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Apacible Otoño por SHINee Doll

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Notas del fanfic:


¡Feliz Cumpleaños, Kibum!

Septiembre 23, 2012.

Notas del capitulo:

Me gustó. No sé la razón, pero me gustó escribirlo y el resultado, espero que ustedes también disfruten de él.

Mientras el taxi avanzaba, sus ojos contemplaban lo poco que aquel vecindario cambió con el paso de los años. Debía haber una o dos casas nuevas, seguramente no eran los mismos vecinos, pero fuera de eso todo seguía igual. El automóvil se movió bruscamente y él se quejó, recordando el bache en la calle desde tempranos años de su adolescencia y que al parecer seguía tomando víctimas inocentes como él.


— Hay cosas que nunca cambian. — opinó su acompañante, sujetando su mano bajo el asiento, lejos de la vista del chofer, que le vio de todas formas. — ¿Verdad, Kibum?


El rubio se giró, apartando la mirada del par de niños que jugaba al frente de una casa de dos plantas que no pudo reconocer. Entrelazó sus dedos con el muchacho, poco importándole la mirada sorprendida que el hombre les dedicó a través del espejo retrovisor.


— Supongo que es así. — reconoció con voz cansada. — Minho, recuérdame por qué demonios estamos aquí.


— Lo prometimos. — le recordó con suavidad, acariciando el dorso de su mano. — No te quejes más. — pidió, amable. — Haremos esto cada año, así que sé bueno.


El mayor suspiró, seguro de que no lograría persuadir al otro de desechar esa absurda idea y regresar a su lujoso apartamento en la ciudad, aunque podría intentarlo al recordarle las maravillas de un largo baño de espuma, y la enorme y cómoda cama que compartían.


— Ni lo pienses. — rezongó Minho, adivinando sus pensamientos. — Mantendremos nuestra palabra.


Kibum masculló algo inaudible para el alto; pero éste tampoco le dio mucha importancia, ya se encargaría de darle al rubio un par de buenas razones para disfrutar el viaje.


 


 


La voz de su madre le despertó. Era temprano por la mañana, demasiado para su gusto, pues el sol comenzaba a salir apenas. Dejó la cama con torpeza, lavándose la cara en el baño que quedaba cerca de su pieza y luego bajó la escalera de madera, con esa típica sensación de sentirlos débiles bajo sus pies.


— Tenemos nuevos vecinos. — les comunicó la mujer a su padre y a él, con una sonrisa tan amplia que apenas cabía en su rostro delicado. — Son una pareja joven, de apellido Choi, con dos hijos, el más chico parece de tu edad, Kibummie, aunque es un poco más alto… — parloteaba animada, ajena al rostro desinteresado de su marido y a su hijo medio dormido frente a su vaso de jugo y el tazón de cereales.


El verano estaba por acabar, y nada podía hacer más feliz al único hijo de los Kim, salvo quizá dormir algunas horas más al día. Se mantuvo en el interior de la casa hasta el atardecer, tumbado en la cama, con un abanico eléctrico que apenas refrescaba un poco y otro de papel como auxiliar; luego salió, llevando consigo un libro grande, de pasta gruesa, que se sabía de memoria, y se sentó en el columpio estilo sofá en el jardín delantero.


— Kibummie. — le llamó su mamá media hora más tarde, acariciándole los cabellos castaños. — Iré a casa de los señores Lee, les daré tu saludos. — asintió, poco interesado. — Deberías ir con los vecinos y presentarte, cariño, esos pobres niños seguro se sienten fuera de lugar. — negó, viéndola marcharse con un puchero descontento.


Apartó el libro, dejándolo sobre el banquillo de madera que le servía como mesa cuando leía por la tarde. Sus ojos pequeños, felinos, observadores, se detuvieron en la casa de frente, la que finalmente era ocupada, más precisamente en el chico que se encontraba sentado en uno de los escalones de la entrada, bufando repetidamente.


Era lindo… Kibum lo notó inmediatamente. Tenía el cabello negro y corto, unos enormes ojos cafés y los labios abultados.


— ¡Ven aquí! — exclamó enérgico, de pie en la acera, señalándolo con su dedo.


El pelinegro dudó unos momentos, pero luego cruzó la calle y se detuvo frente a él, observándolo con detenimiento.


