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Grandes Esperanzas por Crawlingbutterfly

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Notas del fanfic:

Antes que nada, debo aclarar que ésta historia está basada en un film de Alfonso Cuarón, mismo que a su vez está basado en la novela “Great Expectations by Charles Dickens”. La mía es una adaptación muy sencilla, pues apenas sí he visto el filme una sola vez (y con vergüenza admito que no he leído el libro). Mi escrito no es una historia original, pero tampoco es una copia y sobre todo: No es un plagio, sino un homenaje a una obra que por demás me dejó impactada y que, desde el momento en que la vi, me ruega llevarla a una apropiación con los personajes de Saint Seiya (que para variar, tampoco me pertenecen).

Notas del capitulo: Con todo mi cariño para mi querido Sol: Es toda tuya preciosa.

Espero les agrade y quieran comentarme, ya saben que todos sus review siempre son bien recibidos y agradecidos. Nota: Aún no entiendo por qué la página no respeta el pronombre: él en mayusculas, sustituyendole por tres puntos antecediendo la letra ele (...l) . Así que, ahora cada vez que se encuentren ese... mmm... ¿signo raro? ya saben a que se refiere.
Antes que nada, debo aclarar que ésta historia está basada en un film de Alfonso Cuarón, mismo que a su vez está basado en la novela “Great Expectations by Charles Dickens”. La mía es una adaptación muy sencilla, pues apenas sí he visto el filme una sola vez (y con vergüenza admito que no he leído el libro). Mi escrito no es una historia original, pero tampoco es una copia y sobre todo: No es un plagio, sino un homenaje a una obra que por demás me dejó impactada y que, desde el momento en que la vi, me ruega llevarla a una apropiación con los personajes de Saint Seiya (que para variar, tampoco me pertenecen).



GRANDES ESPERANZAS

"Sólo te romperá el corazón. Es un hecho. Y aunque te prevenga, aunque te garantice que él sólo te lastimará horriblemente, tú lo perseguirás....¿No es maravilloso el amor?"


By
Crawlingbutterfly


Capitulo I




Eres un adulto. Las responsabilidades te persiguen. Te acosan. Te atrapan después de años y años de asecho constante… ¿Dónde quedaron los juegos inocentes? ¿Dónde las ilusiones infantiles? ¿Dónde aquel espacio tan especial que te abrigaba en las noches lluviosas y te admiraba, en solemne silencio, mientras crecías? ¿Dónde aquel árbol que envejecía a la par de ti pero tan lentamente, en comparación tuyo, que ni cuenta te dabas? ¿Dónde?…

El mío quedó olvidado en una crecida de río. Revuelto, cubierto por un fétido barro verdoso. El gran árbol que me prestaba sus largas ramas para montarlas cual engalanados corceles fue derribado por el viento, dejado con sus sedientas raíces expuestas al inclemente sol.

Jamás le vi erguido nuevamente…

A partir de aquella fatídica tarde dejó de ser mi compañero fiel, y yo me vi forzado a crecer. A dejar mi infancia ahogada junto a sus ramas que se despedían desde el fondo del río.

Guardé todas mis risas en el fondo de mi ser y sellé mis labios para no hablar de más nunca más. Comencé una nueva andanza, que sinceramente, debo admitir, no tenía ni la más mínima idea de a donde me llevaría. Pero la comencé porque era un “adulto nuevo”, y porque así es como debían ser las cosas de allí en más.

Con mirada nueva, y extraviada, contemplé la relación de mi hermana con un hombre que llevó a vivir a casa apenas 2 meses después de haberle conocido. A él le escuchaba gemir entre sus piernas casi todas las noches. A ella le vi partir en menos de medio año; cuando según, nos explicó en una escueta nota, se cansó de cuidar al par de “niños” que representábamos en su vida.

Fue tan extraño e irritante ¡Porqué ella era toda mi familia!, y de un día para otro era Valence quien se encargaba de mí.

De mí y mi nueva vida de adulto.

Valence Ivalenty era el nombre de un decadente italiano que tuvo el infortunio de conocer y enamorarse perdidamente de Fleur, mi hermana mayor.

