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Viviendo con el diablo por Adenio

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El llanto estridente de la nueva criatura envuelta en sangre hacía doler el recuerdo aún perceptible de una promesa ingenua. “He dejado mi simiente en tu vientre, será el fruto el que me dé coraje para enfrentar a padre y así mismo vivir solo para ti, y vivir por nuestro futuro hijo” la voz viril perdía toda credibilidad al vaguear la vista nublada por el heno y el hedor a caballeriza, ¿dónde había quedado aquel juramento?

 

Pariendo, acompañada del veterinario, sudada, pisoteada, inhumanizada; se encontraba ahí, contemplando el rostro pequeño de un chiquillo bastardo que jamás tendría la oportunidad de saber quién era su verdadero padre. Lloró, lloró no solo por su desdicha, lloró por el dolor inagotable que causaría a aquella angelical personita de cabellos negros y largas pestañas. Tenía el color de  su progenitor, incluso sus manos se le parecían bastante.

 

—Minho…­ —murmuró la mujer quedamente, sonriendo con cansancio. Limpió con un trapo el exceso de grasa y sangre cuajada del cuerpecito de su hijo —al menos tienes madre, Minho.

 

Las primaveras pasaban tan rápidamente que la vista se le agotaba por las noches mientras bordaba los vestidos de la familia que le había acogido como criada. Gracias a la bondad de la señora de la casa, Minho, su hijo, podía asistir a un colegio de renombre y sus útiles eran pagados con su propio sueldo.

 

Un día, mientras lavaba la loza el chiquillo hiperactivo le había asaltado a besos, agradecido de que pudiera tener libros nuevos cada año. La alegría se presentó en forma de lagrimones y sin poder evitarlo las piernas le temblaron, la emoción de tener un hijo tan amoroso le llenaba de entereza y rejuvenecía su fuerza para seguir luchando por ambos.

 

Al cumplir los once años, el niño había vuelto a casa con los labios reventados y un ojo morado. No quería siquiera hablarle a su madre y se había encerrado en la habitación de ambos, insegura le dejó que pasara el berrinche para por la noche poder reprender su falta de educación y cortesía, aunque estuviera enojado debía saludarle.

 

—Tesoro, ¿qué te ha pasado en la cara? —le pegó un retazo de carne cruda en el ojo mientras limpiaba las costras que se habían formado debajo de sus labios —mírate nada mas, pareces payaso.

 

Minho hizo un mohín arrugando la nariz —Ji Yong dijo que padre no nos quería y por eso nos ha dejado en la calle —la frente fruncida del niño en duda hacía a su madre encogerse de hombros —verdad, mamita, que mi padre si me quería.

 

—¡Ay, hijo! —le abrazó, consolándose en las caricias que le daba el menor. La mujer ya no lloraba, se había propuesto ser fuerte para que nada le faltase a su bebé —claro que te ama.

 

La adolescencia del niño era el fantasma de su culpa, siendo tomado como el foco de las travesuras de los demás chicos. De esos riquillos que se juntaban con Ji Yong y le hacían imposible la vida a su hijo, al principio Minho se callaba los golpes mintiéndolos de accidentes, camuflando la inminente depresión al ser tratado como basura por aquellos que la llevaban fácil. Y la mujer sabía que en algún momento eso pasaría, siempre temerosa de su bebé, pero nada sabía, y aún si supiera no podría hacer mucho.

 

El niño fue creciendo cada vez más, como alguien fuerte, gentil y humilde.

 

Hasta que inesperadamente les llegó una carta con membrete sellado y cerrada con cera. El papel a simple vista se veía caro, era de los que usaba la familia de Ji Yong para convidar a sus conocidos a bailes de gala y rigurosa etiqueta.

 

Minho no tenía idea de por qué su madre lloraba, por qué su querida, su hermosa mamá empacaba sus cosas; presurosa, con la garganta hecha nudos y los labios rojos de haberlos estado mordiendo con ansia iba de aquí a allá cogiendo las cosas de su hijo.

 

¿Por qué le corría, acaso era una gran carga para ella? ¿Qué era lo que hacía mal para enfadar tanto a su mamita?

 

El ahora joven de diecinueve años estaba mudo presenciando las acciones descabelladas de una sentimental madre que se despedía hecha trizas, agitaba un pañuelo blanco desde la estación del tren mientras éste en marcha le dejaba atrás para convertirla en parte del verde paisaje.

 

“No me extrañes, no hagas nada para enfadarlos. Obedece como si me estuvieras obedeciendo a mí. Minho, olvida que tienes madre, olvida que has vivido pobremente y ten una vida digna de un caballero. Esfuérzate siempre, si algún día sientes que todo se va a derrumbar recuerda las palizas que te he dado, y la que te daría si no haces todo lo posible por superarte. Se bueno, pero no dejes que te pasen por encima. Te amo, hijo, siempre seré la orgullosa madre de Choi Minho, de mi bebé”. 

 


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