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Fruto prohibido || Black x Turles por Roveldel

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—¿De dónde has sacado ese anillo?

Zamas observó intrigado la alianza de color dorado que su camarada llevaba colocado en el dedo índice de su mano derecha. Al igual que los anillos del tiempo que ambos ya conocían, tenía idéntico grosor y el símbolo del infinito resaltaba en relieve en torno al perímetro de éste, aunque su color lo hacía muy diferente a los demás que rescataron de los archivos ocultos del anciano Gowas. El kaioshin se cuestionaba, por este detalle y por la misteriosa sonrisa de su compañero, si su función también sería otra.

—El viejo lo tenía escondido en un casillero a parte y, por lo que he descubierto, es capaz de trasladarte en el tiempo...

—Eso no es nada nuevo —Zamas servía el té para los dos, sentados en la apacible terraza de la cabaña de madera sita en plena naturaleza, con aire indiferente—. Ya tienes una suerte de anillos que te llevarán hacia el futuro que elijas.

—Éste es diferente, querido Zamas —miró directamente a los ojos grises de su otro yo—. Este anillo puede llevarte al pasado.

Zamas dejó caer la taza que viajaba en ese instante del platito a sus labios, derramando todo el contenido y sin importarle ensuciarse la túnica o quemarse los dedos.

—Pero, pero eso... ¡es un terrible pecado! ¡Está prohibido incluso para los dioses!

—No para nosotros, hermano —Black acariciaba la sortija con el dedo corazón, como si estuviera mimando a un nuevo e importante colaborador en su plan—. Somos los Dioses Supremos de este universo, no lo olvides.

Apretando los puños y mordiéndose la lengua, Zamas quiso gritarle, con toda la razón del mundo, que él no era tal cosa. Se había convertido en lo que más detestaba, un sucio y violento mortal que codiciaba el poder por encima de cualquier cosa. Mas guardó silencio. Prudentemente, por el bien de su plan inicial y en favor de la, para ellos, honorable causa que habían emprendido juntos, calló y esperó para escuchar la brillante idea que tuviera su contraparte saiyan.

Black se levantó de su asiento, justo frente al de Zamas, caminó hacia él para tomar la mano verdosa de éste, crispada en un puño sobre la mesa. El kaioshin se relajó y permitió que la cálida y tosca mano de su compañero la rodeara con firmeza. Levantó el rostro y la oscura mirada de Black le transmitió confianza para tranquilizarlo.

—¿Qué —Zamas carraspeó para despejar el nudo que se le había formado en la garganta y desvió levemente la mirada hacia otro punto del rostro del saiyan para disminuir su sonrojo—… qué piensas hacer con él? Hay que usarlo con sumo cuidado.

Black rió abiertamente por los temores infundado del otro.

—No sé por quién me tomas, querido mío. Sabes que le daré buen uso —Black soltó la mano de su compañero y puso ambas detrás de su espalda, hablando entonces mirando a un punto indefinido en el horizonte—. Tengo entendido que hubo cierto incidente en el pasado en este mismo planeta, relacionado, cómo no, con esta despreciable raza que actualmente utilizo para nuestro fin. Además —Bajó la mirada de nuevo al fino rostro de su acompañante, sonriendo siempre de manera enigmática—, tengo asuntos que atender...

—¿Qué clase de asuntos? —preguntó intrigado Zamas.

—Pues algunos demasiado carnales y deleznables como para que los entiendas.

Zamas compuso un gesto de asco recordando lo frecuentemente que requería el cuerpo de su compañero de atender esos “asuntos”. Como ser puro que era, a Black se le hacía muy difícil contentar a su cuerpo mortal por sí mismo, por lo que en ocasiones pedía ayuda a su contraparte, que lo complacía a disgusto, aunque atendía sus necesidades mortales mientras le fuera posible, al igual que le preparaba cantidades ingentes de comida para saciarlo. Black pensaba que el habitar un cuerpo mortal era sumamente molesto en determinadas ocasiones, cuando notaba crecer en él ciertas urgencias, sin embargo, la sensación de placer cuando acataba los requeriemientos de su nuevo organismo era sencillamente sublime.

