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Sería 1837 cuando oí por primera y única vez aquella historia.

Mi abuelo nos contaba a mi hermana mayor y a mí muchos de aquellos cuentos y leyendas. Fábulas y anécdotas de la época de su juventud.

En su mayoría eran desvaríos de un viejo ya senil. Aunque había algunos auténticos relatos. Apenas un puñado de ellos no te hacían pensar que mi pobre abuelo se había vuelto a equivocar y había acabado mezclando dos o más de ellas. Y prácticamente todas te exigían que las escucharas más de una, o incluso tres veces para comprender lo que el anciano trataba de contarte. Pero absolutamente todas, sin excepción, prometían una apasionante y absorbente velada a la luz y el calor de un pequeño fuego en la chimenea de piedra que se encontraba en una de las dos habitación que conformaban mi hogar.

Así, esos momentos se convirtieron en mis favoritos de cada día.

En ese pequeño espacio de la estancia más grande; entre la chimenea y la escalera de madera que conducía a la segunda habitación, el desván, donde dormía mi hermana; me crié yo.

Desde ese lugar escuchaba todas y cada una de las palabras que mi abuelo empezaba a narrar justo tras el anochecer. Todos. No. Todos, no. Hubo uno, un único relato que no le escuche desde mi rincón. El último relato que mi abuelo me contó.

Al amanecer mi hermana bajaba los escalones de madera vieja y nos despertaba a los dos. Mientras ella empezaba a preparar el desayuno, nosotros recogíamos la madera seca que encontrábamos por el suelo cerca del bosque y que usaríamos para encender un nuevo fuego. Después alimentábamos a las pocas gallinas que teníamos y a la pobre vaca, casi tan flaca como nosotros que ya ni daba leche.

Mi hermana discutía constantemente con mi abuelo por ella. Trataba de convencerle de que si la vendíamos en la aldea o la sacrificábamos por lo menos sacaríamos algún beneficio de ella. Pero él nunca dio su brazo a torcer.

Por la forma en que miraba a aquel pobre animal, yo siempre sospeché que había alguna historia oculta tras él.

Ese era uno de los problemas del viejo. Amaba narrarnos todas aquellas historias, inventadas diría yo, pero las realmente importantes nunca llegó a contárnoslas. Como, por ejemplo, dónde estaban o qué había ocurrido con nuestros padres.

Sólo en una ocasión. En esa única ocasión me habló de una de esas historias tabú para él.

Fue la noche en la que murió aquella infeliz vaca. Esa única fría noche me contó aquella historia.

Al amanecer mi abuelo y yo encontramos al animal muerto, atacado por los lobos. Los campesinos llevaban mucho tiempo quejándose de sus ataques y habían hablado incluso de salir a cazarlos. Pero hasta aquel momento nosotros no habíamos siquiera notado una señal de su presencia.

Mi abuelo fue a la aldea nada más encontrar el cuerpo de la va en el suelo y no regresó hasta algo más tarde del anochecer, borracho como nunca lo había visto.

Aquella noche, sin embargo, no se suspendió mi hora mágica.

Al contrario que mi hermana, yo esperé despierto en mi rincón entre la chimenea, con las últimas brasas del fuego, y la escalera por la que mi hermana había subido a descansar hasta el amanecer, después de recordarme que cerrara bien toda la casa cuando llegara el abuelo. Por precaución.

Aquel día la historia que el anciano  me contó fue diferente, especial.

Si mi hermana se hubiera quedado a escuchar, quizá hubiera opinado que era uno entre tantos cuentos ilógicos de mi abuelo. Y yo, al final, también habría terminado pensando lo mismo. Pero no fue así. Mi hermana no estaba, y yo era el único espectador del borracho anciano aquella noche.

Por lo que vi, comprendí que el alcohol  en mi abuelo tenía un extraño efecto. Al contrario que en la mayoría de los hombres a los que había visto salir de la única taberna de la aldea, no había que gritara incoherencias y se riera por cosas que los demás a su alrededor no alcanzaban a comprender.

No, al contrario, el alcohol corriendo por las venas de mi abuelo hacía , extrañamente, que se encontrara más lúcido.

De alguna forma, parecía mirar todo a su alrededor con otros ojos. Más observadores y críticos. Aunque, por supuesto, síntomas como la torpeza al andar y el trabarse al hablar, comunes entre  los bebidos de más que veía caerse al barro de polvo y alcohol que se formaba a la salida de la taberna, también eran padecidos por aquel anciano.

De hecho, si conseguía ver algo a la luz que proporcionaba las pocas brasas casi apagadas y a la poca luz de luna que entraba por las rendijas de la puerta y las ventanas, aquel lamentable hombre estaba cubierto por restos de barro seco que, junto al asqueroso olor a cerveza rancia, hacía sospechar que hubiera sido una víctima más de aquel barrizal.

Él se sentó en el montón de paja en el que dormía siempre y yo en el mío, en mi sitio de siempre.

Empezó a hablar sin mirarme ni una sola vez. Hablaba como si nadie pudiera escucharlo, y como si no quisiera que nadie lo hiciera. Hablaba para sí mismo, y no para mí. Quizá fue por esa y otros pequeños detalles que sentí que aquella historia era completamente distinta a las demás.

No comprendí nada de aquella noche. Aparentemente era un cuento más entre muchos. Pero no lo sentí así.

