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Con tu partida por vickytoya

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Con tu partida

Avienta el trozo de papel al bote de la basura, él mismo se ha encargado de crear una masa uniforme y  algo esférica, presa de la desesperación que le produce el no poder encontrar las palabras perfectas para plasmar todo lo que siente por él, todo lo que quiere decirle tan poéticamente que se vuelve vomitivo.

—Tal vez si busco algo diferente—piensa detenidamente viendo las hojas desperdigadas por todo el cuarto oscuro, haciéndole compañía al café que ha preparado esa mañana y que se ha ido oxidando con el paso del tiempo. Hace tres días que hace café a las nueve de la mañana y termina tirándolo en el fregadero pasada la una de la mañana; mientras escurre el líquido café, puede ver las palabras que no ha escrito en ese tiempo, irse también por el resumidero.

Está seco.

Completamente seco. No siente amor, compasión, felicidad… Ni siquiera siente ganas de vivir, pero se convence de que es parte del ritual inconcluso llevado en esos instantes. Un gran suspiro se escapa de sus labios, decidido a encender uno de los cigarrillos que queda en la cajetilla, dejándose llevar por el humo, la soledad, el olor y la frustración, golpeando el escritorio de madera rústica (el cual se encuentra astillado) con saña, intentando deshacerse de toda esa mierda que le ocupa la cabeza; un gruñido le abandona los labios al tiempo que se levanta, dando un par de vueltas a ese lugar tan solitario desde que él no está.

Recordando que todo iba perfecto hasta que él, su propio ser, decidió matar cualquier clase de contacto, sabiendo que aquel muchacho iba a sentir asco hacia su persona por el resto de su vida. Toma un jarrón que se encuentra sobre una repisa y lo avienta hacia la pared, sintiendo como el estrés lo abandona un tanto, sonriendo con satisfacción al saberlo así, percatándose del ardor de su mano antes de ver la sangre correr a través de ésta.

—Mierda—su voz suena tan diferente, tan irreal, pero supone que es normal, pues no ha hablado durante más de una semana, solamente ha despertado, preparado café, se ha sentado frente a ese cacharro al que llama máquina de escribir, fumado y maldecido a su interior cada vez que falla en la siempre impresionante misión de escribir aunque sea una frase para aquella alma desdichada.

Toma el teléfono móvil y marca el número de Hackyeon, escuchando la línea tres veces seguidas, dispuesto a colgar cuando el mayor le contesta—, Yeon— masculla al auricular, suspirando levemente.

— ¿Quieres que le llame? —La pregunta le hace reír histéricamente por unos instantes, negando con la cabeza e imaginando al otro yendo hacia aquella libreta en donde tenía apuntado el número de sus desvelos.

—No, quiero que vengas a ayudarme.

—Tú no necesitas ayuda.

—La necesito—murmura viendo la sangre seguir corriendo, yendo hasta el baño, abriendo la llave para dejar que el agua se mezcle con la sangre, gruñendo por el dolor—no tengo botiquín y eres mi vecino, así que en estos momentos necesito ayuda.

El otro se encuentra alarmado ante las palabras del menor, y a penas cuelga dirige sus pasos hasta el lugar donde puede encontrar su botiquín, poniéndose los zapatos con rapidez, yendo a tocar dos puertas más allá de su departamento, pero al final se agacha sacando la llave debajo del tapete de su vecino, entrando y buscándolo al mismo tiempo.

—Tu departamento apesta— comenta en cuanto lo encuentra, acercándose a él y haciendo un gesto de asco—, tú también apestas—alza una ceja sacando el bote de alcohol y el algodón.

—Gracias.

No lo ve mientras lo cura, odia la testarudez del hombre— tal vez debas llamarlo— comenta con tranquilidad mientras pasa el algodón con el agua oxigenada y los toques de violeta—, eres una mierda y es seguro que no has comido últimamente.

—Ni siquiera entra el café.

—Claro que no, ni siquiera sé si sigues vivo, no te he visto salir y el editor está que llama cada dos minutos para preguntar sobre ti—. Una risa sardónica logra abandonar los labios del menor y el otro tiene una arcada—por favor Taekwoon, hazme un favor a mí y al mundo y toma una ducha, tan siquiera lávate los dientes. Sabes que él odia que fumes.

—Él ni siquiera sabe si fumo o no, tampoco creo que le importe en estos momentos.

