–Estoy embarazado –me dijiste luego del incómodo y largo silencio durante nuestra cita.
Creo que miré a todos lados, menos a ti. Luego empezaste a reírte y yo también, levanté la copa hacia a ti y sonreí.
– ¿Y quién es el padre? –Ahí desapareció tu sonrisa.
–…Minho… tú –Perdí de vista tu rostro junto a todo lo que me rodeaba, buscando en mis recuerdos el momento exacto para que aquello pudiera ser válido.
Y la cinta en retroceso de mi cabeza de pronto se detuvo, hizo pausa y volvió a reproducir.
Ardiente. Era yo quien siempre insistía en la necesidad de comprar “las gomitas”, como tú las llamabas. Pero no esa noche; fue el deseo que luego de pasar por todos los estados físicos; el deseo en el aire al sentir tu aliento caliente al chocar con mi rostro, emanando negligentemente todas tus sensaciones hasta transmitirlas hasta mí; el deseo que se vuelve líquido cuando nuestros labios se acarician entre sí, cayendo en el beso interminable; el deseo que termina en el estado sólido cuando mis manos han atravesado la barrera física de la tela, y ambos sabemos que ya no hay marcha atrás.
–… espera… –emitiste entre jadeos desesperados– Minho… ya no hay…
– ¿Gomitas? –pregunté, apenas separando mis labios de los tuyos.
–Sí… no deberíamos…
– ¡Tonterías! –Lo cierto era que yo no quería parar por no tener una sola ocasión aquellas desesperantes fundas, y tus ojos me decían lo mismo–. Una vez al año no hace daño.
–Si tú dices… –Y volviste a estrecharte contra mi cuerpo recuperando el ritmo que no se había perdido.
Pero no se trataba de buscar culpables, pensé lidiando con todas las embestidas emocionales. Bueno, al menos no era yo el embarazado, seguro entonces las cosas sí se pondrían feas.
Fui yo quien rompió el nuevo lapso de silencio, me preocupaba que aquellos momentos sin palabras se pudieran rellenar de pensamientos equivocados y mal interpretaciones innecesarias.
–Pues… ¿cuándo nos mudamos a nuestra casa? –sonreí, pero tú no cambiaste tu expresión seria.
–Quiero la cama de arriba –dijiste y yo me eché a reír. Tu expresión no cambió ni un ápice.
–Tae, cariño, dormiremos juntos, no habrá una cama de arriba y una cama de abajo –dije– Y si las hubiera… ¡La de arriba es mía!
– ¡Nunca! ¡Que a un embarazado no se le debe rechazar un antojo! Y yo tengo antojo de una cama de arriba, ¿quieres que tu hijo nazca con cara de cama?
–Si naciera con cara de cama no notaría si es la de arriba o la de abajo –finalicé, nunca dispuesto a perder– Pero está bien, te dejo la de arriba. –Aunque también había momentos de ser generosos.
– ¡Por eso te amo Minho! –me besaste en los labios, entonces tuve una visión de nuestra de vida de casados, con una bella casa, una bella familia, un niño y una niña, un perro de aquellos que parecen lobos y quizá un hámster.
– Y yo a ti… ¡ESPERA… PERO ERES UN HOMBRE!