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Yuki no Kiseki por KanonxKanon

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<<  Una vez leí sobre una leyenda que hablaba sobre un hilo rojo, este,  nos conectaba de meñique a meñique con la persona cuyo destino era  estar con nosotros. También leí sobre los seres de cuatro brazos y cuatro piernas, Aristófanes contó durante un banquete que esos seres querían escalar el cielo,  Zeus los castigó partiéndoles en dos,  y desde entonces cada mitad busca la suya para fundirse de nuevo en un abrazo. Para muchas personas, esas historias son difíciles de creer; la gente tiende a preguntarse cosas como: ¿Qué tal si nuestra otra mitad está  tan lejos que no llega a nosotros? Pero a mí, me ha surgido el deseo de creer  que, realmente,  hay una persona que nace para estar con nosotros y nosotros nacemos para estar con esa persona... Y cuando finalmente la encontremos, así como decía Aristófanes, nos fundiremos con ella en un abrazo eterno.  >>

 

Leer era algo que me entretenía la mayor parte del tiempo. Mi casa se situaba prácticamente en medio del bosque y el pueblo más cercano, estaba a medio día de distancia a pie. Vivía con mi madre, en un sitio donde las primaveras y veranos eran muy nublosos,y en los otoños e inviernos se matizaba todo de nieve. Justo en ese momento, estaba en el verano de mis doce años.

Según mamá, mi padre era un hombre que poseía un hambre voraz  por el conocimiento. Él leía muchísimo —y se lo agradecía, pues con todos sus libros, me dejó a mí la única manera de pasar el rato—, exploraba cualquier sitio nuevo a su alcance, y fue precisamente ese deseo de saber, el que lo alejó de nosotros. Mamá me contó que se fue cuando yo tenía tres años, a un país lleno de pirámides, gente que amaba a los gatos y donde el sol rara vez dormía. Una vez leí sobre ese lugar, y si fue el mismo libro el que lo inspiró a querer conocerlo, lo comprendía.

Mis días eran tranquilos, en ojos de alguien de ciudad o incluso del pueblo; quizá aburridos, pero eso no me impedía pasarla bien mientras leía o en ocasiones, escribía. Redactaba historias de mi propio ingenio y después las leía, imaginando que algún día llegarían en un libro de bonita portada a manos de papá; pensaba que ese sería un buen incentivo para hacerle volver. Mamá reía nostálgicamente cuando le contaba mi plan. Ella era alguien distante y poco cariñosa conmigo —no puedo decir que como las otras madres porque, realmente, ella era la única que conocía—, pero cumplía con su deber y se hacía cargo de mí. Iba al pueblo una vez por semana para abastecer de comida y demás la casa, y fue en una de esas salidas que aquel “invasor” llegó.

Esa vez se hizo de noche. Ella siempre iba desde temprano y regresaba justo una hora antes de que el sol —lo poco que se admiraba de este—, se terminara por ocultar. Pero ya era tarde y no podía dejar de preocuparme o lo que era peor, evitar que pensamientos raros se me cruzaran en la cabeza. “Y si ya no vuelve”, “y si también se fue”, “quizá se ha cansado de mí”. Sacudí la cabeza, pensar en aquello me estaba haciendo gimotear. Fui a buscar un libro, eso siempre me distraía cuando mi mente me hacía malas jugadas, y fue en ese momento, cuando me subía al banquillo para alcanzar uno de los más altos niveles del librero, que la puerta se abrió obligándome a bajar a toda prisa para ir a recibir a mamá. Le di la bienvenida con una tenue sonrisa, que conforme le escudriñaba se fue deshaciendo. Parecía tensa y pronto, cuando mis ojos bajaron a su costado derecho, me di cuenta del porqué. Su mano izquierda sostenía la enorme canasta con las provisiones de la semana y su derecha, una pequeña y temblorosa mano.

—Esto es increíble —dijo ella al notar mi desconcierto.

—¿Qué ha sucedido? —Me acerqué apresuradamente a tomarle la canasta, y enseguida jaló de aquella mano haciendo entrar a una pequeña figura de cabellos rubios.

—He ido al correo del pueblo para saber si había noticias de tu padre —explicaba con calma, aunque no podía evitar las pesadas exhalaciones, y cuando finalmente se sentó en la vieja mecedora de la sala, yo dejé la canasta sobre la mesa, y me aproximé justo cuando ella soltaba la pequeña mano del niño rubio, quien juntó ambas sobre su vientre y comenzó a jugar nervioso con sus pequeños dedos—, pero mientras estaba en la fila, una señora me pidió que le cuidara a su niño. —Miré de soslayo al rubio y me di cuenta de que escuchando como mi madre narraba lo sucedido, él se encogía cada vez un poco más.

—Entonces, ¿volverá por él después?