Ambos fruncen el ceño y el moreno niega con la cabeza—también está preocupado… —Comenta con tranquilidad, omitiendo la parte de la reciente llamada del castaño hacía unos cuantos días.

—No juegues, él también tiene orgullo.

Le aprieta la herida con saña, haciendo que el otro suelte un gemido de dolor—te mereces eso y más, Leo. Eres un idiota— coloca la venda y suspira—bien, si no me necesitas más, yo me voy.

—Eso fue todo, gracias.

— ¿No vas a llamarle? —Pregunta cautelosamente una vez más.

—No, no voy a llamarle— lo ve con cansancio, el otro capta el mensaje, asiente con la cabeza  y sale del apartamento, mientras el menor regresa a la silla que ha ocupado más de ocho horas últimamente, sabiendo que no obtendrá resultados diferentes si sigue así.

Tal vez deba hacerle caso a su mayor, tomar una ducha y dejar por fin los cigarrillos, tal vez también deba salir unos momentos; así pues, empieza su rutina de higiene, lavándose minuciosamente los dientes antes de tomar una merecida ducha, después de dos días de no lavarse. Se cambia y toma la cajetilla incompleta, así como un par de billetes para comprar algo de comida.

Camina por las desoladas calles de la ciudad, ya no lleva la cajetilla entre sus manos, pues la ha tirado en el primer bote de basura que encontró, sin embargo el encendedor se encuentra dentro de la bolsa izquierda de sus vaqueros; le había encontrado cariño al fuego en el tiempo que había encontrado el refugio del cigarro, cuando antes solamente le tenía pavor.

Se detiene cuando se da cuenta de que sus pasos le han llevado hasta el edificio donde vive el menor.

“¿Cómo lo conociste?” Esa había sido la primera pregunta hecha por N.

“Por casualidad, él llegó a mi cuando yo estaba perdido en mis pensamientos. Bastaron quince minutos para que se convirtiera en mi razón de escribir”.

Ahí estaba, a cinco pisos y tres puertas de encontrarse con esa persona especial. No sabe lo que le mueve, pero se dirige hasta ahí, puños cerrados, encendedor guardado, sin olor a tabaco ni a café, tan limpio como la segunda vez que se vieron.

Cuando llega, acaricia con sus dedos el frío número 59 de latón, dudando entre tocar a su puerta o irse sigilosamente al lugar por donde vino, ¿por qué todo debía ser tan difícil? Se pregunta, formando nuevamente el puño, aporreando la puerta un par de veces antes de escuchar una respuesta dentro. Se escucha un “voy”, antes de un acompasado caminar perezoso, estaría gustoso de esperar por esos pasos, si no fuera porque no es su voz, no es la voz de la persona que él espera.

Retrocede un par de pasos y se esconde en resaque en el que alguna vez se besaron con desesperación, buscando robarse el aliento y sus vidas, siempre lograron lo primero, pero para esa última parte faltó un poco más de tiempo y menos errores.

Ve al chico que trabaja en la cafetería que solían visitar, asomar la cabeza por una pequeña abertura en la puerta. Hongbin- o algo así se llama-, la verdad no puede recordarlo porque siempre que iban le ponía atención solamente al menor, aunque éste le saludaba por el nombre; en fin, el chico asoma la cabeza, ve para todos lados y al no encontrar a nadie vuelve a cerrarla.

— ¿Quién era? —Pregunta Ken saliendo de la cocina, el otro le contesta un seco “nadie” que no podría ser más cierto y ambos se encogen de hombros.

El verdadero encuentro sucede tres días después, Leo vuelve a apestar, a fumar y ésta vez, también recuerda tomarse el café, en esa hoja manchada por círculos de café hay escritas cinco palabras:

“Esto apesta, tanto como yo”.

Pero bueno, al menos la hoja ya no se encuentra en blanco y duda volver a tenerla así, también comienza a dudar en si tirarla a la basura, pues siente que el comienzo es tan perfecto que hace que le duela el corazón e incluso los dígitos que se han aventurado a escribir tal verdad dentro de ese lugar.

El punto es que Hackyeon le llama, pidiéndole ayuda. Es su vecino, la persona a la que llama cuando necesita socorro, ese chico que a pesar de odiar el rumbo que ha decidido darle a su vida lo sigue apoyando, aunque apeste, aunque sea un amargado y gruñón, aunque no coma… Ese muchacho siempre va cuando le llama, así que él no puede negarse; se lava los dientes haciéndole un favor –haciéndoselo a él también-, y camina dos puertas más allá, esperando porque le abra para escuchar la explicación.