Normalmente, cuando daba por terminada una de sus narraciones yo me sentía, de alguna forma, completo. Significaba que había habido un final en la historia y, con ello, en mi día. De alguna forma la propia historia se había convertido en una aventura propia, como si yo fuera un personaje en ella. Pero, en esa ocasión... no fue así. No era esa la sensación que me dejó. Al contrario. Sentía que faltaba algo aquella noche. Pero no sabía el qué.

En lugar de dormirme inmediatamente, como solía hacer, estuve gran parte de la noche repitiendo una y otra vez las palabras del anciano en mi cabeza, buscando qué era aquello que fallaba.

 

 

Hacía años, unos cincuenta o más, cuando mi anciano abuelo era incluso más joven  que yo, me repetía, había una mansión en las montañas a las que rodeaba el bosque.

Pero, al parecer, en aquellos tiempos el bosque no atemorizaba a todos. Había algunos que atrevían a adentrarse en él.

Los jóvenes más osados, o estúpidos, trataban de demostrar a los demás su valor en apuestas en las que, básicamente, el que más se adentrara era el ganador.

Por cómo hablaba mi abuelo, parecía que él había sido uno de aquellos jóvenes. Pues, según decía, un día él trató de atravesar el bosque entero para demostrar a su amada que él no era un cobarde como los demás pretendientes que tenía.

Pero, pese a su valor, era muy estúpido. Pues él se perdió.

Tras avanzar más allá de lo que supuso nunca nadie se había atrevido a llegar, trató de regresar. Pero el bosque era demasiado espeso, y las ramas de los árboles apenas dejaban pasar un poco de luz.

Mi joven abuelo empezó a asustarse entonces.

Trató de ir en la dirección que creyó correcta, pero sabía que se había perdido, y que nunca sería capaz de salir de allí por su propio pie.

En cada sombra  parecía sentir algo acechándolo. Y el ruido de sus propios pasos le parecían gruñidos amenazadores de alguna clase de animal. Se trataba de convencer a sí mismo de que no había nada acechando pero la desesperación y la razón nunca han congeniado del todo bien.

Antes de darse cuenta había empezado a correr, tropezaba y se volvía a levantar. No importaba cuántos rasguños y heridas se hiciera. Él solo podía seguir corriendo.

Los pulmones le dolían. El corazón le bombardeaba en los oídos. Sentía un horrible dolor en el costado y sus magulladas y cansadas extremidades ya no podían más con su propio peso.

Cuando finalmente mi abuelo se rindió. Estaba completamente perdido e iba a morir solo en aquel bosque cada vez más oscuro de hambre y sed o por el ataque de algún misterioso anima. Eso era en todo lo que podía pensar.

Se dejó caer al suelo, agorado, y convencido de que ese sería el lugar en el que moriría.

Pero cuando volvió a abrir los ojos el lugar no era tan oscuro y frío como lo había sentido hasta entonces. Se había dormido, o quizá desmayado, y algo había cambiado a su alrededor.

Sentía sus brazos y piernas pesadas pero, aunque no hubiese sido así, no habría querido moverse.

Algo cálido le rodeaba y le confortaba. Era suave, no como las rugosas raíces del bosque  que le habían acompañado durante quién sabe cuánto tiempo.

Ya no estaba allí, fue a la conclusión a la que llegó. Se obligó a incorporarse un poco al oír unos pasos acercándose.

Por una puerta de madera pesada entró una mujer de espaldas. Una doncella, dedujo por sus ropas.

Tiraba de algo que intentaba hacer pasar por la puerta, con cuidado.

Mi abuelo se había movido un poco para intentar salir de la inmensa cama en la que, ahora se daba cuenta, se encontraba, para ofrecer su ayuda a lo que él consideraba una dama merecedora de ella. Pero su cuerpo le pesaba y un pequeño gemido de dolor alertó a la doncella que se giró inmediatamente, sorprendida por el ruido.

*¿Te ayudo?* Se había ofrecido mi joven abuelo sin saber muy bien qué hacer.

Con aquella frase la doncella pareció relajarse un poco y negó con la cabeza.

*No es necesario, señor. Se lo agradezco* contestó haciendo una leve reverencia.

Mi abuelo se había sorprendido enormemente ante tal contestación.

La doncella volvió a lo que estaba haciendo que, según mi abuelo, se trataba de introducir un enorme carro por la puerta, demasiada estrecha para ello, sin que se cayera lo que había encima.

Tras conseguirlo, la doncella hizo una nueva reverencia, esta más profunda, y salió del cuarto dejando el carrito no muy lejos de donde él estaba.

No fue hasta entonces que mi abuelo se fijó en dónde estaba.

Una confortable habitación. No demasiado grande pero, para lo que mi abuelo estaba acostumbrado, era enorme y, además, muy lujosa.

Las paredes y el suelo, así como el techo, eran de una preciosa piedra blanca. Los únicos muebles que adornaban el lugar eran un armario y una mesita junto a la cama, ambos de madera oscura y bella forma.

Pero lo que más llamaba la atención era la cama. Cálida y acogedora. Mi abuelo nunca había visto nada siquiera parecido.

Nuevamente, alguien abrió la puerta tras golpear suavemente en esta.

Unos dulces ojos verdes, que contrastaban con unos rizos rubio ceniza, le miraron.

Una bella mujer, bien vestida, le sonreía casi tímidamente.

