Un último disparo resonó en la estancia y la espada rasgó el aire una vez más. La pistola cayó al suelo, seguida por el hombre que la empuñaba, y el sable se mantuvo erguido, sostenido por el único aún en pie; un chico al que apenas podría llamarse hombre, de no más de 20 años, cabello oscuro y expresión feroz.
La luz de luna que entraba por la claraboya se reflejaba en la katana del chico, que seguía parado en el sitio, jadeando por el esfuerzo y tratando de ignorar los cadáveres de los hombres tendidos a su alrededor. Dos frente a la puerta, uno en el jacuzzi, otros tres en los sofás que lo rodeaban y un último a sus pies, siete cadáveres, siete hombres muertos, siete hombres que él había matado.
De detrás de uno de los sofás curvados se asomó otro chico, de ojos asustados y rostro angelical, con un provocativo vestido rojo descolocado y una peluca rubio platino torcida sobre su cabeza.
-¿Tao…?-llamó dubitativo.
El mencionado alzo la vista, aún jadeante, con unas gotas de sudor perlando su frente y los rebeldes cabellos negros danzando en todas direcciones. Recorrió el cuerpo del otro con la mirada, terminando en sus ojos, que le devolvían la mirada intensamente.
-LuHan-susurró.
El otro chico se estremeció, se puso en pie y se lanzó sobre él.
Sus brazos rodearon su cuello, sus piernas se aferraron a su cintura, y sus labios atraparon los del otro en un beso salvaje y demandante. Tao respondió al instante, soltó la espada y clavó las uñas en los hombros desnudos de LuHan, dejándose caer en el sofá, sintiendo cómo éste se hundía bajo el peso de los dos chicos.
-Me has salvado…-consiguió decir LuHan entrecortadamente mientras el otro besaba su cuello.
-Otra vez-respondió Tao con una sonrisa.
-Sí, bueno ¿de quién fue el estúpido plan de que me disfrazara de puta para que no me reconocieran?
-Tuyo-dijo con una ceja alzada, quitándole la peluca y revolviéndole el pelo castaño.
-¡Y ha funcionado de maravilla!-replicó el otro cruzándose de brazos con un puchero.
-Es cierto, has sido tan convincente que aquellos de los que huías han contratado tus servicios-respondió Tao riendo suavemente.
-Además me han pagado muy bien, por adelantado-añadió LuHan sacándole la lengua-. Y los pobrecitos se han muerto antes de catar lo que habían pagado…
-Si ya está pagado, supongo que habría que aprovecharlo ¿verdad?-dijo el moreno con una sonrisa pícara.
-Sería un delito que no lo hicieras, piensa en los pobres niños de África, muriéndose de hambre mientras tu desperdicias este suculento manjar-respondió el chico señalándose a sí mismo.
Tao sonrió; LuHan jamás cambiaría, y daba gracias a todas las deidades conocidas por eso. Lo alzó por la cintura, sintiendo el relleno del sujetador del otro contra su pecho, y lo llevó a la habitación, lejos de los cadáveres. Mientras éste le acariciaba el cuello con los labios, Tao le bajó la cremallera del vestido y lo dejó caer en la cama king size de aquella suite.
Y se quedó admirándolo.
LuHan, el amante imposible y salvador improbable, el príncipe consentido, su ángel caído, le devolvía la mirada. Una mirada que le decía “Soy tuyo”, igual que Tao siempre lo había sido.
Al fin.