—Claro que no, Sono. Eso sucedió por la mañana y me dejó esperándola en la fila durante horas; le llevé conmigo a las compras y cuando pregunté por ella, me dijeron que tras irse de los correos, ha ido a la estación de trenes. —Mi madre soltó un suspiro y aquel niño gimoteó.

—Entonces…

—Entonces —me interrumpió—, cada vez estoy más segura de que el mundo está lleno de gente idiota que deja a sus seres queridos sin miramientos… —Estaba enfada por lo que preferí guardar silencio.

El pequeño no decía nada. Gimoteaba, tallaba sus ojos con sus manos, volvía a juntarlas para apretar y tirar de sus dedos entre sí, pero nada más.

—Su nombre es Hina —dijo mi madre repentinamente y al escuchar su nombre, el rubio se sobresaltó—. Según me explicó su madre, no puede ver muy bien, aunque yo he terminado de averiguar que, realmente, no ve nada. Chocó conmigo un par de veces a pesar de que iba tomado de mi mano y bueno no sé si no hable, tampoco  ha dicho una palabra, ni antes ni después que se fuera su madre.

Sabía que mi progenitora era una mujer dura, pero también estaba seguro de que era muy generosa. Bien pudo haber dejado al niño a cargo de la policía del pueblo o de ese pequeño orfanato que había ahí, pero me imagino que no quiso dejar a alguien con aquella discapacidad en manos de irresponsables —así clasificaba a la mayoría de la gente del pueblo—; no es que ella fuera su mejor opción, pero estaba seguro de que le atendería de buena manera hasta decidir qué hacer.

Mamá se retiró a darse un baño que duró al menos una hora, durante ese tiempo me quedé solo con Hina y aunque él no dijera nada, pensé que lo mejor era tratar de animarle después de tan mal día.

—Oye  —le llamé en un tono muy bajo, y me acerqué agachando un poco el rostro para observar el suyo—. ¿Tienes hambre? —No contestó. Mantenía un puchero que hacía parecer sus mejillas un par de globos sonrosados, y eso me hizo reír un poco internamente—. ¿Te ha comido la lengua el ratón? Si no quieres comer, me quedaré yo con los postres—canturreé y llevé mi índice derecho a presionarle un poco la punta de su nariz. En ese momento su pequeño rostro se elevó y tras aspirar profundamente, se empujó contra mí, envolviéndome los costados con sus temblorosos brazos.

Su rostro se ocultó en mi camisa y yo sentí como esta se iba humedeciendo. Me imaginé lo difícil que debió ser para él enterarse de que su madre lo había dejado, además, estaba seguro de que con la desesperación de la mía, seguro no pensó que al preguntar a la gente del pueblo y luego contarme lo sucedido, se lo recordaba una y otra vez. Le envolví los hombros con los brazos y conforté su espalda con una mano.

— ¿Te gusta el pan dulce, Hina? — No se me ocurrió decir otra cosa, pero viéndolo bien, creo que palabras de aliento era lo que menos necesitaba. Lo que mi mente me dijo, fue que lo que uno menos quiere al pasarla mal, es recordarlo y que los demás se compadezcan diciendo que todo estará bien. Mejor mostrarle que realmente está bien y que el lugar donde llegó no era malo o algo por el estilo, distraerle y dibujar una sonrisa en esos labios fruncidos—. Yo tengo pan dulce ¿quieres? —Respiró profundamente y asintió,  frotando luego  su rostro contra mi camisa, limpiando en ella tanto la humedad de sus ojos como la de su nariz. Aquello me hizo soltar una risa algo incomoda pero, aun así, le apreté con los brazos y luego me separé para tomarle una de sus manos. 

Le llevé a la cocina y con un abrazo más, le cargué para ayudarle a trepar a una silla. Él no era muy pequeño, de hecho me llegaba casi al pecho, pero entendía que debía ayudarle con esa clase de tareas, por lo de sus ojos. Le dejé sentadito y del cajón de una alacena, tomé una bolsa de papel, de la cual extraje un biscocho de nuez.  Me senté a su lado y dividí el pan entre ambos, dejándole en sus manos lo que correspondía. Comió enseguida, en pequeños pero apresurados bocados acabó con aquel pedazo de biscocho, cuando yo apenas le había dado un par de mordidas al mío. Sonreí y en sus pequeñas manos dejé lo que restaba de mi parte, Hina sonrió con cierta timidez provocándome con ello una amplia sonrisa, se dispuso a comer; pero cuando iba a dar la primera mordida, se detuvo en seco y ocultó su rostro girándolo un poco. Me extrañé por aquella acción, pero cuando escuché cerca un resoplido me di cuenta de que mi madre nos observaba.

