahí mismo en compañía y supervisión de su hijo, para ir al centro a encargar a los mercaderes metros y metros de seda, algodón y lino, bordados de oro y plata que complementarían el presente adecuado para un rey.
La noticia de la invitación fue muy sonada y bien acogida por la ciudad entera, que no olvidaba el respaldo del reino de los elfos y esperaba tener una oportunidad similar para demostrar su gratitud.
El viaje fue minuciosamente planificado y, en el momento indicado, Bard se dispuso a partir con sus hijos y una pequeña escolta de guerreros experimentados. Pese a las previsiones, el viaje se dio sin más percances que un par de orcos en el camino que sortearon sin dificultad.
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