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La Nueva Era por Camila mku

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—Gracias —le dijo Fausto. Sujetó la taza de té que Tim le había preparado y le dio un sorbo lento. Tim, por su parte, estaba ido, como si no estuviera presente y tenía una cara de decepción que no había cambiado desde la cita.

Estaba poniendo de los nervios a Fausto.

—No es nada… es solo un té —murmuró Tim con un deje de enojo perceptible en la voz. Regresó a la cocina para prepararse un café negro, del fuerte. Después de enterarse en plena cita de que Fausto ya estaba en pareja necesitaba beber algo que lo activara, y como el alcohol solo ayudaría a acrecentar el enojo, se decidió por una taza de expreso.

Fausto se puso de pie y fue detrás de él. No llevaba puestas las zapatillas, se las había quitado ni bien entró al departamento y había tenido una grandiosa excusa: el suelo era de madera barnizada y estaba en su totalidad cubierto por una alfombra blanca de pelo sintético que resultaba muy afelpada y cómoda a los pies.

Caminó lentamente adonde estaba Tim preparando el café y lo abrazó por detrás.

—Sé que sigues sin creerme —soltó, y con una angustia atroz.

El abrazo de Fausto empezaba a incomodar a Tim, quien pronto deshizo el contacto. Fue hacia la nevera y extrajo de ella un tarro con leche fresca.

—Claro que no te creo… —dijo. Su tono era frío, pero delataba seguridad y firmeza—. No me cuadra que él sepa cómo ibas vestido ni que mencionara una charla entre ustedes esta misma tarde… —Se dio la vuelta y le dio la espalda—. Aunque supongo que debí imaginarlo… —murmuró mientras le daba un sorbo al café—. Eres endiabladamente guapo como para no tener a más de uno a tus pies.

Fausto rodó los ojos. Se había sentido halagado y ofendido al mismo tiempo.

—Sin embargo estoy aquí contigo ahora, y no con él —soltó Fausto, esta vez con una decisión impropia. Casi parecía haber recobrado las fuerzas que se le habían evaporado cuando todo ese lío empezó.

—¿No que no había él?

—¿Qué caso tiene decir la verdad si de todas formas insistes en no creerme? —dijo Fausto con rabia. Agachó la mirada—. Me marcho —soltó de la nada. Estuvo a punto de salir por el umbral de la cocina, pero la voz de Tim, esta vez suave y apacible, lo detuvo.

—Si… estás conmigo ahora y no con él. —Bebió otro sorbo de café y se acercó a la bacha de la cocina para volcar el café que había quedado en el fondo de la taza. Se sorprendió al darse cuenta de que había bebido apenas tres sorbos—. Supongo que eso significa algo… —Le dedicó una mirada ultrajante.

Fausto se lo quedó mirando desde el living.

—Estoy aquí porque creo que eres hermoso, Tim —declaró. El pelirrojo le echó una mirada de lado cuando sintió a Fausto cerca suyo. Tanto que resultaba peligroso. Fausto había entrado en la cocina otra vez y se le había parado justo enfrente. Podían sentirse las respiraciones y rozarse las narices—. Es cierto que tengo a varios muertos por mí. No lo niego, pero he decidido pasar la noche contigo. Tranquilo que no planeo que nos casemos… —Sonrió. Su sonrisa era tan desafiante como lujuriosa—. He venido a pasármelo en grande. —Y con su mano derecha empezó a bajar por el abdomen de Tim—. Quiero esto —dijo, y no le dio tiempo a Tim para reaccionar. En una milésima de segundo apoyó sus dedos sobre su entrepierna. Lo acarició de manera ruda y… desafiante.

Tim lo atrajo con fuerza varonil hacia él y lo besó con fogosidad. Entre beso y beso lo llevó hacia el sofá del living y comenzó a desabotonarle la camisa. Quizás un acercamiento más íntimo fuera el desenlace perfecto para que el enojo se le pasara más rápido, y ya que Fausto se había tomado el atrevimiento de manosearle el bulto -que había funcionado para encenderlo en cuestión de segundos-, Tim aprovechó para recrearse mentalmente tocándole el trasero.

Habían pasado cinco minutos de ese vaivén de besos fogosos y a Fausto le urgía pasar al siguiente nivel.