Ella no dijo nada, nos observó con cierto cansancio y se fue a su habitación, donde se encerró lo que restaba de la noche. Imaginé que no habría cena ese día —y así fue—, pero había cosas simples para comer, tales como un poco más de pan, leche y alguna fruta que repartí entre ambos; y que Hina comió gustoso. No había dicho nada todavía, pero pude darme cuenta de que se iba tranquilizando. Yo tampoco decía nada y lo único que hacía, era poner en sus manos lo que había para comer. Supuse que bien podría iniciar una plática, esperando que lo que había dicho mi madre fuera erróneo y él realmente pudiera hablar, así que, tras ayudarle a dejar el vaso de leche sobre la mesa me acerqué para preguntarle:

—Hina, ¿Cuántos años tienes? —Se sobresaltó con mi repentina pregunta pero enseguida de ella, elevó sus manos y estiró sus dedos mostrándome todos. Por un momento pensé que realmente no podía hablar, pero tras relamer ese bigote blanco que le había dejado la leche, susurró:

—Diez —Aquello fue un alivio y mostré una sonrisa amplia.

—Bien, eres dos años menor que yo nada más. —Bajé de mi asiento  y tomé su mano para ayudarle a hacer lo mismo—. Supongo que dormirás conmigo, ¿quieres bañarte antes? —Su mirada apuntó al suelo y yo apreté su manita entre la mía—. Me bañaré contigo, no lo he hecho hoy aún y debo cambiarme de camisa. —Aquello pareció animarle y enseguida volvió a levantar sus ojos, apuntándolos contra los míos mientras asentía.

Sus orbes eran marrones y parecían como los de cualquier otra persona —después leí que a veces eso es posible, sin embargo, la luz no puede llegar a estos, por eso es que no son capaces de ver—, pero había en ellos un dejo de tristeza que su tímida sonrisa no lograba ocultar.

Le llevé conmigo al baño una vez que el agua estuvo lista; Hina se desvistió solo, pero cuando yo terminé de hacerlo me encargué de ayudarle a bañarse. La tina era amplia y aunque después de tallarle la espalda nos quedamos cada quien en un extremo, yo le observaba fijamente al sumergirse y salir del agua una y otra vez. Sus áureos cabellos se pegaban a sus mejillas y cuello; estos eran algo largos —le llegaban a los hombros—, y con su redondo rostro  le daban un aire femenino que se mezclaba muy bien con su timidez para actuar.

—Debemos salir ya, Hina —musité, y cuando me disponía a levantarme, se acercó a mí y me tomó el rostro con sus manos. Sus dedos comenzaron a acariciarme toda la cara, sus yemas dibujaron mis labios, nariz, pómulos; escudriñando en dulces caricias mi rostro, las yemas de sus pulgares cerraron mis parpados y tras acariciarme estos, se alejó con una suave sonrisa. Había sido una sensación extraña el tener contacto de alguien más; mi madre raramente lo hacía y cuando me acercaba a abrazarle, ocasionalmente era correspondido. Por ello, ese tacto ofrecido sin esperar recibir otro me dio una sensación de cohibimiento y al mismo tiempo, una de cierta felicidad.

Tomé su mano y salimos de la tina para posteriormente secarnos. Deposité la ropa sucia en un canasto que usábamos para ello, y le dejé una de mis camisas; era una prenda que hasta a mí me quedaba grande, pero pensé que estaría bien para él, le cubría las manos y le llegaba hasta sus rodillas, así no pasaría frío en la noche.

Mi habitación era más pequeña que la de mamá; la cama, el escritorio y un librero más pequeño que el de la sala, en donde acumulaba los libros que se convertían en mis favoritos. Conforme avanzábamos por el pequeño cuarto, le contaba a Hina de las cosas que había en el lugar, él me pedía que le llevara a cada uno de los muebles y, aunque le llevaba de la mano, caminaba con cierta torpeza hacia estos para palparlos con sus manos. Cuando llegó el momento de ir a la cama, subí primero y enseguida tomé sus manos, jalando de ellas para ayudarle a subir. Nos tumbamos uno delante del otro y nos cubrí con la sábana hasta los hombros.

—O-oye… —Su vocecita me tomó por sorpresa y noté un titubeo en sus labios, como si buscara alguna palabra.

—Sono —susurré adivinando que esa era la palabra que buscaba,  y me quité de los ojos mechones de cabello que me hacían cosquillas en los parpados.

—So-Sono… —repitió enseguida y una risita nerviosa salió de entre sus labios—. No uhm… ¿no te molesta tener que ayudarme? —Su voz se iba haciendo un hilo y entrecerró sus ojos marrones.

—No, no me molesta.

—Pero, mamá lo decía y creo que para la tuya también fue molesto tener que cargar conmigo. Tropecé muchas veces y por eso terminó llevándome de la mano…

—Mi mamá no es muy paciente, pero es buena. Si te ha traído es porque no deseaba dejarte solo. —Una de mis manos acarició sus cabellos y Hina relajó lo tenso de su semblante.

