Del diario de Don Diego Ferrer de Zaragoza:
03 de noviembre de 1815
Guadalajara, Nueva España.
A Emiliano Alegre Terán no lo quería nadie, pero lo amaba yo.
Era mestizo, hijo de un criollo acaudalado y una india con ojos grandes y oscuros, como de venado. Lo conocí en la catedral: su mano se metió en la canastilla de las limosnas al mismo tiempo que la mía y cuando lo miré a la cara, me sonrió, y yo me perdí en esa sonrisa desde ese día y para siempre.
“Lo que pasa es que Dios te vendió por dos reales de plata”, me decía y se reía mientras vaciaba su vaso lleno de mezcal. Yo lo consideraba un insolente, él me creía un remilgado. Ambos teníamos razón.
Emiliano heredó la tierra de su padre. También heredó a sus indios y su tienda de raya, donde los trabajadores del campo pedían fiados productos del patrón que se les descontaba directamente de un sueldo. Así se convertía aquello en un negocio redondo: sembrar para el patrón, cosechar para el patrón, recibir un sueldo y pagar la deuda acumulada en la tienda de raya, también del patrón. Al final, él se quedaba con todo y ellos con nada.
A Emiliano no le gustaba la tienda, la consideraba un abuso, así que una noche la quemó. Llegó en su caballo retinto, iba borracho y traía mal puesto el cinturón de cuero que siempre usaba; parecía un diablo mientras vertía el alquitrán sobre la madera y la paja, luego se calmó, se prendió un cigarro y lo aventó para empezar la lumbrera.
A pesar de su riqueza, los españoles no lo querían porque era moreno y los indios no lo querían porque tenía los ojos verdes. “Ni de Dios ni del Diablo”, decía él, “Por eso cuando me muera yo me quiero ir pal Omeyocán”
Yo nunca había escuchado aquella palabra tan extraña, perteneciente sin duda a un dialecto indígena, y entonces él me contó que aquel era el paraíso del sol, ahí reinaba Huitzilopochtli el dios de la guerra de los aztecas. A este lugar llegaban sólo los muertos en combate, los cautivos que se sacrificaban y las mujeres que morían en parto. Era un lugar de gozo permanente donde se festejaba al sol y se le acompañaba con música, cantos y bailes. Los muertos que iban al Omeyocán, volvían al mundo después de cuatro años, convertidos en aves de hermosas plumas multicolores.
“¿Y para qué quieres ser un ave?”.
“Ah, pues porque canto muy bonito”.
Entonces me reía, agarraba la guitarra y tocaba para él, pero él cantaba, porque en eso, era mejor que yo.
En septiembre de 1810, un cura del pueblo de Dolores, en Guanajuato, tocó las campanas de su parroquia y alzó la voz en gritos para convocar una rebelión contra la corona, que llevaba ya trescientos años dominando la Nueva España. Cuando Emiliano escuchó la historia, vi avivarse algo profundo en su mirada. Se enteró de boca de un hombre que había estado en el poblado aquella madrugada. Mi hacendado lo escuchaba con avidez, exigía detalles: “¿Cuáles fueron las palabras exactas del cura?”, “¿Cuantos hombres acudieron al llamado?”, “¿Tenían armas?”, “¿Había mestizos entre ellos?”: Su obsesiva fascinación me llenó de un temor creciente.
Unos meses después, el miedo que se había sembrado en mí aquella noche, floreció de la manera más terrible.
Nunca olvidaré el cielo de aquel día, despejado, sin una sola nube. El sol resplandecía fuerte y obligaba al ganado a meter las patas en el río que corría por las tierras de Emiliano. Compartíamos una hamaca grande, bien tejida y resistente, sobre nuestras cabezas se alzaban las hojas verdes de dos árboles cuyas ramas se enredaban en una agradable comunión provocando una sombra fresca sobre nosotros. Entonces, él habló.
“Voy a unirme a los insurgentes”.
La sangre se me congeló en las venas, abrí los ojos y lo miré sin conocer mi propia expresión, debí tener una cara de completo idiota porque él se rio de mí aunque yo me sentía estupefacto.
“No es divertido, Emiliano”.
“No, claro que no lo es, la revolución es cosa seria. Hace cuatro meses se trataba de un cura y unos cuantos hombres de campo cuyas armas eran sus herramientas para labrar. Ahora, hay dos hombres aquí, en el mero Guadalajara, Allende y Aldama están reclutando a quien quiera defender la nación y liberarla de los gachupines”
Cuando lo escuché usar aquella palabra fruncí el ceño y sentí deseos de escupir al piso. Era un término despectivo y grosero para referirse a los españoles.