— Soy Kibum. — informó con una sonrisa divertida. — Y a partir de ahora somos amigos.


 


 


El taxi se detuvo y el cuerpo delgado de Kibum se movió ante el frenado. Miró primero la casa frente a la que el coche se había estacionado, igual de grande y colorida, con su jardín verde y los rosales rojos. Tal como se dibujaba en su memoria, como permanecía en sus recuerdos. Minho le imitó, sonriendo con aire nostálgico.


Bajaron del auto, Kibum se encargó de pagar al chofer mientras el alto metía las dos maletas que llevaban consigo a la casa. También era como la recordaba: pequeña, de dos pisos, blanca, con maceteros rosados bajo las ventanas, un amplio y descuidado jardín al frente y un patio -lleno de hojas secas, supuso- atrás. Suspiró, resignado, preguntándose por qué su madre no vendió ese lugar al morir su esposo y mudarse, o bien, antes de morir ella.


Él ya tenía una vida hecha en la ciudad, a lado de Minho, por lo que no necesitaba la pequeña morada de su infancia. Aun así, prometió conservarla. Y ahí estaba… sin ganas de.


— Amor, ¿estás bien? — parpadeó, confuso, sin saber en que momento su novio llegó hasta él. — La casa está en perfectas condiciones… — comenzó mientras recorrían el camino hasta la puerta. —…envié a alguien para que hiciera la limpieza antes de que viniésemos, así que podemos descansar un poco antes de…


El mayor le impidió continuar, empujándolo contra la puerta ahora cerrada y atrapando sus labios en un beso que venía necesitando desde que salieron del apartamento y emprendieron ese viaje de varias horas en un vehículo amarillo con un hombre que les miraba ceñudo. Minho apenas tuvo oportunidad de regresárselo, completamente sorprendido, embobado, aferrándose a la cintura levemente señalada, disfrutando de la boca acorazonada.


— Me gusta dejarte sin palabras. — confesó el rubio, depositando un beso más en sus labios abultados. — Como esa primera vez.


 


 


Apartó la sábana, malhumorado. ¿Por qué su madre insistía en levantarle tan temprano por la mañana? Salió de la cama, resbalando con lo que parecía ser una serpentina de papel, de esas que se veían en las fiestas… No le dio importancia y siguió con su rutina mañanera, encontrándose más de esas coloridas cosas en su camino y algo de confeti en el baño.


Fue luego de tomar una ducha y mirarse al espejo, que la fecha le golpeó: septiembre 23. Una cosa buena ocurría ese día: su cumpleaños. Una no tan buena, pero no mala: otoño.


Kibum amaba el otoño, era su estación favorita del año, pero siempre significaba pasar tardes barriendo hojas secas en el patio trasero… no le molestaba demasiado, pero tampoco era su sueño transformado en realidad. Estaba bien hacerlo una o dos veces a la semana, pero su padre insistía en que debía ser cada día, así hubiese una única hoja.


— ¡Feliz cumpleaños! — vociferó la mujer cuando le vio entrar a la cocina, llenándole el cabello húmedo de papeles de colores. — ¡Quince años, Kibummie!


“Todo un acontecimiento”, pensó irónico el muchacho, sentándose a lado de su padre y recibiendo un par de palmadas en el hombro de su parte. Estaba creciendo, y nada cambiaba.


Esa tarde no salió al jardín, lo que desconcertó un poco al muchacho que le esperaba fuera de su casa, sentado en el escalón como venía siendo rutina de mes y medio. Cruzó la calle y tocó la puerta, siendo recibido por la señora Kim y su sonrisa radiante.


— Minho, querido, ¡que bueno que has venido! — manifestó con emoción. — Mi esposo tuvo que salir de la ciudad esta mañana y justo ahora ha habido una emergencia en el hospital y me han pedido que cubra el turno de otra enfermera. — al menor le costaba entender por qué le contaba todo aquello. — Es posible que ambos regresemos noche o hasta mañana. — el pelinegro asentía, no queriendo parecer tonto, aunque se sentía así. — Es el cumpleaños de Kibummie, me preocupaba dejarlo solo…


— Yo estaré con él. — aseguró, sonriendo amablemente. — Vaya sin preocupación, que yo le haré compañía.