—Ojalá vuelva pronto mamá… —susurró y sus parpados fueron cayendo lánguidamente, rindiéndose al sueño.

Me quedé algunos minutos más despierto. Mientras le miraba dormir me imaginaba lo triste que debía estar después de ser encargado —si es así se le puede decir— a personas que no conocía y sin la posibilidad  de que su madre volviera por él. Cosa que claro, jamás sucedió.

Hina fue, obviamente, un cambio radical a nuestras vidas en aquella pequeña casa perdida en el bosque. Para mí, significó la llegada de una buena compañía; Hina me seguía a todos lados —como un pollito—, y gustoso de que alguien disfrutara de mis lecturas, yo me dedicaba a leerle y contarle las historias que se me ocurrían. Para mi madre, sin embargo, quizá fue completamente diferente; Hina era un niño débil, por así decirlo, no se reprimía al momento de llorar cuando tropezaba con algo y claro, aunque yo le ayudara en todo lo que podía, había ocasiones en las que no alcanzaba a mirar cuando tiraba algo sin querer o no apoyaba bien algún vaso o plato sobre la mesa, lo que ocasionaba un desastre. Mamá empezó a explotar con facilidad, estaba más que acostumbrada a lo tranquilo que yo era, y aunque Hina fuera lo más cuidadoso posible, aún no tenía la experiencia suficiente para sobrellevar la falta de sus ojos, así que trataba de calmar a mi madre y a Hina lo mejor que podía.

Cuando mamá se enojaba llevaba a Hina a mi habitación, ahí me encargaba de confortarle y le leía alguna que otra historia, al menos cuando él no pedía algún libro en específico  y este casi siempre era “La sirenita” de Hans Christian Andersen.

—Sono, ¿alguna vez iremos al mar? —preguntó tras terminar la historia y yo dejé el libro en mi regazo.

—¿Para qué?

—Quiero pedirle algo a la Bruja del Mar. —Se abrazó a una de las almohadas y en ella hundió su rostro mientras sus piernas se movían inquietas.

—¿Pedirle qué cosa? —Me divertía lo inocente que era. Creía en cada palabra que yo le decía; claro que no le contaba cosas con la intención de burlarme de él, sino que, era una parte de mí que deseaba crearle muchas ilusiones y hacerle saber que a pesar de todo lo triste que hubiera pasado, aún había cosas maravillosas por conocer.

—Quiero que mis ojos funcionen. Si ella le dio piernas a la sirenita, yo puedo darle también mi voz para que me dé ojos que sirvan.  —Sus piernas dejaron de moverse y lo siguiente que dijo, me encogió el pecho—. Así no les causaría tantos problemas.

—Claro que no causas problemas —dije de inmediato, dejé el libro de lado y me le tiré encima para hacerle cosquillas en los costados de su estómago; Hina comenzó a reír y entre risas me pedía que parara—. Además si te quedas sin voz, ¿quién va a charlar conmigo? Y, ¿con quién debatiré sobre cómo deben terminar mis historias? —Dejé de hacerle cosquillas y me tumbé a su lado.

—Uhm… E-eso es cierto pero, no quiero que tu mamá se enoje…

—Ella no se enoja, solo… —Sabía que sí se enojaba, pero para mí era sin ninguna justificación. Hina no tenía la culpa de tener aquellos accidentes, pensaba que debía ser más comprensiva, pero no podía decir eso. Para un niño sus padres son ley absoluta y era obvio que pensar que mi madre estaba equivocada con respecto a sus rabietas, era como faltarle al respeto. Guardé silencio un momento, pensando bien cómo explicarle eso a Hina y enseguida, únicamente se me ocurrió añadir—: Le falta descubrir que eres un buen niño, cuando vea que puedes aprender  a no tirar las cosas, entenderá que solo necesitaba paciencia.

—¿Y si no puedo?

—Ya verás que sí podrás.

—Me da miedo ocasionar un accidente más feo… —Puchereó y le di un pequeño abrazo por ello, confortándole la espalda. Hina se había convertido en algo que hasta hacía unas semanas pensaba que nunca podría tener, un amigo. Me acompañaba, admiraba mi manera de inventar historias y, apremiaba mi ayuda con besos en la frente y abrazos. Sé que pareciera que no tomaba en cuenta a mi madre, pero nada de eso recibía de ella. Cuando yo hablaba de lo que leía, siempre saltaba mi padre y eso significaba un momento depresivo para ella, así que dejé de hablarle de lo que leía. Cuando mencionaba mi pasión por inventar historias, me alegaba que eso no me serviría para cuando fuera adulto y terminaba por quitarme los deseos de hacerlo. Pero Hina escuchaba con gusto sobre aquel mundo de letras e historias que había en los libros y, aunque en ocasiones lamentara el no poder mirar los dibujos en los cuentos, yo me encargaba de describirlos con sumo detalle para que su imaginación fuera capaz de mostrárselos. Le contaba de mis historias y me pedía que escribiera para él mientras me tarareaba una canción que, según sus propias palabras, era la que sonaba en su cabeza cuando le leía sobre la hermosa voz que poseía la sirenita.