Antes que él vi a muchos rendirse a ella, pero ninguno como lo hiciera Valence. Cuando él llegó a casa yo no podía, tan siquiera, soportar su mirada sobre mí, tan fría, tan solemne y de cierta forma suplicante.

Al principio intentó por todos los medios convencer a Fleur de que nos mudáramos con él, que dejáramos la vieja casa, única herencia de nuestros fallecidos padres, y viviéramos en una melancólica finca que había adquirido apenas llegara de Sicilia. Pero mi hermana nunca aceptó. Tampoco lo hice yo cuando ella nos dejó. Después jamás insistió.

…l tampoco solía hablar de más, y sin embargo en uno de sus poquísimos episodios de embriaguez me platicó que había estudiado arquitectura en Florencia, que su futuro había estado asegurado desde su ingreso a la facultad y que al graduarse había dejado todo por una mujer que le rompiera el corazón sin escrúpulo alguno. Al final, huir de aquella tragedia le llevó hasta: el viejo Nuevo Orleáns; donde su mutismo le consiguió un puesto respetable en una constructora. En la cual jamás comentaría su verdadera profesión.

Durante los fines de semana Valence solía aceptar uno que otro trabajo en las fincas cercanas, más que nada sencillas reparaciones a las enmohecidas casonas del Misisipí; mientras que yo daba largos paseos por el muelle. Soñando con lejanos destinos e inalcanzables oportunidades. Y es que, aunque Valence me proporcionaba todo lo que yo necesitaba, incluyendo una buena educación, a lo que yo en verdad aspiraba quedaba muy lejos de casa. Del otro lado del mundo, justo en el país que él había abandonado por decepción.

Pero a mí nunca me abandonó, y eso que no existía mayor compromiso entre los dos.

Un viernes caluroso, de esos de infierno cuando el sol te quema apenas toca tu piel, terminamos temprano en el colegio y como la constructora me quedaba de camino a casa me decidí a pasar por Valence y tratar de convencerle de comer en alguno de los restaurantes que rodeaban la zona de su trabajo. Pero no le encontré por ningún lado, en cambio si me tope con unos desagradables tipejos que hablaban pestes sobre él: Le tachaban de idiota por ocuparse de mí sin ser nada mío. De cornudo porqué mi hermana le había engañado con un cualquiera… ¡Hasta de pervertido le tildaron! Pues dijeron que en su empeño por mantenerme a su lado no debía existir nada sano…

¡Estúpidos! ¡Diez mil veces estúpidos! Jamás hubiesen comprendido el lazo que llegó a unirnos.

Mismo que perdura hasta hoy en día… Y lo hará hasta nuestra muerte.

Sin embargo, nada me pudo haber dolió más que escuchar el sobrenombre que le colgaban a sus espaldas: Death Mask… ¿¡Y qué esperaban esos idiotas!? ¡Era demasiada tristeza la que soportaba su corazón como para pretender que su faz contuviera tanta desolación!

Me enfurecí como nunca antes lo había hecho. Me hervía la sangre y apenas si alcanzaba a comprenderlo; era yo un niño jugando a ser adulto. Un adulto que no entendía el por qué de esos agridulces comentarios que ahora me son tan comunes. En ese momento, con mis escasos 13 años, salí corriendo, olvidando el verdadero motivo que me había llevado hasta allí. Cerré mis puños y aceleré el paso con mi quijada que había quedado trabada. Por primera vez en toda mi vida una indignación lacerante arrebataba mi cordura, guiaba mis pasos ciegos y me mostraba lo duro y doloroso que era el proceso de crecer.

Maldije a mi hermana por lo que nos había hecho a Valence y a mí.

Corrí demasiado, más de lo que corriera en toda mi niñez y como la frágil e infantil figura que era, mi corazón me llevó al único lugar donde, se sabía, podría sentirse seguro: junto a mi gran árbol caído.

Sí un niño comprendiera la magnitud de lo que conlleva el maldecir un momento, un instante, un caso especifico o a un ser cualquiera, estoy seguro de que nunca lo haría. Tu vida se altera, desquebraja la inocencia…, y sin embargo… con el tiempo sueles agarrarle sabor a todas las cosas. Comencé a comprenderlo en ese momento, cuando el maldecir a gritos me conseguía menguar aquel mal sabor de boca… ¡Nadie tenía derecho de hablar así de quien fungía casi como mi padre! ¡Nadie! ¡Valence era increíble! Mucho más cercano a mi corazón que la mismísima bruja que me había dejado en manos de un antaño desconocido.

