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Incluso a distancia (HUNHAN) por Lizzie_shawol_flamer

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Notas del fanfic:

Se podría decir que está semi adaptado, ya que saqué gran parte de la idea e incluso fragmentos de un libro, si bien modifiqué la historia, el curso de la acción e incluso el final para que fuese más interesante y ceñido al hunhan ;)

Simplifiqué bastante el fanfic para que fuese fácil de seguir, aún así me esfuerzo en que esté bien escrito y sea interesante (y coherente x))

Espero que os guste mucho, me pareció muy bonito cuando lo leí (aunque en la historia original resulte algo perturbados) y quise que más gente pudiese leerlo ^-^

Se supone que Sehun es mayor que Luhan, tuve que intercambiar sus edades para que cuadrasen con los personajes, pero pensar en un Luhan joven y adorable y un Sehun algo mayor y más serio no es tan dificil xD

 

Notas del capitulo:

Como explicación para que no os sintáis perdidos al principio: Sehun es un escritor con mucha fama allá en su país de origen (Corea) pero ahora mismo se encuentra de vacaciones en solitario para descargar y evadirse un poco de su, muy extresante, vida, por lo que su principal plan por el momento sería relajarse en un lugar paradisiaco.

¡Espero que os guste! ;)

Sehun tomó el té en la terraza que miraba al mar, luego bajó y echó a caminar, recorriendo un buen trecho de paseo marítimo en dirección a Hotel Exocelsior. Al volver le pareció que ya era hora de cambiarse para la cena, y lo hizo con esa meticulosa lentitud ya habitual en él, pues tenía la costumbre de trabajar mientras se arreglaba.

Llegó, sin embargo, algo temprano al salón, donde halló reunida a una gran parte de los huéspedes que, no conociéndose fingían recíproca indiferencia aunque los uniera la común expectativa de la cena.  Se instaló en un sofá de cuero y observó a la concurrencia.

Los sonidos de los principales idiomas se confundían en un murmullo apagado. Podía verse el semblante enjuto y alargado del americano, la típica familia numerosa rusa, damas inglesas y niños alemanes con ayas francesas. El elemento eslavo parecía predominante. Muy cerca de él se oía hablar chino.

Era un grupo de jóvenes y adolescentes reunidos en torno a una mesita de mimbre, bajo la vigilancia de una institutriz o dama de compañía: tres muchachas de edades dispares, al parecer entre diez y quince años, y un chico de cabellos largos que no superaría los 17 años. Sehun observó con asombro que era bellísimo. El rostro, pálido y graciosamente reservado, la rizosa cabellera color miel que lo enmarcaba, la nariz respingada, la boca adorable y una expresión de seriedad divina y deliciosa que hacían pensar en la estatuaria griega de  la época más noble, si esta se hubiese dado en otra zona geográfica; y además de esa purísima perfección en sus formas, podeía un encanto tan único y personal que su observador no creía haber visto nunca algo tan logrado en la naturaleza ni en las artes plásticas.  La indumentaria de las tres muchachas era austera hasta extremos caricaturescos. Una especia de uniforme conventual colo pizarra, de talla mediana, sobrio y deliberadamente mal cortado, con un cuello blanco como único ornamento, reprimía y limitaba toda la gracia de sus figuras. La cabellera, lisa y totalmente pegada a sus cabezas, daba a sus caras un aire monjil, vacío e inexpresivo.

Detrás de todo aquello había, evidentemente, una madre que jamás hubiera pensado en aplicar al chiquillo la severidad pedagógica que le parecía imprescindible imponer a sus hijas. La ternura y la delicadeza presidian la existencia del muchacho. Se habían guardado bien de acercar las tijeras a su espléndida y abundante cabellera. El traje de marinero inglés, cuyas holgadas mangas se estrechaban hacia abajo hasta ceñir las finas muñecas de sus manos infantiles, aunque alargadas, confería a la tierna figura, con sus trencillas, lazos y bordados de realce, cierto halo de riqueza y de mimo. Sentado de medio perfil con respecto a su observador tenía un pie delante del otro – calzaba zapatos de charol negro – y se había apoyado con un codo en el brazo del sillón de mimbre con la mejilla en la mano cerrada, en actitud de indolente elegancia y sin el menor rastro de esa rigidez casi sumisa a la que parecían habituadas sus hermanas. ¿Estaba enfermo? Pues la tez de su rostro presentaba una blancura marfileña en contraste con el marco dorado oscuro de sus rizos ¿O era simplemente un niñito muy mimado, producto de un amor exclusivista y caprichoso?  Sehun se inclinaba por esto último.

El camarero recorrió la sala anunciando, en inglés, que la cena estaba lista, y la concurrencia se fue dispersando gradualmente a través de la puerta de cristales que daba al comedor. Pasaron unos cuantos rezagados provenientes del vestíbulo y de los ascensores. Pero aunque adentro habían empezado a servir, los jóvenes chinos seguían sentados en torno a su mesita de mimbre, y Sehun esperó con ellos cómodamente hundido en su sillón.

