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The Box por Omore

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Notas del capitulo:

       Este capítulo os llegaría plagado de basuritas de no ser por Kaith Jackson, una de las mujeres más pacientes que conozco y la mejor beta reader que se puede tener. Amadla.

«Your heart is burning next to me, like electric shocks you give me.
Your voice keeps spinning me around and round.
Longing for a magic place, I am not afraid.
I have opened up a box, this is what I've found.»


       Para su trigésimo cumpleaños, Dino se regaló a sí mismo un apartamento a las afueras de Namimori. Cuando se lo contó por teléfono, Hibari no dijo nada de inmediato, pero el modo en que suavizó después su árido tono de voz hizo que Dino sonriera.

       Hasta entonces, las visitas del Don a Japón habían transcurrido envueltas en un estrés vertiginoso. Oficiar los encargos de Reborn y atender las necesidades de Tsuna y los demás, por no hablar de sortear las series de catástrofes que iban brotando cual setas de otoño, se comían las oportunidades que tenía para estar con Hibari. El poco tiempo del que disponían lo consagraban, por exigencia de éste, en pelear. Perjuraba vencerle aquella vez, y para cuando por fin Dino lograba tenerle rodillas al suelo, Romario recibía una llamada telefónica y vamos rumbo Lecce de nuevo, boss, ha surgido una incidencia. Señor, odiaba las incidencias. Así que desde que trasladó al apartamento parte de su inventario, la vida en pareja se les había hecho mucho más fácil; y no sólo por que Kyouya estuviera de mucho mejor humor sin los hombres de Dino pululando alrededor como abejas en un panal.

       El tiempo se estiraba mágicamente. Dino ya no tenía que andar correteando para mantener su estatus de chico de los recados, ya que a veces ni siquiera avisaba a Tsuna de que iría a Japón. Cuando abría la puerta y escuchaba a Dino maldecir sobre el estruendo de los enseres de cocina al chocar contra el suelo, Hibari sonreía para sus adentros. Inútil y todo, tenía a Dino su territorio. Las jornadas eran largas y les sobraban horas; los días eran suyos, de los dos, y de nadie más.

       Esas horas muertas valieron a Dino para aprender que Hibari, no obstante su afición casi patológica por machacar osamenta ajena, era un hombre relajado. Pasar domingos enteros retozando perezosamente con la piel por única indumentaria, lamiéndose como gatitos, resultó poco menos que una agradable sorpresa. En cierta ocasión, cumplidos dos años de la adquisición del inmueble, Dino se contorsionó para tomar algo del cajón del buró.

       —Lo he encargado para ti —explicó al mostrárselo—. Si lo quieres, es tuyo.

       Desde la muñeca tatuada de Dino oscilaba una fina cadena de oro blanco, la cual ensartaba una sortija de metal. Engastada en ésta, una voluminosa gema color ámbar lanzaba destellos cristalinos bajo la luz de la lamparilla.

       —Es un anillo del Cielo —constató Hibari con voz neutra. Dino asintió, aparentemente pagado de sí mismo.

       —Sip. Así, como no puedes usarlo, no lo romperás como el resto. Deja que te lo ponga.

       Hibari se quedó quieto mientras Dino le pasaba la cadena por el cuello. El roce de los delicados eslabones se sentía extraño sobre la piel, pero se acostumbraría. Siempre lo hacía. El italiano se echó atrás para admirar su obra, dejando una leve caricia en la base de su nuca.

       —Te queda bien —comentó.

       La mirada de Hibari resbaló por la textura lanuda de la alfombra. Había ciertas cosas que Dino nunca interiorizaría; no por falta de capacidades, sino simplemente porque no le daba la puta gana, y que Kyouya detestaba los regalos era una de ellas. A su modo de pensar, un regalo equivalía a una deuda. Y a Hibari Kyouya no le gustaba tener deudas. Por eso se levantó, dando nula importancia a su desnudez, para buscar en el armario el antiguo joyero lacado donde guardaba sus anillos.
       El de Dino era de rango A, de modo que otro de equivalente pureza debería salvar la diferencia. Sin embargo, cuando acercó los dedos al compartimento pertinente estos se quedaron estáticos, como si alguien hubiera puesto el tiempo en pause.

       —¿Pasa algo, Kyouya? —inquirió Dino.

       —El atributo del Cielo permite abrir las cajas arma de todos los atributos.

       —Ya sabes que sí.

       —Pero ninguna otra llama puede abrir las cajas de Cielo.

       A su espalda, Dino frunció el ceño. Kyouya cerró bruscamente el joyero y volvió a la cama, deteniéndose al borde.

       —Kyouya, ¿qué...?

       En la memoria del desconcertado Don irrumpió, como por ensalmo, cierta conversación con Tsuna años atrás; la misma que le había hecho decidirse a besar a Kyouya en la ceremonia de sucesión. «Lo que dijo Hibari-san», había contado el de Vongola, «después de su pelea contra Adelheid-san, fue que la nube necesitaba al cielo para moverse libremente. Yo me lo tomé como su forma de dar ánimos, ya sabes, pero ahora creo que pudo haber tenido otro significado. Creo que se refería a ti, Dino-san».

       —Oye...

       Fue silenciado con una mirada severa. Antes de sumergirse de nuevo entre las sábanas revueltas, Hibari le arrojó el anillo de Nube que había seleccionado.

       —No lo uses —murmuró, y le dio la espalda.

       Dino resiguió con la mirada la constelación de lunares a lo largo de la columna de Kyouya. La nube necesitaba al cielo para moverse libremente, pero el cielo prevalecía con o sin ellas. Ordenar que no utilizara el anillo era como ordenarle que no le utilizara a él.

       Dino deslizó la joya en el anular de la zurda, sonrió con afecto, y depositó sobre el hombro de Hibari un suave beso.

       —Entiendo.

       (Moraleja: que el cielo posea nubes no significa que las nubes posean al cielo.)


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