Mucho más…

Cuando la ira te consume no sueles sentir nada más. Ni el llanto quemando tus mejillas. Ni tus gritos desgarrando tu garganta, tampoco qué sueles caer de rodillas contra el suelo para golpetearlo con tus manazas… Mucho menos percibes miradas inquisidoras; como aquella que se debatía entre la vida y la muerte por admirar a un chiquillo llorando su primera frustración.

Créanme, es cierto, no sueles percatarte de esa clase de cosas… yo no lo sentí, y en ese momento al elevar mi mirada nublada por grosas lagrimas y encontrar mis claros azules con otros profundos creí quedar petrificado por dos milenarios témpanos de hielo.

Mi llanto cesó, y como vestigio dejó dos lagrimones corriendo por negruzcas, enlodadas mejillas. Medio me incorporé, creo que hasta ladee un poco el rostro para admirarle mejor. …l se mantenía inmóvil, abrazado a las ramas de mi árbol caído, oculto entre éstas y sumergido hasta el cuello en el agua. Se lo notaba cansado. Indefenso.

Como me encontraba de rodillas sobre el terreno lodoso avancé a gatas hasta la orilla. Su mirada me seguía, me repelía, pero no pudo más que la curiosidad de un ingenuo muchacho. Al final quede postrado entre un charco.

Hasta la fecha no entiendo por qué hice lo que hice…

Extendí mi flacucho brazo en su dirección. …l tomó mi mano sin dudarlo. Pero se encontraba tan exhausto que al contacto se desvaneció; su peso muerto le jaló al fondo y con él me hundí yo.

No vale la pena narrar la desesperada lucha que llevé acabo para sobrevivir, además, en esos casos no sueles razonar, así que no tengo una visión clara de lo que sucedió…, sólo me recuerdo arrastrándome por la orilla halando el cuerpo inerte del extraño.

Quedamos los dos tendidos sobre el piso, pero sólo tomar un poco de aire me arrastré un poco más hasta alcanzar un claro de aromático musgo; él estaba inconsciente, respirando tan imperceptiblemente que llegado un momento creí que se encontraba sin vida. Muchas ideas pasaron por mi mente, entre ellas la más recurrida era la de salir huyendo, regresar a casa, pero aquel hombre se veía tan… necesitado…, que no pude abandonarlo.

Pasado un rato, el frescor del remojón se cambiaba por un bochorno increíblemente molesto, además de que los mosquitos, quienes ya se habían percatado de nuestra presencia, arremetían con toda saña contra mi piel, ya fuera cubierta o expuesta; a esos animalejos les da igual, lo único que quieren es hurtar el liquido vital. De estar recostado me incorpore para ponerme en movimiento e impedirles me siguieran picoteando (no sirvió de nada, debo confesar), corrí a la orilla para mojarme los brazos y el rostro y así calmar el ardor que ya me invadía por el veneno de los insectos que me habían tomado por festín.

- Cúbrete con lodo – escuché que dijeron a mis espaldas -, eso ayudará a que no te sigan más.

¿Cómo les describo el primer infarto de mi vida?

Escuchar aquella voz me ultimó y revivió al mismo tiempo. Aún no tengo palabras para describirla y miren que las he buscado por muchos años. Me impactó, y lo gocé, y supe que jamás querría dejar de escucharla. De alguna forma era atemorizante, pero me encantaba. Y sin entenderlo seguí su consejo; en unos segundos era yo el monstruo del pantano.

- Gracias, niño - dijo secamente. Yo asentí sin mayor esfuerzo, sin dejar de mirarle y sin dejar de formular preguntas en mi cabeza que no me atreví a externarle. - Tú… ¿te encuentras bien? - me preguntó.

¿Es necesario decirles que no respondí? ¡No podía! Me tenía embobado.

- ¿Me entiendes? ¿Comprendes lo que digo? – cuestionó nuevamente con ese exótico acento que emanaba de sus labios delgados. Y yo sólo pude asentir tímidamente -. ¿Puedes hablar? – otra confirmación de mi parte -. ¿Tienes nombre? – dijo medio sonriendo impacientemente.

