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Callar por lpluni777

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Notas del fanfic:

Saint Seiya es obra de Masami Kurumada.

 

Establecido en el espacio entre las guerras santas de 1700 y 1900.

Hay personajes originales, ninguno nombrado, pero relevantes (digamos).

Dohko rió pese a la punzada en su corazón cuando el primogénito de Shion lo abrazó como si fuera parte de su familia. El padre no lo había acompañado pues el joven finalmente tenía la edad suficiente para viajar por cuenta propia y su elección había sido conocer a aquél hermano que su padre siempre nombraba para llamar al buen ejemplo.

Aquél niño era muestra de la madurez que su buen amigo había obtenido, pues de no continuar con su linaje, éste probablemente moriría en su generación.

Dohko recibió con igual gratitud a los nietos de su amigo, más cansado aunque con una sonrisa tan jovial como en sus mejores días.

Los niños eran muestra de que el mundo tenía un futuro, un recordatorio de que aún había algo por lo cual luchar, trabajo por hacer. El santo de Libra sentía tal dicha al ver a aquellos pequeños que en sus noches más solitarias consideraba realista y hasta necesaria la idea de iniciar una familia propia. Hasta recordar que la persona que se apoderó de su corazón nunca podría darle ése regalo; no a él.

Que un rastro de su amado permaneciera en la Tierra aún cuando ellos se marcharan, era más que suficiente. Debía serlo.

La reiteración de los encuentros con aquellos maravillosos niños que poseían algún parecido con su amado, como todo lo mundano, tuvo un final.

Una hija (en realidad alguna bisnieta) de Shion se presentó ante él para rogar por su permiso para abandonar la orden ateniense, pues se había enamorado y deseaba vivir junto a un hombre sin gracia —incapaz de manejar el cosmos—, con niños que no tuvieran que dar su vida por los dioses. Por supuesto, Dohko le dio su bendición sin siquiera preguntarse porqué necesitaría de ella para empezar, pues la muchachita lloraba con los mismos ojos rosas de su antecesor y el santo de Libra no podía verla así.

Luego de que la muchacha se despidiera agradecida, ningún hijo del patriarca volvió a adentrarse en los Cinco Picos. Mensajeros del santuario se presentaban de manera mensual desde entonces; ninguno de ellos de la raza lemuria.

Dohko no presentó quejas, pues no parecía que el patriarca estuviese molesto con su decisión, sino que gracias a ésta decidió ser más flexible con el actuar de su familia y, por tanto, el viejo maestro dejó de ser un fantasma tan idealizado por los más jóvenes.

Cuando la esposa de Shion falleció, Dohko recibió una carta del propio patriarca rogando porque estuviese en el funeral. El santo de oro de Aries, quien llevó la carta, guardaría la entrada al averno en su lugar por un par de días. Aún así, la decisión final recaía en Dohko, pues él jamás había conocido a la mujer en vida.

—Gracias por confiar en mí —lo despidió el santo cuando Dohko estaba listo para marcharse.

—Mi hermano Shion solía portar tu armadura, ¿sabes? No hay forma en ésta vida de que no confíe en su heredero, muchacho.

—No merezco ser comparado con su Ilustrísima, aunque en verdad aprecio sus palabras, sabio maestro.

Ciento veinte años habían pasado desde que la guerra santa dejase solo en pie a los santos de Libra y Aries. Ciento veinte años en que no se vieran el uno al otro, pues cada uno tenía una misión que cumplir. Ciento veinte años que los vieron convertidos en «ilustrísima» y «sabio maestro».

Dohko llegó al santuario cuando los ritos fúnebres daban inicio y acompañó a su amado en cada momento desde que se unió. Algunos de sus niños continuaban allí, aunque ninguno prestaba atención al patriarca por ellos mismos llorar la muerte de su madre, tía y abuela. Aunque el ataúd estuviera vacío, descontando el hermoso vestido de bodas.

Shion tomó su mano cuando se prendió fuego al ataúd en el crepúsculo. Solo los traidores al santuario son cremados en el camposanto, pero tampoco se entierran ataúdes vacíos. Los desaparecidos son despedidos encendiendo su posesión más preciada (que no sea, por supuesto, una armadura) cuando el sol oculta su rostro.

Dohko no encontró ningún alivio ni alegría ante la pérdida de aquella mujer que jamás conoció y la cual vivió junto a su amado más de una vida humana. Shion y sus hijos lo colmaron de tristeza cuando buscaron en él un abrazo y palabras de consuelo; ambas cosas que el santo ofreció con tanta sinceridad como fue capaz.

—No tengo idea de qué pudo ocurrir —confesó el patriarca aquella noche ante su viejo amigo en la privacidad de sus aposentos—. Siempre iba a los riscos que dan al mar cuando era noche de luna llena y nunca tuvo problemas con escaparse de sus guardias o incluso de mí cuando sus períodos encinta me traían preocupado. Siempre regresaba a salvo antes del amanecer —el hombre bebió vino de su copa —... Encontramos sus túnicas y máscara en la cima de un precipicio pero, por más que buscamos y rebuscamos la costa, no hallamos rastro del cuerpo ni indicios de una pelea.