La mujer se sentó junto a él en la cama y empezó a hablar con una voz dulce, como cabía esperarse en tan bella dama.

Le explicó a mi abuelo lo ocurrido.

Le habían encontrado al amanecer en el bosque, inconsciente y magullado. Así que le habían llevado hasta esa cama y tratado las heridas que, ahora que se fijaba, estaban todas vendadas.

*Probablemente lo intentaras cruzar tu solo desde la aldea* había aventurado ella.

Cuando mi abuelo asintió algo avergonzado, la Dama, como la había llamado mi abuelo desde entonces, le había regañado como haría una madre a su hijo pequeño por cometer alguna imprudencia.

Mi abuelo pasó mucho tiempo viviendo y trabajando en el castillo. En ese tiempo aprendió mucho de aquel lugar que parecía esconder mil secretos, imposibles de conocer todos, y de la dinerada familia que vivía allí.

Los padres eran astutos comerciantes que habían conseguido labrar una gran fortuna con la que habían comprado el viejo castillo que reformaron para que aparentara ser una mansión antes de entrar a vivir en él.

El Señor, el dueño de todo lo que le rodeaba en aquel momento, era un hombre mi amable y bromista con todos. Siempre bromeaba con su mujer diciendo que sus dos hijos no eran suyos, pues ninguno de los dos había heredado su cabello negro. Que su único hijo era mi abuelo, pues compartían el color del cabello.

Fue él quien le había explicado que, al parecer, por el otro lado de las montañas había un camino seguro que atravesaba el bosque sin complicaciones.

El señor se había ofrecido muchas veces a llevar a mi abuelo por él hasta salir del bosque e incluso a llevarlo hasta su casa. Pero, lo que en un principio había aceptado mi abuelo cuando sus heridas y golpes se hubieron sanado, finalmente acabó por pedir quedarse un tiempo. Lo que aceptaron gustosos.

Mi abuelo siempre había sido un intrépido aventurero y un curioso por naturaleza, así que quiso descubrir todos los secretos del castillo que, como no tardó en descubrir, guardaba múltiples pasadizos ocultos.

Pero, sobre todo, lo que más curiosidad le hacía sentir eran los dos Señoritos.

Los hijos de aquella familia habían heredado ambos la belleza de su madre.

El mayor, de uno o dos años más que mi abuelo, era alto, con el pelo algo rizado del mismo color que el de su madre, pero de duros ojos grises, casi blancos, como los del Señor.

El menor, tres años más joven que su hermano, compartía los mismo rizos que la Dama pero castaños y sus mismos ojos.

Entre los dos habían conseguido hacer sonrojar a mi abuelo más de una vez.

Al parecer, pasaba la mayor parte de su tiempo libre acompañando a los dos Señoritos, que siempre estaban juntos, allá a donde fueran.

Por las noches, en cambio, cuando su imaginación no le permitía dormir, mi abuelo se levantaba de su lujosa, aunque incómoda a causa de su falta de costumbre, cama y se dedicaba a explorar la misteriosa mansión en la que se encontraba.

Durante meses se dedicó a recorrer pasillos interminables de piedra pulida con adornos de madera tallada con bellos motivos.

Llegó a descubrir, incluso, historias en las imágenes pintadas en las paredes. Algunas tristes, como las de amantes separados por guerras atroces que acaban con alguno de ellos y el otro, en su agonía, termina con su vida con la pobre esperanza de reencontrarse con su amado.

También había una historia de un ser misterioso que viajaba de aldea en aldea robando niños con la intención de devorarlos.

Otra de un pobre hombre al que el diablo le había concedido el don dela eterna juventud y que, por más que lo disfrutara, acabó por maldecir su desdichas tras ver morir a su quinta esposa y a todos sus hijos con las anteriores delante de él.

Por las paredes del castillo había miles de historias que entretenían a mi abuelo por las noches.

Según parecía, muchas de aquellas historias que cada noche nos relataba a mi hermano y a mí procedían de aquellas pinturas.

Por el día, cuando no se ocupaba de trabajar en las cocinas o en los establos, se dedicaba a hablar con los dos jóvenes. Y así empezó a conocer mejor la vida que habían llevado hasta el momento. La aficiones, cómo el arco era una pasión para el menor, mientras que su hermano no sabía ni como se colocaba una flecha, lo que hacían para divertirse... Incluso le obligaron a acudir a unas clases con ellos en las que consiguieron, a duras penas de los cuatro (profesor incluido), que aprendiera a leer y a escribir.

Perdió completamente la noción del tiempo dejando que pasara rapidamente sin siquiera darse cuenta. Había olvidado por completo lo que había dejado atrás, fuera del terreno delimitado por el bosque.

Lo que más le gustaba era jugar al escondite con los hermanos. Pues, aun si jugaban en una sola zona del castillos había mil sitios donde esconderse, y aún más por descubrir.

En una ocasión el menor le enseñó a mi abuelo un pasadizo secreto al que se podía acceder solo si movías uno de los tallados de madera que adornaban la pared una de las múltiples habitaciones. Al hacerlo se abría una pequeña compuerta, del tamaño de un niño, perfecto para ellos, que daba a unas escaleras que parecían no terminar nunca.

Como habían comprobado ya los Señoritos, podías estar horas andando sin encontrar más que aún más escaleras.

Podía hacer lo que quisiera, se sentía libre, incluso más que antes, en la aldea. Solo había una cosa que tenía prohibida. No sólo él, sino todos los que vivían en la mansión.

