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Ordinary Day por shibarisama

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Notas del fanfic:

Nunca escribiré una serie ni nada remotamente coherente.

 

A veces uno piensa que la infelicidad es producto de una vida desordenada, sin horarios, sin límites, sin reglas. Una persona infeliz lo es porque no lleva una dieta de nutricionista, porque no ejercita el cuerpo tantas horas a la semana, o porque trabaja demasiado. Una persona funciona incorrectamente si no es lo que ese repugnante conjunto de seres disfuncionales denominado sociedad dictamina y considera apropiado…
Pues bien, yo opino que una persona es infeliz cuando no tiene lo que quiere, cuando vive según reglas ajenas, y cuando restringe lo que siente. Es por eso que aquí, sentado frente a una estúpida pantalla plana poblada de números y listados de clientes, con un cigarrillo común (y no mentolado, porque a la estúpida máquina expendedora se le agotaron los mentolados, maldita sea), y acompañado de una taza de café helado, puedo afirmar fehacientemente que soy un tipo muy, muy infeliz.
Soy infeliz por razones obvias y otras no tanto. En aproximadamente media hora se termina mi turno en la oficina, y además me queda un poco de dinero en la cuenta bancaria para disponer de la forma que me plazca (esto es, ahorrándolo, gastándolo en alcohol caro, en una camisa nueva, una porno o una puta). Aunque el plan suene bien, realmente es un dilema bastante molesto. La camisa nueva es la opción que más me atrae, y más teniendo en cuenta que uno o dos días atrás vi que mi tienda preferida estaba de rebaja; aunque sé bien que lo indicado es ahorrar.

A la mierda lo correcto, que se jodan todos. Estoy harto

Quizá debiera optar por lo que mi instinto de supervivencia me ruega de rodillas, es decir, quizá debiera sacar todo el dinero de la cuenta y meterlo en una caja de zapatos atiborrada de papel de relleno, y esconderla bien en el fondo del armario para que se me olvide que existe, hasta que alguna emergencia financiera me lo recuerde.
Bien, no importa, tengo suficientes camisas. Tengo suficiente cerveza, suficientes revistas pornográficas y el sexo… Bueno, mi propia mano servirá. A fin de cuentas hace meses que no acaricio a nadie ni soy acariciado, y mis niveles de deseo sexual, que alguna vez fueron ardientemente saludables, hoy son prácticamente el último vestigio de una chispa consumiendo el tabaco en una colilla aplastada. O algo así.

No tengo absolutamente ni la más mínima gana de tirarme a nadie

Lo cierto es que ha pasado media hora, y en este momento dejo tras de mí las puertas de cristal giratorias que sirven de entrada a cierta empresa de mercadeo que me paga el sueldo, para darle la cara a un cielo gris, encapotado de nubes de agua y tóxicos mortales. El ritmo de la calle es frenético, desenfrenado y completamente irritante a esta pesada hora de la tarde. Al otro lado de la calle asquerosamente transitada, apenas llego a vislumbrar que mi café preferido está relativamente vacío para lo que se considera normal. Llámenme simplón, pero la perspectiva de conseguir una buena taza de macchiato dulce y espeso sin hacer ninguna fila mejora razonablemente mi humor.
Las puertas tintinean hogareñamente al cerrarse a mis espaldas y rápidamente me acerco al mostrador con la billetera tentadoramente a la vista, porque como cualquiera sabe, no hay mejor forma de llamar la atención de un empleado que blandiéndole dinero enfrente. Pura lógica.
Apenas puedo concretar este pensamiento que, como por arte de magia, una de las bonitas muchachas ataviadas con cofia y delantal color crema se me acerca, dándome las buenas tardes y sonriendo un tanto histéricamente. Recito mi pedido, le doy el dinero y me siento en una mesa para dos a un costado del mostrador vidriado que contiene varios pasteles y otras confituras.
Al poco tiempo el pedido es colocado frente a mí en una bonita bandeja de madera fina y doy las gracias sin levantar la mirada del suculento remolino de crema y espuma que corona la taza. De fondo se oye aquel tintineo de puertas.
No me interesa en absoluto mirar a mi alrededor ni inspeccionar al nuevo cliente, y mi visión se desvía automáticamente hacia fuera, para notar con frustración que ha comenzado a llover ligeramente. La gente corre…

Tratando de huir de sus vidas planas, insípidas, como la mía

Las empleadas han comenzado a reír y a bromear en un tono que no puedo dejar de identificar como ‘coqueto’. Es como tener cuatro moscas zumbando alrededor, una auténtica molestia.
-No, caballero, ¡cómo se le ocurre! El café va por la casa, elija un asiento…
-Su pelo es absolutamente magnífico, y qué elegante lo que lleva puesto…
-¿No le gustaría pasarse la tarde con nosotras? Comerá y beberá gratis, ¡por descontado!

