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You're fucking perfect to me. por BlackMoral_Inc

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Notas del fanfic:

La idea nació de un video que encontré mientras vagaba por el fantástico mundo de YouTube.

Notas del capitulo:

No sé si será dos o tres capítulos, eso estoy por decidirlo. Lo escribí para complacerme a mí misma, haha, y decidí compartirlo.

 

 

Se despertó únicamente cuando la voz de su madre le hizo exaltarse, ese “¡despierta ya, vago de mierda!” que era tan normal recibir de la mujer quien le había dado la vida. Él sonrió mientras se quitaba de encima las cobijas y se levantaba de la cama. De camino al baño, bostezó y estiró los brazos; movió el cuello hacia los lados e hizo un par de flexiones con la intención de quitarse el sueño y la pereza.

Su cuerpo sufrió de repentinos estremecimientos cuando se adentró al cuarto de baño, pues este solía ser el más frío lugar de la casa. Apretó los dedos de los pies cuando las plantas de estos pisaron la baldosa fría.

—Joder, qué puto frío. —Murmuró cuando tuvo que quitarse el pantalón de franela que fungía como su pijama, mismo que cayó junto con su ropa interior; ambas prendas fueron a parar al cesto de la ropa sucia. Puesto que solía dormir sin camisa, no tuvo más contratiempos y se colocó bajo la regadera. Giró la llave del agua, dando paso a que ésta cayera posterior a un breve chillido de la llave. El cuerpo del chico volvió a estremecerse, ésta vez con más violencia, cuando el agua fría le golpeó la piel y lo humedeció de pies a cabeza en cuestión de segundos.

Permaneció abrazándose a sí mismo, mientras tiritaba y le castañeaban los dientes por la baja temperatura del agua. Soltó un par de maldiciones contra el clima que no estaba teniendo clemencia esa mañana, y trató de recordar si aún tenía algún suéter limpio que usar. Recordó que su madre le había amenazado con no volver a lavarle la ropa ni cocinarle si volvía a reprobar el semestre en la universidad porque, según ella, ya era hora que se hiciera responsable de sí mismo; y ya que había sucedido eso precisamente (el haber reprobado seis materias) ahora tenía un montón de ropa apilada en una esquina de su habitación y varias cajas de pizza y comida rápida que se había visto en la necesidad de comprar.

Despejó sus pensamientos cuando alargó el brazo para alcanzar la barra de jabón que estaba en el neceser de baño, a su izquierda; segundos más tarde, pasó el jabón por sus extremidades y su torso. Tuvo que apurarse cuando recordó que tenía un examen qué realizar esa mañana, así que se enjabonó el cuerpo entero rápidamente. Sobre su cabello teñido de rubio y rosa —un color bastante extravagante, pero nada acorde a su personalidad tosca, sus gestos y su caminar de chico “malo”—, vertió un hilo fino de shampoo con olor a duraznos. Era el mismo que usaba su madre y no le molestaba tener que oler igual que ella, al contrario. Ese aroma dulce y embriagante le traía recuerdos de su infancia, cuando solía abrazar a su progenitora hasta que se quedaba dormido.

Cerró la llave del agua al igual que sus ojos durante el minuto y medio que le tomó pasear la esponja por su cuerpo entero y revolver su cabello hasta que brotó de él una masa espesa de espuma. Tarareó una canción mientras imitaba los movimientos de un boxeador, pero se detuvo y soltó un par de improperios cuando su puño golpeó la pared. Abrió los ojos por el impacto, pero el shampoo le jugó una mala pasada cuando escurrió por su frente y le cayó en los ojos. Le tomó más tiempo quejarse y maldecir a diestra y siniestra que enjuagarse la cara y el cuerpo entero.