Estaba absolutamente prohibido subir al piso superior, el más pequeño.

Los únicos que entraba allí eran el Señor y la Dama. Ni siquiera sus hijos lo tenían permitido.

Pero, para mi joven abuelo, algo como eso no hacía más que aumentar su curiosidad ya de por sí inmensa.

Por esa razón, una noche que se curiosidad fue superior a su autocontrol y respeto hacia la familia que lo había acogido y cuidado desde que lo encontrar inconsciente en el bosque, no pudo detener su naturaleza.

Aquella noche descubrió las posibles consecuencias que conllevaba desobedecer a los dueños de la mansión.

Subió las escaleras sigilosamente hasta el último piso con mil ojos y oídos, para asegurarse de que no había despertado a nadie que pudiera descubrir sus intenciones.

Todo parecía normal. Exactamente igual que el resto de pisos, para su decepción.

Los motivos decorativos tallados en la madera eran iguales que los demás, las pinturas que decoraban las paredes también prometer una preciosa y entretenida aventura. Pero mi abuelo no tenía tiempo de descifrarlas.

Quería descubrir el misterio tras las múltiples puertas que había en el único pasillo que formaba aquel piso y salir de allí antes de que nadie se diera cuenta.

Se acercó a la primera puerta y con mano temblorosa pero decidido a ello la abrió, asomándose con cuidado para descubrir que todo lo que ocultaba era una habitación vacía y polvorienta.

Fue repitiendo el mismo proceso con cada puerta obteniendo el mismo resultado en todas ellas.

Solamente quedaban tres puertas por abrir y mi abuelo empezaba a sentir la decepción que sentía cada vez que algo había resultado ser mucho más simple o insignificante de lo que esperaba.

Sentía el desconcierto normal al ver que aquello que escondía el Señor no era más que habitaciones vacías. Pero, sobre todo, sentía esperanza de que no fuera así. De que tras al menos una de aquellas tres puertas restantes hubiera algo sorprendente.

Abrió lentamente la siguiente puerta y asomó un poco la cabeza.

Vacía.

Cerró esa puerta y se acercó a la siguiente.

Giró el pomo de esta y la abrió un poco para asomarse a ver su interior.

*Detente* le había sorprendido una voz a su espalda.

Él se había tensado inmediatamente al saberse descubierto.

Soltó el pomo de la puerta sin poder ver lo que había, o no había, tras ella.

Se giró y vio al mayor de los Señoritos que le miraba con temor.

*¿Ha visto algo?*

Mi abuelo negó con la cabeza sin atreverse a hacer o decir nada.

*Bien* el rubio se acercó a él y prácticamente arrastró a mi abuelo hasta las escaleras.

Fue entonces que oyeron a alguien a alguien subir por las escaleras.

Los dos jóvenes se habían tensado aún más pues, fuese quien fuese, les delataría si veían que bajaban del últimos piso. Pero era peor que eso, al parecer el dueño de esas pisadas también se dirigía hacia ese piso.

El mayor había tirado de mi abuelo hasta una zona de la pared, junto a las escaleras que, tras manipular algunos resortes en la pared dejó al descubierto una trampilla en el suelo.

Sin dudarlo un instante ambos jóvenes entraron y cerraron tras ellos.

Oyeron como los pasos subían los últimos escalones y pasaban sobre la trampilla sin notar nada extraño.

La tensión podía notarse en el ambiente, según había dicho mi abuelo. Él estaba completamente tenso y contenía la respiración por miedo a que con solo el ruido que harían sus pulmones al hacer entrar y salir el aire de ellos pudiera delatarlos.

Pero peor aún esta su compañero. Sin siquiera darse cuenta había tomado su mano y la apretaba con fuerza, tanto que le hacía daño. La temperatura de su cuerpo había descendido hasta límites más propios de un cadáver que de una persona viva, y su cuerpo que notaba perfectamente, pues el espacio no les permitía separarse el uno del otro, estaba temblando. No hacía falta luz para saber que estaba completamente pálido. Aterrorizado.

Cuando las pisadas empezaron a alejarse por el pasillos, el rubio abrió la trampilla y se dirigió a las escaleras.

Mi abuelo lo imitó y empezaron a bajar corriendo las escaleras sin cerrar siquiera la trampilla.

Mi abuelo empezó a sentir el mismo temor cuando oyó al Señor empezar a gritar desde el fondo del pasillos.

*Has dejado una puerta abierta* le recriminó el mayor.

Con los gritos de odio y las amenazas de muerte “al que hubiera osado entrar” siguiéndolos escalera abajo mi abuelo y el Señorito bajaron lo más rápido posible las escaleras.

*Por aquí* el mayor llevó a mi abuelo hasta un dormitorio, el suyo frente al de su hermano, y a unos metros de distancia del menor *Entra*

Cuando cerró la puerta tras él, mi abuelo miró sorprendido cómo el Señorito empezaba a desnudarse, al igual que hizo él tras recibir su orden de hacer lo mismo.

Tras tirar todas las prendas arrugadas al suelo, el mayor había tirado a mi abuelo contra la cama, colocándose él, para su sorpresa y desconcierto, encima.

*Lo siento. Pero es la forma más fácil de librarnos de esta* le susurró el mayor. Mi abuelo no sabía si el rubio le hablaba a él o para otra persona que no estuviera presente en aquellos momentos.