—Yo estaré ahí para que eso no suceda.

—¿Siempre?

—Sí, siempre.  —Dejé un beso en su frente y me separé para levantarme—. Iré por algo para almorzar. —Me senté en la cama, y una de sus manos tomó el dobladillo de mi camisa para evitar que me levantara. Le miré por encima del hombro y con una sonrisa amplia en los labios, reformulé mi frase de la manera en la que debí decirla en un principio—: Vamos por algo para almorzar.

Muchas veces, me preguntaba qué pensaba Hina, él era para mí lo que para mi padre habían sido esas tierras llenas de cosas desconocidas y misteriosas: un vasto mundo que me intrigaba y me llenaba de deseos por conocer. El vivir con una persona que no tiene ninguna clase de lazo con nosotros, nos hace tener que acostumbrarnos a ella; dependiendo de cómo se desarrollen las cosas, uno puede hacerla parte de su existencia,  o brindarle únicamente la confianza suficiente para vivir plenamente juntos. Pero con el pasar de los días, las semanas y los meses, Hina se convertía en alguien a quien permitía libremente entrar a mi mundo, así como él me lo permitía. Al principio preferí no preguntar nada —llenarle de preguntas que le pudieran incomodar, no era la mejor manera de acercarse—,  y me di cuenta que esa había sido la mejor opción, pues gradualmente él mismo comenzó a contarme muchas cosas que me hacían ganarme un espacio más grande en ese mundo que era su corazón. A su vez, yo le adentraba al mío y tras casi seis meses de convivir juntos, era inevitable que le tomara un cariño inmenso.

—Mamá era muy joven, tiene, uhm 26 años, creo… —Su vocecita retumbaba en el eco del baño; sus manos golpeteaban el agua de la tina y yo le lavaba el cabello mientras atendía lo que repentinamente empezó a contarme—. Su hermana le dijo muchas veces que haber tenido un hijo a los 16 años era algo para arrepentirse, pero ella negaba y decía que saldría adelante conmigo, con o sin su ayuda. Pero yo empecé a ser una carga muy dura… uhm vivíamos en casa de su hermana y mamá debía trabajar, por lo que yo me quedaba quietecito en su habitación durante todo el día hasta que volviera. —Mi mente se encargaba de imaginar las cosas que Hina me contaba; como una película, me imaginaba su soledad en aquella habitación, lo triste que era que tu familia dijera a tus padres que eras una carga, y lo difícil que seguramente era llevar algo de lo más común, como beber agua por ti solo cuando carecías de un sentido tan esencial para llevarla a cabo, más aún, a esa edad—. Pero una vez quise ir a la cocina;  me había terminado lo que mamá dejó para comer y aún faltaba mucho tiempo para que volviera. Así que, bajé de la cama y con algunos choques contra uno que otro mueble, logré llegar a la salida. Recuerdo que caminé por un pasillo muy largo, pero choqué al final con una mesita que sostenía un jarrón… —Se encogió de hombros y dejó que sus manos se hundieran en el agua—. La hermana de mamá se enojó mucho, y cuando ella llegó hubo bastantes gritos. Al final, nos echó de su casa y al día siguiente, mi madre me dejó en los correos a cargo de la tuya, con la promesa de volver.

Comencé a echar agua en sus cabellos para enjuagar el jabón y se cubrió el rostro con sus manos para evitar que la espuma le corriera por los ojos y nariz.

—¿La extrañas? —pregunté sin dejar de lado mi labor. Asintió con la cabeza sin alejar las manos de su cara—. Quizá ella ya no pueda regresar o no sabe dónde buscarte, pero cuando seamos un poco mayores, iremos a buscarla, si lo quieres. —Sus hombros se encogieron un poco y asintió nuevamente.

—¿Sono estará conmigo hasta entonces?

—Sí.

—Entonces no quiero buscarla —susurró entre un puchero y se giró para abrazarme. Sus brazos me ensortijaron el cuello y su rostro anidó en uno de los recovecos de este—. Quiero que Sono esté conmigo, porqué sé que él no me abandonará.

Me estrechaba con fuerza, en un abrazo tan dulce que casi logró que mis ojos se pusieran acuosos; sus labios al hablar se frotaron en mi cuello y eso me hizo unas pocas cosquillas que ampliaron mi sonrisa. Me inspiraba a protegerle y a desear que ese cariño entre ambos se volviera algo irrompible.