Luego de aquel pequeño —y a su parecer, ridículo— incidente, salió de la ducha y se envolvió en una toalla. Tuvo cuidado al pisar para no resbalarse y regresó a la habitación para buscar algo limpio —o por lo menos algo aceptable— que ponerse. Optó por unos jeans negros, una playera del mismo tono con un estampado colorido y una sudadera que era, por lo menos, dos tallas más que la suya. Se calzó sus desgastados converse luego de colocarse las calcetas y tras secarse el cabello con la toalla, procedió a peinarse.

Mientras se miraba al espejo y sus manos trabajaban en acomodar su cabellera al estilo mohawk, practicó sus sonrisas y miradas “coquetas” —lo hacía casi a diario—, hasta que fue interrumpido por el escandaloso grito de su madre:

— ¡Mueve el culo, inútil, vas a llegar tarde!

— ¡Ya voy mamá! —Alzó él la voz para hacerse oír desde su habitación.

Tomó su mochila y se la colgó al hombro antes de salir rápidamente. Cerró su puerta hasta el tercer intento, pues la perilla tenía un desperfecto que impedía su correcto funcionamiento.

—En la mesa está el dinero de la colegiatura, no olvides pagar. —Espetó la mujer, quien bebía el contenido de una lata de cerveza y degustaba el resto de la cena de la noche anterior.

—Sí, mamá. Hoy llegaré tarde, ayer me…

—No me importa, Akira. Lárgate ya, es tarde. —Le cortó abruptamente, depositando la lata sobre la mesa. El chico le sonrió y se inclinó hacia ella, dejando un beso sobre su mejilla derecha. Ella hizo una mueca de disgusto y siguió comiendo.

—Hasta la tarde, mamá. Te quiero. —Esperó alguna respuesta a lo que acababa de decir, pero su madre continuó con lo que hacía sin prestarle la más mínima atención. Él se reacomodó la correa de la mochila sobre su hombro y acto seguido salió del departamento.

Cuando iba saliendo oyó golpes en el techo, el cual era el piso del departamento de arriba; luego, unos gritos y más golpes. Después, silencio. Sucedía así casi a diario, sus vecinos del piso superior siempre eran así de escandalosos, incluso cuando hablaban.

El edificio donde vivía estaba casi en ruinas, cualquiera que lo viese diría con seguridad que era un lugar inhabitable y que atentaba contra la seguridad de la gente. Pero para él era su hogar, donde había pasado más de doce años. Recordaba bien cuando habían llegado, tendría más o menos unos siete años cuando su madre lo había llevado a vivir ahí. Había crecido en el departamento número 7, junto a varios niños que rondaban su misma edad; amigos y buenos momentos jamás le faltaron, incluso aprendió a ver a aquellos infantes como los hermanos que nunca tuvo. Aprendió a vivir en aquel lugar de paredes descoloridas y agrietadas, junto a personas de poca educación y escasos recursos económicos. A sus recién cumplidos veinte años, ya estaba acostumbrado a aquel ambiente salvaje y quizás hasta insano.

 

Le tomó apenas unos segundos bajar las escaleras hacia el primer piso del  inmueble y en cuanto puso un pie en la acera, extrajo de su mochila un cigarrillo, al cual dio fuego instantes después con un encendedor. Su paso era tranquilo y daba una imagen de chico relajado.

Las efímeras corrientes de aire frío le hacían murmurar groserías entre dientes pues, a pesar de que le gustaba el clima, le incomodaba la sensación de entumecimiento en los dedos tanto de las manos como de los pies. En todo el camino iba pensando en que debía pagar la colegiatura de la universidad a la que asistía, pero otro pensamiento le hizo cambiar de idea. Y también la dirección de sus pasos.

Con prisa tomó otra calle y siguió andando mientras el cigarrillo se consumía entre sus dedos. Le parecía extraño que hubiese tanto silencio a esas horas y que la calle no estuviese plagada de los niños y algunos estudiantes que transitaban por ahí cada mañana. No le tomó tanta importancia y decidió disfrutar la tranquilidad de su entorno. Pero esa calma le duró poco.