“Yo soy español”, acoté con voz fría.
“Y por eso no entiendes Dieguito, porque esta no es tu tierra”
Me agarró de la nuca con su mano derecha, me acarició la mejilla y me apretó los labios con su pulgar. Me ablandé ante su toque.
“No te vayas con ellos, Emiliano…”.
Y me silenció con su boca, porque era un hombre firme con temperamento regio y voluntad de acero. Ya había decidido unírseles y nada iba a lograr que cambiara su parecer. Por eso le regalé mi espada de montar, una pieza magnifica forjada en Toledo, herencia de mi abuelo: hoja recta, puño de madera forrado con piel de lija, torzal de latón con el escudo de España en la bigotera. No me molestaba que él fuera a usarla para matar españoles, siempre y cuando nadie lo matara a él.
Pero le mataron.
La mañana del 17 de Enero de 1811, Emiliano Alegre Terán, cabalgó con el ejército insurgente conformado por cien mil hombres, se unió a la caballería bajo el mando de Juan Almada y luchó de forma brava en la batalla de puente de Calderón.
El suceso fue terrible, A pesar de que el ejército realista contaba con solo seis mil soldados, las fuerzas revolucionarias eran en su mayoría hombres sin ninguna instrucción militar. Los insurgentes se confundieron y desesperaron por la explosión de una granada española en sus municiones, la anhelada victoria se desvaneció. Aquella detonación destruyó gran parte de su artillería, lo que en primera instancia redujo las pocas municiones insurgentes, causó pánico entre los soldados y creó un incendio que les impidió toda buena visibilidad sobre el enemigo, provocando una ola de terror que terminó en múltiples fugas. Los lealistas españoles sacaron provecho de eso, y se dedicaron a perseguir al enemigo que huía abandonando hombres y pertrechos. [1]
La batalla terminó a las seis horas de haber comenzado: el desastre fue total y el inmenso ejército insurgente fue destrozado. La principal consecuencia fue la deserción: miles de hombres abandonaron el campo de batalla y fue imposible volver a reunirlos.
Pero Emiliano no huyó, murió en el campo de batalla, empuñando la espada que le di.
No hubo plañideras en su velorio, ni familiares dolientes. El ejército realista me permitió reclamar el cuerpo gracias a algunas amistades importantes que hablaron en mi favor. Él único que lloró por él, fui yo.
Después de la muerte de Emiliano, me sumergí en una apatía absoluta, me dedique con fervor a la bebida y perdí a la mayoría de mis amistades. Había heredado la hacienda de Alegre Terán y la sociedad de Guadalajara parecía más conforme conmigo que con mi difunto mestizo, aunque él siempre había sido un hombre cabal y en cambio yo no era, en ningún modo, un hombre de provecho.
Su recuerdo me asediaba. Lo soñaba de forma constante y me parecía escucharlo llamándome desde alguna otra habitación, lo vislumbraba fumando en el balcón o lo sentía subir a la cama, hundiendo el colchón a mi lado. Su ausencia me estaba enloqueciendo.
Hasta que llegó ella.
A Yoali la trajo la luna de octubre y me la dejó en la puerta de la casa exigiendo entrevista urgente con Don Emiliano. Era una india bajita, de caderas anchas, vestía ropas hechas con tela de manta y un rebozo bordado de flores le tapaba la cabeza y los hombros.
“Don Emiliano está muerto” Le dije apenas verla.
“Lo sé, pero ya viene de vuelta y hay que recibirlo como se debe”
Su respuesta me produjo un desagradable desconcierto. Sin educación alguna le agarré el rebozo y se lo arranqué, la luna le iluminó la cara, era una mujer mayor, más no anciana, tenía en la boca una sonrisa que yo conocía y los ojos grandes y oscuros como de venado. La hice pasar, aquella mujer era la madre de mi Emiliano.
Yoali se movía lento, nunca había aprendido a usar zapatos, le gustaba andar descalza sobre la tierra, siempre llevaba los hombros tapados con el rebozo porque Don Rafael, el difundo padre de Emiliano, la había azotado con cuatro correas de cuero para arrebatarle al niño. De las cuatro correas dos se arruinaron sin que ella soltara a Emiliano. Pero no era más que una mujer, la india que se la había antojado para una sola noche a un hacendado.