—Como desees. Pero ten cuidado —Zamas le advirtió.

Sabía cuál era el problema principal de los mortales: el dejarse llevar por sus instintos más bajos y el no discernir cuándo estar saciado del todo. Eran seres estúpidos e inferiores por dejarse dominar por tales apetitos y no consentiría jamás ver a su compañero a la deriva por culpa del salvajismo de tales costumbres.

Con una risa espectral y con un brillo lujurioso en la mirada, Black desapareció de la terraza, dejando a Zamas solo en ella limpiando los restos de té desparramados por la rústica mesa de madera, preocupado y... celoso.

Fue así como Black llegó a la Tierra el condenado día en que Turles llegó con su escuadrón para sembrar la semilla del Árbol Sagrado. Justo en el momento oportuno, cuando el mágico árbol fructificó, pero antes de que se cometiera la aberrante tropelía de que probaran el sabor de dichos frutos.

Ya en el Planeta Sagrado del Universo Siete, Black miraba desde arriba a Turles, sonriendo. Se lamió el labio superior al observar con superioridad cómo temblaba de miedo el lamentable pirata espacial, derrengado de espaldas sobre la hierba sagrada del planeta de los Kaioshin, con la respiración profundamente agitada, y el miedo latiendo en sus pupilas negras.

—No tienes idea, inmunda alimaña, de la suerte que corres al estar aquí, tierra sacrosanta que ningún mortal ha hollado con sus pecadores pies.

El bandido de rastreador rojo y armadura negra, se incorporó a duras penas, con las piernas temblorosas, forzando a su cuerpo para erguirse, remendando a base de coraje los agujeros de su carcomido orgullo.

—No me das miedo. No sabes de lo que soy capaz —escupió el saiyan.

Black rio condescendiente, taladrando aún más el amor propio de Turles y acrecentando a la misma vez su ira.

—Claro que lo sé. Y por eso mismo estoy aquí, para enseñarte que no eres absolutamente nada más que una asquerosa cucaracha, cuya utilidad será la de complacerme de una forma de la cual, estoy completamente seguro, vas a detestar y vas a desear con toda tu infame alma no haber nacido —mientras hablaba, Black deshacía el nudo del cinto carmesí de su hábito gris oscuro.

Mientras el pedante desconocido hablaba, Turles preparaba en su espalda un ataque energético y aprovechó la aparente distracción del Kakarot siniestro para lanzarle el ataque, que éste repelió con un simple ademán de su mano derecha, como quien espanta una mosca.

Con la faja enrollada en su puño izquierdo, la sobrecamisa gris abierta y un brillo en la mirada difícil de descifrar para Turles, a Black empezaba a irritarle el comportamiento obstinado de su reo. Sin ser visto por éste, se movió lo suficientemente rápido como para quedar a su espalda, amarrar sus muñecas con la tela roja, doblar las corvas con el roce de sus piernas, haciéndolo caer arrodillado en el pasto, y empujarlo desde su fornida espalda para tirarlo de bruces al suelo, estallando su scouter rojo al aplastar el lado izquierdo de su rostro contra él.

Presionando levemente la tela a su alrededor, resquebrajó las muñequeras que protegían los antebrazos de Turles, clavándose en la piel de éste los fragmentos astillados de las mismas.

—Me lo estás poniendo muy fácil, saiyan —Black apoyaba una de las rodillas en tierra a un lado de una de las de Turles, el antebrazo izquierdo presionaba sus hombros y su nuca, y  con la mano derecha agarraba el cincho que sujetaba a su vez sus muñecas, inmovilizándolo. Turles, en una postura ciertamente deshonrosa, gruñía de impotencia bajo el contacto del cuerpo de Black. Éste, al mismo tiempo, hablaba con cadenciosa mesura, pegando los labios al oído libre del pirata—. Pero para ti serán más difíciles aún —Apretó el amarre de la cinta y le lamió el contorno de la oreja.