Dohko entendió durante la cena que la dama había sido considerada como desaparecida por un mes y se aguardó por su regreso o cualquier noticia de ella en ése tiempo, mas terminado el plazo, se informó a la familia, a Dohko, y al resto del santuario que la Madrina había muerto.

—¿Me has llamado para que lo investigue? —indagó el santo, aferrando su taza de té como si de esta dependiera su vida.

Shion rió, de una forma tan solemne y triste que los tímpanos de Dohko dolieron.

—Te llamé porque necesitaba verte, viejo amigo —el patriarca lo observó con una tristeza similar a la de aquél día en que se pusieron de pie en el santuario solo para descubrir que el peso del futuro recaía exclusivamente sobre sus hombros—... Tal y cómo me lo pediste, Dohko, yo amé a esa mujer. La amé tanto que aún me cuesta aceptar que no volverá, tanto que la idea de no haber podido protegerla me hace querer-

Dohko apartó la vista cuando su amado ahogó sus penas con el vino. Por supuesto, el santo no podía negar su parte de culpa, incluso si no había forzado a su hermano a nada. El hombre que más amaba en la vida estaba de luto.

—Eres patético, Shion —las palabras salieron de la boca de Libra sin que éste lo notase—. Hablando como un padre de familia en lugar de un patriarca mientras ahogas tu llanto en una copa —Dohko no podía cerrar sus labios por más que lo intentase, como si las palabras fuesen un veneno que ya no estaba dispuesto a ser contenido—… ¿Quieres culparme de tu desgracia?, ¿por eso me has llamado?, ¿crees acaso que disfruto ver esto? Shion, yo mismo perdí a la persona que más amo hace mucho tiempo y, ahora, me pregunto si ése santo de cosmos dorado realmente sigue con vida.

Shion se hallaba estupefacto ante las acusaciones del santo. Pero su postura y mirada habían recobrado fuerza.

—Dohko, tú…

—Calla. Prefiero el aburrido panorama que enfrento día y noche ante aquella cascada que venir aquí tan solo para secar tus lágrimas o palmear tu espalda. Siempre he odiado verte llorar, lo odio con el alma. ¡Insúltame si quieres!, pero esta es la verdad.

Despacio, el patriarca dejó su copa de vino sobre la mesa y se echó contra el respaldo de su asiento. Ambos hombres estuvieron un tiempo en silencio mientras el patriarca meditaba su respuesta. Shion siempre fue de usar el cerebro antes de actuar, después de todo.

El centenario patriarca alzó la vista como si deseara pedir consejo a las estrellas, aunque el techo sólido se lo impidiese. Luego dirigió a su viejo amigo una expresión retadora.

—Eres un idiota, Dohko —su voz no denotaba ya tristeza, sino un severo enfado—. ¿Culparte por mis decisiones? No lo haría. Pero, creo que deberíamos hablar claramente en vez de la forma en que lo hiciéramos hace más de un siglo. ¿Me permites al menos eso, viejo amigo?

Dohko tomó lo que quedaba de té en su taza antes de asentir.

—Cuéntame, hermano, el motivo de mi idiotez.

—Por dónde empezar —comentó el más alto a modo de broma seca—... Temo estar en lo correcto en esto, aunque pediré tu confirmación. ¿Hace cien años, tú me amabas y aún así decidiste rogar porque yo continuase con el legado de mi raza antes de recluirte permanentemente en los Cinco Picos?

Dohko volvió a asentir.

—Ahí va un punto a mi favor y espero que seas sincero con lo siguiente… Dohko, hace cien años, ¿ya me amabas cuando rechazaste mis sentimientos y huiste patéticamente de mi lado excusándote en tu deber?

Por un instante, el santo de Libra pensó que la pregunta era una copia de la anterior, mas quedó estático en su sitio al percatarse de lo que su amado había agregado.

—¿Tus sentimientos?

Shion rió con la misma claridad que en sus tiempos de juventud.

—Otro punto para mí —el patriarca negó con la cabeza suavemente y, aunque intentó sonreír, solo consiguió forzar una mueca—. Creí odiarte, quise hacerlo, desde lo profundo de mi ser cuando me abandonaste con el peso de todo el santuario sobre mis hombros, pero eso no impidió que mis hijos te adorasen como el héroe que una vez llegué a considerar un hermano. Éste último mes, si no me arrepentí totalmente de mis decisiones, es porque deseaba verte una vez más. Dohko, a ti te he amado desde antes que a ella y, aún con todo éste dolor en mi pecho, no puedo concebir la pesadilla que sería el perderte a ti. Tan solo, necesitaba verte y no sabía cómo pedirlo… Lamento si mi egoísmo te repugna, pero, esa es mi verdad.

