[I]
Cruzó el umbral de la puerta pisando las sueltas tablas de lo que sería su nueva casa, haciéndolas rechinar de forma lenta. Frunció levemente el entrecejo y achico los ojos, buscando.
Observó el largo pasillo que se volvía cada vez más oscuro a medida que las puertas a los costados de éste de forma repentina desaparecían en la espesa sombra amenazadora.
Un dolor punzante recorrió su cabeza.
Negó. No le gustaban las mudanzas, y aquella era la tercera en el año, segunda en un mismo mes.
Su padre había heredado la Compañía Phantomhive, causando que cada cierto tiempo tuvieran que trasladarse de ciudad en ciudad llevándolo sin remedio a él y su hermana consigo.
A veces pensaba si lo mejor hubiera sido quedarse con su tía Angelina en Londres. Para ser sincero, la extrañaba; echaba de menos su peculiar forma de vestir y su encendido pero hermoso cabello rojo.
No pudo objetar contra la noticia y elección no hubo. Tampoco era fácil aquel estilo de vida que había adoptado, la mayoría del tiempo Vincent no estaba con ellos y eso lo convertía automáticamente en el “hombre de la casa”.
A su corta edad de doce años ya sabía lo que era ser un adulto responsable y maduro.
Aquello no le disgustaba, nunca tuvo buena relación con su padre desde que cumplió diez años. Siempre estuvieron solos; él y Elizabeth. Su madre, Rachel, había fallecido en un atentado en el hospital en que se encontraba internada. Murió calcinada por las furiosas llamas que cobraron la vida de todos los internos del establecimiento.
Si no hubiera sido por aquel suceso, habría muerto de todas formas; estaba siendo tratada para intentar alargar más su corto período de vida que le habían diagnosticado por leucemia.
Cerró los ojos y trató de imaginarse el rostro de su madre, sonriente.
—Ciel—
Soltó la maleta que traía en la mano, una brisa recorrió su nuca e hizo que mirase hacia sus espaldas por encima del hombro. Confundido y, por sobre todo alarmado.
No había nada.
Su padre terminaba de bajar las últimas cajas del camión de la mudanza mientras que Elizabeth dormía en el interior del automóvil junto a su mascota, “Plutito”.
—Estúpido—
—Ciel, ¿qué pasa?— Vincent Phantomhive dejo de lado su labor y se acercó a paso rápido hacia su hijo. ¿Estaba más pálido de lo normal?, le tomó por los hombros y movió sus manos en ellos como si quisiera transmitir su calor al pequeño cuerpo que tenía en frente.
El pequeño ojiazul no contestó y, de forma hostil se removió ante el contacto con las manos de su padre.
—Es una casa hermosa, ¿no es así?— preguntó.
Un silencio incómodo se formó entre ellos.
Sus ánimos no eran los mejores en ése momento, desde hace un rato que traía un dolor de cabeza más o menos insoportable. Entre los bullicios de Lizzy, los ladridos de Pluto y los mareos constantes producidos de la nada lo tenían al borde.
—Instalaré las cosas en mi habitación— anunció luego de unos interminables segundos que parecían horas de estar ausente en su cuerpo.
Vincent asintió y dio tres palmadas en su delgada espalda cubierta por su camiseta verde musgo antes de dar media vuelta para retomar sus labores.
Ciel inició con paso decidió al aterrador pasillo que parecía una boca gigante esperando que se acercase más para tragarlo, tanteo con sus suaves manos la pared izquierda y tocó un interruptor que parecía grande y frío al tacto. Las luces se encendieron en hilera, había cuatro puertas en total y, lo que parecía ser el final del pasillo, se dividía en dos más a cada lado.
No era tan malo como esperaba, pero encontraba que era innecesariamente espacioso sólo para tres personas y un perro medianamente grande.
—Ciel—
Una nueva punzada recorrió su cabeza. Los mareos se intensificaron al oír los ladridos de Pluto nuevamente.
Abrió la puerta de la derecha y se encontró con una habitación color azul acero que infundía una sensación tranquilizadora, la ventana estaba hecha de caoba y sus cristales estaban polvorientos. Se acercó a ella y observó la majestuosa estructura que se encontraba situada en una colina, el Castillo de Durham.
—¡Ciel, Ciel, mira lo que encontré!— la chillona voz de su hermana Elizabeth hizo eco en las cuatro paredes. Corrió hacia él con un felino negro entre las manos mientras daba vueltas en su trayecto. Parecía una muñequita de porcelana bailando ballet.— ¿No es lindo?
—No Lizzy, no tiene nada de bonito ésa cosa. Ahora hazme el favor de sacarlo de aquí, sabes que soy alérgico a esas bolas de pelo.
—¡Pero Ciel, míralo!—
—Lo veo. Y no me gusta—
—Eres un amargado, hermano— la rubia saco su lengua al ojiazul y giro su cuerpo dando paso fuera de la habitación y, próximamente de la casa.— ¡Plutito, tengo un amigo para ti! —se escucho decir a la pequeña, luego un estruendoso ruido similar al de un objeto romperse seguido de ladridos continuos, furiosos.
Ciel, que había clavado su mirada nuevamente al castillo, vio pasar al gato corriendo en la misma dirección en que sus ojos estaban.
—¡Buaaah, el gatito se escapó! ¡Pluto, perro malo!— chilló Elizabeth, con su mano en la cadera apuntando al inocente can albino con su dedo índice de la otra mano reprimiéndolo por hacer caso a sus instintos.
Negó levemente. Lizzy nunca cambiaría y rogaba para que no lo hiciera. Así, tal cual, estaba bien, le daba una pizca de felicidad a su vida, y a veces le robaba alguna sonrisilla terca gracias a su extrema inocencia.
Un fuerte viento se alzo, las desnudas ramas de los árboles se mecieron con elegancia, y sin poder evitarlo, por primera vez sintió inseguridad.
Algo lo estaba llamando, y lo descubriría tarde o temprano.