“El me corrió de sus tierras, me aventó dos reales de plata y me dijo que si volvía por aquí me iba a matar”.
“Yo conocí a Emiliano cuando él estaba dejando dos reales de plata en la limosna”.
Nos sonreímos y después… lloramos, lloramos por él, porque se había ido demasiado rápido, porque había dejado un millón de besos sin dar, unos brazos vacíos y una madre sin niño, por segunda vez.
Yoali me contó que nunca se había ido demasiado lejos; miró a Emiliano crecer y supo también de la muerte de Don Rafael pero ya no quiso acercarse a su hijo porque él era un hombre rico e importante y ella en cambio solo provocaría las burlas de la gente. Yo no quise decirle que de cualquier modo la gente siempre se había burlado, porque era mestizo, porque era bueno y porque había creído en la igualdad entre los hombres.
Aquella mujer, me despertó muy temprano la mañana del día primero de noviembre de 1811, apenas diez meses desde la muerte de Emiliano y diez días desde que ella había llegado a quedarse en la hacienda conmigo. Durante esos diez días, me había hablado sin parar de los “Tlamanali” una palabra que se traduce como ofrenda. La ofrenda del día de muertos, la ofrenda para Emiliano que iba a volver para visitarnos el día segundo de noviembre.
“Los muertos no regresan, Yoali, sus almas van al purgatorio, al cielo o al infierno. Si usted quiere podemos ir a la iglesia a dejarle unas veladoras”.
La mirada que ella me dedicó estaba llena de piedad: para Yoali yo era un ignorante, un extranjero que no conocía ninguna verdad.
“Mi hijo está en el Omeyocán y su alma va venir a visitarnos, ¿cómo es posible que lo vayas a recibir con la casa sola? Sin comida, sin un traguito de mezcal”.
Me convenció, porque Emiliano me había dicho lo mismo una vez, él creía en aquel paraíso del sol, y había muerto en batalla, así que sin duda su dios de la guerra se lo había llevado a descansar en aquel lugar.
Salimos al mercado para comprar las cosas necesarias para agasajar a Emiliano.
“Primero vamos a comprar los olores”, dijo ella. “Laurel, tomillo, mejorana, romero y manzanilla, todas estas hojitas las vamos a quemar para levantar los olores al viento y que Emiliano pueda encontrarnos, además, el romero y la mejorana limpian el espíritu así que será bueno para ti también Dieguito”
La plaza central estaba llena de vida; la sociedad española, los peninsulares y los criollos iban todos a la iglesia por la fiesta de todos los santos, pero yo me sentía mejor al lado de Yoali, entre las personas más humildes que, igual que nosotros, iban de aquí para allá comprando todo para las ofrendas de sus parientes muertos.
Compramos cempasúchil, una flor tradicional de colores amarillos y anaranjados, grande y redonda. Dicen que su nombre significa flor de veinte pétalos. El vendedor ató dos grandes manojos, les cortó la mitad del tallo y se las dio a Yoali para que las cargara, pero me adelanté y las tomé. Eran pesadas.
“El cempasúchil es muy importante, sus pétalos son de este color porque guardan el calor del sol, por eso vamos a deshojar las flores y armar un camino desde la entrada de la casa hasta el altar, su luz y su calor guiarán a Emiliano”
La pregunté si podíamos poner un camino de cempasúchil también a mi cuarto, ella se rio muy fuerte y me dijo que no.
Compramos veladoras, incienso y resina de copal, necesarias para purificar la habitación donde lo íbamos a recibir, además el copal y el incienso también nos limpiarían a nosotros de la tristeza para recibirlo con los corazones alegres… yo desee con todo mi alma que fuera así.
El papel picado es una delicia visual, se trata de pliegos de un papel muy delgado donde los artesanos mexicanos plasman diferentes escenas del viaje que supone la muerte, hay de muchos colores y sus alusiones son tan variadas como vasta es la imaginación humana.
“Elige una tú Dieguito”
Elegí una de color amarillo, en ella se representaba un esqueleto vestido de jinete, iba montando un caballo con dirección al sol.
Compramos docenas de diferentes imágenes y de ahí pasamos a la dulcería.
“¿Sabes por qué hacemos calaveras de azúcar Diego?”.
“No”.
“Porque la muerte también puede ser dulce”.