Mientras, mi joven abuelo oyó como se abría una puerta bruscamente. Por las protestas que escuchó dedujo que se trataba de la de enfrente, en la que debía de estar durmiendo el menor de los hermanos.

*Lo siento* susurró nuevamente antes de unir sus labios. El menor intentó forcejear, pero el rubio le inmovilizó sin mucha dificultad.

Para cuando la puerta se abrió con la misma brusquedad que la de enfrente mi abuelo ya no podía siquiera intentar separar al otro de él.

Ambos se giraron, mi abuelo completamente desconcertado y el otro fingiendo sorpresa, hacia la puerta.

En ella se veía al Señor completamente demente, con un aura que mi abuelo jamás había visto en su vida y que, por suerte, nunca volvería ver.

Con solo su presencia consiguió que el color huyera de sus mejillas por completo. Que sus fuerzas corrieran a esconderse igual que su instinto más primitivo de supervivencia le gritaba que hiciera. Pero el Señorito seguía sobre él, impidiendo que se moviera.

Por unas fracciones de segundo por el rostro del Señor se pudo ver la sorpresa y el desconcierto, pero nada más recordar que tenía cosas que hacer se fue aun gritando nuevamente, según pudo oír mi abuelo, a abrir otras puertas de la misma forma que las anteriores para encontrar aquella que se encontraba vacía, delatando al culpable.

Pero el que no se fue tan rápidamente fue el menor de los hermanos que, tras ser despertado por su padre se había acercado a ver qué hacía este en la siguiente habitación, tratando de comprender qué era lo que ocurría.

Los miraba a ambos con expresión sorprendida. Los ojos muy abiertos, la boca como si se le hubiera atragantado una palabra antes de conseguir salir de sus labios.

Nadie reaccionó hasta que unas lágrimas empezaron a bajar lentamente de los ojos del menor.

*¿Por qué...?* musitó antes de salir corriendo.

*Espera* rogó su hermano, finalmente apartándose de mi abuelo y corriendo tras él sin siquiera vestirse.

Cuando ambos Señoritos se habían ido, mi joven abuelo no supo bien qué hacer.

Al final optó por vestirse e ir a dormir a su propio dormitorio. Cosa que no consiguió, obviamente.

A la mañana siguiente el Señor y la Dama estaban muy serios, como nunca los había visto pero, al menos, ya no gritaba nadie.

Pasó un tiempo hasta que finalmente desistieron en encontrar al culpable de haber infringido la norma, pero se aseguraron de mere el suficiente miedo a todos como para que a nadie se le ocurriera repetirlo.

Mi abuelo trató de sacar el tema con el mayor de los Señoritos muchas veces, pero no fue hasta que su hermano sufrió el accidente que hablaron de ello.

Tras aquella noche la relación entre los tres jóvenes había cambiado mucho.

El menor de los tres los miraba con una mezcla de odio y dolor que mi abuelo no conseguía comprender del todo. Mientras que el mayor parecía triste casi constantemente al notar claramente que su hermano lo evitaba. Por parte de mi abuelo, trataba de recuperar su relación normal con los dos hermanos, pero no lo conseguía.

El menor también lo evitaba a él y el mayor, pese a aparentar normalidad, se comportaba de forma más reservada y siempre cambiaba de tema cuando trataba de hablar de todo lo que ocurría.

Y los murmullos de los sirvientes no mejoraban mucho la situación. Hablaban de que habían descubierto al hermanos mayor y a mi abuelo juntos en la cama y que llevaban mucho tiempo haciéndolo. Que mi abuelo había conseguido romper la relación tan cercana de los dos Señoritos. Y muchas más mentiras que no hacían más que molestar y herir a los tres jóvenes, simplemente por la diversión de los demás.

El Señor permanecía en silencio, aún ocupado en recordar cada detalle de aquella noche tratando de recordar algo que se le hubiera pasado. Por suerte, la actuación de mi abuelo y el rubio les había servido de cuartada.

Por su parte, la Dama trataba de animar a todos, asegurando que todo aquello no tardaría en arreglarse.

Así el tiempo volvió a tener sentido para mi abuelo. Los días empezaron a pasar lentamente. Más lentos que nunca.

Él mismo se había obligado a detener esa curiosidad que tanto le caracterizaba y que parecía que no traía más que problemas. Sus salidas nocturnas cesaron, al igual que la búsqueda de los pasadizos secretos y nunca volvió a subir al último piso, por supuesto.

Todo se volvió tranquilo, monótono. Aburrido.

La primera cosa que hizo sorprender a mi abuelo, que le hizo despertar del sopor en el que la monotonía le había sumido, fue mucho tiempo después del incidente en el piso superior, o así le había parecido a mi abuelo.

Todos los criados gritaban y corrían a un lugar determinado.

Mi abuelo los imitó sin comprender lo que ocurría, al menos hasta que llegó allí.

Todos rodeaban algo que se encontraba en el suelo. Mi abuelo no alcanzaba a distinguir de qué se trataba a causa de la cantidad de criados, así que se conformó con mirar a su alrededor, pensando que quizá así descubriría lo ocurrido.

Todo parecía normal. Se encontraban cerca del bosque. En la zona en la que ya crecían los primeros árboles pero tan separados que no suponían ningún riesgo.

El árbol que se encontraba al otro lado del bulto tenía una flecha con plumas negras y rojas clavada en una de las ramas más altas. Junto a él, en el suelo, se encontraban un arco y un carcaj con flechas igual a la clavada en la rama.