Bien sabía el desdichado el efecto que causaba en la gente ¡Cuanto más en un escuincle pueblerino!

- Hy-hyoga… S-señor…

…l rió.

- No me llames “Señor”, Hyoga – dijo entre la risa que fue apagándose poco a poco -. Dejé de serlo hace mucho tiempo. – concluyó.
- Discúlpeme, señor. – dije nervioso.

…l me recriminó por detrás de sus espesas cejas.

Para mí era toda una revelación. Grande e imponente, con ese aire de melancolía y desazón que envolvía a Valence, pero con un toque de misticismo. Y aún con esa ropa vieja y su facha enlodada… Elegante, muy elegante. Distinguido.

- Es tarde, supongo que alguien debe estarse preguntando por ti – me dijo fríamente -. ¿O no?

Yo asentí, de nueva cuenta devastado por esos témpanos de hielo que eran sus ojos.

Debo aclarar, que cuando me refiero a: “témpanos de hielo” no hablo del color de sus ojos, sino a la fuerza de su mirada. A la frialdad que emanaba de aquellos iris intensamente azules como tristes.

- Entonces… ¿por qué no te vas de una buena vez? – dijo, continuando con su afán por alejarme; aquel afán que comenzara en el momento en que le descubriera observándome y me acercara a él.

Sinceramente me sorprendí, pues mi loca cabecita comenzaba a formarse una imagen muy errónea a la que ahora me mostraba. Sin embargo… era yo muy tonto en ese entonces, no podía dejar de ser el impertinente chiquillo que ansiaba saber más de las cosas que admiraba.

- Yo… vivo cerca de aquí – dije imprudentemente, él me miró reprochándome mi exceso de confianza para con su persona, sin embargo no pude cerrar mis labios y lapidar lo que me urgía escupir -. Puedo traerle algo que necesite. Lo que sea – dije sin poder ocultar la emoción que me embargaba de sólo pensar que él aceptaría.

Por todos los Dioses… ¡Juro que todavía me avergüenzo de lo estúpida que debió haber sonado mi vocecilla adolescente!, pero en esa ocasión el desconocido no se burló, ni se inmutó, su respuesta fue concisa, por demás certera: - ¡Lárgate ya! – me dijo con fuerza en su voz… con desprecio en su mirada, y los puños cerrados contra el fango de la orilla del río. Del río de mi árbol caído.

No me dijo nada más, no era necesario. Debía marcharme de allí.

Ese día no me percaté de lo rápido que había transcurrido el tiempo y ya la noche arañaba mi espalda cuando arribaba a casa. Era muy de tarde, mucho… tanto que debí imaginarme que mi ausencia y falta de comunicación tendrían preocupado a mi único allegado, ya que, al simple sonido de mis pisadas sobre el pórtico Valence salía a recibirme con el rostro embargado en gratitud.

Nunca antes le vi así.

Había quedado erguido delante mío; su puño cerrado sobre el pomo de la puerta daba la apariencia de querer romperlo en cualquier momento. Me recorrió de pies a cabeza con esa mirada incrédula que luego solía mostrar cuando las cosas que le dolían no las entendía.

Yo le dolía.

¡Era todo lo que le quedaba en la vida!

Perderme hubiera sido su muerte. Lo comprendí apenas, y sólo, después de encontrarme reflejado en la preocupación de su mirada azul cobalto. Yo no pude sostenerle por mucho tiempo la mía, me avergonzaba haberle hecho pasar un mal momento. De reojo le vi hacerse a un lado dándome el pase. Avancé frente a él mientras su figura crecía y crecía y yo me empequeñecía por la falta cometida.

- Hay agua caliente – dijo mientras yo trastabillaba al escuchar su voz -, por sí quieres sacarte toda esa mugre.
- Gracias – dije quedito, sintiéndome atropellado por su actitud protectora.
- También te dejé tu comida en la mesa.