La institutriz, una mujer pequeña y corpulenta, de cara colorada, dio finalmente la seña de levantarse. Frunciendo el ceño, apartó su silla a un lado y se inclinó cuando una señora alta, vestida de gris claro y ataviada con ricas perlas, hizo su entrada en el salón. El aspecto de la dama era frío y comedido, hubiera podido ser la esposa de un alto funcionario coreano. El único lujo de verdad fantástico en su persona eran las joyas, de casi inestimable valor, que incluían unos pendientes y un larguísimo collar de tres hileras de perlas, suavemente irisadas y grandes como cerezas.

Los hermanos se levantaros rápidamente y se inclinaron para besarle la mano a su madre que, esbozando una discreta sonrisa en el rostro cansado, de nariz perfilada, miró por sobre sus cabezas y dirigió unas palabras en chino a la institutriz. Luego se encaminó a la puerta vidriera, seguida de sus hijos: primero las muchachas por orden de edad, detrás de ellas la institutriz y, por último, el adolescente. Por algún motivo, éste se volvió antes de cruzar el umbral y como en el salón no había nadie más, sus extraños ojos, de un color marrón café, se encontraron con los de Sehun que, sumido en la contemplación y con el periódico sobre las rodillas, había seguido al grupo con la mirada.

 

Al día siguiente, a las nueve, bajó a desayunar al saloncito.

Reinaba en él ese solemne silencio que constituye la ambición de los grandes hoteles. Los camareros servían deslizándose sin ningún ruido: el casual tintineo de un servicio de té o alguna palabra susurrada a medias era todo cuanto se oía. En una esquina, casi enfrente de la puerta y a dos mesas de la suya, Sehun vio a las muchachas chinas en compañía de su institutriz. Muy rectas en sus tiesos vestidos de lino azul con cuello y puños blanco, el cabello negro recién alisado y los ojos enrojecidos. Las jóvenes, que casi habían terminado de desayunar, se iban pasando una copa de mermelada. El chico no estaba.

Sehun sonrió “Vaya, vaya, pequeño” pensó “pareces gozar del privilegio de dormir a tus anchas”

Desayunó sin prisa, recibió del propio portero la correspondencia atrasada, que le enviaban de su casa, y abrió un par de cartas mientras fumaba un cigarrillo. Esto le permitió presenciar la entrada del dormilón, que era esperado en la otra mesa.

El chico entró por la puerta de cristales y atravesó la silenciosa sala en diagonal, hasta la mesa de sus hermanas.

Su forma de andar, tanto por la postura del tronco como por el movimiento de las rodillas y los pies, calzados de blanco, era de una gracia extraordinaria, muy liviana, tierna y altiva a la vez, y quedó más realzada aún por cierto pudo infantil que, mientras giraba la cabeza al avanzar, le hizo alzar y bajar la mirada un par de veces. Tomó asiento sonriente y diciendo algo a media voz en su idioma con una tonalidad suave y evanescente. Sehun volvió a quedar asombrado viéndolo ahora de perfil. Llevaba una ligera blusa de tela lavable, a rayas blancas y azules, con un lazo de seda roja en el pecho y rematada por un cuello alto, blanco y sencillo. Insistían tanto en vestirlo como a un crío extranjero… “la verdad, si la playa y el mar no me esperasen, aquí me quedaría hasta que tú salieras” pensó Sehun para sí mismo.

Más finalmente, entre las muestras de atención del personal, cruzó la sala y bajó por la gran terraza, enfilando la pasarela de madera que conducía a la playa privada del hotel. Allí un viejo descalzo que hacía las veces de bañero le señaló la caseta que había alquilado. Sehun hizo que le instalara una mesa y una silla en la plataforma de madera, y se acomodó luego en la tumbona que antes había acercado al mar, arrastrándola sobre la arena de cerosos reflejos.

El espectáculo de la playa, la visión de todo aquel mundo, le distrajo y procuró que olvidase su agobiada vida de canta autor reconocido. La gris y lisa superficie del mar se veía ya animada por niños que chapoteaban, nadadores y toda suerte de personajes que, con los brazos cruzados bajo la nuca, yacían en los bancos de arena. Otros remaban en pequeñas embarcaciones sin quilla, pintadas de rojo y azul, y se hundían sonrientes. La  larga hilera de casetas, en cuya plataforma era posible  instalarse como en pequeños miradores. Más adelante, sobre la arena húmeda y compacta, deambulaba gente envuelta en albornoces blancos o en holgados camisones de vivos colores. A la derecha, un complejo castillo de arena construido por manos infantiles se alzaba rodeado de banderitas de todos los países. Vendedores de conchas, tartas y frutas se arrodillaban para extender sus productos en el suelo.