Tras ver aquello mi abuelo no tardó en comprender lo ocurrido.

El menor de los Señoritos, y dueños de ese arco y flechas, había estado practicando cuando una de las flechas se quedó clavada en aquella rama. Él había empezado a escalar el árbol con intención de recuperar su flecha. Pero resbaló, o quizá se rompió una de las ramas de las que se sujetaba y el castaño se había precipitado al suelo irremediablemente.

Llevaron el cuerpo hasta la habitación más cercana. Viéndolo así, con los ojos cerrados, pálido, y sin moverse mi abuelo se llevó una mano al pecho, angustiado.

La familia del joven no tardó en llegar. Los padres con expresión de horror y preocupación hablaron con el doctor, el mismo que había tratado a mi abuelo tiempo atrás, que había acudido nada más enterarse de lo ocurrido.

El Señorito, en cambió, no se separó ni un momento desde que llegó, del cuerpo de su hermano. Con lágrimas en los ojos apretaba con desesperación su mano, suplicando que abriera los ojos, disculpándose por los últimos días, prometiendo explicárselo todo y, sobre todo, diciendo todo lo que sentía por él.

Mi abuelo, según me contó, jamás había escuchado palabras tan dulces y conmovedoras como aquellas.

Tal y como les había dicho el médico, la Dama les explicó a mi abuelo y a su hijo que el Señorito podría tardar algunos días en despertar, o hacerlo en unas horas, igualmente podría no hacerlo nunca. Pero, aún si abría los ojos, había otro problema. Su columna vertebral se había roto y las consecuencias de ello aún estaban por ver.

El Señorito no se separó del cuerpo inconsciente de su hermano en ningún momento y mi abuelo solía quedarse a hacerle compañía.

*¿Quieres saber lo que hay detrás de esas puertas?* dijo, repentinamente una noche el mayor.

Mi abuelo asintió.

*No lo sé* fue la sorpresa que mi abuelo se llevó.

Mi joven abuelo lo interrogó con la mirada, sin abrir la boca, por miedo a que una pregunta hiciera arrepentirse al mayor de siquiera sacar el tema.

*Es el auténtico trabajo de mis padres* explicó *No son simples comerciantes. Se dedican a algo más. Un empleo que yo, como primogénito heredaré en su momento, tal y como hizo mi padre del suyo* La confusión debía de ser evidente en el rostro de mi abuelo *Lo único que sé es que se necesitan dos personas para llevar el negocio. Yo y mi pareja, se supone. Como mis padres. Eso y que nadie debe enterarse de que se trata*

*¿Ni siquiera tú, que lo heredarás?* no pudo evitar preguntar mi abuelos, sorprendido.

*Nadie* susurró una voz desde la cama.

Ambos se giraron y vieron al menor, con los ojos abiertos mirando el techo.

*Nadie debe saber nada* volvió a hablar *Por eso no debisteis entrar ninguno de los dos, por más que tú* miró a su hermano *solo lo siguieras hasta allí. Tampoco debiste arriesgarte a que te pillaran ocultándole. Como ya hiciste una vez conmigo* hizo una pausa *Ni debiste hacerme pensar que le querías* susurró con lágrimas en los ojos.

Su hermano no tardó en abrazarlo, llorando de alegría y susurrándole al oído. Cuando mi abuelo salió para avisar al médico dejó a ambos hermanos besándose apasionadamente.

Según pasaba el tiempo el temor de que el golpe en la cabeza tuviera alguna consecuencia negativa fue desapareciendo. Lo que no se tardó en descubrir fue la consecuencia del daño sufrido en su columna vertebral. No podría volver a andar jamás. Sus piernas habían dejado de funcionar, no se movían ni sentía nada en ellas.

Pese a todo, el menor era el más positivo de todos, seguido de su hermano, que trataba de ser fuerte y convencerse de que, al menos, no había perdido a su amado hermano menor.

Entre todos lo cuidaron hasta que el Señorito empezó a valerse por sí mismo, aunque siempre bajo la atenta mirada de su hermano y amante.

Tras todo ello, mi abuelo finalmente tomó una decisión.

Aún sentía curiosidad con todo lo relacionado con la mansión y, sobre todo, con el misterioso trabajo que desarrollaban tan celosamente oculto los dueños. Pero ya había descubierto las consecuencias de no mantener a raya su curiosidad.

La curiosidad mató al gato. Dice el refrán. Y mi abuelo estaba completamente de acuerdo con ello.

Echaría mucho de menos a los Señoritos, pues estaba seguro que nunca tendría unos amigos como aquellos.

Pero tenía que irse. Tenía que haberlo hecho mucho tiempo atrás. Él no pintaba nada allí. Y tenía familia en la aldea. Familia en la que ni siquiera había pensado. Familia que sin duda le daban por muerto.

Así lo contó mi abuelo cuando anunció su marcha.

Con gran pesar se había despedido de sus amigos y los padres de estos. El Señor le acompañó por el camino que atravesaba de forma segura el bosque hasta casi llegar a los terrenos de la aldea.

Desde entonces mi abuelo no había vuelto a ver a ninguno de ellos.

