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Romanesque por Aomame

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Romansque


El castillo negro

Yasu abrió la puerta corrediza sin anunciarse, ni preocuparse por el ruido que ésta hizo al recorrer la guía en la que estaba asentada. Miró desde el umbral el interior de la habitación, apoyando parte de su peso en la escoba que llevaba consigo. Suspiró con fastidio y así mismo, torció la boca. No había un gran desastre, poco realmente, algunas botellas de sake vacías eran, probablemente, lo más desastroso. En medio de los tatamis, envuelto por la colcha hasta la coronilla, debía estar Hideto, a quien, la estrepitosa entrada del otro ni siquiera había provocado un respingo.

Tomando la decisión, Yasu, finalmente, entró y volvió a cerrar la puerta con estrépito, aguardó un instante para observar a su compañero por si éste había despertado, pero nada. Maldijo entre dientes. Levantó las botellas de sake del suelo y las colocó dentro del balde que para tal tarea había llevado, intentó hacer todo el ruido posible, pero al darse cuenta de que el bulto que yacía sobre el futón ni siquiera se movía, se acercó a él.

—Hey—lo llamó y sacudió del hombro—, levántate ya. ¡Hideto!

El muchacho, al fin, hizo un mohín y abrió los ojos. Se sentía extraño, como anestesiado. Se talló los ojos y giró sobre su espalda para encontrarse con su amigo, quien, con el ceño fruncido, le sacudió de nuevo.

—Tengo que limpiar—explicó Yasu—. Muévete, maldición.

—Yasu chan—murmuró Hideto al incorporarse y sentarse en el futón, al mismo tiempo sintió una punzada recorrerle la adolorida cadera—, me duele.

Yasu exhaló una risa socarrona.

—Te lo dije—sonrió de medio lado y tiró de él para ponerlo de pie—. ¡Qué te levantes, te digo!

—Espera, Yasu chan, despacio...

—No tengo tiempo.

Hideto logró incorporarse, se llevó una mano a la cadera. Tenía atado de manera descuidada su kimono, así que tuvo que arreglarlo antes de dar un paso fuera del futón. Yasu lo observó con las manos en la cadera impaciente.

—Lo siento, Yasu chan, te ayudo.

—No. La señora Arikawa quiere verte... será mejor que te asees un poco.

Sin decir más, se dio la vuelta para tomar la escoba y ponerse a trabajar. Hideto miró a su alrededor antes de marcharse, ya sabía que Atsushi no estaba ahí, que no estaría ahí; y se preguntó que vendría ahora.

Apenas salió de la habitación Yasu aventó la escoba contra los tatamis. No le hacía gracia tener que limpiar, él no limpiaba, el daba otros servicios, era Hideto quien limpiaba; y ahora Hideto había pasado de ser un simple sirviente, a ser la compañía más cotizada. No podía negar que aquello le daba celos. Pero tal vez, no los tendría, si el dana de su amigo no hubiera sido el cuervo negro. Él lo había deseado tantas veces, se había imaginado, también, muchas veces, sometido de rodillas, taladrado por aquel hombre de imponente figura. Lo había deseado, y encontrar rastros secos blanquecinos sobre los tatamis, sólo alimentaba su imaginación. Se preguntó de quién serían esas huellas lujuriosas, de Hideto o de Sakurai. Se pregunto si habrían yacido sobre el futón que ahora tendría que levantar y sacudir al sol, podría, quizá, extraer de él un tenue aroma del cuervo negro, algo de su calor, del roce de sus dedos... se imaginó esos dedos apartando el pelo de su nuca, mientras le aplastaba contra el colchón, y un escalofrío le recorrió al imaginar el roce de esos dientes... ¿Habría, Sakurai, mordido a Hideto? No se había fijado, y dejó escapar otra maldición.

Hideto, ajeno a los sentimientos mezquinos que comenzaban a gestarse en su amigo, atravesó las diferentes salas de la casa de té, hasta la habitación de Tommy. Afortunadamente para él, no se topó con nadie, tal vez, se dijo, era muy temprano aún, había perdido la noción del tiempo y la luz del sol en esa ocasión no le hablaba. Encontró a la señora Arikawa frente a la puerta de la habitación de Tommy, parecía esperarlo. Hideto sólo atinó a cerrar el cuello de su kimono con las manos.

—¿Cómo te sientes? —le interrogó,

Hideto dijo que bien, aunque cansado.

—Lo imagino—la señora Arikawa, entonces, dio un paso hacia él y le atrajo en un medio abrazo, haciéndole apoyar la frente en uno de sus hombros. La acción lo desconcertó, pero pronto entendió porque lo había hecho. Sintió que le apartaba el pelo de la nuca y que las yemas de sus dedos recorrían las marcas que había en su cuello. La mujer suspiró—. Bien, no puedo hacer nada.

—¿Qué quiere decir, Señora Arikawa? —preguntó Hideto.

—Las cosas han cambiado. No puedo evitar que él te lleve, ni tú tampoco. Sakurai sama a dejado instrucciones. Te irás con él está misma tarde.