II

 

El invierno llegó con la víspera de mis 13 años. Las copas de los árboles y los marcos de las ventanas de aquella pequeña casa donde vivíamos, se matizaron con bellas capas de nieve. El 18 de Diciembre, no hicimos nada para festejar mi cumpleaños, dudaba que mamá lo recordara siquiera, además ella de alguna manera empezaba a ser diferente con nosotros. Seguía con sus atenciones, tales como preparar las meriendas y demás, pero de no ser por ello, pasaba desapercibida; como un mueble más de alguna habitación. Seguía comportándome como siempre con ella, pero muchas veces recibía el rechazo más marcado que antes. Podía atribuir eso a las salidas que daba cada semana al pueblo, y es que no solo llevaba consigo aquella canasta para reabastecer la comida, sino que además, se llevaba consigo las enormes esperanzas de recibir noticias de papá, esperanzas que eran destruidas cada semana y fertilizadas lo que restaba de esta, solo para volver a perderlas.

Ese día mamá salió a hacer la compra, regresaría cerca del anochecer y eso nos daba la oportunidad a mí y a Hina de salir un rato a jugar en la nieve. Me abrigué bien y lo mismo hice con Hina. Él heredó toda mi ropa vieja que tenía en un armario, así que, dado que su complexión era un poco más pequeña, el verle con mis ropas cubriéndole casi hasta las manos y arrastrándole de los talones me recordaba a los enanitos de un cuento que leí una vez.

—Sono, ¿Cómo es la nieve?

—¿Uhm? Pues, es blanca y algo brillante; además si la juntas muy, muy bien, puedes hacer bolitas de ella y formar cosas. Y cuando cae del cielo viene  en formas muy bonitas, solo que son copos muy pequeñitos.

—Y es fría —añadió  mientras le llevaba de la mano por los alrededores de la casa. Yo no sabía qué había más allá de aquel abeto donde marcábamos el límite para pasear. Conocía el pueblo por pláticas de mi madre, pero jamás había ido ahí, así que ir por mi cuenta —a pesar de saber que solo yendo derecho se llegaba—, estaba descartado.

—Sí lo es, por eso salimos bien abrigados, aunque eso no evita que se ponga roja la nariz. —Solté una pequeña risa y, Hina se cubrió su nariz y labios con la enguantada mano que llevaba libre, mostrándome solo su arrugada frente.

—Pero no es mi culpa que se ponga así —se quejó y soltó mi mano para terminar de cubrirse el rostro.

—Yo sé que no, pero se ve linda así. —Hina seguía mis pasos. Había memorizado el camino, aunque también había mencionado que seguía el sonido del crujir de la nieve bajo mis pies; aun así no podía evitar el cuidar su andar y que no llegara a desviarse, mirándole por encima de mi hombro—. Además, la mía seguramente esta roja también.

La risa de Hina era lo que más me gustaba escuchar. Recordaba que de recién no lo hacía mucho y verle carcajear con alguna de mis ocurrencias me hacía sentir rozagante.

— ¿Hoy buscaremos una ardilla también?

—Eso pensaba, pero las ardillas deben estar cuidando del frío a sus crías,  así que atrapar una para que las conozcas, parece algo imposible en estas fechas.

—Entonces sentémonos al pie del árbol y uhm… —Sentí que su mano tomaba la mía de nuevo y se detuvo, haciéndome imitarle—. M-me… ¿Me cuentas la historia de la Sirenita? —Sonreí amplio y jalé de su manita al mismo tiempo que me giraba para abrazarle.

—Sí, claro que sí.

Nos sentamos sobre una de las enormes raíces del abeto; ese sitio quedaba libre de nieve y ahí podíamos acurrucarnos para pasar el rato. Hina se acomodó entre mis piernas y me encargué de estrecharle con los brazos para que no pasara tanto frío. Me tomó quizá solo dos horas terminar la historia que había pedido, después de eso jugábamos a crear historias con personajes escogidos por el otro; era un juego que le encantaba a Hina, y que por lo regular era prácticamente el único que jugaba ya que, según nuestras reglas, era un turno y un turno, pero a él le maravillaban tanto mis relatos, que no veía problema en dejarle escoger tantas veces como quisiera. Me daba una princesa, un pirata y alguna especie de monstruo marino que describía con lujo de detalles. Las historias sobre el mar, eran sus favoritas.

No sé, en qué momento fue que pasó, pero ambos nos dormimos y perdimos total noción del tiempo; despertamos justo cuando el sol había terminado de meterse y estaba seguro de que mamá ya estaría en casa. Regresamos rápidamente, Hina colgó su mano de la mía y yo le llevé corriendo hasta la casa en donde, desde fuera, ya se apreciaba la luz de las lámparas de aceite. Sentí una enorme pesadez al estar frente a la puerta; ya podía escuchar el regaño de mamá, pero eso no impidió que abriera la puerta con naturalidad. Me asomé primero, y enseguida de entrar, Hina se ocultó tras de mí; mamá estaba sentada en aquella vieja mecedora de la sala y creo que sentí lo mismo que Hina en ese momento, pues nuestras manos se apretaron al mismo tiempo.