Un panadero nos vendió pan redondo de maíz con la corteza llena de semillas de sésamo, aquí llaman a las semillas ajonjolí, dicen que el ajonjolí simboliza las lágrimas de las almas que no pueden descansar en paz.
Cuando volvimos a casa cargados de cosas, yo me sentía el corazón más ligero.
Pasamos la tarde preparando el tlamanali, la ofrenda.
Arreglamos dos mesas y pusimos ahí antes que nada, un retrato de Emiliano. Que guapo se veía, recordé la última noche que pasamos juntos, y se me agitó el corazón de alegría. De que forma me veía, con cuanto amor me abrazaba. Quería creer en aquella tradición, quería creer que él volvería, aunque solo fuera un día al año.
Yoali le sirvió un plató de menudo (su comida favorita), unos tamales, unas tortillas y pan de ajonjolí. Yo le serví su mezcal y le prendí su cigarro. Un vaso de agua para calmar la sed del camino, sal para evitar la corrupción de su cuerpo, veladoras para darle esperanza a él y a nosotros, además de las veladoras, Yoali prendió unas rajas de ocote, el ocote es aquello que queda después de quitarle los granos al maíz, tiene un aroma dulce al arder y cada raja que Yoali prendió, se quemaba despacio con una llama pequeña que hacía remembranza a la serenidad.
Pusimos las calaveras de azúcar, y deshojamos los cempasúchiles sobre la ofrenda, también armamos el camino desde la entrada de la casa para guiarlo hasta la sala donde dejaríamos la puerta y las ventanas abiertas para él.
Yoali me permitió poner una cruz y mi rosario. A media tarde, cuando estábamos terminando, subí al cuarto de Emiliano y bajé de ahí su juego de cartas y su libro favorito. Lo abrí para él, justo donde se había quedado la última vez que lo había leído.
Al final, juntos, pusimos dos reales de plata.
El altar era una cosa maravillosa, llena de colores. Era una fiesta de bienvenida, una prueba de amor, la representación de que no lo habíamos olvidado y de que él seguía viviendo en nuestro corazón.
La medía noche del primero de noviembre, dejando pasó a las primeras horas del segundo día de aquel mes, un ventarrón azotó la casa y abrió de par en par todas las ventanas. Me desperté sobre saltado porque el viento había vencido los seguros de las ventanas y azotaba las puertitas de madera contra la pared. La cortina de mi habitación ondeó en la oscuridad y me pareció ver la silueta de un hombre que se deslizaba dentro de la casa. Salí de la cama de un salto, escuché pasos bajando las escaleras y me precipité en una carrera hacía allá, luego, algo se movió en la cocina y cuando yo entré, un jarrón de barro estaba hecho añicos en el suelo. Desde la sala se alzó un grito de mujer y yo corrí en aquella dirección.
Yoali estaba de hinojos frente al altar, lloraba y sonreía mientras abrazaba con fuerza el retrato de Emiliano.
“Ya llegó, Dieguito. Mi niño ya llegó”.
Y no era necesario que ella lo repitiera porque yo también podía sentirlo. Emiliano estaba ahí.
Aquel día fue uno de los más felices de toda mi vida.Ppasamos todo el día en la sala, comimos con Emiliano, nos contamos un montón de recuerdos y aquella vez, no lloramos. Cuando se consumía un cigarro yo corría a prender otro y dos o tres veces, Yoali tiró el mezcal y lo cambió por uno nuevo. Yo leí para él su libro favorito y ya por la noche acerqué mi guitarra y cantamos.
Hace cuatro años de eso. Cuatro años de ofrendas, cuatro años que no quise tocar este diario hasta el día de hoy.
Ayer fue dos de noviembre otra vez, dos de noviembre de 1815.
Yoali y yo fuimos al panteón, limpiamos la tumba, la arreglamos con flores y pusimos la ofrenda sobre ella. No éramos los únicos ahí, muchas familias iban a visitar a sus difuntos.
Cerca del mediodía, Yoali fue a buscar agua para nosotros, yo me quedé a solas con Emiliano y me embargo un amor añorante.
“Ya pasaron cuatro años”, le dije, “¿No ibas a volver como un ave?”
Me respondió el silencio insoldable de lo ausente, de lo muerto. Y sentí que me ahogaba, así que tomé mi vieja guitarra y toqué…
Y allá, en lo alto de un árbol de copal, un pajarillo se puso a cantar.