—¿Vas a follarme en el sofá…? ¿Ni siquiera merezco que me lleves al dormitorio? —le preguntó con expresión de desilusión—. ¡Qué feo, doctor Hammond! No me lo imaginaba a usted así.

Tim soltó una carcajada.

—Ven —le dijo. Lo sujetó de un brazo y lo llevó a las apuradas escaleras arriba. Cuando llegaron a la habitación, Tim volcó a Fausto sobre las sábanas blancas de la cama. Estaba ardiendo al verlo sin camisa, con los abdominales descubiertos y sonriendo de manera pícara.

—Fóllame —le pidió Fausto. Su voz había sonado agónica y en sus ojos había un brillo de lujuria salvaje.

Tim no debió esperar a que continuara rogándole. Fue directo a sus labios. Lo besó con fuerza y necesidad, desnudos y entregados.


—Tranquilo… —la voz de Genna era como un aliciente en medio de toda esa agonía—. En serio, tómatelo con calma. Tal vez se agraden, pero eso no dura por siempre. Además hay que ver qué es lo que está buscando Fausto, y por otro lado lo que quiere Tim. Si me preguntas a mí, yo les vi cero química; no hacen buena pareja. —Observó de reojo a Anton, quien tenía los ojos rojos e hinchadisimos de tanto llorar—. Tal vez ni siquiera duren, nadie sabe con certeza lo que pueda pasar mañana. ¡Esta es solo su primera cita! —exclamó con énfasis, pero nada parecía cambiar la expresión apática y entristecida de Anton.

—Apuesto todo lo que quieras a que están follando ahora mismo —soltó Anton estremecido. Genna lo vio observando el agua que corría debajo del puente, contemplándola como si se tratase de la cosa más triste que había visto jamás—. Mañana despertarán acurrucados y se mirarán a los ojos y se dirán que se quieren, y andarán por el parque de la mano y… se casarán, y adoptarán un perro. Y yo me quedaré viendo a Tim mientras construye la vida que siempre quiso y no conmigo.

Genna rodó los ojos.

—Sí que eres novelesco —dijo, irónica—. Tal vez te sirva de lección. Al fin y al cabo dejaste pasar tanto tiempo solo porque tenías miedo. —No lo había notado, pero sus palabras habían calado tan profundo en Anton que soltó un par de lágrimas escurridizas. Se acercó a él y acomodó un brazo sobre su hombro—. Tampoco es tan malo. El tiempo hará lo suyo y acabarás desenamorándote, ya verás —continuó y aprovechó para darle unas palmaditas en el hombro que le sirvieran de consuelo—. Con el tiempo encontrarás a alguien por quien sí te atrevas a luchar, y ese día verás que el universo te ayudará a conseguir lo que tanto anhelas. —Genna continuó hablando, pero Anton se había quedado estancado en sus últimas palabras: alguien por quien sí te atrevas a luchar.

¿Y si nunca se atrevía? Anton conocía muchos casos de gente que aseguraba nunca haber tenido una pareja estable, sin embargo él no se sentía como uno de ellos. Quería formar algo y compartir su vida con alguien, pero ¿y si nunca hallaba a esa persona? O peor ¿y si ya la había encontrado y no había sido lo suficientemente valiente para ir a por él?

Una decisión inconsciente le cayó como baldazo de agua helada. No iba a darle demasiadas vueltas al asunto ni iba a renunciar a Tim. Si lo prefería a Fausto antes que a él, entonces que se lo dijera él mismo.

Volvió a observar el agua cristalina debajo del puente y la luz perlada de las estrellas. Por primera vez en mucho tiempo se sintió con la imprudencia suficiente para actuar sin pensar.


Abrió los ojos lentamente. Estaba algo adormecido todavía; el sol que entraba por la ventana era tenue y eso hizo que Tim adivinara que todavía no eran las siete de la madrugada y, por lo tanto, faltaba para entrar a la oficina. Recordó que le había prometido a Lewis inseminar a las hembras de los triceratops esa mañana, así que haría trabajo de campo después de salir de Biosyn.

Un sonido que provenía de la cocina lo obligó a volver a abrir los ojos e intentar desperezarse. Tim miró el otro lado de la cama, estaba frío y vacío; Fausto se había levantado y, a juzgar por aquel sonido extraño, intuyó que seguramente fuese él quien estaba deambulando en la cocina.