—¡¿Pero es que te das una idea de la hora que es?! —Se levantó de golpe y su voz  explotó en mi cabeza;  tanto Hina como yo, temblamos al escuchar como esta rebotó contra las paredes.

—Lo siento —me disculpé enseguida y traté de resguardar a Hina tras de mí mientras  miraba a mamá con la cabeza gacha.

—Te he dicho muchísimas veces que tienes prohibido salir. —Su voz se tranquilizó a medida que se acercaba, pero aun así,  yo odié esa manera suya de expresarse, refiriéndose únicamente a mí, como si Hina no existiese; haciendo memoria, no era la primera vez que lo hacía. Eso me hizo mirarla con desdén y su semblante se turbó despectivo, al mismo tiempo que una de sus manos se alzaba  en mi contra,  para lo que yo predecía sería un bofetón; sin embargo, cuando cerré los ojos para recibirlo, me di cuenta de que el pequeño calor que se ocultaba a mis espaldas había desaparecido.

Mis ojos se abrieron con cierto temor aún, pero enseguida se abrieron a pares al ver como la mano de mi madre era retenida por las pequeñas de Hina.

—Hina… —susurré apenas y mi madre se soltó de aquel débil agarre. Quizá ese temor natural hacia ella fue lo que me hizo paralizarme momentáneamente, pero por primera vez, observé como mi madre miraba a Hina; el dejo despótico en sus ojos me hizo arrugar la frente.  Hina temblaba  y su rostro estaba enrojecido, turbado por un pequeño puchereo. Y aunque deseaba hacer algo, permanecía en silencio, pero en cuanto atisbé que la mano de mi madre se alzaba hacia él, me obligué a reaccionar.

Lo haría, definitivamente lo haría y sin dudarlo, yo corrí para evitar que aquella mano del doble de las de él, llegara a tocarle. Me interpuse entre la mano de mi madre y el rostro de Hina, recibiendo una fuerte bofetada que me sacudió la cabeza;  mi mejilla se puso caliente y sentía la comisura de los labios empezándose a hinchar, pero a pesar de eso me armé de valor para volver a mirar a mi madre.

—No volverá a pasar —le espeté. Tomé una de las manos de Hina y la apreté fuerte, y enseguida, él hacía lo mismo. Mamá se retiró dejándome únicamente el recuerdo de su mirada y ese deje de displicencia en ella.

Esa noche nos encerramos en mi habitación —no sin antes hacerme de diversas cosas para comer—, armamos un “fuerte” con algunas sábanas y nos ocultamos ahí a comer manzanas y, pan con mantequilla y azúcar. Hina no había dicho nada, pero estaba tan pegado a mí que hasta se negó a separarse un poco para poder comer bien. Eso no me representaba un problema, por el contrario, desde hacía mucho que disfrutaba  de ese cariño que me daba sin ninguna clase de miramiento.

—Sono —me llamó en un murmullo y yo acababa el ultimo bocado de una manzana.

—¿Qué sucede? —Cuando giré el rostro para mirarle, el suyo ya estaba tan cerca que me hizo carraspear el bocado en la garganta antes de pasarlo.

—Aún… ¿Aún te duele mucho? —Una de sus manos fue directamente a la mejilla resentida por el golpe y cerré instantáneamente el ojo del mismo hemisferio. El dolor ya no era tanto realmente, incluso el calor en esta ya se había dispersado casi por completo, creo que más que nada era la hinchazón lo que me incomodaba, pero fuera de eso, me sorprendió que la mano de Hina atinara en que sitio fue el bofetón; esa, no era la primera vez que eso sucedía: una vez tropecé con una silla y me golpeé la rodilla, y de inmediato él fue a consolar el golpe con las caricias de sus manos, en otra más, pelaba una naranja y alcancé a cortarme la yema del pulgar, Hina tomó su camisa y envolvió el dedo herido, hasta que el sangrado cesó. Para mí, eso era increíble.

—No ya no, además pronto bajará la hinchazón y estaré mejor —contesté animado e hice la comida a un lado para girarme y abrazarle, Hina contestó enseguida y pasó sus brazos bajo los míos; sus orbes marrones se fijaron en los míos y le noté algo dubitativo—. ¿Sucede algo? —Sus ojos se cerraron y me apretó con fuerza antes de empujar su cara contra la mía uniendo sus labios a los míos en un púdico y repentino beso.