No es el moreno el que abre.

Es un chico blanco con cabello castaño, es precioso y le provoca la sonrisa.

Le provoca la sonrisa y unas ganas locas de golpear a su amigo por llevarle con engaños. Tiene ganas de reír histéricamente y salir corriendo.

Ninguna de las dos sucede, solamente pasa el intercambio de miradas entre ambos, como si la tensión del ambiente no fuera suficiente para llamarles la atención, como si la electricidad que fluye entre los dos nunca hubiese estado ahí. Pero siempre ha estado, así como ese impresionante entendimiento entre sus miradas, no necesitan siquiera una palabra para saber lo que sucede entre los dos.

—Apestas—murmura el menor.

—No tanto como mi escritura.

El otro se ríe, provocando una sonrisa marcada en el rostro del mayor—, sinceramente no creo que apeste más que tú, con todo y ese lío del cigarro— las cejas del castaño se alzan, así como una de las esquinas del labio superior de Leo, le ha pillado como menos quería— cuando Hackyeon me dijo que estabas arruinándote, no creí que lo dijera tan en serio—enfatiza, caminando alrededor de él, examinándolo con ojo crítico—. Taekwoon… —masculla suavemente—, ¿cuántos kilos has perdido?

—Más de cinco, menos de diez—. El otro lo ve cansinamente—, gracias por preocuparte, ahora iré a seguir con mi porquería—saca un cigarrillo, lo hace para hacer enfadar al menor, para demostrarle algún tipo de indiferencia, como si le estuviera diciendo “vale, parece que te preocupas por mí, ¿qué crees? Me vale una reverenda mierda, ahora vete”. En fin, siempre parece funcionar.

Pero no está vez.

Dios bendito, ésta vez Ken toma entre sus manos el cigarro -aun apagado- de la boca del otro, mirándolo con desdén—. Ya basta Leo, ¿no has tenido suficiente?

—Yo nunca tengo suficiente, lindura—. Lo último le ha salido tan arrastrado que la cachetada presente en su mejilla izquierda no le sorprende.

—Eres un idiota.

—Gracias.

—Leo… Por favor—suplica, haciendo que sus ojos se vuelvan grandes ante la petición tan suave y cansina—, por favor… ¿Acaso no te duele no estar conmigo?, ¿realmente crees que haberme alejado fue la mejor opción? Por favor… Por favor.

Lo próximo que aparece ante los ojos del muchacho le hace alterarse, querer buscar ayuda. El Ken que él ama está deshecho en el piso frío y enteramente gris del complejo de apartamentos, es como si se hubiera derretido, esperando por unas espátulas para recogerlo, o tal vez busque una escoba y un recogedor, pues los pedazos están tan dispersos que no sabe por dónde empezar.

—Ken—lo llama con voz débil, esa voz que solamente le sale cuando está con ese chico. Lo toma del brazo, ayudándole a incorporarse, pero el otro niega con la cabeza.

— ¿Realmente me odias y sientes asco hacia mí?

El otro niega—solamente… No quiero hacerte daño.

— ¿Crees que puedes hacerme más daño? —Es el golpe más fuerte que ha recibido hasta entonces, pues sabe que lo hirió profundamente—, crees que después de todo lo que pasó, ¿puedes hacerme más daño? —El otro niega— claro que no Leo, ahora déjame estar en tu vida nuevamente, te extraño y duele como el infierno. Tu apestas, ni siquiera tienes idea de la siguiente palabra que escribirás ésta noche, no sabes incluso si podrás escribir, has bajado más de cinco kilos, estoy completamente seguro que estás viviendo de alimentos rápidos, café y cigarrillos… Por favor Leo, déjame cuidarte y por sobretodo, déjame amarte.

El otro termina por sentarse frente al menor, acariciándole la mejilla con suavidad—Ken…

— ¿Vas a hacerlo Leo?, ¿vas a dejarme estar contigo?

Los ojos se cierran con pesadez, temiendo por completo el dolor que le pueda causar alguna vez, pero termina asintiendo—ven a vivir conmigo Ken, déjame amarte hasta que no quede una gota más de amor dentro de ti.

Sonríe levemente, ambos sonríen de la misma manera, como si supieran que ese es el fin que ambos esperan.

El final perfecto.


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