Cerró la puerta y mientras crujían las bisagras yo evocaba la primera vez que le había visto parado en ese mismo portal:

Su fiero aspecto me perturbo de sobremanera, bien hubiera pasado por demente cuando realmente era un animal salvaje, brutalmente lastimado, lo que yo estaba contemplando. De cabello alborotado, desgreñado pero corto. Moreno. Sus labios delgados dijeron poco aquella tarde (hablarían menos con el tiempo). Sus cejas igualmente lucían despeinadas, y sus manos… sus manos grandes y fuertes parloteaban de su conocimiento en materiales. Recio y alto inspiraba temor antes que agrado… pero cuando aprendí a leer en sus ojos, a escuchar sus poquísimos susurros, entendí que sólo eso me bastaría: Le querría y él a mí.

¡Y yo iba y me perdía la tarde entera! Sin avisarle, sin reportarme… sin poder explicarle.

Nunca antes lo había hecho, de allí mi necesidad de que comprendan lo apenado que me sentía, lo difícil que era guardarle un secreto ¡Porqué no podía decirle nada!…, de platicarle lo que había sucedido… ¡Así me hubiera ido! ¿Qué acaso no me habían enseñado que relacionarme con completos desconocidos era peligroso? ¡Pues claro que sí!, mis padres me lo aconsejaron de pequeño, pero… ¿Qué con eso? Yo ya no era un niño. Sabía cuidarme solo… y aún así, Valence me hubiese reprendido por hacerme el valientito.

Con el rostro gacho me dirigía a la cocina, la panza de un niño añora más el alimento que la piel sucia una buena restregada con jabón.

- ¡Ni creas que en esas fachas vas a sentarte a la mesa! – dijo Valence, ordenando más que sugiriendo -, anda a sacarte toda esa suciedad, después debemos hablar.

Pasé saliva, había algo en su tono de voz que me inculpaba, pero a la vez no, es un sentimiento difícil de explicar. Y saben, creo que esa noche tomé la ducha más larga que he tomado en toda mi vida, me daba pavor pensar en lo que me esperaba cuando terminara y me dirigiera a la cocina. Prolongue tanto mi aseo que el agua de la tina terminó por enfriarse totalmente.

Ya enfundado en mi pijama no tuve otra opción que dirigirme al encuentro con Valence. Pero, para mi fortuna, él se encontraba dormido sobre la vieja mesa; cansado de esperarme recargaba su cabeza sobre sus brazos flexionados. Su imagen me resultó tan cálida, como aquellas que recordaba de mamá aguardando a mi padre cuando volvía tarde del trabajo.

Despacito jalé una silla y tomé asiento tratando de no hacer el más mínimo ruido para no despertarle, mas el trinar de los cubiertos echó por tierra todos mis esfuerzos. Valence elevó su rostro adormilado, luego poniéndose en pie me retiró el plato de enfrente para ir a metérlo al micro por unos segundos.

- Ese paquete es para ti – dijo bostezando tremendamente.

Yo, que había permanecido con la mirada baja hasta ese momento, me percaté de un paquete que se encontraba en la silla de enfrente.

- ¿Qué es? – dije volviéndome a él.
- Ábrelo.

La forma era extraña, muy delgado pero de mediano tamaño. El contenido era protegido por un burdo papel y cinta canela, mismos que arranqué en mi afán por conocer el contenido…

¿Les platiqué ya el por qué de que mis sueños se encontraran al otro lado del mundo?

Desenvolví con prisa el paquete. Y cuando el contenido quedó expuesto a mi escrutinio… perdí el habla.

Era un hermoso, hermosísimo cuaderno de dibujo. De pasta rígida recubierta de cuero claro en el cual habían grabado mis iniciales:
H.I.

- Hyoga Ivalenty… - dije quedito al mismo tiempo que estrujaba contra mi pecho el cuaderno haciéndolo mío.

Como mío hacía el apellido que se me estaba entregando.

Valence tomó asiento de nueva cuenta. Mi cena igualmente se encontraba de vuelta frente a mí, humeante, olorosamente antojable, pero a mí no me importó, tampoco el reniegue de mi estomago hambriento…, yo me encontraba tan feliz disfrutando de mi obsequio que ignore todo lo demás.

- Lo había encargado desde antes de… - comenzó diciendo Valence, guardó silencio el tiempo que tardó en endulzar su café negro, luego continuo -: Ella me dijo lo mucho que deseabas un cuaderno como ese… todavía lo elegimos entre los dos. Pero con todo lo que ha pasado había olvidado recogerlo. Deje pasar demasiado tiempo.
- No importa – dije lentamente -. Muchas gracias

De alguna forma tuve que resignarme con un ademán de su cabeza como respuesta. No se atrevía a mostrarme su mirada fragmentada por el doloroso recuerdo de mi hermana.
De la malnacida de mi hermana.