—¿Qué? Pero yo...

—No tienes que estar asustado, ¿acaso no ha sido amable contigo?

Hideto asintió.

—Pues bien, no tienes de que preocuparte. Él a prometido dejarte venir de visita y que podremos, también, visitarte. Ahora, ve a dormir un poco más. Más tarde, harás las maletas.

Sin más, la mujer, se marchó. Hideto tras suspirar, entró y obedeció sus órdenes.

***

Era poco antes del anochecer y Hideto había terminado de reunir sus posesiones en un único baúl, puesto que no tenía muchas cosas, excepto un par de yukatas y kimonos sencillos de algodón, entre los que estaba uno que Daigo le había regalado como obsequio de despedida y "por si lo necesitaba".

—Está usado—se disculpó su amigo—, pero es de los mejores que tengo.

Hideto lo abrazó, como abrazó a Mika y a Tommy, quienes le habían estado ayudando a empacar. Había una mezcla de alegría y tristeza bastante curiosa en ellos. Les dolía dejarle partir, pero, al mismo tiempo, pensaban que ahora tendría una vida mejor, incluso que la de ellos. Sólo Yasu se quedó al margen, alegando que tenía trabajo que hacer, trabajo que ahora Hideto no haría, no se despidió de él personalmente, tan sólo había murmurado un obligado "buen viaje" impreciso y lejano. Pero observaba a éste y a sus amigos charlar mientras esperaban que llegaran por él.

Hideto les había contado escuetamente sobre su mizuage, le daba pena a pesar de que los otros se mostraron bastante descarados, llenando con morbosas palabras los espacios que las suyas habían dejado; y cuando Mika le peinó con el cabello en alto, para que como ella dijo, mostrara la marca, Yasu sintió un acceso nuevo de envidia. Ahí estaba la marca que no pudo ver antes, la perfecta mordida en forma de dos medios círculos. Pequeñas heridas que no sanarían y que representaban un lazo prácticamente irrompible, a menos que Sakurai así lo quisiera.

Mientras pensaba en ello, la señora Arikawa hizo acto de presencia y anunció que el carruaje había llegado. Hideto se despidió de nuevo, hablando con sus amigos había logrado hacer a un lado los nervios, pero ahora, éstos volvían y lo hacían temblar.

Sakurai no iba en el carruaje y eso, por un lado, lo tranquilizó.

—Vamos, sube ya—lo instó la señora Arikawa.

Hideto asintió y escuchó las voces de sus amigos, excepto uno, desearle suerte.

—Señora Arikawa—dijo mientras el cochero subía su baúl al carruaje—, por todo lo que ha hecho por mí, muchas gracias.

Sus palabras fueron enfatizadas por la profunda reverencia que hizo. La mujer asintió con la mandíbula apretada, haciendo fuerza contra su cuello, para que el nudo que tenía en la garganta no se desatara frente a él.

Hideto subió al carruaje, la puerta se cerró y le vieron marchar, mientras agitaba la mano como última despedida.

—Adiós, niño querido—murmuró la señora Arikawa, en voz tan baja, que ni siquiera pareció que sus labios se hubieran movido.

Hideto suspiró al sentarse rectó contra el respaldo del carruaje. Estaba dejando su casa, aquella que lo había sido cuando había quedado huérfano y solo. Había más recuerdos agradables que desagradables. No se quejaba, de nada, ni de sus tareas en la cocina, ni de sus clases estrictas. No, en retrospectiva, había sido una buena vida. Pero ahora, tenía delante otra, una de la que no tenía idea que esperaban de él.

***

El carruaje tomó camino hacia las afueras de la ciudad. Hideto fue dando cuenta del cambio de paisaje tras la ventanilla del vehículo. Poco a poco dejaron las casas, la madera y el bullicio de la gente; por los pastos verdes, los árboles frondosos y los cantos de las aves. Se preguntó a dónde iría, hasta entonces había pensado que Sakurai vivía cerca, al saber que pertenecía a la nobleza, bien podía tener una casa cerca del centro de la ciudad, en la zona más exclusiva de la misma. Tal vez, no viviría exactamente con él. Así que quizás, había pensado, le dejaría vivir en un pequeño apartamento cerca del mercado y a la casa de té, dónde lo visitaría. Era bien sabido y costumbre también, que los alfas rara vez mantenían cerca a sus omegas, a menos que éstos estuvieran en celo. Aunque ahora, pensaba, sería al revés, lo alejaría y lo visitaría de vez en cuando. Después de todo, él aún no tenía celo, era un omega defectuoso, así que seguía sin comprender que interés podía generarle al gran cuervo negro. Sin embargo, el paisaje campirano, pronto dio paso a casas de nuevo. Casas grandes que no parecían simples casas de campo, algunas tenían un evidente estilo occidental. Pero aquella en la que su carruaje se detuvo, era una netamente japonesa. Una enorme casa tradicional, casi parecía un castillo samurai. Sus altas murallas rectas y limpias, en su interior un jardín japonés, un estanque enorme del cual a penas podía ver la orilla, y faisanes paseando impunes en los alrededores con sus largas colas arrastrando y dibujando contornos impresisos en la arena. Y al fondo, los magnifico techos con terminaciones de pagoda, daban ese aspecto majestuoso y a la vez sobrio y elegante con su color negro y la madera de bronce.