Ojala yo fuera una personalidad importante y me invitaran los cafés. Ojala al verme me reconocieran y me halagaran la ropa y el peinado y las mujeres se abalanzaran para atender mis caprichos. Ojala. Le doy un sorbo al café, no quiero que se me enfríe. Afuera llueve más fuerte y ya casi no hay gente corriendo, sólo algunos (¿no saben que al correr bajo la lluvia se mojan aún más?). Otros se esconden bien pegados a los escaparates de las tiendas, con la resignación arrugándoles el rostro.
Siento como si me aislara de todo, el calor que el café infunde en mi cuerpo es acogedor, la lluvia afuera ahoga todos los sonidos inoportunos y me hipnotiza, me marea…
Tap, tap, tap, tap, tap, taptaptaptaptap… BAM.

¿Qué carajo…?

El brusco golpe sobre mi mesa me despierta violentamente y le dirijo una mirada asesina al culpable, pero no tengo que levantar demasiado la vista para encontrarme con un par de falsos ojos claros.
El ente que está de pie frente a mi mesa y que acaba de estampar la bandeja con su pedido regalado me mira sonriente, y aunque quiero insultarlo y mandarlo a correr bajo la lluvia, su aspecto es tan particular que me resulta inevitable tomarme mi tiempo para observarlo. Bajito, delgado, envuelto en un traje de seda o raso o cualquier tela cara color carmín, escote escandaloso, y piel y cabello demasiado blancos; el tipo exhala un aire de superioridad entremezclada con cansancio.
- ¿Me puedo sentar? No me gusta comer solo y las baristas me ponen demasiado nervioso.
Para alguien de su altura, su voz es estremecedoramente profunda y seductora. O sólo profunda. La otra es una observación bastante gay.
Da igual.
Inclino apenas la cabeza, como para dejarle en claro que acepto de pura cortesía pero no estoy del todo contento con su presencia. Aunque no sea forzosamente cierto. Pero suelo hacer idioteces como esas, y esta vez no será excepción.
Él simplemente amplía su deslumbrante sonrisa y se arrima a la diminuta mesa cuadrada. Parece una criatura porque es muy angosto y todo en el es como muy pequeño, es decir… Su cara, las manos, los labios… Todo es pequeño. Por la forma en que está arreglado imagino que debería reconocerlo al instante pero con toda honestidad, no sé nada de celebridades ni personalidades importantes. No tengo tiempo de mirar televisión o leer otra parte del diario que no sea la de Economía, por tanto estoy muy desactualizado en estos asuntos de farándula. A él no parece importarle que no le asedie con grititos histéricos (perfectamente normal, supongo), y tan sólo se limita a revolver distraídamente su submarino con un palito de madera. Al cabo de unos momentos detecta mi mirada acuciante y sin alzar la vista de la barrita de chocolate que se desarma dentro de su copa, sonríe ligeramente.
- Uno pensaría que con esta lluvia, todos esos engendros se volverían a sus casas, ¿no?
No entiendo de qué me habla, y mi rostro debe verse muy estúpido porque se ríe cuando lo miro. Entonces se escucha un sacudón y el (a estas alturas irritante) cascabeleo, mientras un sujeto entra corriendo al café, empapado y cubriendo con todo su cuerpo un maletín de trabajo.
Oh.
- Oh – exclamo en voz alta-. Supongo que tienes razón… Aunque me imagino que yo reaccionaría muy parecido a ellos.
Él sigue sonriendo (¿no le duele la cara?) y saca del bolsillo un estuche redondo con tapa a rosca. Al abrirlo veo que está lleno de líquido, y me invade la curiosidad. Mientras yo intento descifrar de qué pueda tratarse, él se lleva la yema del dedo índice al ojo y suavemente despega la lámina de color azul hielo de su iris, para luego depositarla dentro del estuche. Repite la acción con el otro ojo, cierra el estuche, lo guarda y a continuación parpadea muchas veces seguidas, frunciendo el entrecejo.
Es una ternura.
- No puedo dejármelos demasiado tiempo, son nuevos y me irritan la esclerótica – explica muy serio, aún parpadeando de tanto en tanto.
Sin esos lentes diabólicos sus facciones se vuelven inclusive más delicadas e infantiles, y comienzo a encontrarle el atractivo comercial al rostro de porcelana china. O japonesa. Como usted guste.
- Así que… ¿te llamas Akira, no? Un gusto. Mi nombre es Takanori, pero me puedes llamar Ruki. O Ru. Mejor Ruki.
¿La belleza mórbida es también un adivino? Al ver mi gesto de confusión, el pequeño Takanori, o Ru, pero mejor Ruki, señala la tarjeta con mi nombre que cuelga del bolsillo de mi camisa. Suzuki Akira, empleado. No más detalles, no más méritos. Suspiro. La sonrisa de él se desarma un poco.
- Encantado de conocerte, Ruki. ¿Trabajas en la agencia de modelaje? –me refiero a la que se encuentra al lado del edificio de oficinas donde yo trabajo, justo al otro lado de la calle- Lamento no poder reconocerte de otro sitio, pero soy una persona muy obtusa en cuanto a esos asuntos…
- No te preocupes, comprendo. No espero que todo el tiempo me salten al cuello, para serte honesto, preferiría que nadie me note jamás. Pero no puedo esperar mucho si ando por la calle con estas pintas…
- Gajes del oficio…
- Tú lo has dicho.
Regresamos a un cómodo silencio que aprovecho para tragar el fondito de mi café, mientras que Ruki le da una probada a su submarino estirando mucho los labios sobre el borde de la copa y sonriéndome aún con sus bonitos ojos oscuros. De acuerdo, de acuerdo. Es lindo. Atractivo. Buena facha. Galán. ¿Existe alguna forma menos gay de decir que es hermoso? ¿No? Bueno. Me conformaré. A esta altura de mi vida cuestionar mi sexualidad es un detalle menor. Por no decir que me importa un comino si es un hombre o una mujer quien me causa un cosquilleo en el vientre, mientras pueda sentir algo. Lo que sea,
porque me siento tan muerto a veces