-No es muy grande, podrás llevarlo contigo a todas partes. - me dijo.

Yo sonreí asintiendo. Era justo lo que siempre había deseado.

Desde pequeño me encantó dibujar, y aunque en un principio no fui del todo bueno, jamás fui malo. Hasta la fecha mi estilo es calificado como: “poco común”, y me es muy agradable la definición pues no me engloba en nada que yo no quiera.

¿Ahora se entiende por qué mis sueños radicaban en la tierra de la que Valence había huido?… ¡Qué no hubiese dado yo por crecer y estudiar arte en Florencia!… bueno, eso pensaba antes del evento que cambiaria el rumbo de mi existencia. Y aunque en ese momento no me di cuenta, ya otros habían puesto a girar la rueda de mi destino.

Esa noche no dormí ¿Y cómo querían? ¡Sí prácticamente me encontraba como niño con juguete nuevo! Ya en vela decidí estrenar mi cuaderno con un retrato de Valence. Con mi burdo trazo capturé la melancólica mirada que siempre asomaba a sus ojos cuando regresaba cansado del trabajo y ella no se encontraba para recibirle con una sonrisa o con una palabra de aliento, de cariño. Le dejé su cabello alborotado, pero suavice la dureza de sus labios silenciosos.

Cuando firmé mi creación di vuelta a la hoja. Sobre la nueva blancura mi lápiz se movió liviano y en un parpadeo dejó al descubierto el esbozo de un agridulce recuerdo… “¿Se encontrará bien?”… me pregunté admirando el rostro del hombre en el río.

Por supuesto, esa noche mi sueño no fue del todo tranquilo. De hecho, creo que jamás volvió a serlo de allí en adelante.

A la mañana siguiente, de camino al colegio, decidí desviar mi camino dando vuelta a la izquierda en la vieja central de bomberos, avance unos cuantos metros y luego doble a la derecha, de ahí en más debí ir recto hasta adentrarme en el pantano (que desde tiempo atrás lo era más de nombre que de apariencia) hasta llegar donde mi árbol caído.

A ciencia cierta no tenía ni la más mínima idea de lo que encontraría, pero definitivamente sabía que buscaba.
O mejor dicho: sabía a quien buscaba.

- ¿Hola? – dije cuando mis pisadas cesaron sobre la vieja hojarasca; mi árbol se desparramaba a mi costado derecho -. ¿Hola? – lancé repetidamente sin respuesta alguna.

Entonces caminé río abajo, tanteando el entorno y los ruidos que se apagaban a mi paso. Pero del hombre que buscaba no encontraba nada.

Yo llevaba mi almuerzo del día en la mano izquierda, y mis cuadernos en la derecha, también me había llenado los bolsillos de gomas de mascar y hasta con un cigarrillo cargaba por si lo localizaba, claro, yo no fumaba, pero como a veces Valence lo hacía creí que igual al hombre ese le agradaría.

Y nada. Por ningún lado lo ubicaba.

Ya por fin me decidía a darme por vencido, pues llevaba demasiado tiempo perdido, y ni hablar de la falta en el colegio, cuando refunfuñando y por demás frustrado me di la vuelta para emprender el regreso y justo le vi con el rabillo del ojo ¡Allí estaba! Trabajosamente recargado contra un retorcido árbol.

- H-hola – dije temeroso, escrutándole con mi mirada curiosa -. ¿Se encuentra usted bien, señor?
- Si – dijo groseramente -. Eso, hasta que llegaste… - me vio, y estoy seguro que admiró la reacción de mis ojos cuando los abrí tan grandes como podía por la decepción -. A quien has traído contigo… ¿a la policía? ¿a tu padre?… ¿¡A quien!? – exigió con violencia dando un torpe paso.
- A n-nadie – murmuré cual ratoncillo asustado.
- Mentiroso – musitó -. Nadie que ande solo busca con tanta confianza a un desconocido que se manifiesta fugitivo.