La mujer le pellizcó una mejilla, al punto de dejársela levemente enrojecida. — Dejé el pastel sobre la mesa, súbele una rebanada, es su favorito.


Se retiró complacida, con la certeza de que su hijo apenas notaría su ausencia al tener a su amigo a lado. Minho obedeció y cortó dos rebanadas de pastel, colocándolas en los platos más pequeños de la vajilla blanca con bordes rosados y flores al centro, sirvió dos vasos de leche y puso todo en una bandeja, cuestionándose qué tan complicado sería dar con la puerta correcta una vez subida la escalera. No lo fue en absoluto.


— Feliz cumpleaños. — saludó, encontrándose con el rostro sorprendido del más bajo. — Tu mamá me ha dicho que podía subir, así que espero no te molestes y…


— Está bien. — afirmó, sentándose en la cama e indicándole un lugar cerca de él.


Comieron el pastel en completo silencio, bebiendo de sus vasos cada que sus miradas llegaban a cruzarse. Algo extraño comenzaba a ocurrir entre ellos, el mayor lo notó desde la primera semana, más nunca tocó el tema, por miedo, por vergüenza, por orgullo. El alto le sonrió, limpiando con sus dedos el pequeño rastro de betún en la comisura de su boca.


— Debiste decírmelo. — dijo de pronto, bajando la mirada hacia su plato vacío. — No sabía que tu cumpleaños era hoy, habría preparado un regalo.


— No había necesidad de ello. — habló el castaño, quitándole el plato de las manos para colocarlo sobre el suyo en la bandeja, y dejarla en el suelo, lejos de la cama.


El menor negó, mordiéndose el labio inferior. — Me hubiese gustado darte algo, Kibum. Lo digo enserio.


Sabía que apartar esa idea de la cabeza del más joven sería bastante difícil, sino es que imposible, así que pensó en algunas posibilidades. Se llevó el dedo a la barbilla y contempló el techo, pensando sus alternativas, hasta que la respuesta llegó a él.


— Minho. — lo nombró, y el alto giró el rostro en su dirección y se enganchó a su mirada. — Cierra los ojos, entonces. — obedeció, y Kibum se acercó a su rostro lentamente, con un ligero temblor en los brazos mientras se apoyaba en el colchón, y finalmente juntó sus labios acorazonados con los de Minho, apartándose unos segundos más tarde. — Ahí tenemos. — comentó con una sonrisa pequeña. — Ya me has dado algo, un beso.


Las mejillas de Choi se tiñeron de rosado, mientras sonreía levemente también. Acarició con sus dedos la mejilla suave del castaño. — Feliz cumpleaños.


 


 


“Como todas las primeras veces”, pensó Minho, tomando su mano y siguiéndolo a la planta alta, con los recuerdos agolpándose en su mente uno tras otro. Esa casa guardaba demasiadas cosas, quizá la madre de Kibum lo sabía y por eso la mantuvo intacta para ellos, algo que el rubio no debía sospechar aún.


— Nuestro primer beso fue aquí. — musitó Kim, con aire nostálgico. — Una mezcla de vainilla, chocolate y leche, con un toque de estupidez infantil.


— La combinación perfecta. — se burló Minho, abrazándolo por la espalda. — ¿No te parece? — asintió entre risas, y casi podían verse a si mismos sentados sobre la cama, años atrás, cuando no eran nada pero lo eran todo al mismo tiempo.


— Mi mamá te enseñó a hacer ese pastel, nunca entendí por qué tanto interés en la cocina… — relató Kibum, sonriendo bobamente. —…hasta mi cumpleaños veinte.


El alto lo abrazó un poco más fuerte contra sí, besando su cabello dorado. — Tan tonto siempre.


— Bajemos antes de que llenes esto de malos recuerdos. — demandó el mayor, rompiendo el abrazo y empujándolo fuera de la que alguna vez fue su habitación.


La cocina no tenía signo alguno de estar en mal estado. Minho se encontró a sí mismo sorprendido de ver la vajilla completa, sin una sola pieza astillada, cosa que creía imposible luego de servir más de una década a la familia de su novio.


— Pensé que habías dicho que alguien vino a hacer la limpieza. — reiteró el más bajo, frente al fregadero, con su mirada puesta en el patio a través de la ventana.