 

 

Repetí aquella historia en mi cabeza hasta que, sin darme cuenta, me quedé dormido. Hasta en mis sueños podía ver todo lo que mi abuelo había vivido en los, según se enteró al llegar a la aldea, más de quince meses que había vivido allí. No me costaba nada imaginar la sorpresa de todos al verlo regresar. A él, que le habían dado por muerto tiempo atrás.

Por supuesto le habrían interrogado sobre todo lo ocurrido, pero él apenas contestó a un puñado de preguntas, ignorando las demás.

-         Levanta ya.

Estaba agotado. Me sentía mucho más cansado que al dormirme.

-         Por cierto – preguntó mi hermana - ¿Sabes dónde está el abuelo?

Esas palabras consiguieron despertarme del todo.

Negué con la cabeza. No recordaba haberlo oído salir. Extraño en mí, pues solí tener un sueño ligero. Aunque, claro. Aquella noche no había sido como las demás.

Aquella mañana me encargué yo solo de recoger la madera para el fuego de la chimenea de piedra y también fui yo solo a alimenta a los animales.

Aun cuando regresé y mi hermana y yo terminamos de desayunar él no había regresado.

Los dos nos lanzábamos miradas de preocupación mal contenida.

Por eso, cuando alguien llamó a la puerta, tanto mi hermana como yo nos sobresaltamos.

Fuimos rápidamente a abrir la puerta, pero no era nuestro abuelo quien estaba al otro lado de la puerta. No exactamente, al menos.

El hombre que había golpeado la puerta era enorme, un auténtico gigante. Sinceramente, dudaba que el herrero de la aldea pudiera pasar por la puerta sin tener algún que otro problema al intentarlo, pese a no ser mucho mayor que mi hermana.

Era un hombre afable, hablador y sonriente. Así había sido siempre que acudíamos a él para cualquier cosa.

Pero ese día era diferente. No llevaba consigo su mandil ni sus herramientas. Lo único que llevaba era un abrigo para calentarse y una escopeta al hombro.

Su expresión, en vez de alegre era seria. Frunciendo el ciño dijo:

-         Venimos de la cacería de los lobos.

Mi hermana y yo nos miramos sin comprender.

Ni siquiera sabíamos que finalmente la habían organizado.

El herrero se sorprendió al notar nuestro desconcierto y dedujo que nosotros no sabíamos nada.

-         Ayer – carraspeó para empezar a hablar – vuestro abuelo entró en la taberna cuando estábamos organizando la partida de caza y pidió unírsenos. Tratamos de convencerlo de que no viniera – se excusó al ver el reproche en nuestras caras –, ya estaba demasiado viejo y no era buena idea que...

-         ¿Estaba? – interrumpí. No se me había pasado inadvertido el uso del pasado.

Mi hermana y yo nos preparamos para lo peor.

-         Al final se nos unió – continuó sin poder mirarnos a los ojos – Los lobos nos atacaron y no pudimos quitárselos de encima a tiempo.

-         No – susurró mi hermana empezando a llorar y dejándose caer al suelo.

-         Lo siento.

Salí corriendo de casa y vi, tras él, a dos hombres más junto a una serreta. En ella descansaba el cuerpo inerte de mi anciano abuelo.

Corrí hasta él y lloré abrazado a su pecho.

Lloré hasta quedarme sin lágrimas, incluso entonces no me separé de él.

Tardamos el resto del día en organizar el velatorio y el funeral.

Esa misma noche pasó toda la aldea, y algunos granjeros que vivían cerca de nuestra casa a despedirse de él.

Yo apenas era consciente de quién entraba y salía de la casa. Simplemente no podía apartar la mirada del cuerpo de mi anciano abuelo.

Había ido a vengar a aquella estúpida baca. Y había muerto en vano. Eso es lo que repetía constantemente mi hermana, sentada junto a mí.

Yo seguía en mi trance sin que nada me altera hasta casi el amanecer.

Poco antes de que los primeros rayos del sol asomaran por el horizonte llegaron dos personas más, los últimos en acudir.

Probablemente llamaron mi atención porque uno de ellos iba sobre una silla de ruedas que el otro empujaba.

No sabía quiénes eran, pero observé lo que hacían con sumo cuidado.

El más joven, de más o menos la edad de mi hermana, empujó la silla hasta el cuerpo de mi abuelo en la que estaba sentado el mayor con expresión de cansancio típica de quien ya ha vivido suficiente y más de una situación como la actual.

-         Tú también te has ido, amigo. También me dejas atrás – le oí susurrar al anciano –. Dile que me espere un poco más. No creo que mucho. Por fin nos reencontraremos los tres – rió un poco, lo que le produjo un ataque de tos.

Mientras yo miraba al anciano, el joven me miraba a mí.

Sin que me diera cuenta se me acercó.

-         Lamento su pérdida – habló con un tono muy educado.

-         Gracias – contestamos mi hermana y yo a la vez.

El muchacho me mostró una sonrisa perfecta.

Era moreno y de piel clara. De ojos castaños. Musculoso, pero sin pasarse.

Tan solo con ver su rostro no pude más que sonrojarme.

Él me mostró una pícara sonrisa al notarlo y cuando fue él quien me evaluó con la mirada el color de mis mejillas aumentó.

-         Lamento su pérdida – me distrajo la voz del anciano, que se había acercado sin darme cuenta.

-         Gracias – volvimos a contestar ambos a la vez.

-         ¿Sois sus nietos, verdad? – preguntó el anciano.

Asentimos con la cabeza.