Me quedé estático durante ese momento, y no puedo negar que mi corazón se aceleró así como sentía el suyo chocar contra su pecho; seguidamente, cuando se alejó, contraje los labios y los lamí con cierta timidez, quedándome con el gusto del azúcar mezclada con la mantequilla.

—Ma-mamá decía que así se aliviaba el dolor… —Su voz era muy suave y, aunque no podía verle muy bien entre la obscuridad, me imaginaba sus sonrosados labios temblando—. Cuando me caía me daba muchos así y cuando su hermana me reprendía, lo hacía igual. —Su cabeza se agachó un poco y la sentí acurrucarse en mi pecho—. Y por eso pensé que podría funcionar… —Su vocecita quedó en un hilo y yo empecé a acariciarle la espalda.

Le quería, sí, le quería y mucho, eso lo podía admitir con facilidad y ansiaba decírselo, pero tras sentir sus labios y, aunque lo pensara, lo único que salió de mis boca fue un pequeño murmullo, que consideré tan infantil, al grado de encandecerme las mejillas.

—Aún duele un poco… —Se apretó contra mí y cerré los ojos, rindiéndome a la calidez de su cuerpo que se sacudía pegado al mío, haciéndome imaginar sus movimientos; podía mirar en mi cabeza, su rostro levantándose lentamente, sus ojos cerrados y su cara con un deje azorado; finalmente, dejé de imaginar para únicamente sentir aquellos tibios labios nuevamente sobre los míos. Este siguiente beso fue más prolongado y sin darme cuenta, empujaba el rostro al suyo para crear un roce insistente y ansioso sobre su boca.

Tras separarnos, soltamos una pequeña  risilla de complicidad y con ese abrazo firme, yo hice que giráramos un par de veces por la cama. Le dejé entre la pared donde chocaba la cama y mi cuerpo, y al mirarle, sintiendo aún el cálido sabor de sus labios sobre los míos, cogiendo de aquellos besos todo el valor que podía, me atreví a susurrar:

—Te quiero, Hina. —Me tembló una sonrisa en los labios y escuché el profundo aspirar de su respiración tras mis palabras. Por alguna razón me imaginé esas escenas románticas que narraban algunos libros; en donde alguien expresaba sus sentimientos y enseguida el otro los cuestionaba con un: “¿Enserio?”, después venía la reafirmación del que confesó y finalmente el otro decía: “Yo también”.

No me agradaba ese desarrollo, pensaba que si ambos se querían y uno ya lo había dicho, entonces, el cuestionar para confirmarlo, estaba completamente de más; pero aun así sentía el mismo nerviosismo y el golpeteo de mi pecho a causa de mi agitado corazón, que explayaban aquellas historias. Hina era la mía, era el protagonista de esa historia que representaba mi vida y, aunque no sabía en qué momento se convirtió en algo de esa magnitud para mí, estaba feliz con ello y no tenía duda alguna de dejarle con gusto ese sitio.

Su cabeza se alzó y respiré hondamente, preparándome para su reacción. Sus manos se deslizaron por mis costados y no las sentí de nuevo hasta tenerlas sobre mis mejillas; sus dedos se dedicaban a acariciar mi rostro —como aquella vez cuando recién llegó—, y tras escuchar únicamente el susurro de su respirar intercambiado con el mío, su vocecita se hizo presente, rompiendo con el silencio:

—Te quiero. —No me cuestionó para confirmar mis sentimientos, respondió confesando los suyos firmemente y, no añadió ese “yo también” que hacía que esa frase se escuchara como si fuera dicha por compromiso, lo dijo justamente como yo, dándome a conocer ese sentimiento que corroboraba con el mío.

Las yemas de sus pulgares acariciaban dulcemente mis parpados, y mis dedos serpenteaban muy suaves por su espalda en un abrazo que duró hasta la mañana siguiente. Sus caricias me arrullaron e hice lo mismo, confortándole, llenándole de mimos con mis manos, hasta que ambos nos rendimos al sueño. Esa noche tuve un sueño que ni yo, en mis mejores momentos de creatividad, me creía capaz de imaginar; nos vi a  ambos recorriendo aquellos desiertos llenos de misterios en los que se había sumergido mi padre, y Hina, quien en mis sueños podía ver perfectamente, nos guió hasta una enorme playa.

—Donde la espuma de mar cantaba una canción muy bonita, la canción de la sirenita— su repentino comentario mientras le contaba, me desconcertó, no por lo fantasioso que pudiera ser este, sino porque estaba completamente en lo correcto; los rayos de sol atravesaban ya la delgada sábana que nos cubría y nos manteníamos abrazados, dejándonos besos en los labios de vez en cuando. Hina continuó desde ahí y yo escuché como narraba mi sueño —quizá no las imágenes, pero si las sensaciones de los lugares y todo lo que habíamos conversado en este—, un sueño, que como muchos otros, habíamos compartido.


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