Tiró el cigarrillo y lo pisó mientras se humedecía los labios. Su mirada se quedó fija en un grupo de cuatro chicos que caminaban en dirección contraria, lo que haría que inevitablemente se los topara de frente.

—Maldita sea. —Masculló entre dientes. Tenía dos opciones: darse la vuelta y comenzar a correr hasta donde pudiera llegar antes de que aquellas cuatro figuras masculinas lo alcanzaran, o seguir adelante y afrontar lo que venía.

Optó por la primera opción.

 

 

*  *  *  *

 

Sus párpados se abrieron lentamente para luego encarar el inmaculado techo blanco de su recámara. Volvió a cerrar los ojos, pero los abrió nuevamente unos instantes más tarde cuando oyó la suave voz de su padre; se encontró con éste al girarse sobre el colchón. Le gustaba que lo despertara así y que al levantarse lo primero que recibiera de aquel hombre fuese una gentil y amorosa sonrisa.

—Buenos días, Taka. —Como respuesta, el hombre recibió una amplia sonrisa de su hijo—. Ya es hora, no te retrases. El desayuno está listo, así que date prisa.

El chico asintió. Se levantó de la cama enérgicamente en cuanto su padre abandonó la habitación y luego, fue a darse una ducha.

Era sábado —su día favorito de la semana—, posiblemente serían entre las 7:00 y 7:30 a.m. pues su progenitor solía despertarlo a esas horas para que le diera tiempo de prepararse antes de ir a sus clases de batería. Le había dedicado cada fin de semana de los últimos dieciocho meses a esas clases y estaba feliz de seguir aprendiendo aún más. Tenía apenas dieciséis años y era un chico lleno de vitalidad, desbordaba energía. Normalmente se le veía alegre, sonriente y muy amable.

 

Salió del baño y rompió su propio record al vestirse y calzarse los zapatos en menos de dos minutos. Lo que le tomó mucho más tiempo fue peinarse, pues le gustaba lucir su cabellera castaña —recién teñida— con las puntas ligeramente curvadas. Así que se demoró utilizando la laca de espray y la plancha para el cabello. Cuando se miró al espejo, se sonrió. Le gustaba su aspecto, aunque su padre a veces lo reprendiera porque llamaba demasiado la atención cuando iba por la calle con esas pintas. Sin embargo, el hombre ya estaba acostumbrado a ver a su hijo vistiendo ropas entalladas (normalmente negras), llenas de estoperoles y otros accesorios, e incluso maquillado. A pesar de que tenía un rostro de lo más angelical, le gustaba ser extravagante.

El muchachito aquel era un estuche de monerías.

—Ahí tienes el desayuno, Taka. —Señaló el plato cubierto por una tapadera que había puesto para que la comida no se enfriara mientras llegaba su hijo. Ambos tomaron asiento y posteriormente, comenzaron a comer—. Te vas con cuidado, ¿de acuerdo? No llegues tarde a casa. Envíame un mensaje cuando hayas salido de la escuela y otro cuando llegues a casa, ¿está bien? Hoy trabajaré hasta la noche, así que te dejaré la comida en el microondas. —El chico sonrió divertido ante la sobreprotección que a veces demostraba su padre. Asintió varias veces en tanto devoraba el tazón de tallarines que tenía frente a él. Hubo un silencio largo pero agradable, hasta que el mayor lo rompió—. Vi tu boleta de calificaciones anoche. Taka, estoy orgulloso de la mejoría que tuviste... Mañana iremos a comprar las baquetas que me pediste. —Finalizó, dirigiéndole una sonrisa a su hijo.

El emocionado castaño abrió sus rasgados ojos a más no poder y se levantó de su silla para tirarse sobre su padre, le dio varios besos en las mejillas y lo abrazó con fuerza. Su abrazo fue correspondido con la misma intensidad, más leves palmadas en su espalda.