-         Sí – pareció evaluarnos con la mirada –, os parecéis a él cuando era joven. Sobre todo tú – me miró.

-         ¿Conocía a nuestro abuelo cuando era joven? – preguntó mi hermana, curiosa, mientras apretaba la mano del herrero, que no se había separado de ella desde que se dejó caer al suelo tras recibir la noticia.

-         Así es – lo confirmó el anciano –. Vivimos juntos por algo más de una año. Pero de eso hace ya mucho tiempo – se rió un poco.

-         Nos tenemos que ir ya, abuelo – habló el moreno.

-         Claro – asintió el anciano despidiéndose con un ademán de nosotros.

Tras enterarme de su muerte la había olvidado por completo. Pero viendo a aquel anciano, de más o menos la misma edad que mi abuelo, sobre esa silla de ruedas, tan lujosamente vestido... Me hizo pensar.

No pensé mucho cuando me levanté del asiento en el que había estado sentada toda la noche y fui tras ellos.

-         Esperen – los llamé.

Se giraron sorprendidos.

-         ¿No serán usted uno de los Señoritos que vivían en la mansión de las montañas? Las rodeadas por el bosque.

Me miraban entre sorprendidos y desconcertados.

-         ¿Señorito? – se rió – Hace décadas que nadie me llama así – contestó entre toses – Pero, sí. Supongo que soy ese. ¿Tú abuelo te habló de nosotros entonces?

Asentí con la cabeza.

-         ¿Puedo hacer una pregunta?

-         Puedes. Pero depende cual obtendrás respuesta o no. Como creo que ya supones.

Asentí nuevamente.

Por mi cabeza pasaban muchísimas preguntas, la inmensa mayoría sabía que no obtendría respuesta y de las que sí... tampoco sabía a cuál quería que contestara.

Finalmente me decidí.

-         ¿Me contaría más sobre el año que pasó mi abuelo con su familia?

El anciano me miró con expresión paternal.

-         Por supuesto – contestó – Pensábamos ir al entierro. Si quieres, podemos hablar después. Pero por ahora voy a ir a descansar a la posada. Ya soy muy viejo, me temo.

Ambos hombres reanudaron el camino, pero no pude evitar detenerlos nuevamente.

-         ¿No hay forma de que me entere del secreto?

Nuevamente se giraron a mirarme.

-         Tan curioso como tu abuelo – me mostró una sonrisa divertida que dejaba ver al joven del que me había hablado mi abuelo – La hay. La misma que tienen todos – me explicó mirando de reojo a su nieto.

Inmediatamente comprendía a qué se refería y nuevamente mi rostro enrojeció, con la consiguiente sonrisa y mirada algo lujuriosa del moreno.

-         Y, por lo que puedo ver, la idea no es totalmente descabellada – se despidió con un brillo divertido en sus ojos.

Regresé a la casa con los primeros rayos de sol.

Mi hermana estaba apoyada en el pecho del herrero y este le susurraba palabras de apoyo. Algo me decía que no era sólo amistad lo que unía a esos dos.

Unas oras después el funeral había finalizado.

Busqué con la mirada al hombre en silla de ruedas y no me costó en absoluto localizarlo.

-         ¿Y bien? – preguntó cuando me acerqué a él y a su nieto - ¿Te conformarás con una pequeña charla, o has decidido saciar tu curiosidad ganándote el corazón de mi nieto?

Miré de reojo al moreno, esta vez estaba serio.

-         ¿Podré volver? – pregunté mirando a mi hermana, aún junto al gigantón del herrero.

-         Eso depende. Puedes hacer como tu abuelo, y regresar tras haber acallado tu curiosidad; o ir hasta el final, en cuyo caso, no. No podrás regresar.

Tragué saliva. Pero no tardé en contestar.

-         Iré.

-         Recuerda que la curiosidad mató al gato.

Asentí con la cabeza, aún decidido.

Aquel mismo día recogí mis cosas, me despedí de mi hermana, que me miraba sorprendida, sin entender porqué me iba tan repentinamente. Le pedir al herrero que cuidara bien de ella.

Él se limitó a asentir, completamente serio. Por ella no debía preocuparme, estaba claro.

Nunca más regresé. No volví a ver a ninguno de aquellos a los que conocía hasta entonces, pero nunca me lamenté de mi decisión.

Algunas veces añoraba el jequecito con paja entre la chimenea y la escalera en el que me había criado, pero aquellos serían recuerdos que atesoraría por siempre.

Sacié por completo mi curiosidad.

Descubrí los pasadizos de los que me abuelo me habló y muchos otros. Vi las pinturas de las que procedían las historias que me contaba. Vi también las que él no pudo llegar a ver, las del piso superior, las que más conté yo a mis descendientes.

A los hijos que adoptamos, igual que habían hecho los amigos de mi abuelo años atrás. Y, sobre todo, abrí las dos últimas puertas que mi abuelo no pudo.

Si queréis saber lo que había tras ellas... Lo siento, pero no puedo.

No puedo contaros lo que había tras ellas, ni cual era el misterioso trabajo que aquella familia, ahora mi familia, desempeñaba.

Si queréis descubrirlo tendréis que hacerlo como todos.

Conquistad el corazón de mis descendientes, los que viven en vuestra época y saciad vuestra propia curiosidad.

Eso sí, lo único que os puedo decir, ahora que ya estoy muerto, es que mereció la pena.

Al menos, yo nunca me arrepentí.


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