Se levantó haciendo el menor ruido posible. Se puso los jeans y, todavía descalzo, bajó las escaleras. Llevaba una sonrisa en el rostro que se esfumó tan rápido como vino. Se sintió espantado al ver tanta cantidad de papeles desparramados por todas partes. Fausto estaba de espaldas, revolviendo cajones y buscando desesperadamente en una estantería. No se había dado cuenta de su presencia.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Tim. Su corazón, antes rebosante de alegría, ahora latía con desconfianza.

Fausto se dio la vuelta rápido como un rayo. Estaba nervioso, tieso y sus ojos expresaban miedo e irritación.

—No esperé que te despertaras tan rápido —le dijo. Esta vez sonrió, pero su sonrisa no tenía nada de lujuriosa o inocente. Sonrió de manera maquiavélica. Estaba completamente vestido y, a juzgar por su prisa, Tim advirtió que había estado a punto de irse antes de que lo descubriera—. Dime cuál es la clave del laboratorio de Biosyn, Hammond.

Hammond… Lo había llamado por su apellido.

El silencio que se había generado era tenso y desagradable.

—Eres de Exaurio… —murmuró Tim respirando agitadamente. Estaba pálido.

—Se puede decir que sí —dijo Fausto sonriendo y ladeando la cabeza, como si algo en toda esa situación lo divirtiese, de algún modo.

Tim tragó espeso. La humillación y la rabia se habían apoderado de él. Se creía un imbécil por haberse dejado llevar por ese…

—Imbécil —soltó Tim con odio y asco—No voy a decirte.

—Yo que usted lo haría, doctor —amenazó. Le apuntó con un arma sin ningún tipo de reparo.

Tim quedó estático. Hacía meses que Exaurio intentaba obtener acceso al centro de clonación principal de Biosyn para deshacerse de las nuevas crías. Tim jamás creyó que fuera posible tener a un infiltrado de Exaurio en su propia casa, ni mucho menos que lo metería en su cama.

De la nada se sintió defraudado y terriblemente sucio.

—No te voy a dar una mierda, imbécil —gruñó.

Fausto le clavó la mirada más rencorosa que había visto Tim en su vida. No quedaba nada en él del joven y apuesto muchacho que había conocido, increíblemente, por Internet. Pensó en una milésima de segundo que seguramente lo venía siguiendo desde hacía rato, como un espía que analizaba la mejor manera de llevar a cabo una puesta en escena, minuto a minuto, y armaba una coartada perfecta para salirse con la suya.

Se preguntó cuánto dinero le habría prometido Exaurio para concretar la tarea, y en base a ello determinó la autoestima de Fausto, si es que ese era su nombre. ¿Veinte mil dólares? ¿Diez? ¿Tres…?

—Espero que vayas a cobrar bien por esto… —dijo Tim con expresión de ultratumba—, porque me daría vergüenza estar en tu lugar. —Sintió lástima, y creyó que no era más que una sabandija que bailaba por dinero.

Los ojos de Fausto ardieron como dos llamas. Se acercó a Tim con rabia y le dio un golpe seco con la empuñadura del arma en la mandíbula, pero el acercamiento fue el punto de quiebre para que Tim reaccionara rápido y le quitara el arma de un sopetón.

Sostuvo la pistola en la frente de Fausto por largos segundos, sin titubear y sin que la mano le temblara. Tim advirtió por la expresión de Fausto que en ningún momento imaginó que había sido lo suficientemente rápido como para llamar a la policía sin que se diera cuenta, ni que las patrullas ya estarían rodeando el edificio para entonces.


Genna levantó la mirada y la clavó en su compañero de oficina. Fue evidente para ella que el pobre había dormido poco y que, encima, había continuado llorando después de que lo dejara en su casa la noche anterior.

Más de una vez pensó en dejar todo lo que estaba haciendo e ir a consolarlo, ¡pero ya no sabía qué más decirle! Se le habían agotado las ideas de cómo hacer sentir bien a Anton después del fiasco de la noche anterior. Además había posibilidad de que él quisiera dejar todo como estaba, y tampoco era como si a ella le gustara andar metiendo el dedo en la llaga. Demasiadas penas tenía el pobre como para encima estar recordándole una y otra vez el asunto de Tim y Fausto.