La caricia estremeció la curtida piel del saiyan, que sudaba al comprobar la extrema fuerza y habilidad de aquel desconocido. Sin embargo, la experiencia le decía que no había nadie invencible.

Sigilosamente, desenroscó la cola de su cintura y la encaminó al cuello de su atacante, retorciéndolo. Ese movimiento sorprendió momentáneamente al antiguo kaioshin, que aseguró el nudo de la tela en las manos de Turles y trató de soltar el agarre en torno a su cuello sin desbloquear a su tozudo ajusticiado. No había tenido en cuenta esa burda característica de la anatomía del pecador y, contra todo pronóstico, resistente. No podía desasirla de su cuello por más que tratara de introducir los dedos entre la cola y su éste, pues más se atornillaba y más firmemente apretaba.

Jadeando, siguió con la mano la longitud de la áspera cola peluda del saiyan hasta llegar a su nacimiento, próxima a la propia entrepierna.

Aún asfixiado, pero sonriendo preso de ese sentimiento desconocido hasta que se convirtió en un mortal, encerró en su puño la base del apéndice del hereje. Un fuerte quejido salió de la garganta de éste, que liberó el gaznate de su opresor y Black se mordió el labio inferior.

“¿Qué haré? Si le arranco esta asquerosa cola podré someterlo a placer unos minutos hasta que se acostumbre al dolor, pero si se la dejo  —presionó con mayor ahínco el rabo, profiriendo el otro un alarido más potente—, puedo hacerle sufrir más, lo cual es mucho más placentero”. La terrible erección que escondían sus pantalones oscuros daba buena fe de ello. Una vez más, estranguló la cola de Turles, torturándolo, y Black gozaba con el sufrimiento del pecador. Presionó la entrepierna contra el duro trasero del pirata, extasiándose, suspirando sobre el oído de bandido.

—Ten por seguro, sucio saiyan, que voy a convertirte en polvo al final del día, no te mereces otro castigo por tus pecados. Sin embargo —volvió a atormentarlo para hacerlo sufrir, recreándose en el gozo que ello le producía y haciéndoselo saber—, vas a tener el privilegio de complacer a tu dios antes de que eso ocurra.

Debido a la dureza del agarre, con un crujido seco, el rabo de Turles se partió. Éste reprimió un grito de extremo dolor y miró de reojo a su opresor, sonriendo al ver la cara de estupefacción de ese extraño saiyan que, por una fracción de segundo, había aflojado la presión y observaba curioso el apéndice peludo pendiendo lánguido por un lado de su puño, y por el otro sangraba someramente.

Si actuaba rápido, podría romper la liga de sus manos, propinarle un puñetazo a ese prepotente para aturdirlo y escapar. Sin embargo, ese tipo tramaba algo diferente, su mirada penetrante le revelaba otro tipo de intenciones lejos de la tortura basada en la violencia y los simples golpes. El rasgar de una tela a sus espaldas le daba pistas sobre el sentido de todo aquéllo.

Black dejaba caer los restos de la cola ensangrentada sobre el rostro confuso de Turles y después dirigía los dedos de esa mano a la pequeña herida sangrante del saiyan. A través del agujero del calzón negro que lo revestía, introdujo los dedos índice y corazón, palpando la brecha húmeda y tibia que había abierto involuntaria pero oportunamente, estremeciendo de pura sensibilidad al hombre que se encogía debajo de él.

Sin apartar la mirada, sonriendo con lascivia, rompió con esos mismos dedos la tela negra, lentamente, dejando al desnudo la piel inferior del, por otros temido, pirata espacial. Sin prisas, comprobando el temor del saiyan en la tensión de sus ojos y en su respirar entrecortado, tocó su zona prohibida.

Entonces Turles, horrorizado, abrió los ojos de par en par y comprendió los terribles derroteros que tomaban la situación para su integridad física y su orgullo de saiyan.



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