Tras aquellos instantes de gestos de gratitud del muchachito hacia su padre, el primero fue a lavarse los dientes y a tomar su mochila. Varios minutos después, se vio despidiéndose y saliendo de su casa.

Iba caminando tranquilamente, como cada sábado, hacia la escuela de música que con esfuerzo le pagaba su padre. Si su madre estuviera con ellos, estaba seguro de que se sentiría orgullosa del hombre con quien había contraído nupcias porque había sido un padre ejemplar. Él amaba a su progenitor por ser una excelente persona desde que tenía uso de razón.

En todo el camino se la pasó pensando en las baquetas nuevas que iban a comprarle, en sus clases, en la escuela… Hasta que hubo algo que le hizo detenerse. Achicó los ojos y trató de enfocar con la vista aquella escena que se desarrollaba a unos diez metros de donde él se encontraba: había una persona en el suelo, siendo golpeada por otro un grupo de hombres.

Miró a su alrededor, buscando a alguien que pudiera acercarse y ayudar, o al menos ahuyentar a los agresores, pero no localizó a nadie. Tragó en seco y sacó su móvil del bolsillo de su pantalón, dispuesto a llamar a una ambulancia, pero se dio cuenta que el cuarteto de jóvenes se alejaba, dejando aquel cuerpo tirado en la calle. «Seguro lo dejaron muy lastimado, pero… ¿y si me acerco y ellos regresan y me golpean?» Aquel pensamiento fue desechado de inmediato. El menudo muchachito, quien respondía por el nombre de Takanori, cruzó la calle corriendo. Se dio cuenta que a quien habían golpeado era un muchacho que quizás tendría un par de años más que él.

Echó un vistazo a su alrededor con el temor de ser visto y que pudiesen pensar que él era el autor de semejante acto violento, o de que el cuarteto de chicos regresara y le propinara a él una paliza igual. Se agachó poco a poco, mirando las condiciones en las que el chico había quedado; su ceja izquierda sangraba y tanto su pómulo derecho como sus labios habían comenzado a presentar hinchazón. Sintió pena por el desconocido. ¿Qué clase de problemas debía tener para merecerse una golpiza como esa? ¿Problemas de drogas? ¿De mujeres? ¿De territorio?

De pronto, como una revelación, se le vino un pensamiento a la mente: lo más probable es que la persona que tenía frente a él fuera un delincuente.

Acercó lentamente una mano a su pecho que subía y bajaba con lentitud. «Al menos sigue vivo», pensó. Pero su respirar era entrecortado, casi nulo. Sus condiciones no auguraban nada bueno.

Iba a bajar el zipper de la sudadera del desconocido con la intención de que no se sofocara más bajo esa espesa prenda, pero Takanori se fue hacia atrás, cayendo sentado a un costado cuando el chico abrió los ojos de pronto, dando una escandalosa bocanada para tomar aire. Su  ceja no paraba de sangrar y la piel de su rostro había empezado a tornarse poco a poco, de roja a morada.

El castaño miró a su alrededor, buscando alguien que pudiera socorrer al otro muchacho, pero parecía que la suerte no estaba de su lado ese día. Haciendo acopio de valentía, se hincó junto a él y comenzó a hacerle señas, pasando las manos frente a su rostro. Se sentía desesperado, intentaba que el del cabello rosa le hiciera caso y pudiera entenderle, pero con señas era demasiado complicado.

 

*  *  *

No sabía cuánto tiempo había pasado inconsciente, pero definitivamente debió ser mucho porque, cuando abrió los ojos por fin lo primero que vio fue la noche presentarse al otro lado de la ventana.