cualquier cosa.
No puedo negar que he estado recorriendo con los ojos la expansión de piel expuesta de su pecho, que a simple vista parece suave y tan agradable al tacto como la de un recién nacido. Puedo vislumbrar un lunar, dos lunares, y me inunda el desgarrador deseo de abrazar al pequeño Takanori. ¿Instinto maternal? ¿Los hombres tenemos eso?
Da igual.
Desde donde estoy sentado, huelo la colonia que Ruki lleva puesta. No parece masculina, porque es muy dulce y muy rica.
- ¿Akira?
- ¿Mmmh?
- ¿Qué te sucede?
- ¿A qué te refieres?
Un rubor leve corta la blancura de las mejillas de Ruki, que me mira de forma extraña, como asustado y preocupado a la vez. Supongo que el vapor de la leche caliente le tiñe la cara al beber. O quizá me estoy dejando llevar demasiado por mis fantasías solitarias.
- ¿Qué pasa, Ruki?
Él sacude la cabeza apenas, moviendo los ojos hacia la calle, a través de la lluvia; y aunque no lo doy por sentado, sé que observa detenidamente la fachada del edificio donde trabajo.
- Siempre te veo –comienza, y su voz profunda tiene un dejo de drama ahora-. Te veo cruzar desde aquel edificio a este café… Corriendo, caminando. A veces no vuelvo a verte por horas. A veces, cuando corres, entras y sales. Una vez creí verte llorar pero no podría asegurarlo, las cosas parecen distorsionadas desde el segundo piso de la agencia. Pero, la cosa es… -da un sorbito a su chocolate con los adorables labios en punta.- Akira, ¿eres feliz?
Alzo las cejas notablemente. ¿Es esto una broma? La rutilante estrella de rock, o de calendario, o de alta costura, o quien-carajo-sea Ruki me observa. Me conoce. Me pregunta si soy feliz (la obviedad más estúpida que me han consultado en toda mi vida, creo). Me ha mirado ir y venir en mi absurda rutina proclive al suicidio, me ha visto comprar café barato y llorar en la calle. Y todo seguramente a través de esas láminas de plástico color azul hielo, del otro lado de la laca para cabello, de la mórbida base blanca y el espeso delineador negro. ¿Se habrá reído? ¿Habrá sentido lástima por un ser inferior? Estoy molesto. Me siento invadido, violado. Mi sentido del pudor (ese que te hace cerrar las cortinas cuando te estás cambiando en tu cuarto aunque sepas que no hay vecinos a seis bloques a la redonda), está profundamente ofendido. ¿Qué es esto, una broma? ¿Es una broma? Es tan cliché, que es hasta espasmódico. Qué rayos-
- ¡Akira!
- ¿Ah?
Nos quedamos mirando. Sé que mi cara delata mi enojo, porque la de él muestra pura vergüenza. Suspiro otra vez. No me quiero enojar con el pequeño Takanori, con sus lunares o su colonia rica.
Entonces decido responder la obviedad, aunque me moleste.
- La respuesta es no –pronuncio con voz solemne.
- ¡Maravilloso! – exclama Ruki, y su rostro se ilumina.
Ah, perfecto. Me estaba tomando el pelo.
Al ver que el fastidio en mis ojos empieza a ser reemplazado por ira, se apresura a agregar:
- No, no, Akira, no es lo que piensas. Hace días que me gustas y que quiero hacerte feliz, ¡pero no sé cómo! Al principio pensé que era un poco idiota querer ponerte una sonrisa en la cara aún sin conocerte, ¡pero es como debe ser! Aunque no te buscara, si miraba a través de la ventana o salía al balcón a fumarme un cigarrillo, siempre te veía allá abajo, con el ceño fruncido y un aura de miseria prácticamente tangible…