Dohko de Libra no debía exigir demasiado a su corazón, era una limitación divina. Ni siquiera esa limitación le impidió al santo estar frente al patriarca en un parpadeo, con un pie sobre la mesa y otro sobre el asiento. Su corazón se sentía eufórico aunque no pudiera estarlo realmente, cuando observó a su amado desde arriba.

Shion le devolvió una mirada brillante, casi expectante, y recibió con una sonrisa la caricia de Dohko por la línea de su mandíbula, sin importar las asperezas en la mano del santo o las leves arrugas en su rostro.

—Te besaré —advirtió el santo como si fuese una amenaza, como si le diese una última oportunidad para arrepentirse.

—Yo también —Shion aceptó su reto.

 

 

 

Dohko, de cualquier modo, ya no recibió visitas de los hijos de Shion. Tenía entendido que muchos de estos abandonaron la orden ateniense con el permiso del padre luego de que la madre muriese.

Parecía que la pacífica vida de Shion, como hombre de familia, se había deshecho aquella noche a pesar de que el mundo continuase en armonía. Fuera por la muerte definitiva de su mujer o por el beso que antiguos hermanos de armas compartieran.

Ninguno de los hombres continuaba siendo tan ingenuo como para arrepentirse del pasado que no podían cambiar y el presente que debían afrontar, pues aún les quedaba el futuro.

Los amantes prometieron reunirse para vivir en paz cuando cada uno hallase un digno sucesor. Shion, para el puesto de patriarca y, Dohko, para el de santo de Libra.

Un niño nacido en Jamir se había convertido en el siguiente sucesor de Aries tras doscientos treinta años.

El niño podía o no estar emparentado con Shion, mas ni él mismo sabía decirlo, pues una mañana fue encontrado en la cima de un precipicio sin que él mismo supiera decir cómo logró llegar allí. Sin importar su insistencia en proceder de una tribu lemuria, en ninguna se hallaron sus progenitores ni se buscaba un niño perdido. Shion lo adoptó, no por piedad, sino por su talento.

Aquél niño llamado Mu estaba esperando junto a Dohko en los Cinco Picos, por la noche en que Shion finalmente se librara de sus ropajes de pontífice.

—¿Cuándo cree que llegará? —preguntaba cada noche el niño, aunque su rostro no demostrara impaciencia.

—Si lo extrañas tanto, puedes ir y preguntarle tú mismo.

—No me agrada subir las Doce Casas para verlo, solo me ordena hacer eso cuando merezco un castigo. Será más sencillo visitarlo cuando esté aquí —el niño tendía a sentarse junto al santo de Libra con la misma libertad y confianza que Shion lo hiciera mucho tiempo atrás

—Ya veo —el anciano rió, pues Mu era capaz de usar ciertos tipos de psicoquinesis y era claro como el agua de la cascada que entendía, o al menos intuía, las verdaderas motivaciones de su padre adoptivo y el santo vigilante para apresurar la sucesión patriarcal.

A Shion ya no le quedaba mucho tiempo de vida. Ambos lo habían divisado en el cielo nocturno. Por ende deseaban pasar sus últimos años juntos, como no pudieran estarlo durante su extensas vidas.

Una de esas noches en que observaban el horizonte titilante con el agua cayendo de fondo, Dohko de Libra sintió un estremecimiento en su pecho. Un mal presentimiento lo ahorcó para alzar su rostro.

—¡Mire, viejo maestro!, ¡una estrella fugaz!

Dohko sintió lágrimas caer por su rostro como si en aquél momento sus esperanzas se hicieran añicos. Más de doscientos años atrás, una lluvia de estrellas los había abandonado en un cruel espectáculo que iluminó la oscuridad de la noche. Un lloriqueo lastimero abandonó sus labios y llamó la atención de Mu.

Algo había salido mal. Las predicciones no dictaban tan pronto final. Debía tratarse de algún poder sobrehumano que desafiara los destinos establecidos.

Mu de Aries se debatía entre permanecer a su lado o teleportarse de regreso al santuario… Finalmente, el niño se arrodilló a su lado y lo abrazó en silencio. Al anciano le tomó un tiempo notar que el cuerpo del chico también temblaba entre sollozos.

—Maestro, no nos abandone usted también.

Dohko devolvió el abrazo del niño y se preguntó si él sería tan fuerte como su amado para sobrellevar aquella pérdida en soledad, para sobrevivir con el corazón partido al medio.

Por supuesto, la respuesta se hallaba entre sus brazos. Hacía mucho tiempo había jurado proteger el legado de su amado y no permitiría que aquél santo o sus jóvenes hermanos, a quienes Shion adoraba, se vieran impedidos de cumplir su propósito como caballeros.

—No lo haré… No lo haré… —prometió entre sus respiraciones ahogadas.

Si debía luchar en otra guerra santa para asegurar el futuro por el cual su amado debió dar la vida, lo haría. Moriría luchando también.

 

Notas finales:

Hay muchos errores en los tiempos verbales y las dos o tres veces que parece narrar Shion fuera de diálogo me duelen, pero jo, jo, jo

Abrazos.


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