En la entrada, una mujer menuda, de edad y que vestía un hermoso kimono negro con flores rojas esperaba quieta y erguida a que el carruaje se detuviera. Cuando Hideto se apeó de éste, la mujer hizo una pequeña reverencia como saludo y al levantarse despegó los labios pintados con carmín, era evidente que en sus buenos años había sido una mujer muy bella.

—Bienvenido al Kuroi Shiro. Sígame por favor, joven.

Hideto respondió a la reverencia apurado, puesto que la mujer poco tiempo le había dado para reaccionar. En el interior de la casa estaban algunas personas en fila, con sus kimonos negros y rojos también, pero mucho más sencillos y cómodos que el de la mujer que le precedía.

—Ellos son los trabajadores de la casa—le dijo y presentó a cada uno, el jardinero, la cocinera, la ama de llaves, el guardían de la puerta, las mucamas y el mayordomo, el más importante quizás, llamado Yamamoto—. Yo soy Kanon, soy la nana de Atsushi y me hago cargo de esta casa, su funcionamiento, y ahora, de ti—luego, a los demás—Pueden retirarse.

Una vez más, Hideto apenas si pudo corresponder a los saludos.

—Ahora, te llevaré a tu habitación—dijo Kanon.

—No es necesario, querida nana.

Hideto giró el rostro, Sakurai Atsushi entraba en la habitación con paso tranquilo. A diferencia de los demás, vestía un kimono azul marino, sobrio, elegante, con un obi negro ciñéndolo a su cintura. Llevaba su clásico bastón en la mano. Su figura le pareció incluso más enorme que la primera vez que lo vio.

—Ya lo haré yo.

—¿Estás seguro? —Kanon levantó una ceja como reprobando la decisión, pero después se encogió de hombros—Como quieras, estaré en el jardín, por si necesitas algo.

—Muchas gracias.

Hideto se dio cuenta que el lenguaje que Sakurai usaba con la mujer era como el de un hijo a una madre, por lo tanto, era evidente que la posición de ésta, dentro de la casa, era todavía más importante, incluso, que la de Sakurai, al ser éste quién le rendía respeto. Cuando ella se marchó, Sakurai le hizo señas para que se acercara y le siguiera. Atravesaron la casa hasta la parte trasera, donde había un jardín un poco más pequeño y de aspecto menos japonés que el resto de la casa, se adentraron un poco hasta una mesita y sillas de color blanco, donde se sentaron. Hideto, en lugar de mirar a su alrededor o a su interlocutor, fijó la vista en sus manos. Aún no entendía que hacía ahí, que tipo de función tendría en esa casa. Acaso, como decía Yasu, sería el amante del señor o quizás, trabajaría como en la casa de té, aunque con la plantilla de trabajadores que le habían presentado, poco podía ser de ayuda.

—¿Cómo te sientes? —le preguntó Atsushi.

En el centro de la mesa había una tetera y unas pequeñas tazas de té occidentales. El dueño de la casa sirvió un par de ellas y Hideto se ruborizó, ya que, a su entender, debió haber sido él quien sirviera, eso hacían las geishas, y él era una o algo parecido a una.

—Bien—contestó mirándole de reojo, feliz de tener algo en las manos con lo que entretenerse.

—¿Qué te parece mi casa?

—Es enorme.

Sakurai sonrió ante la respuesta tan espontánea, Hideto quiso morderse la lengua.

—¿Te gusta?

Hideto asintió.

—Me alegra—Atsushi bebió un sorbo de té y luego, entrelazó los dedos sobre la mesa—, porque ahora, también es tuya.

Hideto levantó la vista, y esta vez sí le miró al rostro, sorprendido.

—¿Mí...mía?

—Así es, ahora eres mi pareja.

El cuervo negro deslizó su mano suavemente hasta la nuca del muchacho y acarició con la yema de sus dedos las heridas que él había hecho la noche anterior. Hideto se estremeció, no sólo le recorrió una pequeña punzada de dolor, también, un calorcillo inquietante.

—¿Su pareja? Pero yo sólo soy...

—Mi pareja, mi familia. Y yo soy tu pareja, tu familia. De ahora en adelante, eso somos.

Hideto le miró incrédulo, pero, al mismo tiempo, esbozó una sonrisa que se amplió poco a poco al encontrar reflejo en el rostro de Atsushi.

Notas finales:

Espero que les haya gustado. 


Perdón por la tardanza, la inspiración es caprichosa, incluso cuando ya se tiene un guión jeje


Palabras nuevas creo que sólo: 


Kuroi shiro: castillo negro


¡Nos estamos leyendo!


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