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Dulces besos por Eva Chartte

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Notas del capitulo:

Disculpen el flojo primer capítulo. Es que si no lo escribía hoy (y con hoy me refiero a ahora mismo) no lo escribiría jamás. Y además la idea lleva meses persiguiéndome. Es posible que a medida que la historia se desarrolle vaya cambiando algunas cosas, e incluso la edite.

Sólo eso. ¡Gracias de antemano! ¡Y disfruten!

Por cierto, los cambios pueden incluir la clasificación. Así que no me odien si son menores y lo cambio para mayores de 18. Es por el bien común.

Bueno, ahora sí. Disfruten el capítulo.

Gumball silbó su canción favorita de camino a su casillero.

 

Había hecho un viaje de diecinueve minutos exactos de su casa a la escuela, y no tenía ni una gota de sudor sobre su tersa y blanca piel. El ejercicio era la segunda actividad más importante para él. Por eso se negaba a ser llevado en coche al instituto y cargaba con su casco en ese mismo momento.

 

En el trayecto al casillero 89 recibió muchos saludos, como de costumbre. Gumball no era lo que se decía popular, como su amigo Grumoso o el grotesco Marshall, pero sí muy apreciado por todos los que lo conocían. Gozaba de una impecable reputación ganada con dieciocho años de bondad, franqueza e inteligencia.

 

—Buenos días, señor Prince —saludó la señora Helada. Le dedicó una sonrisa pícara y le guiñó el ojo sin detener la marcha. Gumball tragó saliva, nervioso. Esa mujer lo incomodaba. En realidad incomodaba a cualquier muchacho cuyos padres tuvieran una alta posición económica.

 

El muchacho hizo caso omiso al escalofrío que le recorrió la columna y llegó a su casillero, donde guardó el casco de un fuerte tono magenta y retiró varios libros para las primeras tres clases. Siguió silbando sin fijarse mucho en su alrededor. Gumball no tenía enemigos de los cuales cuidarse.

 

Gumball Prince tenía un rival.

 

—Buenos días, princesa —Se burló una voz conocida cuando cerró la puerta.

 

Marshall Lee estaba recostado contra el casillero de al lado, el que le pertenecía a Flama. Sonreía con la misma arrogancia de siempre, cruzando los brazos sobre el pecho y mirándolo como si buscara algún defecto del cual mofarse.

 

—Buenos días, Marshall —respondió Gumball con toda la educación que fue capaz de emplear —. Ahora disculpa, tengo que ir a clase.

 

—¡Hasta luego, su Alteza! —exclamó cuando el muchacho empezaba a alejarse.

 

Gumball se guardó sus comentarios. Era imposible mantener una conversación seria con ese tipo. Hacía tiempo que había aprendido que lo mejor era ignorar sus payasadas, pues de otro modo estaría alimentando sus ganas de recibir tanta atención como fuera posible. Claro que Gumball sabía que la culpa no era enteramente suya. Marshall no tuvo una buena infancia; aunque eso no justificaba su comportamiento actual. Reprimiendo un bufido, Gumball se encaminó al aula de Ciencias.

 

 

 

Fue una mañana inusualmente tranquila. Siempre que las fiestas navideñas se acercaban todo el mundo andaba un tanto exaltado, repitiendo a sus amigos los planes que hicieron con sus familias, los obsequios que esperaban recibir y cuánto les molestaban las tareas dejadas por los profesores.

 

—¡Son vacaciones! —Oyó quejarse a Grumoso en clase de Historia —¡Deberían dejarnos disfrutar, no hacernos trabajar! ¡Y lo peor es que mis odiosos padres están de acuerdo con ellos! Uno de estos días los abandonaré para poder vivir mi propia vida.

 

Durante la hora del almuerzo Gumball no fue a la cafetería. Alguien había desordenado la oficina del profesor Manso y él se ofreció a ayudarlo a limpiar. Luego las clases continuaron con total calma y sin ningún otro encuentro con Marshall Lee.

 

Hasta Gimnasia.