Decidió no intervenir. En el mejor de los casos, a Anton se le pasaría con el correr de los días. Pero ya creía Genna por su cara que eso tardaría…

A las ocho en punto, la puerta de la oficina se abrió y junto con una fuerte brisa de verano entró Tim Hammond, vistiendo su típico delantal blanco desabrochado, jeans oscuros, una camisa a cuadros y zapatillas de las más comunes.

—Buen día. —La única en saludar fue Genna. Su jefe ni siquiera la miró por el rabillo del ojo, lo cual la extrañó ampliamente. Pensó Genna si la cara apática de Tim era porque había seguido la pelea con Fausto por lo de las flores y la caja de bombones.

Tim fue directo al laboratorio sin decir nada, y cerró las compuertas de metal tras entrar. Anton cerró los párpados y, armándose de valor, dejó todo lo que estaba haciendo y se puso de pie. Genna quedó tan sorprendida al verlo trotar hacia el laboratorio que, por un instante, se murió de ganas de seguirlo para escuchar exactamente qué le diría a Tim.

Toc, toc, toc.

Tocó las puertas del laboratorio, pero nada. Anton estaba decidido a no quedarse ahí parado esperando eternamente a que Tim le autorizara entrar, así que lo hizo a pesar de que él tenía prohibido andarse por los pasillos del laboratorio de genética.

Las puertas se abrieron en un microsegundo y se cerraron igual de rápido cuando Anton estuvo finalmente dentro. Supuso que Tim estaría en la cámara de esperma. Le había oído decir la noche anterior que esa mañana iría a inseminar a las hembras triceratop. Recorrió un pasillo largo y angosto, no muy iluminado, y se metió dentro de la cámara de un sopetón.

Tim le estaba dando la espalda. Estaba llenando las jeringas con el líquido de inseminación; y estaba demasiado concentrado como para reparar en su repentina presencia. Anton respiró profundo, tocó la puerta con los nudillos dos veces para hacer algo de ruido, y con eso fue suficiente para que Tim se volteara.

—No te autoricé a entrar —le dijo, y Anton lo percibió como una amenaza. Tim lo miraba con dureza.

—No pedí autorización —respondió Anton con seguridad, descolocando con ello a Tim, quien ladeó la cabeza y arrugó el entrecejo. Anton nunca alzaba la voz ni era del tipo que enfrentaba a los demás. Su repentino cambio de actitud lo había sorprendido—. Tim, yo… —dijo dubitativo, pero algo lo distrajo; Tim tenía un moretón enorme en la mandíbula que él no había llegado a ver antes. No le cuadraba la manera en que se habría llegado a dar semejante golpe y, por un momento, se preguntó si no habría tenido un percance con… Fausto.

—¿Qué? —le preguntó Tim al ver que los segundos pasaban y Anton estaba simplemente parado ahí, dubitativo y con cara de afectado—. Tengo mucho trabajo hoy, Anton, y no estoy teniendo una buena mañana —soltó con voz ronca.

El rubio tragó espeso.

—Tengo que decirte algo importante, es personal así que yo… —Se fijó en la cara apática de Tim. Estaba, además de golpeado, endiabladamente enojado. Algo extraño le había pasado. Anton quedó reflexionando si ese era el mejor momento para declararse, y rápidamente llegó a la conclusión de que no lo era. Permaneció cabizbajo—. No importa, puede esperar…

—Bien —continuó Tim—, en ese caso te pido que vayas a la oficina y prepares una lista de las hembras triceratop a las que hay que inseminar. Serán diez y nos llevará toda la tarde. También necesito que traigas repuestos de jeringas y agujas, de las pequeñas, serán necesarias en caso de que deba sedarlas. —Tim volvió a darle la espalda y continuó vertiendo el líquido de la inseminación dentro de los tubos de ensayo. Anton tragó espeso y, con los ojos llenos de lágrimas, se dio la vuelta para acatar la orden—. Anton… —lo llamó Tim antes de que se fuera. El rubio se detuvo en el umbral de la puerta y escuchó atento—. Vendrás conmigo esta tarde.

Anton asintió con la cabeza y cerró la puerta en completo silencio.

Al regresar por el pasillo y salir del laboratorio de regreso a la oficina, Anton vio a Genna sentada en su escritorio frente a la computadora. Cruzaron miradas, y fue obvio para Genna entender que Anton no se había animado a hablar cuando lo vio desviando la mirada.

Genna rodó los ojos y dejó escapar un suspiro.


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