¿Acaso había escuchado correctamente? ¿había dicho: “Fugitivo”?… Lo era, su ropaje lo delataba.
A mí no me importaba.

- Fugitivo… - repetí quedito.

…l se giró sobre el tronco para ahora apoyar su espalda en vez de su costado.

- No puedo creer que no reconozcas un uniforme de presidiario cuando lo ves – gruñó entre dientes.
- Es que yo… ¿usted lo es? – solté con mi tonó simplón.

…l rió.
Ya era demasiado frecuente que ese hombre riera en mi compañía. Pero más bien, en ese momento se carcajeaba.

- ¿Qué traes allí? – dijo cortando de tajo su risa nefasta señalando el paquete de mi almuerzo.
- ¿Esto? – respondí observando mi puño mientras lo elevaba -, si lo quiere es para usted. – terminé levantando los hombros.

Quiso avanzar hacia mí. El brillo de un interés hambriento destelló en sus profundos azules. Pero al tercer paso trastabillo y fue a dar de bruces contra el suelo; en ese momento entendí porqué se encontraba recargado contra el árbol: estaba lastimado.

En otro arranque de tontera palpable corrí en su auxilio, le ayude a medio incorporarse y le extendí el paquete. Devoró el escaso contenido en un abrir y cerrar de ojos. Y luego me vio esperando que le apareciera algo más.

- Lo siento, eso era todo.

Agachó la cabeza y yo le extendí las gomas de mascar y el cigarrillo; éste último fue el primero que tomó.

- Y de casualidad ¿traerás encendedor? ¿o fósforos?
- ¡Pero que tonto! – me dije azotando mi propia frente con ambas manos.
- No importa, en serio – me dijo sonriendo de lado mientras apartaba mis manos del rostro -. Gracias, Hyoga. Has hecho por mí mucho más de lo que debieras.
- ¡Recuerda mi nombre!
- Claro, apenas ayer me lo dijiste.

Se movía buscando una más cómoda posición cuando su rostro se vio cruzado por un hito de dolor.

- ¿Está bien? – grité alarmado.

…l respiró profundamente mientras halaba los jirones que alguna vez formaran la pierna de un grisáceo pantalón. Un prolongado desgarre quedó al descubierto. Ya algunas sanguijuelas habían sido acomodadas estratégicamente para que se deshicieran de la sangre coagulada.

- Nada que no se cure con el tiempo – dijo trabajosamente.
- Se ve muy mal – dije imprudentemente.
- Lastima, como te darás cuenta, no puedo hacer más por ella. – comentó refiriéndose a su pierna.

En su voz había un no sé qué que me estrujó el corazón. Acaso… ¿así se resignan los adultos a perder algo suyo? ¿así nada más? ¿cómo si nada?

- Yo podría ayudarle, si tan sólo me dijera cómo.
- No debes – me observaba al hablar, pero también me taladraba -. Ya fue suficiente. Además es necesario que me marche ésta misma noche, antes de que me encuentren.
- ¡Pero puedo ir y regresar ahora mismo! – aseguré poniéndome en pie -. Dígame que necesito traerle.

El hielo es milenario, tan hermoso como imponente, desolador y conmovedor… ¿Han escuchado la frase: “Es sólo la punta del iceberg”? pues esa mirada era la punta, la cúspide de una inmensidad de secretos. Una inmensidad en la que me hubiera ahogado sin mayor problema.

- Antibiótico – dijo por fin -, consígueme un poco de ampicilina, con eso bastara.

Asentí decidido.

Corrí cual poseso directo a la farmacia. Lo que llevaba de mi semana me alcanzó para un tubo de antiséptico, unas pocas vendas y la caja de ampicilina en cápsulas para adulto. El dependiente me recomendó que sí pensaba hacer la curación de la herida de algún animal, también llevara algo de alcohol para limpiar antes de aplicar el antiséptico y que de las cápsulas sustrajera el medicamento y lo diluyera en agua para dárselo a tragar con una jeringa. No podía desmentir su teoría… tuve que comprar también la jeringa.

Como ya no me alcanzaba para una botella de alcohol decidí pegar carrera a casa y sustraerlo del botiquín, asimismo me hice con un poco de algodón, varias banditas y por si las dudas gasas y otras tantas medicinas que quien sabe para que servían (y que al final no fueron de gran utilidad).