— Así fue. — se defendió el menor, parándose tras él. — Aunque pedí que no tocasen el patio trasero.


— ¡Está lleno de hojas! — gritó el rubio, girándose enfadado. — No barreré eso. — aclaró inmediatamente. — Ni lo pienses, no pasaré mis tardes…


Minho colocó un dedo sobre sus labios, mirándolo a los ojos. — Acordamos que no te quejarías más. — dijo divertido. — Sé un buen niño y busca las escobas; tenemos trabajo.


Cruzó los brazos, frunció el ceño e hizo un puchero. Nada funcionó. Al final fue el alto quien terminó trayendo consigo las dos escobas de araña que estaban en el armario, tirando de su novio hasta el patio trasero, con un montón de quejas de por medio y uno que otro golpe que no le dolió en absoluto.


 


 


Kibum despertó esa mañana antes de que le llamasen. Se acarició los labios con los dedos, recordando aquel roce inocente con el otro muchacho la tarde-noche anterior, en esa habitación, en esa cama, en su cumpleaños. Aún podía sentir el hormigueo cosquilleante en ellos.


— Es diferente. — pensó en voz alta, refiriéndose a todo en general y a nada en particular. — Minho es diferente.


Ese día no se vieron, tampoco el resto de la semana, ni la siguiente, ni el resto del año, porque el menor y sus padres debieron salir por una emergencia familiar que se alargó indefinidamente. Y sintió la ausencia más que nunca, porque estaba tan acostumbrado a la presencia de Minho que su vida se tornó vacía, incapaz de ajustarse al ritmo que llevaba antes de la llegada del más chico a la casa de enfrente.


— Tu tía ha llamado. — le informó su madre cuando terminaron las navidades. — Quiere que nos reunamos con ella y su familia la semana que viene, ¿qué opinas? — enmudeció, jugando con su cuchara dentro del tazón de sopa. — Un cambio de ambiente podría ser bueno para todos, quizá a tu padre le haga bien… — el hombre llevaba un mes en cama, enfermo de algo que nadie sabía qué era. — Aire fresco, convivir con la familia, tomar el té por la tarde…


Asintió, poco convencido. — ¿Iremos a su casa aquí en Corea o…?


— No, cariño, claro que no. — le regañó, frunciendo ligeramente el ceño. — Iremos a la casa de tus abuelos en Londres.


El día que los Kim partieron en su viaje, los Choi regresaron a la ciudad. Sus coches se cruzaron a mitad de la avenida y ambos chicos se contemplaron por la ventana, sintiendo que esta vez la separación sería mucho más larga; y no estaban equivocados.


 


 


Kibum bufó de nuevo, mirando el montón de hojas regadas todavía. No dejaba de preguntarse cuánto tiempo llevaban ahí, cuántos años acumulándose entre ellas, pero Minho le había dicho, como cinco veces, que todas era de ese otoño y él seguía sin creerle, porque eran demasiadas.


— Estoy cansado. — protestó, bebiendo la limonada preparada por su novio. — ¿Por qué tenemos que hacerlo hoy?


El alto fingió pensárselo un momento, luego sonrió y se encogió de hombros, tirando de su mano para seguir con la labor. — Solíamos hacer esto mismo de niños. — recordó Minho, mirando sus alrededores. — No recuerdo que te quejaras tanto por aquellos tiempos.


— Lo hacía cuando no estabas. — suspiró, pateando un poco la enorme pila a sus pies. — Me gusta la estación, pero no el trabajo que conlleva. — Choi lo sabía, cada año escuchaba al rubio decir lo hermoso que era el otoño y él estaba de acuerdo, porque la mayoría de sus recuerdos se dibujaban entre árboles amarillentos y hojas secas.


 


 


Fue a mediados del otoño que un taxi se detuvo frente a la vivienda de los Kim. Minho se encontraba sentado en la entrada de su casa y corrió a la acera al reconocer a la madre de su amigo, sin atreverse a cruzar la calle y acercarse. Kibum bajó minutos después del asiento trasero, con su cabello más claro y una expresión demasiado seria. No pasó desapercibido para el menor que ambos vestían de negro y que el hombre de la casa no les acompañaba.


