Os contaré un cuento.
Erase una vez….
En un reino rodeado casi por completo por un río de anchura considerable, vivía un rey de muy buen corazón. Era tal su fama que consiguió casarse con la mujer más bella del reino y junto a ella tuvo un hijo, un niño de finos cabellos rubios, ojos del color de la hierba fresca y piel tan blanca como la leche.
En cuanto llegó a los reinos vecinos historias sobre la belleza de aquel niño se armó mucho alboroto y cuando el niño apenas tenía seis años empezaron a llegar mensajeros de otros reinos ofreciendo la mano de esa princesa, de aquella y de la de más allá. Se le ofrecieron incluso la mano de princesas que ni siquiera habían nacido aún.
El rey, agobiado y preocupado por la niñez de su único hijo, decidió mandarle a un pueblecito de la frontera alejándole del ajetreo diario de mensajeros, reyes y princesas que entraban y salían del palacio.
Era un pueblecillo de apenas nueve habitantes cercano al río fronterizo y en el cual la persona más joven sobrepasaba los sesenta años.
El pequeño príncipe no tenía con quien jugar y se aburría sobremanera, así que cogió como costumbre ir a la orilla del río a tirar piedras o ramas a su cauce; pero un día, mientras tiraba piedrecitas al agua vio aparecer al otro lado a un niño con un pequeño potrillo negro. Era un niño de más o menos su misma edad, de pelo negro, ojos azules y de piel ligeramente bronceada.
-¿Qué haces ahí? No sabia que hubiese niños en esa zona.- dijo el niño moreno acariciando la cabeza del potro.
El pequeño príncipe no sabía que responder, su padre le ordeno no decir quien era, aunque siempre podría decir la verdad algo maquillada ¿no? Al fin y al cabo, el otro niño era y estaba en otro reino, lo mas seguro es que no supiese nada sobre él.
- Mis padres me dejaron una temporada en un pueblo cercano, con mis abuelos, y este río es la única fuente de entretenimiento –dijo sonriendo.
- Yo la verdad también me aburro, nadie quiere ser mi amigo… Mi nombre es Edwin ¿y el tuyo?
- Soy Drew y si quieres podríamos intentar ser amigos, aunque este río nos separe.
El otro niño aceptó con gusto y a partir de ese día se reunía en ese mismo lugar, cada uno en su orilla, y hablaban sobre muchas cosas.
En una de sus conversaciones Edwin le dijo que era príncipe y que nadie quería ser su amigo porque temían acercarse a él por culpa de su padre. El rey de aquel reino vecino era bastante tirano y la gran mayoría de sus súbditos le tenían miedo, algunos incluso verdadero terror y los aldeanos no permitían a sus hijos que tuvieran contacto con ninguno de los niños de la familia real y mucho menos con Edwin, que era el heredero.
Unos días después de tal confesión por parte de Edwin, Drew decidió hacer lo mismo. Le dijo que él también era el príncipe heredero del reino en el que se encontraba y que, aunque Edwin no fuese el primer amigo que tenía, era el mejor que había tenido en su ocho años de vida.
Pasaron cuatro años, y ni ellos eran tan niños ya ni el potro que acompañaba siempre a Edwin seguía siendo un potro. Habían pasado esos cuatro años fortaleciendo su amistad y haciéndose inseparables, a pesar de estar separados, (que irónico…)
El príncipe Edwin le había ido cogiendo mucho cariño a Drew, para él era como un ángel que bajó al río desde el cielo y que le hacía la vida mucho más feliz y menos solitaria. Sin darse cuenta Drew fue apareciendo en sus pensamientos y en sus sueños cada vez más frecuencia durante aquellos cuatro años.
Así que, a sus doce años de edad, no pude negarse a si mismo que se había enamorado de rubio. Y pensareis “¿doce años y ya enamorado?”, bueno, aquella era otra época, la gente tenía una esperanza de vida menor que ahora y todo ocurría antes, empezar a trabajar, casarse, enamorase, todo ocurría entre la niñez y la adolescencia.
Volviendo a la historia; cuando quedaban pocos días para que el príncipe Drew cumpliera los doce años, Edwin decidió comprarle un regalo y por ello puso a trabajar su inteligencia ocurriéndosele una manera para luego poder “entregárselo” al rubio.
El día que Drew cumplía los años llegó y el principito corrió a la orilla del río a esperar a Edwin, el cual apareció al rato montado en su precioso caballo negro. Bajó de manera rápida y desató una cuerda y un pequeño cubo que se encontraban enganchados de la silla de montar del caballo.
Ante la mirada curiosa de Drew, Edwin ató un extremo de la cuerda a un árbol cercano a la orilla después de haber pasado la cuerda por el agarradero del cubo y atando una piedra ligeramente pesada al otro extremo de la cuerda tiró dicha piedra, al rubio, el cual por la sorpresa apenas pudo reaccionar, aunque si lo suficiente como para impedir que le diera en la cabeza, agarrando la piedra.
- ¿¡Estás loco!? ¡Hoy cumplo años y en vez de felicitarme intentas matarme!
- ¡No! Lo siento, no quería darte, además, lo he hecho por ti – Dijo Edwin molesto – Ata la cuerda que te he pasado a algún tronco… y cuando lo hagas te daré un regalo…
- ¿En serio? Pero… ¿Cómo me lo darás?- El príncipe rubio miraba al moreno algo confundido.
- Haz lo que te digo y ya lo verás…
Rápidamente Drew, que estaba sentado, se levantó y corrió hasta un arbolito con la piedra agarrada. La cuerda era muy larga, lo suficiente para poder engancharla al árbol y que aun quedara cuerda sobrante. Mientras la ataba Edwin le dijo que lo hiciera no demasiado elevado, quedando la tensa cuerda inclinada hacia el reino del rubio.
Cuando estuvo ya enganchada la cuerda, el moreno metió un pequeño paquetito en el cubo y luego lo empujo un poco, provocando que el cubo se deslizase por la cuerda hasta llegar hasta el rubio.
Al abrir el paquete se encontró con que era una pulsera de oro con finos detalles, claramente hecha a mano, adornada con piedrecitas que parecían ser esmeraldas. Era una pulsera creada para alguien de la realeza y claramente femenina, aunque no por ello le gustase menos a Drew.
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