La habitación no era ni grande ni pequeña, sencillamente era la nuestra. En las paredes había estanterías llenas de libros, vinilos colgados y algún poster. Sobre el escritorio que estaba bajo la ventana había velas e incienso, iluminando levemente el lugar.
Las sábanas de seda de color negro no solían estar en nuestra cama, pero esa noche sí, en el momento perfecto.
Sentía su torso sobre el mío mientras sus labios recorrían mi cuello con viveza. De mi boca salían leves gemidos hacia su oído. Se separó del cuello para mirarme a la cara. La luz de las velas iluminaba la mitad de su rostro. Sonrió con suavidad y esa sola imagen bastó para que me lanzara sobre sus labios.
Su lengua rozaba con la mía mientras sentía la excitación en todo mi cuerpo en forma de sacudida por la espalda. Cada centímetro de nuestro cuerpo estaba en contacto, y por alguna extraña razón en ese momento sentí que todo volvía a ser como cuando nos conocimos.
Entró en mí haciendo que me abrazara fuertemente a su espalda y emitiera un sonoro gemido. A partir de ahí la pasión hizo que nos dejásemos llevar. Nuestras respiraciones entrecortadas llenaban los oídos del otro. Gemía para él, para su disfrute, para que sintiera que yo era suyo y de nadie más. Cada vez que nos besábamos era más rudo, pero sin perder la sensualidad del momento. Cuando sentí que iba a llegar al clímax le besé y lancé mis últimos gemidos sobre sus labios, con la boca abierta, consiguiendo que él también llegase a la vez que yo.
Se tumbó a mi lado y me apoyé en su pecho. Quizá no era momento para hablar, tan siquiera para un te quiero.
A la mañana siguiente amanecimos en la misma posición. Miles se despertó primero y comenzó a acariciarme el pelo. Abrí los ojos y sonreí con ternura. Aquella noche me había hecho replantearme si había metido la pata todo el tiempo que me había planteado dejarle.
Sabía que tarde o temprano volvería a estar en la misma situación, en el mismo dilema sobre: ¿Estoy haciendo lo correcto o he perdido cuatro años de mi vida? Aquellos momentos me decían que hacía lo correcto.
Después de la ducha y el desayuno estábamos en el salón, abrazados viendo una película típica de domingo por la mañana. Miles fumaba un cigarrillo del que intermitentemente yo daba alguna calada. Todo era tranquilo, silencioso, agradable; hasta que se le ocurrió la genialidad de preguntar:
- ¿Quién era el chico con el que estabas ayer? – Sentí un pinchazo en el estómago. –
- Jamie, es todo lo que sé sobre él, que se llamaba Jamie. - ¿Era extraño que quisiera saber más? –
- Ahm… - Asintió sin darle importancia. –
- Le conté que había roto con mi pareja. – En ese momento Miles me estrechó más fuertemente entre sus brazos. – Y cuando te vio aparecer imagino que diese por hecho que eras tú. –
Creo que fueron las últimas palabras que cruzamos en todo el día. Poco ya quedaba por contarnos. Vimos unas películas, cantamos alguna canción con la guitarra y nos fuimos a dormir. Así, más o menos, eran todos nuestros días.