— Mamá insiste en guardar el luto. — explicó el castaño ese fin de semana, barriendo las hojas del patio trasero con ayuda de Minho. — Papá se ha ido a finales de la primavera, pero son algo conservadores, así que supongo que todo seguirá así por lo menos hasta navidades.


— Lamento escucharlo. — musitó débilmente, sin estar seguro de qué decir. — Ha sido un largo tiempo desde la última vez que nos vimos, ¿no?


— Un año. — respondió el más bajo, con sus ojos felinos serios. — Lo siento, Minho, de verdad. — el alto le miró sin comprender, borrando su sonrisa.


— ¿Qué…? — no alcanzó a formular su interrogante, porque el mayor le empujó contra las hojas, que se elevaron sobre su cabeza y luego cayeron como gotas de lluvia.


— Quedémonos así un momento. — pidió, abrazándose a él, ocultando el rostro en su pecho. — Quedémonos así por siempre, Minho.


Dos días después, temprano por la mañana, Kibum y su madre se mudaron. Un par de meses después, los señores Choi vendieron su casa y también se fueron.


 


 


El rubio sonrió amplio cuando sólo les faltaba su pila de hojas por meter a una bolsa. En ese momento lo único que deseaba era acabar con todo y una ducha con agua tibia, y quizá una taza de café en la pequeña y tradicional cafetería que aún permanecía en el mismo sitio.


Sintió los brazos de Minho alrededor de su cintura y su mentón apoyarse en su hombro. — ¿Qué se supone que haces? — inquirió cuando el más chico lo movió un par de centímetros hacia el frente, y luego fueron unos pocos más y después otro montón, acercándose a la pila.


— Sólo recuerdo viejos tiempos. — susurró en su oído, al tiempo que lo giraba y chocaba sus labios esponjosos con los suyos, cayendo ambos entre las hojas que ahora se esparcían nuevamente por el suelo y se enredaban en sus cabellos castaños y rubios.


— ¡Minho! — chilló molesto, respirando agitado, pero no hubo tiempo para quejas, porque el alto le besaba de nuevo, levantándolo en brazos para llevarlo al interior de casa. — Oye, espera, Minho… — su cuerpo tocó el colchón de su vieja cama y se estremeció, con su novio acariciándole bajo la ropa. — ¡Choi, espera!


Minho negó, mordiendo su boca. — Ya esperé suficiente, bebé.


Kibum sonrió ante esas palabras, dejándose envolver por todo ese amor que su novio tenía sólo para él.


 


 


Tres otoños transcurrieron sin saber nada del otro… Hasta que el destino decidió cruzarlos nuevamente.


Minho era más alto y apuesto, y sus cabellos antes negros ahora eran castaños, como los suyos en el tiempo que se conocieron.


Kibum también creció, pero seguía siendo más bajo que él, delgado, hermoso, con el cabello rubio y los ojos delineados.


El tiempo no pasó por sus corazones, porque los sentimientos seguían ahí…


Les tomó un par de segundos reconocerse en aquel pasillo atestado de gente de la universidad de Seúl.


Sólo unos segundos, un par de empujones, algunas quejas, y estaban juntos.


Un abrazo fuerte, largo, que tocó cada parte de su ser, que les devolvió sensaciones que creían olvidadas.


Una caricia en el rostro, una mirada, una sonrisa y un beso…


 


 


— Cuatro años. — exclamó Kibum, acurrucándose más cerca de su novio. — Han pasado cuatro años desde que estamos juntos.


— Pero han sido ocho años los que te he amado. — agregó Minho, besándole la nariz. — Y lo seguiré haciendo el resto de mi vida, amor.


El mayor rodó los ojos, golpeándole el pecho. — Tan cursi. — se quejó, avergonzado. — Quiero un beso. — pidió, sonriente.


— ¿Sólo uno? — probó Minho, hablando sobre su boca, con cierta ansiedad en su tono.


— Para comenzar…— dijo el rubio, coqueto, robándole una sonrisa, para luego adueñarse de los labios de su novio.


Ya habría tiempo para volver a recoger las hojas secas… otro día.

Notas finales:

Próximo:

Mágico Invierno con Jinki (OnKey)

Septiembre 23, 2012.


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