 

El profesor Monochromicorn llevaba semanas haciéndolos jugar baloncesto. Gumball y Marshall se encontraban en distintos equipos, lo que generaba continuos ataques del segundo más las burlas habituales. Concentrado en el juego, Gumball apenas notó su presencia.

 

Fue en las duchas que las cosas se salieron de control.

 

Aunque la relación de Gumball con el resto de sus compañeros no era mala, sí le avergonzaba que lo vieran desnudo. Aprovechando que era la última clase de la jornada y nadie lo reprendería si se tardaba en regresar a casa, esperó pacientemente a que las duchas se desocuparan. Grumoso fue el primero en irse, junto con Tortuga. Le siguieron Flama y poco a pocos los vestuarios se fueron vaciando.

 

Conforme con la situación, Gumball se desvistió y se fue a duchar tarareando una canción. Esa era otra de las razones por las que no se sentía cómodo en las regaderas de la escuela. Sí o sí tenía que cantar o tararear estando bajo el agua; ni siquiera lo hacía intencionalmente. Sólo sucedía.

 

En cuanto terminó se apresuró a envolverse en una toalla y correr a su casillero. No tanto por ser descubierto como por el frío que le ponía la piel de gallina. Se deshizo de la toalla para ponerse unos calzoncillos limpios cuando escuchó una voz familiar a sus espaldas.

 

—Vaya, vaya —Marshall Lee soltó una carcajada que hizo eco en las paredes e hizo que Gumball apretara la mandíbula —¿Qué tenemos aquí?

 

Las mejillas del muchacho enrojecieron pero no se volteó a verlo ni una sola vez. En silencio, se puso los calzoncillos y desdobló los pantalones.

 

—Oh, vamos —siguió el otro acercándose cada vez más —. No me digas que sientes vergüenza.

 

—¿No deberías irte, Marshall? —Gumball ya no lo soportaba. Ese sujeto podía sacarlo de quicio, cosa que no conseguía nadie más.

 

—Claro —No escuchó que se moviera. Entonces empezó a silbar. Silbaba la misma canción que Gumball en la ducha.

 

Él cerró los puños y se dio media vuelta fulminándolo con la mirada. No duró mucho, pues la sorpresa lo invadió. Marshall no estaba vestido. No del todo. Traía puestos unos boxers del mismo tono negro que su cabello. Gumball se sintió incapaz de controlar su mirada. Ésta se esforzaba por subir a los ojos del otro e irremediablemente se detenía en un punto entre los marcados pectorales y la ropa interior.

 

—¿Por qué…? ¿Cómo…? —Tampoco podía formular ni dos palabras.

 

“Contrólate, Prince”, se ordenó apretando cada vez más los puños.

 

—¿Te gusta lo que ves? —Marshall esbozó una sonrisa torcida, enseñando un poco los dientes. Gumball usó toda la fuerza que tenía r10;que era poca en realidadr10; para dar media vuelta y tomar su camiseta.

 

—Lo único que veo es a un niño desatendido con necesidad de aprobación —dijo, y se arrepintió antes de terminar.

 

Porque en cuanto dijo esas palabras fue obligado a girar de nuevo por unas manos frías como el hielo. Marshall lo sujetó por los antebrazos y lo retuvo contra los casilleros cerrados. Su estómago se encogió del pánico cuando los negrísimos ojos del muchacho se encontraron con los suyos. Estaba furioso; Gumball temió que fuera a matarlo ahí mismo.

 

Pero no fue eso lo que hizo.

 

Lentamente la expresión de homicida de Marshall se fue transformando. Pasó de enojado a pensativo, y de ahí a terroríficamente tranquilo.

 

Entonces lo besó.

 

No fue un roce. Fue algo más… atrevido. Incluso romántico, pensó Gumball.

 

Marshall apoyó suavemente las manos en las mejillas del chico y ladeó la cabeza haciéndolo, de alguna forma, más cómodo para ambos en el sentido físico. Sorprendido, Gumball apenas intentó respirar mientras Marshall tomaba el control de su boca también.

 

No sabía cuánto tiempo pasó hasta que se separaron.

 

Luego Marshall se fue.


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