Juntando  las manos sobre sus rodillas, Sehun dejó que sus ojos se perdieran en las lejanías del mar, que su mirada se deslizase, quebrase y confundiese con la vaporosa monotonía del espacio desierto. Amaba el mar, la tranquilidad, evadirse por un tiempo indefinido de toda la presión que su rutina conllevaba mediante unas extensas vacaciones.

Distinguió entonces la figura del adolescente, notable ya por su sola belleza, un relieve que permitía tomarlo en serio pese a sus escasos años. Una especie de delicadeza o sobresalto, algo parecido a la vergüenza, indujo a volverse como si no hubiera visto nada.

Vuelto aún de espaldas, Sehun se quedó escuchando la voz del muchacho, esa voz clara y algo débil con la que, saludándolos desde lejos, intentaba anunciar su presencia a los otros compañeros de juego, atareados con el castillo de arena. Le contestaron gritando varias veces su nombre, o acaso algún diminutivo cariñoso de su nombre, y Sehun prestó oído con cierta curiosidad, sin poder captar más que dos melodiosas sílabas, algo así como “Luhan” o, con más frecuencia, “Luhannie” con la e del final prolongada por el grito. La sonoridad del nombre le gustó; encontró que armonizaba con su objeto y lo repitió en silencio antes de concentrarse, satisfecho, en sus cartas y papeles.

Con su pequeña carpeta de viaje en las rodillas, cogió la estilográfica y se puso a despachar aparte de su correspondencia. Pero al cabo de un cuarto de hora pensó que era una lástima desatender y perderse  la escena. Dejó, pues, a un lado papel y demás utensilios, y fijó su atención en el mar; poco después, atraído por las voces juveniles, que llegaban desde el castillo de arena, giró hacia la derecha su cabeza, cómodamente apoyada en el respaldo de la tumbona, para seguir de nuevo las evoluciones del fabuloso Luhan.

Lo encontró a primera mirada. Ocupado con otros chicos en colocar sobre el húmedo foso del castillo una tabla vieja que sirviera de puente, dirigía las operaciones gritando y haciendo señas con la cabeza. Había allí con él unos diez compañeros, entre chicos y chicas, algunos de su edad y otros más jóvenes, que charlaban en diversas lenguas: chino, coreano y también japonés. Pero su nombre era el que con más frecuencia se oía. Era evidente que todos lo deseaban, cortejaban y admiraban. Uno en particular, un chico de pelo corto y ojos almendrados curiosamente rasgados, que llevaba un traje de lino con cinturón y cuyo nombre sonaba algo así como “Minseok” parecía su vasallo y amigo más íntimo. Concluido por esta vez el trabajo en el castillo, los dos amigos echaron a andar por la playa, abrazados, y aquel a quien llamaban Minseok acarició al hermoso Luhan.

Sehun estuvo tentado de amenazarlo con el dedo, en lugar de eso se comió unas fresas grandes y maduras que había comprado a un vendedor ambulante. El calor había aumentado mucho, aunque el sol no conseguía atravesar la capa de niebla que velaba el cielo.

Luhan entró a bañarse. Sehun, que lo había perdido momentáneamente de vista, distinguió su cabeza y el brazo con el que avanzaba remando mar adentro, pues la superficie del mar debía estar lisa hasta muy lejos. Pero ya parecían inquietarse por él, ya se oían voces femeninas llamándolo desde las casetas, repitiendo aquel nombre que dominaba la playa casi como una consigna y, con sus consonantes blandas y la prolongación final de la palabra, tenía algo a la vez dulce y salvaje; “¡Luhan!¡Luhan~!” El muchacho volvió a la carrera, echando la cabeza atrás y haciendo espuma al batir con las piernas el agua que se le resistía; y la visión de esa figura viva en la que confluía la gracia, tan delicada y tan varonil al mismo tiempo, provocaba que Sehun escuchase, al cerrar los ojos, un cántico que resonaba en su interior, y, una vez más, pensó que allí se estaba bien y que deseaba quedarse.

Más tarde, y para descansar del baño, Luhan se tumbó en la arena, envuelto en una sábana blanca recogida bajo su hombro derecho y apoyando la cabeza en el brazo desnudo. Y aunque Sehun no lo observase por leer una que otra página suelta de su libro, en ningún momento olvidó que tenía al chico al lado, que le bastaba con girar ligeramente la cabeza para admirar aquel prodigio. Casi tenía la sensación de estar allí para proteger su descanso, enfrascado en sus asuntos propios y vigilando a la vez constantemente a esa noble figura humana tendida a su derecha, no muy lejos de él.

Y un extraño afecto fue invadiendo y agitando su corazón.

Notas finales:

Luhan es adorable *-* (fangirl interior amenazando con salir) 

Como dije voy a ir modificando la historia y dándole giros, si teneís alguna sugerencia no dudeís en comentarmela ;)

Unos reviews me harían muchísima ilusión *-*


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