Las cortinas blancas que enmarcaban aquella ventana le hicieron darse cuenta que no tenía idea de dónde estaba ni qué había pasado con él. Lo único que recordaba era haber corrido hasta perderse para que los tipos que lo seguían no lo alcanzaran. Había corrido con la mala suerte de que lo habían reconocido cuando se había quedado parado y apagado el cigarro con el pie. Y recordaba también las últimas palabras que había dirigido a uno de sus agresores: «Iba a pagarte ahora mismo, Yuu. Juro que iba a pagarte ahora mismo…»

Lanzó un suspiro al aire e intentó levantarse, pero el repentino movimiento lo caer en la cuenta de su condición física; le dolía todo, hasta la conciencia. Se encontraba bocarriba, sujetándose el abdomen con una mano mientras soltaba pequeños quejidos. El dolor se extendía por todo su torso, sus brazos y una de sus piernas. Por su mente pasaron las imágenes de él mismo siendo molido a golpes por aquellos cuatro jóvenes hombres.

Cerró los ojos y apretó los párpados, y estuvo así durante unos minutos, hasta que una voz masculina lo hizo sobresaltarse.

—Tuviste suerte.

Akira abrió los ojos de golpe, encontrándose con un hombre que jamás había visto. No sintió miedo, sino intriga y la pregunta « ¿dónde rayos estoy?» se repetía una y otra vez en su mente.

— ¿Quién…? ¿Quién es usted?

—Kiyoharu Matsumoto. Mi hijo te encontró en la calle e insistió en traerte a casa, pero no quiero problemas, así que dame el número de tus padres para que les llame y vengan por ti.

El chico se quedó callado, tratando de asimilar lo que el hombre decía, pero estaba sumamente confundido y adolorido como para razonar debidamente.

—Yo…

—Te daré una hora para que te recuperes. Al parecer, te golpearon entre varios. —Tras decir esto, el hombre se dispuso a salir, aunque se detuvo frente a la puerta cuando otro jovencito hizo acto de presencia.

El del cabello rosa volvió a cerrar los ojos y prestó poca atención a los murmullos que provenían de las otras dos personas. Unos breves instantes después, sintió la presencia de alguien junto a la cama, por lo que abrió los ojos y giró la cabeza hacia un costado. Se encontró con un jovencito (probablemente más joven que él porque se veía pequeño y con una carita angelical que le provocó ternura y ganas de jalarle las mejillas) de cabello castaño y alborotado. Sus expresivos orbes marrones lo miraban fijamente, casi sin parpadear.

— Eh… ¿hola? —Habló el convaleciente muchacho—, ¿tú me trajiste aquí? —Obtuvo un asentimiento como contestación—. Gracias. —Carraspeó cuando su voz sonó ronca y al instante trató de sentarse, pero volvió a quejarse. El castaño se inclinó sobre él y negó con la cabeza, poniendo una mano sobre el pecho del contrario para indicarle que no se moviera—. Agh… debo irme. No quiero darle más molestias a tu familia. —El chico volvió a negar con la cabeza, rápidamente. El peli rosa frunció el ceño. Hasta ese momento fue consciente de que el otro chico no había pronunciado palabra. Con esfuerzo, y a pesar de que el otro intentó detenerlo, se sentó, apoyando la espalda contra el respaldo de la cama—. Soy Reita… Bueno, me dicen Reita. ¿Cómo te llamas?

Hubo silencio, un silencio incómodo y prolongado. Reita frunció el entrecejo pues el otro no dejaba de verlo y no decía nada. Estaba por repetir su pregunta cuando el castaño caminó hacia el buró y tomó de ahí una pizarra, un plumón y un borrador; jaló una silla y se sentó junto a la cama.

«Takanori Matsumoto. Me dicen Ruki» Escribió en la pizarra y acto seguido hizo un par de señas con sus manos. El lenguaje sordomudo.

Notas finales:

Ouh, yeah.

 

Aquí está el video que me inspiró.

http://www.youtube.com/watch?v=mk48xRzuNvA

 

Creo que nada que ver(?), pero igual... bleh. Espero no tardar mucho en actualizarlo, como que eso de hacer fics con más de un capítulo no es lo mío, haha.

Un saludo a quienes se toman el tiempo de leer.


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