- Esto no es muy romántico, Ruki.
- Mi concepto de romanticismo es propio y original, no me interrumpas.
Propio y original, pero no estrictamente correcto…Supongo que me gusta eso. Y Ruki continúa describiéndome su novelesco enamoramiento del Akira con cara de pocos amigos y sus visitas al café, a la papelera de la esquina, a la expendedora a buscar cigarrillos, o simplemente sus momentos de soledad aguardando el autobús. Me describe con una devoción que me choca y me exalta, pero no de forma negativa, sino entibiando esos cubitos de hielo desarmado que, sin saberlo, se hospedaban en puntos clave de mi interior. Ruki es pequeñito y hermoso, y sin duda está un poco chiflado, pero me ha elegido de una muchedumbre. Me ha visto. Se ha enamorado y ahora está sentado frente a mí con una fuerte verborrea que toca temas de lo más variados, yendo de lo bien que me queda el uniforme, pasando por una inocente curiosidad por mis lágrimas, hasta finalmente preguntarme si me apetece la idea de visitar el Acuario en una cita.
Es una ternura.
- Hey, Akira…
Su mano aparece entrelazando nuestros dedos de repente; los míos de aspecto cansado, los suyos pálidos como arañas fantasmales y tersos como un baño de suavizante. Me mira con dulzura mientras sus yemas acarician el dorso ribeteado de venas de mi mano temblorosa.
- ¿Sales conmigo?
¿Ustedes qué responderían? ¿Que sí, que no? ¿”Esfúmate, maldito acosador, o te denuncio con la policía”? Créanme, aunque quisieran, no podían enojarse con el pequeño Ruki y su apariencia estrafalaria de un millón de dólares. Y menos aún si pudieran sentir la suavidad y calidez de sus manos recorriéndoles las palmas, las muñecas y los antebrazos. O si vieran su rostro aniñado, con una media sonrisa amorosa. Entonces contesto lo que debo contestar, olvidando todo lo que he sentido hasta el momento, dejando de lado los ridículos parámetros de lo que es normal y lo que es un tanto extremo. Esta vez no es ninguna obviedad. O tal vez sí.
- Me encantaría salir, pequeño Takanori.
Y la media sonrisa se expande visiblemente, esta vez fuera de los límites de sus mejillas, porque puedo sentir cómo mi rostro se estira junto con el suyo.
Para muchos la felicidad es tenerlo todo, ser exitoso, viajar a muchos lugares, tener mucho sexo y sentirse plenos, pero desde el vamos que jamás he coincidido con lo que la gente normalmente piensa, ¿o acaso no me creen? Entonces decido que la felicidad, la mía, la que no pienso compartir con nadie más que él, y la que definitivamente escapa del común de la gente, es simplemente salir del café de la mano con el semidesconocido Takanori, riendo estúpidamente, sin importarnos que la lluvia le corra el maquillaje o me arruine el uniforme. Nos miramos sonriendo como idiotas y, fuertemente sujetos, corremos hacia la parada de autobús, para mojarnos más.
Si tenemos suerte, el Acuario estará abierto a estas horas.
Ah, y que no se me olvide: necesito una camisa nueva.

Notas finales: Para Hachiko, con cariño.

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