Igualmente cargué un termo con agua, poco más de pan y galletas; y por supuesto me llevé una cajilla de fósforos.

Después de que él mismo se hiciera la curación se dispuso a comer unas cuantas galletas, el resto de las mismas se las guardó en un bolsillo junto con el trozo de pan que aplastara previamente para menguar su volumen.

En silencio y bajo mi infatigable mirada encendió el cigarrillo. Las dos sencillas fumadas que le dio impregnaron su rostro de una saciada expresión que le hizo lucir todavía más enigmático de lo que ya me resultaba. El sol caía y nuestras sombras crecían juntas rumbo al río, casi podía asegurar que deseaban escapar, zambullirse y dejarse llevar por la corriente, o nadar contra ella.

- Es hora de que te marches – dijo apagando el cigarrillo contra una rama vieja, acto seguido se guardo el tramo que le quedaba junto con los fósforos en un bolsillo a la altura del pecho, donde se palmeo repetidas veces mientras me decía -: No tengo como pagarte lo que hiciste por mí. Aunque jamás debiste hacerlo pues no soy lo que tú piensas…
- ¿Qué es entonces? – interrumpí para hacer tiempo, no quería alejarme de allí. No deseaba apartarme de él.

Pero mi pregunta sólo ganó una regía mirada. Tan perturbadora como la inclemencia del tiempo.

- Para nada es pertinente que lo sepas, chiquillo – sentenció, y agregó -: Veté ya, tus padres deben estarse preguntando por ti.

Yo guardé silencio contrariado en mi interior que se negaba a dejar aquel lugar. Pero de pronto, en un instante de sabia iluminación, producto de sus palabras, recordé el rostro de Valence. Le vi con aquella mueca de preocupación que le contemplara la noche anterior cuando igualmente había pasado demasiado tiempo fuera de su conocimiento, y lloré para mis adentros porqué comprendí que no podía hacérselo otra vez. No tenía derecho de preocuparle nuevamente.

- Anda, márchate de una buena vez – me ordenó.

Encaprichado por mis deseos encontrados me puse en pie lentamente para ir a recoger mis cuadernos. Cuando me disponía a despedirme él me extendió el termo con agua – Es suyo – dije quedito, a lo que el agradeció con una llana sonrisa. Hice un ademán en despedida con la mano y me dispuse a dejarle solo… “Valence me espera en casa”… me repetía para mis adentros, intentando convencerme de qué no estaba loco cuando admiraba mi sombra empecinada en alargarse para zambullirse en el río… junto a la de él.

Todavía alcancé a escuchar una última oración de parte suya, en ese momento no comprendí lo que dijo ya que lo había hecho en su lengua natal, pero lo memorice y con el paso de los años logré averiguar la traducción: “Gracias, pequeño ángel”.
Me dijo en un delicioso Francés.

Llegué a casa poco antes que Valence, quien durante la cena me anunció que el fin de semana haría una visita a una finca al parecer abandonada hasta entonces pero que los dueños deseaban reacondicionar. Yo no podía despegar la mirada de mi plato y fue en un susurro que acepté acompañarle para la evaluación del inmueble.

Más tarde, cuando todo permanecía tranquilo y sólo el ruido de la ducha que tomaba Valence endulzaba la insondable noche me anime a tomar mi cuaderno de dibujo. Necesitaba desahogarme, vaciar ese extraño sentimiento que me carcomía sin motivo alguno. Necesitaba zafarme del trance en el que había caído por adorar a un desconocido.

Con avidez di vuelta a la primera hoja, aún tenía a Valence conmigo, así que no era imperativo contemplarle en mi cuaderno, yo quería ver el rostro del fugitivo que a partir de ese momento dejó de ser un desconocido…

Cuando me di a la tarea de conseguirle medicina para su herida, dejé a su cuidado mis pertenencias, puse a su alcance la facilidad de revisar lo más intimo que yo poseía hasta ese entonces: Mi cuaderno, mis dibujos. Quizá lo más perturbador de todo el asunto fue, que él había podido encontrarse a sí mismo en
Notas finales: No olviden dejarme su opinión, eso me alentaría a pasarles la continuación. Besos a todas (os).
Namarië...

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